La lluvia golpeaba en las ventanas cuando Clay se levantó y dejó las gafas de leer sobre el atestado escritorio. El brillo de los faros de los coches iluminaba la sombría noche. La lluvia siempre suponía negocio para su motel y, a juzgar por el aparcamiento lleno, los ingresos de la noche iban a ser excelentes.
El escritorio de teca era demasiado elegante para un hombre que vestía vaqueros viejos y una rozada camisa blanca. Tanto el escritorio como el papeleo hacían que se sintiera como un fraude, como un falso triunfador. Se veía a sí mismo como un jugador de póquer que va perdiendo y sigue jugando con la esperanza de ganar a sus oponentes gracias a un farol.
Se pasó una mano por el pelo en un gesto de impaciencia e identificó su estado de ánimo como avinagrado, el mismo desde hacía cinco días. Una buena pelea a puñetazos habría eliminado parte del exceso de energía, o conducir un Maserati a ciento cincuenta por hora, o una buena borrachera.
También habría sido de ayuda si Liz Brady no hubiera vuelto al pueblo. Y, sobre todo, si él no la hubiera tocado.
Lo que necesitaba realmente era pelearse con un tigre. Pero no había muchos en Ravensport, Wisconsin. Atravesó la moqueta de color gris oscuro hasta la habitación de su hijo y abrió la puerta silenciosamente. Su malhumor se transformó inmediatamente en una mezcla de diversión e impotencia.
Las dos habitaciones particulares de Clay estaban dominadas por los tonos grises y cremas y el aire austero. La falta de chucherías hablaba de la negativa de un hombre a depender de las cosas. Podía haber liado el petate en cuestión de horas.
Para mover todo lo que abarrotaba el cuarto de Spencer se requeriría un camión. Acuarios de doce litros se disputaban el espacio con los libros de texto. Los peluches se habían reproducido milagrosamente en un rincón a lo largo de los años. Las naves Lego llenaban el armario, y la estantería que ocupaba toda la pared estaba llena de colecciones de libros, monedas, trocitos de vidrio. Spencer jamás tiraba nada.
A las ocho y medioa debía estar durmiendo. La habitación estaba a oscuras, pero no lo suficiente para que Clay no pudiera ver el bulto bajo las ropas de cama. El acusador resplandor que se filtraba por las mantas hablaba por sí solo.
Clay sintió una oleada de amor más potente que cualquier sentimiento que hubiera conocido nunca. Tuvo que hacer un esfuerzo para hablar severamente.
– Te dije que apagaras la luz hace media hora.
Dos capas de mantas se retiraron para dejar ver una carita pecosa con un mechón de pelo castaño y los ojos castaños iluminados por la linterna.
– Papá, te lo he dicho un millón de veces. Nadie puede dejar de leer la Enciclopedia Brown en mitad de un capítulo. Ya sabes lo que pasa.
– ¿Quieres saber lo que va a pasar si vuelvo a pillarte leyendo con una linterna? ¿Cuántas veces tengo que decirte que te vas a destrozar la vista?
Clay se acercó y empezó a recolocar las mantas y sábanas.
– Voy a ir al local un rato. Cameron estará en la habitación contigua y tienes el timbre si me necesitas.
– Ya no necesito el timbre. ¡Demonios! ¡Tengo ocho años!
– No vas a cumplir nueve si no dejas de maldecir.
La amenaza, como todas las de Clay, nunca provocaba en su hijo más que una sonrisa.
– Claro, papá.
Clay consideró la posibilidad de darle el azote que se merecía sin la menor duda; en cambio, se inclinó a acariciar la mejilla de su hijo. Los deditos de Spence le rodearon el cuello en un abrazo y toda idea de disciplina se esfumó. Su hijo olía a leche caliente, pasta de dientes y lápices. Le encantaban aquellos olores.
– Ahora, a dormir -gruñó.
Segundos después, cerraba la puerta del dormitorio y contaba mentalmente hasta diez.
– ¡Apaga la luz! -gritó a través de la puerta.
– ¡Caracoles, papá! ¡Sólo me faltan dos párrafos!
– Ahora mismo, Spencer.
Muy pronto iba a tener que imponer su autoridad paterna.
– Está bien, está bien.
Al entrar en el pasillo del motel, el estado de ánimo sombrío volvió a rondarle como una mosca a un sabueso. No era un buen padre para Spencer.
Durante toda su vida se había especializado en cometer errores. La madre de Spencer había sido uno de los peores errores de Clay. Mary había sido una tentadora morena que había aparecido por allí varias veces en busca de un amorío fugaz. No era muy diferente de las demás mujeres que entraban y salían de su vida, pero Mary había mentido al decirle que no se preocupara, que estaba prevenida. También le había dicho que se fuera al infierno cuando él le propuso matrimonio.
Se puso furioso cuando ella se mató en un accidente de tráfico, no por Mary, sino porque las autoridades locales internaron a su hijo en un hospicio. Había descubierto con rapidez que un padre soltero no tenía derechos legales. Su hijo había estado en aquel lugar durante dos años. En aquellos dos años, Clay había reunido a duras penas el pago inicial del motel. En aquella época, el local tenía una pésima reputación: mala instalación eléctrica, mala comida y nada de preguntas al inscribirse. La decoración del vestíbulo se limitaba a unos sofás de plástico roto y un empleado impresentable.
Ahora, el aspecto del iluminado vestíbulo hablaba de éxito. En la chimenea del rincón ardía un buen fuego, las plantas destacaban las paredes forradas de roble y los cansados y mojados viajeros estaban reponiendo fuerzas en los cómodos tresillos. Clay habló con Cameron y luego con Susie en el mostrador de recepción antes de atravesar la cocina y el restaurante para trasladar su malhumor al bar.
La iluminación tenue y las mesas discretas solían ser un calmante eficaz para su malhumor. Si aquello fallaba, podía contar con Char para que le subiera la tensión, si no el ánimo. Aunque ella estaba tras el piano, Clay pudo ver que llevaba su atuendo habitual, lo bastante exótico y escotado para cruzar los límites legales de la decencia. Su guiño sensual no hizo efecto esa noche.
Se colocó tras el mostrador y sirvió una cerveza a un cliente. En el otro extremo, George estaba sacando brillo a los vasos. A pesar de su metro ochenta y su enorme corpulencia, George debía escuchar más confidencias todas las noches que un psiquiatra en ejercicio. George dirigió a su jefe una mirada sagaz y luego señaló las mesas llenas.
– Tranquilo como una tumba.
– Ya lo veo.
Clay echó un vistazo al local en busca de un borracho potencial o un posible pendenciero. Debido a que el bar llevaba su nombre, la gente del pueblo daba por supuesto que era un local especializado en líos. Incluso después de todos aquellos años, Ravensport seguía esperando lo peor de él. Normalmente, a Clay le hacía gracia ganar dinero debido a su mala fama, sobre todo porque la mayor atracción del local era el escote de Char.
Esa noche Clay habría agradecido un poco de acción.
– ¿Spencer te ha puesto nervioso? -le preguntó George.
– Spencer siempre me pone nervioso. Ese chico me da miedo. ¿Cómo es posible que un hombre que apenas terminó la secundaria tenga un hijo obsesionado por los libros?
– Ya -George soltó el trapo-. ¿Eso es lo que te ha estado fastidiando toda la semana?
– No me fastidia nada que no se pueda curar con un buen puñetazo en la barbilla -dijo Clay irónicamente.
– ¿Estás buscando voluntarios?
– Supongo que serías el primero de la cola. No hace falta que me digas que he estado más intratable que un oso.
– Te he visto peor. ¿Has probado con aceite de ricino?
Clay respondió con el gesto adecuado y George rió entre dientes. Clay estaba a punto de marcharse cuando vio a la mujer de la entrada.
El bonito pelo plateado flotaba sobre sus hombros. La lluvia brillaba en él. Llevaba pantalones azules y un suéter amplio a juego que resaltaba su esbelta figura. El toque rosa de sus labios era todo su maquillaje. Los discretos tonos pastel acentuaban la implícita etiqueta de «dama». Sólo con verla el estómago de Clay se puso tenso. Un deseo tan intenso y rápido como las malas noticias le poseyó. En sólo tres segundos pudo ponerle nombre a la desazón que había provocado su pésimo estado de ánimo durante los últimos cinco días. Liz se había detenido en la entrada. Su mirada se deslizó por la barra y pasó de largo sobre Clay. Clay contuvo una sonrisa cuando ella se acercó a la barra y ocupó un taburete justamente ante él. Pero no le miró. Fue como si no le viera. Miró directamente a George hasta que éste se acercó con un paño en el antebrazo.
– ¿Qué va a ser, señorita?
– Una limonada cargada, por favor -pidió recatadamente.
Clay contuvo una carcajada. George le miró de reojo.
– ¿Perdón?
– Si usted no está familiarizado con esa bebida, seguramente ese demonio que tiene al lado, sí -extendió la delgada mano sobre la barra-. Soy Liz Brady. No nos conocemos, pero nací y crecí en este pueblo. Este local era un antro. ¡Ha hecho usted un trabajo fantástico!
– Así es -admitió George imperturbable. Su apretón de manos le identificó inmediatamente como un conspirador. Luego, apoyó los codos en el mostrador-. Gracias por el cumplido. Invita la casa, pero tendrá que decirme qué lleva una limonada cargada.
– Yo me ocuparé de la dama, George.
Liz sintió que resbalaba del taburete arrastrada por la mano de Clay en su nuca.
Levantó la vista con ojos brillantes y el corazón brincando. Después de cinco días, era evidente que la montaña no iba a ir a Mahoma. Saber que debía enfrentarse con él era una cosa, pero una mujer adulta que se había comportado como una ninfómana había necesitado cinco días para reunir el valor necesario. Creía haberlo logrado, pero todo su valor se había quedado en la entrada del bar. Aquella primera noche había pensado que su reacción al ver a Clay estaba mediatizada por el alcohol. No obstante, un simple vistazo y el pulso se le había acelerado igual que diez años atrás.
Clay seguía teniendo la estructura ósea de un vikingo, los ojos oscuros de un halcón y el pelo rubio, fuerte e indomable a cualquier peine. Los salientes pómulos y la barbilla desafiante destacaban en la cara cuadrada de nariz de perfil romano. Las arrugas de la frente y los ojos delataban la experiencia de un hombre con una vida difícil e intensa. Cuando se enfadaba, su boca parecía una cruel cuchillada. Adjetivos como «atractivo» y «guapo» estaban fuera de lugar. Las facciones marcadas y rudas eran exactamente lo que atraía la atención de las mujeres y a la población femenina de Ravensport nunca le había importado que Clay no fuera guapo. Su manera de vestirse había sido siempre una evidente afirmación de sexualidad. Su mirada desafiaba a las mujeres a domarle. No usaba lociones extravagantes ni colonias masculinas para atraer a las mujeres. No era necesario. Por lo menos, nunca lo había sido para Liz. Su pulso galopante era una sensación familiar, así como el modo en que él la miraba. Aquellos ojos oscuros brillaban con una mezcla de diversión y exasperación, como si tuviera en las manos un cachorrito adorable que acabara de cometer un desaguisado.
En cuanto entraron en el iluminado vestíbulo, él retiró la mano de la nuca de ella como si quemara.
– ¿Y bien? Creía que no nos hablábamos.
Ella levantó la vista para encontrarse con la mirada de Clay.
– Es lo que he venido a averiguar. ¿Últimamente se te han echado encima otras mujeres?
Él luchó por contener una sonrisa sin conseguido.
– Ninguna tan insolente como tú. Tienes mejor aspecto-añadió.
– He oído cumplidos mucho mejores.
– Si esperas una disculpa, no vas a conseguida.
– Muy bien. Y si esperas que vuelva a insinuarme, también puedes olvidarlo.Ya podemos dejar este tema y pasar a algo más interesante. ¿Me vas a enseñar tu local o tengo que curiosear por mi cuenta? -ella echó un vistazo a su alrededor-. Esto tiene mucha clase para un hombre que siempre andaba metido en líos. No voy a admitir que estoy impresionada, pero…
Clay no dudó ni un segundo. Durante los cinco días pasados, su sentido común le había estado aconsejando que se mantuviera lejos de ella. Tenía intención de seguir haciéndolo, en cuanto estuviera totalmente seguro de que ella estaba bien. Le pasó un brazo por los hombros, como había hecho miles de veces cuando era joven. Su olor le hizo pensar en rosas amarillas y en mariposas. Su cadera rozó la suya un momento y una oleada de deseo circuló por su sangre.
– Vamos, encanto. Voy a enseñártelo.
La llevó primero a la cocina del restaurante. Mientras ella probaba la mousse de chocolate y hablaba con los cocineros, la observó atentamente. Era evidente que había descansado. Las ojeras habían desaparecido, pero estaba demasiado delgada. Su vulnerabilidad, su feminidad, su elegancia eran algo natural en ella. Él siempre había evitado a las mujeres de aquel tipo. Los bribones no se mezclan con las damas y Clay no tenía intención de mezclarse con Liz. Sólo quería verla feliz y, ¡maldición!, ella no era feliz. Ella fisgoneó en los congeladores, en los armarios-escoberos y en las alacenas como un gatito suelto por primera vez. La perdió de vista un momento hasta que comprendió que había dejado la cocina. Estaba observando el local lleno de comensales, los carritos de postres y ensaladas bien surtidos y los cortinajes que ocultaban la tormenta nocturna. La decoración no era nada especial, pero la moqueta roja y las lamparitas estilo Tiffany de las mesas creaban un ambiente sereno y relajado. Cuando sus miradas se encontraron, los labios de Liz se curvaron en una sonrisa satisfecha.
– Lo has conseguido, ¿verdad?
– ¿El qué?
– Están todos aquí. Grissom y su familia en el rincón. En otra época, le habría hecho feliz echarte del pueblo. Y no sé si Curtis sigue siendo el comisario, pero hace diez años no erais muy buenos amigos -nombró a otros y señaló el local en toda su amplitud- Este sitio no era nada antes. Un antro para camioneros y granujas -Liz meneó la cabeza y dijo en voz baja-: Les has dado una lección, Clay. Debes sentirte bien.
Él sonrió cínicamente.
– Te impresionas con más facilidad que antes. Detesto decir que cambiarías de opinión si te enseñara la hipoteca de este local.
Ella no le hizo caso. Le miró de arriba abajo con ojos burlones. Los tejanos y la camisa blanca contrastaban con el atuendo formal de los dientes del restaurante.
– Todavía sigues pareciendo un pendenciero y un alborotador. Qué desilusión.
– ¿Habías esperado verme con traje y maletín?
Se sentía incómodo. La alejó del ruido y el ajetreo del restaurante y de las cocinas.
– Pero ahora te has convertido en padre, ¿no? Andy me contó que tienes un hijo.
La novedad seguía molestándola. Por el inmediato brillo de los ojos de Clay, supo que el niño era muy importante para él.
– Sí, tengo un hijo, Spencer.
– ¿Se parece a ti?
– No, gracias a Dios -contestó Clay irónicamente.
– No sé lo que significa eso, pero creo que sería bueno para él que se pareciera a ti.
– ¿Metiéndose en problemas toda su vida, quieres decir? Olvídalo. Ese chico va a seguir el buen camino o moriré en el intento.
Clay no quería hablar de él mismo ni de Spencer.
– No me has dicho cuánto tiempo piensas quedarte en el pueblo,
– No tengo ni idea. ¿Cómo era ella?
– ¿Quién?
– La madre de Spencer.
– No sé por qué me lo preguntas. Veo en tus ojos que ya has sometido a interrogatorio a tu hermano.
– Es cierto -admitió ella irónicamente.
– ¿Qué puedo decirte? Pasó hace mucho tiempo. Dejé embarazada a una chica, cosa que no sorprendió a nadie del pueblo. No se casó conmigo, cosa que tampoco sorprendió a nadie. Murió y su padre metió al niño en un orfelinato. Descubrí muy rápidamente que un padre soltero no tiene derechos legales. Tardé dos años en conseguir su custodia legal. La gente de este pueblo no me veía como un buen padre. Pero eso ya lo deberías saber. Eso es todo. La lluvia se deslizaba por los cristales de las ventanas del pasillo por el que caminaban. Por el tono defensivo de Clay, Liz comprendió que no estaba dispuesto a seguir hablando del tema. Respiró hondo y miró el vacío pasillo.
– ¿Adónde vamos? -preguntó jovialmente.
– Iba a llevarte al bar otra vez, pero no me había dado cuenta… -echó un vistazo a su reloj-. Es más tarde de lo que pensaba.
Ella se puso rígida inmediatamente.
– Y, como es normal, tienes mucho trabajo por las noches. No era mi intención entretenerte tanto.
Su mano se crispó sobre la chaqueta y el bolso mientras avanzaba hacia la puerta del extremo del pasillo. ¿Dónde había aparcado el coche? Después de una década, ya debería haber roto la costumbre de ponerse pesada con Clay Stewart.
– La última vez que lo vi, esto era solamente un pasillo y no una pista de carreras..
– Se ha hecho tarde.
Él quería que se fuera. Acomodó su paso al de ella en dirección a la salida.
– ¿Me vas a dejar conocer a Spencer en alguna ocasión? -preguntó ella en tono indiferente.
Cuando llegaron a la puerta, Liz observó el aparcamiento reluciente y las luces amarillas dibujando prismas en el chaparrón. Se puso la chaqueta tan rápidamente como pudo.
– No sólo llueve a cántaros; ahí fuera debe hacer frío murmuró.
– Liz…
Ella levantó la cara y entonces él no supo qué decir. Luchó contra el deseo de subirle la cremallera del chaquetón, subirle el cuello, acariciada. Una hora escasa con Liz y tenía el estómago hecho un nudo.
Deseaba que se fuera y se quedara a la vez. Quería hablarle de Spence, pero no quería que ella conociera las cosas vergonzosas que él había hecho. Estaba orgulloso de haber tenido éxito con el motel y confiaba en que ella notara que él había cambiado. Pero, en el fondo de su ser, sabía que no había cambiado. Seguía siendo Clay Stewart y nunca sería la clase de hombre que ella merecía.
– Andy dijo que habías dejado tu trabajo -dijo finalmente.
– Sí.
– Entonces… ¿estás pensando en establecerte aquí?
Ella acabó de subirse la cremallera del chaquetón, se colgó el bolso del hombro y hundió las manos en los bolsillos. Unos segundos antes, habría jurado que Clay deseaba que ella saliera de su vida. Ahora él se recostaba en la fría piedra del vestíbulo con las piernas hacia delante y los brazos cruzados como si se dispusiera a tener un rato de charla.
– He vuelto a casa para ver si podía encontrar trabajo -admitió ella.
– ¿Qué clase de trabajo?
– Vender palomitas, ser camarera, barrer… -su tono era irónico-. Soy una bibliotecaria industrial especializada. Es lo que he sido durante los últimos cinco años.
– ¿ Y qué hace una bibliotecaria industrial?
– Clay…
– Hablo en serio. Quiero saberlo.
Ella suspiró.
– La mayoría de las empresas de alta tecnología están informatizadas desde hace años, pero los ordenadores no facilitan necesariamente la información a las personas que la necesitan. Un acceso rápido a la información puede representar la diferencia entre beneficios y pérdidas. El trabajo de una bibliotecaria industrial consiste en organizar, documentar y desarrollar sistemas que faciliten el acceso a la información. Oye, Clay, estás ocupado. Sería mejor que…
– Quizás deje de llover si esperas un momento. Al parecer, esa clase de trabajo es lo tuyo. Siempre te gustaron los libros.
– Demasiado. Es una forma de huir de la vida, una de varias costumbres que estoy intentando romper últimamente. Ahora me voy a dedicar a vender palomitas.
Le dirigió una sonrisa triste y esperó otra en respuesta. En cambio, la boca de Clay formaba una línea recta y su mirada se clavaba en su cara con una intensidad inquisitiva y que la asombró.
La lluvia seguía cayendo a pocos metros. En el pasillo en penumbra no había un alma. El pequeño vestíbulo cuadrado parecía una isla. La mirada de los ojos de Clay era solitaria, hambrienta, posesiva. Liz sintió la atracción de la magia de un hombre fuerte, la comunicación sincera y especial que raramente tiene lugar entre un hombre y una mujer, y que sólo puede tener lugar entre un hombre y una mujer.
– ¿Tan malo ha sido? -preguntó él en voz baja.
– ¿El qué?
– El divorcio.
Los dedos de Liz se cerraron en el interior de los bolsillos del chaquetón. Le miró con ojos demasiado brillantes y la barbilla en un ángulo obstinado.
– No tienes que seguir jugando al hermano mayor.
– ¿Quién juega al hermano mayor? ¿Eres demasiado mayor para necesitar un amigo?
– No, claro que no.
Liz trató de sonreír. Lo intentó con tanta fuerza que a él le dolió el corazón.
– Ese bastardo te engañó, ¿eh?
– No me compadezcas, Clay. Independientemente de lo que hiciera mi ex marido, me abrió los ojos para ver los errores que había cometido y las elecciones erróneas. En ciertos aspectos, el divorcio ha sido lo mejor que podía pasarme. Necesitaba realizar algunos cambios en mi vida y eso es exactamente lo que estoy haciendo. Estoy perfectamente.
Se sorprendió muchísimo cuando Clay avanzó hacia ella. Seguía con los puños en los bolsillos cuando él la abrazó y la estrechó afectuosamente.
– ¿Qué estas…?
– No pienses que es lástima, boba. Es un abrazo de amigo. Antes compartíamos muchos.
– Sí.
Diez años de distanciamiento se esfumaron en un segundo. Revivió los abrazos de oso de Clay, los cercanos latidos de su corazón, el calor del musculoso cuerpo y las grandes manos. Le rodeó con sus brazos y frotó la mejilla con la barbilla de él. El deseo fluyó por sus venas de modo inevitable como reacción al contacto entre sus pechos y muslos… inevitablemente. Aquella primera noche en casa de ella Liz había temido haber destruido cualquier posibilidad de reiniciar la relación con Clay que en otro tiempo había sido tan preciada para ella.
Cuando Clay puso fin al abrazo, Liz estaba sonriendo. La sonrisa se convirtió en una risita cuando él le empujó la barbilla y le subió la cremallera del chaquetón hasta el cuello como si fuera a enviar a una niña a una tormenta de nieve.
– ¿Tienes algo para la cabeza?
– No.
Él hizo una mueca burlona.
– Nunca quisiste comprarte un sombrero.
– Ni tú tampoco.
– Pero yo soy más duro que tú -le acarició la nariz con la punta del dedo-. De regreso a casa, no aceptes limonadas de hombres que no conozcas.
Ella fingió reflexionar.
– No sé, Clay. Siempre me ha encantado la limonada.
– ¿Serías tan amable de largarte de aquí para que yo pueda trabajar un rato?
La sonrisa de Clay desapareció mientras la veía correr por el aparcamiento resbaladizo por la lluvia. No había tenido intención de abrazarla, ni de tocarla siquiera, pero sólo podía pensar en el bastardo que la había hecho daño. «Estoy perfectamente», había dicho ella. ¿Perfectamente? Tenía la intención de tirar a la basura su profesión, mudarse alocadamente y cambiar toda su vida. Liz representaba para él la luz, el sol, la dulzura… todo lo bueno de la vida, todo lo que es vulnerable. Clay habría cambiado cinco años por cinco minutos con el ex marido de Liz. Debía afrontar la verdad. «La has abrazado porque la deseabas», pensó, «porque siempre la has deseado. Déjala en paz. Ahora mismo es tan vulnerable como el cristal». Liz había sido siempre una dama para caballeros andantes blancos, no para los negros. El coche de ella se había ido y seguía lloviznando mientras él permanecía allí, de pie.