– ¿De dónde sacaste esa extravagante lencería?
– ¿Te gustó el satén negro?
– No.
Liz soltó una risita con la cabeza en el hombro de Clay.
– ¡Oh, sí! Te gustó.
– Eres una mujer peligrosa.
– Gracias
– No es un cumplido necesariamente -sus dedos no dejaban de acariciar el pelo femenino-. En la fiesta, todos los hombres te devoraban con la vista.
– En la fiesta, las mujeres no dejaban de tocarte.
– ¿Por eso apareciste en mi puerta a las dos de la madrugada desnuda?
– Por supuesto que no. Vine a darte las gracias personalmente. Eres la única persona de todo el pueblo que no empezó una conversación con un «¿Qué te has hecho en el pelo?» desde que me lo corté.
– ¿Siempre das las gracias de un modo tan particular?
– Siempre.
– Tu pelo me gusta mucho. Sobre todo ahora.
– ¿Ves lo amable que eres? -ella se incorporó y le besó-. Dentro de cuatro años habrá crecido.
– Boba.
Él seguía sintiendo su beso en la boca. La mirada de Clay vagó sin poderlo evitar por los labios rojos y los ojos soñolientos. La primera vez había tenido excusas por haber perdido el control. Liz era capaz de tentar a un santo. La segunda vez no había tenido excusas. Se había olvidado de tener cuidado y sólo había pensado en poseerla con un deseo feroz y una pasión sin inhibiciones que había hecho trizas su sensatez.,¿Qué iba a hacer con ella?
– Mentí -murmuró ella.
– ¿Sobre qué?
– No vine aquí porque te gustara mi pelo -le informó.
– ¿No?
Él colocó la colcha alrededor de la barbilla de ella. Ya había intentado levantarse dos veces y él sabía que quería irse antes de que Spencer se despertara. Nunca antes se le había presentado aquel problema. Nunca había llevado una mujer a dormir allí. Sí, ella tenía que irse. Pero todavía no. Bastante le fastidiaba que fuera necesario que se marchara. Liz no era el tipo de mujer a la que se le podía hacer el amor y echar luego. Pero la cuestión era que nunca debería haberle hecho el amor.
– Vine aquí -le dijo Liz-, porque quería dormir con un hombre malo. Un hombre con pasado, la clase de hombre que una dama debe evitar. ¿No era eso lo que estabas intentando decirme en el coche, Clay?
Él la observó inquieto mientras ella se liberaba de las mantas y se le subía encima como si él fuera su colchón personal. Clay no estaba preparado para hablar en serio ni para pensar, no a las cinco de la mañana y después de la noche pasada. El peso de sus cálidos pechos y su vientre no favorecía su capacidad de concentración.
– Yo también tengo un pasado -comentó ella en tono superficial-. He intentado seducirte tres veces, Clay ¿Qué opinas ahora de mi moralidad?
– Nada. Excepto que a veces confundes las cosas.
– Más que eso. Yo también he cometido errores. Cortes de pelo. Matrimonios equivocados. Elecciones profesionales erróneas. He hecho daño a la gente, Clay, de un modo imperdonable. ¿De verdad crees que tú eres el único?
– Encanto, estás chiflada.
Su voz era tierna. La besó en la frente y la mejilla.
– Tú no eres capaz de hacer algo imperdonable, Liz.
– Te equivocas.
– Tengo razón.
– Te concedo que eres un cabeza dura. ¿Puedo decirte algo?
– No.
Ella sonrió.
– En contra de lo que pareces creer, yo no soy una monada confusa. Estaba muy confusa después de la separación, pero eso fue hace más de un año. Me siento culpable y pesarosa por esa relación, Clay, pero en ningún momento busqué a un hombre para que hiciera más soportables esos sentimientos. Y tampoco soy una divorciada hambrienta de sexo. Si tomamos como ejemplo mi vida sexual con mi ex marido podía haber estado sin hacerlo durante diez o veinte años más.
Él estaba intentando interrumpirla para hablar, pero ella se lo ponía difícil frotándole un dedo en los labios.
– Está muy claro. Vine aquí porque te amo. Por ninguna otra razón.
A las tres de aquella tarde, Liz estaba en el exterior del edificio de la Cámara de Comercio. El cielo azul blanquecino hacía juego con un día tremendamente frío. Los dedos de los pies se le habían helado en el corto trayecto desde el coche. Por dentro seguía caliente. El recuerdo de su unión amorosa con Clay seguía ardiente en ella. Durante todo el día había tenido la impresión de que por sus venas corría una nueva fuerza en vez de sangre. Había corrido el riesgo de entregarse a Clay, había actuado siguiendo sus emociones, su instinto femenino. En otra época había llegado a creer que nunca podría hacerlo. Amar a Clay no borraba los errores que había cometido. Pero amarle le había enseñado que entregarse no significaba sacrificarse. La sinceridad tenía mucho que ver con creer en sí misma, en que era una mujer que valía la pena.
Tendría que enseñarle muchas cosas a Clay, pero no en ese momento concreto. Reunió todo su coraje, empujó las puertas de cristal y entró. La oficina de la Cámara de Comercio no había cambiado desde su última visita, desde la fallida entrevista que recordaba demasiado bien. La moderna oficina estaba decorada en corales y grises. La mujer de pelo blanco recogido en moño seguía llevando gafas y una sonrisa más eficiente que acogedora.
– ¿Puedo ayudarla?
– Sí. Soy Liz Brady y quisiera saber si el señor Graham está libre.
– ¿Tiene usted una cita?
– Me temo que no.
Las mecanógrafas tecleaban a fondo. Sonaba un teléfono como la última vez. La última vez, el señor Graham no había tardado ni diez minutos en comprender que ella no tenía la titulación de relaciones públicas requerida. Ella había tardado menos de diez minutos en cruzar la puerta rápidamente, avergonzada por no disponer de las credenciales precisas y terriblemente consciente de que lo que ella tenía que ofrecer tampoco era bastante bueno.
– Bien, voy a ver -dijo la mujer canosa y pulsó un botón del teléfono-. Señor Graham… -un momento después dijo-: Puede entrar, señorita Brady. Debo decirle que está muy ocupado esta tarde, pero si no va a tardar más de quince minutos…
– No lo haré -prometió Liz.
Llamó suavemente a la cerrada puerta gris y entró. Cuando la puerta se cerró tras ella, los ruidos de la oficina se amortiguaron.
El señor Graham estaba sentado tras un escritorio de pulida madera de nogal.
Estaba en la cincuentena, arrugas de expresión marcaban su boca y su pelo era una pelusilla castaña con una calva clerical en la coronilla. A su corpulenta figura le sobraban unos diez kilos. La primera vez no había sido grosero, sino firme simplemente.
– Siento molestarle por segunda vez, señor Graham. Para ser sincera, no estaba segura de que quisiera verme otra vez -confesó Liz cuando él se levantó y extendió una mano sobre la mesa.
– Tonterías, señorita Brady: Espero que no sienta resentimientos por aquella entrevista. Dígame qué puedo hacer por usted.
– ¿Ha cubierto ya ese puesto?
– Todavía no, pero creo que ya le dije a usted que no teníamos prisa. No es que Ravensport no necesite un buen estímulo, pero podemos dedicar varios meses a encontrar a la persona adecuada. Siéntese, siéntese.
– Gracias.
Ella se quitó el abrigo, pero no pudo relajarse lo suficiente para sentarse en el borde del sillón. Sabía que su nerviosismo se notaba.
– Quería hablarle de ese trabajo, señor Graham.
– ¡Oh! Bueno…
Él parecía incómodo. Ella podía ver que estaba pensando en algún método de librarse de ella.
– Sí, ya sé que usted me rechazó y para mí es muy incómodo volver aquí, señor Graham… -tomó aliento-. Creo que lo hice muy mal el otro día y comprendo que no desee escucharme, pero se lo agradecería. Le prometo que no le entretendré ni siquiera diez minutos.
– La escucharé. Pero…
– No tengo la titulación requerida. También es cierto que he estado diez años fuera del pueblo y si está buscando a alguien rápido y atrevido… -ella sonrió-. Confieso que nunca serviré para algo así. La verdadera naturaleza de una buena bibliotecaria es todo lo que puedo ofrecerle, señor Graham. Estamos hablando de no conformarse nunca con la superficie de las cosas. Estamos hablando de comprometerse a investigar todos los rincones, todas las opciones, todos los hechos, y de personas perfeccionistas con las que puede ser terrible trabajar. Quizás estos datos no le parezcan los adecuados…
Quince minutos después, el señor Graham descolgaba el teléfono con una sonrisa para cancelar su cita de las tres. Para entonces Liz no estaba hablando del trabajo. Estaba hablando de su pueblo, Ravensport, del pleno sabor de la comunidad, de su situación privilegiada, de su personalidad y su capacidad de trabajo. La secretaria canosa les sirvió café a las cuatro menos cuarto. El señor Graham canceló la cita de las cuatro. Para entonces estaban discutiendo de la clase de negocios que Ravensport necesitaba realmente y de cuáles no. Estaban hablando del agua. El Lago Michigan tenía mucha y en verano se llenaba de preciosos barcos de los que Ravensport nunca había obtenido ningún beneficio real. Hablaron de algún lugar en donde atracar aquellos barcos durante el invierno, un pequeño puerto, con un astillero tal vez.
– Buenos barcos, buenas materias, trabajo artesanal de calidad -murmuró el señor Graham-. Eso es exactamente lo que necesitamos.
A las cuatro y media seguían hablando de carpinteros y capital. A las cinco, la secretaria de pelo blanco asomó la cabeza por la puerta y anunció que se iba a casa. Por su expresión quedaba claro que Liz había destruido su bien organizada jornada de citas del señor Graham.
Cuando se fue, el señor Graham se volvió hacia Liz con un suspiro.
– Es un dragón. Tendrá que encontrar la manera de hacer las paces con ella cuando empiece a trabajar aquí. A mí nunca se me ha dado muy bien.
– Me pregunto si habrá algún libro -musitó Andy una hora después.
Los espaguetis que tenía delante estaban fríos, la tostada con ajo quemada y había olvidado aliñar la ensalada. Casi había olvidado lo que era hacerse la cena, pero no era culpa suya que Liz le hubiera malcriado durante un mes.
– ¿Un libro sobre qué?
– Sobre cómo hacer que las hermanas se queden quietas un rato. ¿Para qué te has levantado ahora?
– Servilletas.
– Ya que estás de pie, podrías quitarte el abrigo.
– Voy a casa de Clay después de la cena.
– ¿Piensas flotar hasta allí o vas a ir en coche como los mortales normales?
Andy aceptó con paciencia el tenedor que ella le tendía y el beso en la frente. Luego se levantó para coger las servilletas él mismo.
– No sé a qué vienen esos nervios. Me has dicho que no empezabas a trabajar hasta dentro de un mes.
Ella asintió.
– Necesito un par de semanas para volver a Milwaukee, recoger mis cosas, cerrar el apartamento y encontrar a alguien que lo alquile.
– Es la primera cosa sensata que has dicho desde que has entrado -comentó Andy-. ¿No piensas dormir? Esta mañana has vuelto cuando me estaba levantando.
– Volví bastante tarde -murmuró Liz.
– Al amanecer, más o menos. Conozco a Clay desde hace un montón de tiempo. Os he visto juntos desde que llevabas trenzas. Nunca lo entendí y no voy a intentar entenderlo ahora -se alarmó cuando Liz abrió la boca-. No quiero saberlo. Un hombre suele ponerse nervioso cuando ve a su hermana ahogándose en arenas movedizas.
– ¡Andy!
Liz estaba atónita. Su hermano se estaba internando en el territorio de las emociones. Algo totalmente inusual en él.
– Quiero a ese hombre como a un hermano -dijo Andy en voz baja-, pero Clay ha sido una especie de arenas movedizas para las mujeres desde el día en que nació. Y es todo lo que voy a decir. Excepto que espero que sepas lo que estás haciendo.
– Lo sé -dijo ella sencillamente.
No tenía la menor duda. Había sido un día durante el cual las dudas se habían alejado kilómetros de ella y nada podía hacer mella en su entusiasmo. El trabajo era importante. Era importante porque deseaba desesperadamente trabajar con otras personas, comprometerse, y era algo a lo que le podía hincar el diente. En menor grado, el trabajo era importante debido a Clay. Clay siempre había tenido el impulso de proteger a los desvalidos, a los indefensos, a los imprudentes. Llevaría tiempo curar a Clay de sus tendencias protectoras. Ahora podía demostrarle que no era una mujer que necesitara protección, sino su igual. Una mujer capaz de cometer errores, pero también capaz de librar sus propias batallas, que se conocía a fondo y valoraba sus sentimientos e instintos y a sí misma. Dejó que su hermano fregara los platos y fue en coche hasta el motel a velocidad de celebración. Clay estaría ocupado, por supuesto. Sólo quería compartir su triunfo con él y besarle, pero su estado de ánimo se nubló al llegar al aparcamiento. Dos coches de la policía estaban aparcados junto a las puertas traseras del motel. Un pequeño grupo de personas se había reunido en la entrada. Las cabezas y los abrigos le impedían la visión. Caminó directamente hacia la entrada principal hasta que vio a un chiquillo con un gorro rojo escondido entre los arbustos. Se había acordado de ponerse un gorro y un chaquetón, pero no llevaba zapatos y sus pies cubiertos por los calcetines rateaban el suelo mojado. Cuando la vio, Spencer se acercó volando.
– ¡No te lo vas a creer! ¡Es estupendo, Liz! ¡Tenemos un ladrón!
– Maravilloso -murmuró Liz irónicamente. Se agachó a abrazarle. ¿Por qué tengo la impresión de que tu padre está seguro de que estás encerrado en una habitación con Cameron?
– Jugando a las cartas. Pero Cam se durmió delante de la tele y luego vi las luces por la ventana y…
– Cuéntamelo después de que entremos y te pongas calcetines secos, chaval..
– No puedo irme ahora. Le acaban de coger. Y mi papá le ha pegado. ¡Deberías haberle visto, Liz!
Spencer bailó sobre los pies imitando el juego de piernas de un boxeador hasta llegar a su habitación por el largo pasillo.
– Esa señora estaba chillando. Verás, era su collar. Y supongo que el tipo con el que se había registrado era su hermano, pero su hermano tenía ese gran problema. Como cuando en la tele dicen «el programa siguiente no es recomendable para niños». ¡Demonios! Ya sabes lo que significa.
– ¿Y los calcetines?
Los mojados estaban junto a la puerta, pero Spencer estaba demasiado nervioso para preocuparse de los sustitutos secos.
– En mi habitación, naturalmente. En fin, todos sabemos lo que son las drogas. Ya sabes lo que voy a decir cuando alguien me pregunte que si quiero probar las drogas, ¿verdad?
– No, cariño. ¿Qué?
Ella encontró un calcetín largo y blanco y otro gris. Por lo menos estaban secos.
– Ni hablar, tío. Lárgate, tío. Las drogas no son divertidas, estúpido… Eso es lo que voy a decir. Y si siguen molestándome, voy a pegarles como mi papá a ese tipo. ¡Bam! Verás, esa señora estaba intentando recuperar su collar y el hermano se enfadó con ella. Mi papá dice que nadie debe pegar a una señora. Jamás, sin excepciones, sin excusas. Aunque sea Sarah Breeling y te robe tu mejor goma. ¡Y entonces llegó la policía! ¡Dos coches!
– Los he visto.
Una vez puestos los calcetines secos y los zapatos, Spencer tuvo que repetirle toda la historia a Cameron, que había despertado de su siesta a tiempo de asustarse al no ver al niño a su cuidado. Cam salió inmediatamente a ver por sí mismo lo ocurrido y lo que podía hacer cuando estuvo seguro de que Spencer estaba a salvo con Liz. Spencer estaba a salvo, pero después de una hora su estado de ánimo cambió y pasó de la exaltación al cansancio.
– Sabes lo que va a pasar cuando vuelva papá, ¿verdad?
– Va a preguntar qué haces levantado después de las nueve de la noche.
– No es eso. Nos va a soltar el sermón.
Compartían un sofá de cuatro cojines y después de las nueve Liz había descubierto que Spencer no se oponía a acurrucarse contra una chica.
– ¿El sermón?
– El sermón. Que tenemos que mudamos porque éste no es buen sitio para mí. Y tú no vas a hablarle de la siestecita de Cam, ¿verdad? Papá se pondrá furioso. No dejo de decirle que ya no soy un niño.
– Lo sé.
– Pero él se preocupa por cosas. Como el bar. ¿Por qué tanto jaleo? Él no quiere que me acerque por allí porque mi abuelita tenía un problema. No me acerco. ¿Para qué iba a acercarme? Pero si no tuviéramos el bar, no tendríamos a George. George necesita un hijo y, aunque soy hijo de papá, a veces me presto yo mismo a George. ¡Demonios! ¿Qué otra cosa puedo hacer? Está muy solo. ¿Te has decidido?
El monólogo de Spencer se veía interrumpido por constantes y ruidosos bostezos.
– ¿Sobre qué, colega?
Liz le acarició el pelo. Le quería aunque le estuviera clavando el codo en las costillas.
– Sobre nosotros. Si no vas a casarte conmigo, ¿vas a casarte con mi papá? Dijiste que me darías una respuesta la siguiente vez que nos viéramos.
– ¿De verdad?
– Sí.
– Bueno… -tenía los párpados prácticamente cerrados-.¿Te parece bien por hoy si te digo que os quiero a los dos?
– Eso no vale. Eso ya lo sabía. Y no voy a dormirme.
– ¿No?
El crío fue un peso muerto en sus brazos durante la media hora siguiente, pero Liz sentía demasiada ternura para moverse. Levantó la vista únicamente al oír abrirse la puerta. La tensión nublaba los ojos de Clay. Nadie necesitaba una crisis en su negocio después de un largo día y una noche sin dormir.
– ¿Se ha acabado la conmoción? -susurró ella comprensivamente.
Él miró el techo para expresar exasperación con la vida en general. Luego cruzó la habitación para recoger a su hijo. Por un momento su mirada se cruzó con la de Liz y los dos recordaron la noche anterior. Rápidamente, una máscara cubrió la expresión de Clay, Liz recordó que él estaba cansado. Cuando él se dirigió al cuarto de Spencer para meter al pequeño en la cama, ella se levantó. De repente se sentía inquieta. Se desperezó para relajar los músculos rígidos y pensó en el trabajo y en su impaciencia por contárselo a Clay. Pensó en todo lo que habían compartido la noche anterior, y en las noches futuras. Y decidió irónicamente que no era el momento adecuado. Clay volvió del cuarto de Spencer y se dejó caer en el sofá coma un hombre demasiado cansado hasta para respirar.
– Supongo que ya conoces la historia.
– Sí.
– ¡Demonios! -él estiró las piernas y recostó la cabeza-. Lo crean o no los habitantes de este pueblo, yo pensaba que tenía un local decente. Un local donde pueden venir las familias a comer y a alojarse. Incluso el bar… No nos gustan los vagabundos, los ligones ni los buscapleitos. Pero, cuando pasa algo como esto, comprendo que no es el mejor sitio para criar un niño.
– Spencer dijo que tendrías esa reacción.
– Ese chico es demasiado listo.
– Yo creo que tiene la cabeza en su sitio y lo que ha pasado esta noche podía pasar en cualquier parte -dijo Liz en tono conciliador-. Vamos, Clay Se pueden encontrar asaltantes en los mejores vecindarios y en los peores, en un barrio selecto de Milwaukee y en una granja apartada.
Se colocó detrás de él y le acarició la cabeza como habría hecho con un niño. Sus dedos masajearon los tensos músculos de la nuca.
– Sé que quieres proteger a Spencer, pero no hay modo de proteger totalmente a un niño de la vida a menos que planees criarle en una isla desierta. Lo importante es que aprenda a reaccionar, pensar y valorar lo que aprenda.
– ¿Sí? Bueno, pues no creo estar haciendo un trabajo excelente. No, Liz.
Se inclinó hacia delante. Liz se encontró de pronto con los dedos en el aire y una punzada de dolor latió en ella. Sabía que estaba cansado, pero le dolió.
– Haré una jarra de café -dijo rápidamente.
– No.
– ¿Te parece mejor una cerveza?
– Lo que quiero es un poco de tranquilidad. Ha sido un día infernal. El café no va a servir de nada ni tampoco tus sermones.
Él levantó la vista y maldijo en voz baja al ver la expresión de los ojos de Liz.
– No quería decir eso. Espera un momento.
Ella estaba recogiendo su abrigo con los ojos bajos y el corazón destrozado.
– Tengo que irme. Sólo pensaba quedarme hasta que volvieras junto a Spencer.
– No, no es cierto.
– Estoy tan cansada como tú -añadió ella rápidamente-. Me pongo de malhumor cuando duermo poco. Tengo muy poco tacto.
Él no se movió hasta que ella estuvo a mitad de camino de la puerta y entonces se limitó a bloquear la salida. Le acarició la mejilla e intentó alzarle la barbilla con una mano áspera.
– Mírame, preciosa. Tú tendrás poco tacto el día en que el infierno se convierta en un iceberg.
Ella tenía la vista nublada por las lágrimas. Era una tontería. ¿Cuántas horas llevaba él de pie? Pero después de la noche anterior se había sentido muy segura de que sería bien recibida. Se había sentido muy segura de que él la desearía allí cuando estuviera cansado y disgustado. Él la miraba muy serio.
– Me ha gustado el sermón y me ha gustado que estuvieras aquí cuando he entrado. Y me gusta que Spencer crea que el sol sale y se pone por ti, y tú eres la única mujer que he necesitado en toda mi vida, encanto.
– ¡Oh, Clay!
Él meneó la cabeza.
– Pero si crees que vaya volver a aprovecharme de ti… No. No, Liz.
– Aprovecharte…
– No me mires así. Eso fue lo que pasó anoche y los dos lo sabemos. Tú estabas… del talante adecuado. Quizás yo lo he estado siempre que tú estabas cerca y quizás siempre va a ser así. Del talante adecuado para hacer el amor, para averiguar exactamente cómo podía ser entre nosotros.
A ella le costó terriblemente encontrar las palabras adecuadas.
– Y lo averiguaste.
– Lo averigüé. Eres inocente y vulnerable. Eres más suave que las rosas amarillas. Y eres muy, muy generosa. Pero no eres para mí. Porque también averigüé al despertarme que me sentía como si te hubiera utilizado, como si me hubiera aprovechado de alguien precioso para mí, alguien que confiaba en mí. Todo lo que ha pasado hoy… He pensado en mi vida… -meneó la cabeza-. Vete a casa, Liz.
– Clay…
¿Por qué el día se había transformado en una pesadilla vacía?
– Cuando salga de aquí, iré a buscar a Cameron para que venga a cuidar de Spencer y luego iré al bar. Ya conoces a Char, la cantante. Es la clase de mujer que me va. Somos el uno para el otro. Está interesada en mí y… Bueno…
Ella no necesitaba oír más.