CAPÍTULO 2

La cena fue un banquete digno de dioses. Sopa de pez raya y brócoli, cordero asado en salsa de ajo, romero, vinagre y anchoa, seguido de tozzetti, galletitas de azúcar, almendras y anís.

Con cada plato se servía un vino específico o agua mineral. Todo era perfecto. Nada se había dejado al azar.

Cuando terminó de cenar, Holly fue a la ventana y contempló los últimos rayos de sol poniéndose sobre el jardín, que se extendía más allá de lo que sus ojos alcanzaban a ver, un laberinto de pinos, árboles de Chipre y flores entre los que se enroscaban caminos por los que un hombre alto estaba paseando.

– El signor Fallucci pasea todas las noches -dijo Anna, detrás de ella. Había entrado en la habitación para recoger la bandeja-. Siempre va a visitar la tumba de su esposa.

– ¿Está enterrada aquí?

– En una parcela de tierra que se consagró especialmente.

– ¿Cuánto hace que es viudo?

– Ocho meses. Murió en un accidente de tren el diciembre pasado en el que la pequeña resultó gravemente herida.

– ¡Pobrecita!

– Ahí puede ver el monumento. Todas las tardes se queda allí un buen rato. Cuando oscurece, vuelve a casa, pero para él aquí sólo hay más oscuridad.

– Puedo imaginármelo.

– Dice que la verá en su estudio en veinte minutos -añadió Anna antes de salir de la habitación con la bandeja.

Un rato antes, ese prepotente mensaje le habría molestado. Pero ahora, viéndole en la oscuridad, se dio cuenta de que se había producido un ligero cambio. Él parecía tan solo, tan abatido. Empezó a sentirse un poco más segura. Tal vez, después de todo, no había motivos para temerle.

Exactamente veinte minutos más tarde, estaba llamando a su puerta y escuchó un frío «¡Avanti!».

Al entrar, se vio en una habitación presidida por un gran escritorio de roble con una lámpara de mesa de donde provenía la única luz de la habitación. En la penumbra, podía entrever paredes revestidas de libros encuadernados en cuero.

Él estaba de pie, mirando por la ventana, y se volvió cuando ella entró. Pero permaneció en la sombra y ella no pudo distinguir más que su silueta.

– Buenas noches, signorina -su voz sonaba lejana-. ¿Prefieres que hablemos en inglés?

– Sí, gracias, signor Fallucci.

– ¿Es la habitación de tu agrado?

– Sí, y la cena ha sido deliciosa.

– Por supuesto -su tono de voz indicó que las cosas siempre funcionaban así en su casa-. De no ser así, les habría mostrado mi desagrado a mis empleados. ¿Te importaría sentarte?

Señaló la silla situada enfrente del escritorio. Fue una orden, no una petición, y ella se sentó.

– Mi hija me ha contado algo sobre ti -dijo mientras se sentaba enfrente de ella-. Tu nombre es Holly y eres inglesa, concretamente de Portsmouth.

– No, no es así.

– ¿No le dijiste a Liza que vivías en Portsmouth? Ella cree que sí.

– Es un malentendido y se lo explicaré si me permite terminar -a pesar de su propósito de actuar con cautela, no pudo evitar que su voz denotara un tono de enfado.

Él se reclinó en su silla e hizo un gesto, indicándole que continuara.

– Soy de un pueblecito de la región central de Inglaterra. Portsmouth está en la costa sur y lo conozco porque he veraneado allí en ocasiones. Intenté explicarle eso a Liza, pero ese lugar significa mucho para ella. Así que le conté todo lo que podía recordar y supongo que ella se deshizo de la información que no le interesaba y se creó una idea distinta a la realidad. Se aferra a todo lo que pueda hacerle sentir algo de consuelo. Los niños lo hacen continuamente.

– Y no sólo los niños -murmuró él. Hubo un silencio-. Por favor, continúa.

– No sé qué más puedo contar.

– Nos enfrentamos a una complicada situación. Yo soy juez, y tú, una fugitiva.

– Eso no lo sabe -contestó desafiante-. No me reconocieron cuando me vieron en el compartimento.

– Muy astuta. Está claro que no saben mucho de la mujer que están buscando, ni siquiera que responde al nombre de Holly… o cualquiera que sea tu verdadero nombre.

Se mantuvo en silencio, observándola, y al ver que no decía nada, se encogió de hombros, y dijo:

– Por supuesto, podrías darme el nombre que quisieras.

– No mientras tenga mi pasaporte.

– Me estás suponiendo un problema.

– Pues lo podría haber resuelto esta misma tarde.

– Eso habría sido imposible y sabes por qué -dijo con tono fuerte.

– Liza. Sí, no podría haberle hecho algo así a la pequeña.

– Y eso me ha situado en una posición inoportuna -dijo, medio enfadado.

– Pero lo cierto es que usted no mintió a la policía.

– Eso no me sirve de consuelo.

– Entonces lo que quiere ahora es saberlo todo sobre mí y lo que se supone que he hecho -dijo ella.

Quedó asombrada por su respuesta.

– En este momento, lo último que me apetece es saberlo todo sobre ti. Sé que eres una persona decente, incapaz de hacer ningún daño.

– ¿Y cómo puede saberlo?

– Porque he tenido delante a muchos criminales y conozco la diferencia. He desarrollado una especie de instinto para diferenciar ese tipo de cosas. Y ahora mi instinto me dice que como mucho te has visto envuelta en una situación que ni siquiera comprendes. Y también -añadió a regañadientes -lo sé por el modo en que Liza se ha aferrado a ti. El instinto de esta pequeña es incluso más certero que el mío. Si fueras una criminal, ella jamás se habría refugiado en ti.

Holly permanecía en silencio, sorprendida. No esperaba que ese hombre fuera tan perspicaz.

– ¿Me equivoco? -preguntó él bruscamente.

– No. No se equivoca.

– Bien. Entonces, quiero saber un poco sobre ti, pero lo mínimo. Lo suficiente para hacerme una ligera idea, pero sin nombres ni detalles.

– Fue como usted ha dicho. Me vi involucrada en algo malo, sin darme cuenta de lo que estaba pasando. Cuando descubrí la verdad, me fui.

– ¿Cuántos años tiene?

– Veintiocho.

– ¿Quién sabe que estás en Italia?

– Nadie. No tengo familia.

– ¿Y tus compañeros de trabajo?

– No tengo. No estoy trabajando en este momento.

– Debe de haber alguien en Inglaterra que se extrañe al ver que no regresas.

– No hay nadie. Vivo sola en una pequeña casa alquilada. No sabía el tiempo que estaría fuera y eso es lo que le dije a mis vecinos. Podría desaparecer de la faz de la tierra y pasarían años hasta que alguien se diera cuenta.

Al pronunciar esas palabras se dio cuenta, por primera vez, de lo sola que estaba. Y se arrepintió de haberlo admitido porque ahora él sabía que la tenía completamente bajo su poder.

En el silencio, podía notar cómo él la examinaba, probablemente pensando lo simple y poco sofisticada que era para su edad. Y era verdad. Ella no sabía nada, y eso le había hecho vulnerable ante Bruno Varelli. Vulnerable en su corazón y en todos los sentidos y de un modo que sólo ahora estaba empezando a entender.

Cuando conoció a Bruno, no sabía nada del mundo ni de los hombres y él, que lo sabía, se aprovechó de ella.

– Cuéntame algo sobre esa maleta que querías recuperar tan urgentemente. ¿Contiene algo que pueda incriminarte?

– No, es sólo que no quería perder mi ropa.

– ¿Hay algo que pueda identificarte?

– Nada.

– ¿Cómo puedes estar segura?

– Por el tío Josh.

– ¿El tío Josh? ¿Viajaba contigo?

– No, en absoluto. Está muerto.

– ¿Está muerto pero aun así te dice lo que meter en la maleta? -dijo con un tono que claramente indicaba que estaba tratando con una lunática.

– Sé que parece una chifladura, pero es la verdad.

– ¿Chifladura? Tendrás que perdonarme, pero estoy descubriendo que hay muchas palabras que desconozco.

– Significa locura, algo raro e inverosímil.

En lugar de responderle, sirvió una copa de brandy y se la dio.

– Cálmate -dijo con voz tranquila-. Y luego cuéntame lo del tío Josh y cómo te supervisa mientras haces la maleta desde el más allá.

– Hace años se fue de vacaciones y en el viaje le robaron la maleta. Llevaba unos papeles en los que ponía su dirección y, cuando volvió a casa, la encontró desvalijada. Desde entonces, nadie de nuestra familia ha metido en la maleta nada que pudiera identificarnos. Tenemos que llevar los papeles encima. Es como un artículo de fe: Jurar lealtad a la nación y nunca dejar papeles en las maletas.

Holly se atragantó al pensar en la conversación tan estúpida que estaba manteniendo. Sólo sentía unas fuertes ganas de liberar una risa histérica. Lo intentó controlar, pero no lo consiguió.

El juez se levantó corriendo para agarrar el vaso y ponerlo a salvo.

– Supongo que esto era inevitable. Si vas a ponerte histérica, mejor hazlo ahora y evítalo en futuras ocasiones.

Ella se levantó y se apartó de su lado para no dejarle ver lo vulnerable que se sentía en ese momento.

– No me estoy poniendo histérica, es sólo que… no entiendo lo que está pasando.

– Entonces, ¿por qué estás temblando? -dijo cuando, situado detrás de ella, puso sus manos en sus brazos.

– Yo… yo no… Yo…

Lentamente, la echó hacia atrás y rodeó con sus brazos. No fue un abrazo porque no la giró hacia él.

Era un hombre muy impersonal. Ella sabía que la estaba tranquilizando de un modo que no dejaba un atisbo de intimidad.

Curiosamente, su gesto fue tranquilizador. Le estaba diciendo en silencio que estaba a salvo con él porque había una línea que él no podía cruzar. El calor y la fuerza del cuerpo que estaba detrás de ella parecían infundirle una nueva fortaleza.

– ¿Estás bien? -preguntó en voz baja.

Notaba su respiración agitada detrás de su cuello.

Intentó ignorarlo al suponer que él no había pretendido nada. De hecho, dudaba que él ni siquiera le hubiera dado importancia.

– No lo sé. Ni siquiera sé quién soy.

– Puede que ésa sea la opción más segura en tu caso -apuntó con un toque sarcástico.

La liberó de sus brazos y la dirigió adonde había estado sentada antes.

– Imagino que fue un hombre el que te arrastró a todo eso.

– Sí, supongo que es evidente. Me creí todo lo que me dijo. No sé exactamente lo que pasó. Tal vez lo detuvieron y se las arregló para que pensaran que yo era la culpable.

– ¿Te entregó para salvarse él?

– Sí, creo que eso es lo que hizo.

– Da gusto ver lo realista que eres.

– Después de lo que me ha pasado, no tengo más opción que ser realista.

– Hay quien nace siendo realista y hay quien no tiene más remedio que serlo.

– Nadie nace siendo realista. De un modo u otro, las circunstancias nos lo imponen.

– ¡Cuánta razón tienes!

Habló en un tono tan bajo que no estaba segura de haberlo oído, y cuando le preguntó con la mirada, él se levantó y se dirigió a la ventana. Se quedó allí de pie, sin hablar, durante varios minutos. Al final, dijo:

– Me atrevo a afirmar que Anna te ha hablado de mi esposa.

– Me dijo que la signora Fallucci murió en un accidente y que Liza resultó herida. Fue Liza quien me dijo que su madre era inglesa. Supuse que por eso se aferró a mí.

– Tienes razón. Me quedé paralizado cuando entré en el compartimento. Vi algo en la cara de Liza que no había visto en meses. Estaba contenta, casi feliz. Y luego vi cómo se enganchó a ti… supongo que fue entonces cuando tomé la decisión.

– ¿La decisión de apropiarse completamente de mí y a cualquier precio?

– Lo estás expresando de una manera algo cínica. -

¿Cómo lo expresaría usted?

– Yo diría que necesitabas ayuda, igual que yo, y los dos decidimos ayudarnos mutuamente.

– ¿Cuándo he decidido yo algo?

– Mi querida signorina, perdóname si me he precipitado. Está claro que debí haberte presentado a la policía y esperar a que decidieras entre ellos o yo.

Hubo silencio.

Él estaba sonriendo, pero detrás de su sonrisa se encontraba un hombre de acero acostumbrado a que todo se hiciera a su empeño y dispuesto a que siguiera siendo así. Sabía que ella se encontraba impotente.

– Lo cierto es que ninguno de los dos decidió nada -dijo, encogiéndose de hombros-. Fue Liza quien lo hizo. Simplemente estoy cumpliendo sus deseos. Admito que las circunstancias en las que nos encontramos no son las mejores, pero no es culpa mía. Tenía que actuar rápidamente.

Era verdad, y su instinto le avisaba que actuara con cautela y que no le hiciera enfadar. Pero ya había estado demasiados años actuando con cautela y ahora sentía la necesidad de rebelarse.

– No, no fue culpa suya, pero usted supo cómo aprovecharse de la situación, ¿verdad? Aunque dice que tan sólo cumple los deseos de Liza, yo soy poco más que una prisionera…

– En absoluto. Puedes irte cuando quieras.

– Sabe que no puedo. No tengo ropa, ni dinero, ni mi pasaporte…

Como respuesta, sacó un puñado de billetes de su chaqueta.

– Vete -dijo-. Ordenaré que te abran las puertas.

Ella dio un paso atrás, negándose a aceptar el dinero, y dijo con furia:

– ¿De verdad? ¿Y dónde estoy? ¿Adónde voy? ¿Qué hago? Está jugando conmigo y debería darle vergüenza.

– Admiro tu valor. Resulta imprudente, pero es admirable.

– Tal vez sea usted el insensato. Me ha metido en su casa y lo único que sabe sobre mí es que estoy huyendo.

– Pero me has asegurado que eres inocente.

– Bueno, ¿y qué otra cosa iba a decir? Todo fue una sarta de mentiras para protegerme. ¿Cómo puede saber si soy inocente o culpable?

– ¡Maria Vergine! Si crees que puedes engañarme, estás muy equivocada. Si no pensara que tu peor error se debe a una increíble ingenuidad, jamás te habría permitido acercarte a mi hija.

Se la había imaginado correctamente. Ingenuidad era la mejor palabra para definirla.

– Ahora, ¿podemos dejar de discutir y ser prácticos? Quiero que te quedes aquí como acompañante de Liza. Berta hace un excelente trabajo cuidándola, pero no puede darle lo que realmente necesita, eso que sólo tú puedes darle. Está claro que te ve como un punto de unión con su madre. Eres inglesa, puedes hablar con ella, como lo hacía su mamina, y eso la reconfortará hasta que lo supere. Si puedes hacerlo, entonces puede que haya algo que yo pueda hacer por ti. ¿Trato hecho?

– Sí -dijo, aturdida-. Trato hecho.

– Bien, entonces ya ha quedado todo claro.

– No del todo. ¿Cuánto va a durar este acuerdo?

Él frunció el ceño; la pregunta lo desconcertó.

– Durará lo que yo diga.

«Por supuesto», pensó ella irónicamente.

– Ahora, vamos a centrarnos en los detalles. A ojos de todo el mundo, serás una pariente lejana de mi esposa que está aquí de visita. Liza te llama Holly, pero según tu pasaporte tu nombre es Sarah.

– Sí, Holly es un apodo que mi madre me puso cuando tenía cinco años. Holly significa «acebo» y mi madre siempre decía que con mi nacimiento adorné su cama con acebo el día de Navidad.

– Nos será útil, dado que la policía está buscando a Sarah Conroy. Así no llamarás la atención.

– Pero si siguen buscando…

– Ese tren era su mejor oportunidad y la desaprovecharon. Ahora seamos prácticos. Toma este dinero. Es el sueldo de tu primera semana. Te pagaré en metálico, cuanto menos papeleo, mucho mejor. ¿Hay algo en tu monedero en donde aparezca tu verdadero nombre?

– Una tarjeta de crédito.

– Déjame ver.

En cuanto sacó la tarjeta del monedero, él la tomó y la rompió.

– ¡Eh! -gritó, indignada.

– Cualquier cosa que te relacione con tu nombre real es peligroso.

– Estoy preparada a asumir el riesgo…

– Pero ese riesgo no te afectaría sólo a ti.

Esas palabras la hicieron callar. Él era un juez y estaba ocultando a una mujer que huía de la ley. Ella no era la única persona en peligro.

– Necesitas ropa. Siéntate allí -señaló un pequeño escritorio sobre el que había un ordenador portátil conectado a Internet-. Estás conectada a un centro comercial de Roma. Echa un vistazo, selecciona los artículos que necesites y pediremos que nos los envíen.

Ella pudo ver que en la pantalla aparecía la página de la sección de ropa de mujer conectada a una cuenta a nombre del juez. Todo lo que tenía que hacer era añadir artículos a la cesta de la compra. Miró todas las páginas, intentado creer lo que estaba viendo. Era el centro comercial más caro que había visto en su vida. Y a medida que miraba la ropa se iba impactando más y más. La ropa interior, los vestidos… todo parecía estar hecho de seda.

– La verdad es que estoy buscando algo más corriente. Más para mí.

– ¿Te defines como alguien corriente?

– Bueno, míreme.

– Ya lo hago. No te sacas partido. Eres alta y esbelta…

– Flacucha, querrá decir. Y plana. Plana como una tabla.

– No deberías decir eso. Hay mujeres desfilando por las pasarelas que son exactamente como tú. Pero tú lo único que haces es criticarte a ti misma.

– No me estoy criticando -dijo, malhumorada-. Estoy siendo realista. No soy guapa.

– ¿Acaso he dicho yo que lo fueras?

Ella se quedó boquiabierta.

– Dijo que…

– Dije que tenías unas formas de las que podías sacar mucho partido, pero tú no piensas así. Y en lugar de decir «esbelta», dices «delgaducha». Tienes una manera de pensar muy retorcida.

– Bueno, pues disculpe por pensar de la manera equivocada. Está claro que una mujer italiana sería mucho mejor, pero no puedo evitar ser de otra nacionalidad.

– Tienes que empezar a aprender a no poner en mi boca palabras que no he dicho. No se trata de tu nacionalidad. Mi esposa también era inglesa, y era tan consciente de sí misma y del efecto que producía como cualquier mujer italiana. Todo está aquí dentro -dijo, dando golpecitos con sus dedos en la frente de Holly.

– Yo soy consciente del efecto que produzco. Fea sería la palabra.

– Ninguna mujer con una cintura tan pequeña puede ser fea.

– ¿Y mi cara? No dice nada.

– Muy bien, no dice nada. No es que esté mal, es que no dice nada.

– Fea -repitió, alzando la voz-. Míreme. Conozco mi cara más que usted.

¿A qué venía esa discusión? Había salido de no se sabía dónde y no tenía ningún sentido. Pero entre todas las dispares emociones que sentía en su interior había también una tensión que tenía que liberar de algún modo.

– Dudo si sabes algo sobre tu cara o sobre la persona que se esconde detrás de ella.

– La conozco perfectamente -dijo con amargo énfasis-. Se trata de una persona que estaba tan acostumbrada a ser insignificante que se creyó todas las mentiras que un hombre le contó. No hay nada más que saber.

En principio, él no respondió, sino que pensó en ella unos instantes antes de decir:

– Dudo que eso sea verdad. Nunca has explorado las posibilidades, así que prueba a ver tu cara como un lienzo en blanco sobre el que escribir todo lo que quieras.

– ¿Es eso lo que hizo su esposa?

– Ahora que lo mencionas, sí. Ella no era una belleza, pero podía hacer que cualquier hombre creyera que lo era. Cuando entraba en una sala, todas las cabezas se volvían hacia ella.

– ¿Y a usted no le importaba?

– No, yo… yo estaba orgulloso de ella.

– Pero yo no soy ella. Yo nunca podría ser así.

– Nadie podría ser como ella. Ahora, volvamos a lo nuestro.

Su tono de voz cambió, ahora hablaba como un hombre en una reunión de negocios anunciando que se tratara el siguiente asunto pendiente.

– En esta casa necesitarás un vestuario presentable, así que olvídate de la ropa a la que estás acostumbrada y elige prendas que te ayuden a encajar en… -hizo un gesto indicando el lujo que los rodeaba-. Por favor, date prisa, tengo mucho trabajo.

Cuando pasó la tensión, se pudo concentrar en la pantalla e incluso disfrutar deleitándose con las maravillosas prendas que aparecían frente a sus ojos.

– Elige bien -fue su único comentario y se sentó en el otro escritorio.

Lo había preparado todo. Había entrado en la versión inglesa de la web y también había buscado una tabla de conversión de medidas con las tallas inglesas y europeas.

Su puritana mentalidad le recordó que los materiales baratos siempre le habían servido en el pasado. Pero le indicó que se callara y que le dejara concentrarse. Una vez se hubo librado de ella, todo fue más fácil.

Primero, ropa de sport, blusas, jerséis, pantalones, todos confeccionados con aparente sencillez y con precios exorbitantes. Después del impacto inicial, dejó de preocuparse por el precio.

Ropa interior y medias de satén, sujetadores de encaje de color negro, blanco y marfil. Aquí intentó ser algo más sobria y se ciñó a comprar lo estrictamente necesario.

Se entretuvo un buen rato con los vestidos de cóctel y se quedó prendada de uno de seda chifón, ajustado y escotado por delante y por la espalda. Estaba disponible en negro y en carmesí oscuro.

Pero no iba a comprarlo. Simplemente estaba echando un vistazo.

Abrigos. Sí. Tenía que ser sensata y podía justificar un ligero abrigo de verano. Ese color. No, mejor, ese otro.

– Compra los dos -dijo una voz aburrida que pasó por detrás de ella.

Levantó la vista rápidamente, pero él ya estaba volviéndose a sentar en su escritorio.

Compró los dos. Simplemente estaba obedeciendo órdenes.

– Ya he terminado. ¿Qué hago ahora?

– Yo me encargo del resto. Es tarde y ha sido un día muy largo. Vete a dormir.

– Antes me gustaría ver a Liza y desearle buenas noches.

– Ya debería estar dormida, pero seguro que se ha quedado despierta esperando poder verte. Muy bien. Gira a la izquierda al final de las escaleras y ve a la segunda puerta.

– ¿Viene conmigo?

Hubo un toque de represión en su tono de voz cuando dijo:

– Ya le he dado las buenas noches.

– Pero si se ha quedado despierta, seguro que le encantará verle otra vez.

Al principio pareció dudar, pero luego asintió con la cabeza y se levantó.

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