Capítulo Cinco

El motel de Clay tenía una piscina cubierta climatizada. Desafortunadamente solía estar ocupada. Los jueves a las diez de la noche la piscina de tamaño olímpico estaba siempre vacía y las puertas permanecían abiertas hasta las once para que él pudiera utilizada. Cuando salió del vestuario, el olor a cloro inundó sus narices. El calor y el reflejo de las aguas verdiazules hacían que las paredes blancas brillaran tenuemente. La combinación de silencio, soledad y agua puso en marcha inmediatamente el proceso de relajar sus tensos nervios… hasta que vio la gran toalla rosa en el banco. No estaba solo. Su mirada localizó al nadador solitario que hacía largos. Incluso desde el otro extremo, pudo ver que el nadador era femenino. Habría reconocido aquel firme y pequeño trasero en cualquier parte. Dejó la toalla en el banco y la observó desde el borde de la piscina. Ella hizo tres largos, luego cuatro. Sus pies apenas levantaban espuma y su crol era elegante, pero estaba forzando el ritmo. Cuando llegó al largo número diez, Clay entrecerró los párpados. La nadadora se detuvo en el extremo alejado respirando dificultosamente. Su pelo formaba un único mechón dorado en su espalda; gotas de agua brillaban en sus delgados hombros. Él podía reconocer el agotamiento cuando lo veía. Ella apoyó la cabeza en los brazos un momento y él pensó: «¡Maldita seas, Liz! Sal ya».

Ella no salió. Se impulsó con un esbelto pie y comenzó a nadar de espaldas. Al llegar al extremo en donde él esperaba, cambió a crol. Un largo. Otro. El agua lamía su cuerpo.

Otro largo y estuvo otra vez junto a él, jadeando, cegada por el agua, con los pulmones doloridos. Clay tenía la toalla rosa preparada.

– Fuera. Dedícate a envenenar a tus enemigos, encanto. No puedes matar al agua. Lo he intentado.

Sorprendida, Liz alzó la cabeza. El hombre de la recepción le había asegurado que nadie usaba la piscina los jueves por la noche, aunque estaba abierta hasta las once. Apenas tuvo tiempo de vislumbrar a un Clay demasiado desnudo antes de que los dedos de él se cerraran alrededor de sus brazos y la sacaran del agua. Había protestado si hubiera tenido fuerza. Sus pulmones estaban a punto de colapsarse. Y las cuatro extremidades le pesaban como si fueran de plomo. Antes de que su trasero chocara con el suelo de cemento, estaba envuelta en la gran toalla. Pensó que no quería que Clay la viera con aquel aspecto de rata mojada y los labios azules, pero la vanidad tendría que esperar. Sus pulmones estaban inhalando aire y cantando himnos victoriosos. «¿No tenemos que nadar más? Gracias, Liz».

Cuando recobró el aliento parcialmente, se secó el agua de los ojos y le miró. Estaba sentado junto a ella con los pies en el agua. Daría igual que estuviera desnudo. Su bañador no habría sido considerado decente ni en una playa europea. Su pecho era lampiño y firme como una pared y sus hombros eran una exhibición de fuerza física…

Sus ojos oscuros aguardaban la mirada de los suyos. El marrón podía ser un color inquietantemente íntimo. Ella apartó la vista.

– ¿Cómo está Spencer?

– En este momento, muy bien. Durmiendo, como es natural. A largo plazo, creo que estoy criando un niño que me da miedo. Es un tirano de ocho años más listo de lo que yo lo he sido nunca. Nadie puede decirle a ese monstruo lo que debe hacer y cuando ha decidido que quiere algo, si alguien se interpone en su camino…

Clay meneó la cabeza.

– ¿Se parece a alguien que conozcas? -preguntó Liz irónicamente.

– A mí no. Ese chico es un genio. Yo a duras penas obtuve el diploma de secundaria. Ese chico colecciona cosas. Yo no. Spencer no se ha metido en líos nunca, en ninguno.

– Hum -murmuró Liz, lo que le pareció más oportuno que mencionar que Spencer era la viva imagen de él.

Testarudo, voluntarioso e independiente. El hijo poseía una habilidad mayor para integrarse en el sistema que el padre. Aparte de eso, la diferencia era mínima. Le sorprendía que Clay no pudiera verlo.

– ¿Liz?

Ella inclinó la cabeza.

– Hace una semana que me huyes. Nunca estás cuando llamo. Ni cuando paso por tu casa.

– No te huyo, claro que no. He estado muy ocupada.

Una mentira flagrante. Liz apretó la toalla contra el cuerpo.

Había jurado no decir más mentiras, ni a ella misma ni a ninguna otra persona. Pero estaba descubriendo que la sinceridad y el instinto de conservación no van juntos necesariamente. Los interminables largos en la piscina habían sido por Clay y, en parte, por su hijo. Ella adoraba al chiquillo y él parecía haberle cogido cariño. Pero no quería pasar mucho tiempo con el pequeño, porque si la relación se profundizaba el niño podría hacerse ilusiones de algo permanente. Spencer ansiaba tener una mamá, aunque Clay no se hubiera dado cuenta. Y en Thistles, Clay había dejado muy claro que no estaba buscando mamás… ni amantes. Por lo menos, no en Liz.

Clay señaló el agua.

– ¿Estás enfadada con alguien que yo conozca?

«Sólo conmigo», sermoneó su vocecita interior. «Porque no quiero ser amiga tuya, Clay».

– No estaba enfadada con nadie. Sólo quería hacer ejercicio. No estoy en forma.

– No, no lo estás, y no estabas haciendo ejercicio solamente. Ella suspiró con irritación.

– Has venido aquí a nadar, ¿no? Pues nada.

Clay se puso de pie con expresión inescrutable y caminó hasta la pared en la que estaban las duchas. Sí, había ido allí a nadar para sacarse de la cabeza a un ángel de ojos castaños. Pero aquella posibilidad había desaparecido en el momento en que había visto a Liz. Golpeó con la palma la hilera de interruptores y las aguas azules se volvieron negra inmediatamente. La luz de la luna se filtraba escasamente por las altas ventanas de la pared sur.

– ¿Clay? ¿Qué demonios estás haciendo?

– Métete en el agua, Liz. Vamos a jugar al «corre, corre que te pillo».

– ¡Enciende las luces!

No podía. Durante toda una semana de noches en blanco, había visto la cara de ella mientras hablaban en el restaurante. La había llevado a Thistles porque era exactamente la clase de local al que ella pertenecía y él no. Su chaqueta vaquera frente a la blusa de seda de Liz, su cerveza frente a su champán, un vals para una dama frente a los rocks de su bar. Había querido que ella viera algo que siempre había estado muy claro para él. Pero la expresión de ella le preocupaba. No había querido herirla; su única intención había sido protegerla. Ella necesitaba a alguien y cualquier forma de rechazo podría ser un tema especialmente sensible para una mujer recién divorciada. Durante toda la semana había sido consciente de que ella le estaba rehuyendo. Sabía que podía encontrar fácilmente otro hombre que la invitara a ostras, alguien deseoso de consolar a una dama que necesitaba consuelo. Había pasado toda la semana pensando que siempre se había especializado en cometer errores con las personas próximas a él. Nunca había ayudado a su madre alcohólica. Mary no había querido casarse con él ni siquiera cuando se quedó embarazada. Y su hijo, su Spencer, había pasado dos años encerrado en un orfanato porque su padre tenía fama de irresponsable.

No quería que Liz se alejara de él.

– Quítate el bañador, canija. Este es un juego para adultos. La oyó contener la respiración antes de decir:

– Creo que estás chiflado.

A Clay le habían llamado cosas peores. La expresión de los ojos de Liz le desgarraba el corazón. La dama necesitaba risas y él necesitaba oír su risa.

– Contaré hasta diez antes de ir por ti -anunció.

Liz aguantó hasta tres antes de dejar caer la toalla para meterse en el agua. Por su cabeza cruzó una retahila de epítetos denigrantes para Clay Stewart, la mayoría de los cuales implicaban su defunción. La oscuridad la envolvió como una cueva profunda y negra. La situación empezó a divertirla. Jugar al «corre, corre que te pillo» con Clay le parecía el juego más divertido de todos. Llevaba media vida intentando jugarlo con él.

El agua parecía seda caliente mientras se deslizaba silenciosamente por el lado menos profundo. Oyó el chapoteo cuando Clay saltó a la piscina. Instantáneamente se sumergió. Cuando salió, estaba bajo el trampolín. Esperó sin aliento. Sus ojos sondeaban la oscuridad en busca de alguna sombra, los oídos alertas en espera de algún ruido. Nada salvo el suave zumbido del filtro, el olor a cloro, el tranquilizante beso del agua y una gruta de oscuridad negra como el carbón. Entonces, salido de la nada, sintió un íntimo pellizco en el trasero. Abrió la boca sorprendida y tragó agua. Salió a flote tosiendo, con la cara roja.

– Estupendo.

La voz era tan ronca como maliciosa y llegaba del otro lado de la piscina.

– Pero todavía llevas puesto el bañador. No es divertido. Cuento hasta diez y te lo quitas… o te lo quitaré yo.

– ¡Y un cu…!

La risa y la alarma la hicieron callar al oír el chapoteo. Él se guiaba por el sonido de su voz. En un momento se disolvieron días de nervios. Liz se movió rápidamente. Tenía que vengar aquel pellizco en su trasero.

– Bien, encanto, si te quedas en un sitio fijo, lo facilitarás mucho.

Ella se sumergió y contuvo la respiración. Escuchó bajo la superficie, en donde todos los sonidos resultaban ampliados. Él estaba pedaleando en el lateral. Ella se acercó nadando silenciosamente. Un fuerte tirón del tobillo y Clay se hundió. Ella se alejó a buena velocidad.

– ¡Oh, Liz! Eso ha sido un terrible error táctico. Ahora tendrás que pagar.

Ella sonrió. Durante tres segundos y medio se sintió a salvo. Desde el centro de la piscina podía huir en las cuatro direcciones.

– Vamos, preciosa. Acepta tu castigo como una mujer. Él extendió los brazos y bajó los tirantes del bañador de Liz mientras ella contenía la respiración y la adrenalina corría por sus venas. Durante un segundo sus brazos quedaron inmovilizados. Sintió el roce de un desnudo muslo masculino. Todo su cuerpo se estremeció. Él tenía razón. Aquel era un juego para adultos, y muy peligroso. Pataleó con fuerza para eludir las manos de él… pero las manos no intentaron retenerla. Ella pensó equivocadamente que él iba a soltarla. Pero él se limitó a tirar de las hombreras del bañador hacia abajo. El bañador se enredó un momento en los tobillos de Liz, pero luego él consiguió sacarlo. Desde el extremo menos profundo, Liz oyó un malicioso:

– ¿Sabes, Liz? Desde el punto de vista masculino, sólo existe una cosa más interesante que una mujer en bañador, y es una mujer sin bañador.

Liz no era propensa a hacer gestos obscenos, pero era el momento y el lugar adecuados. Él no pudo ver el gesto de sus dedos. Pero inmediatamente ella sintió el excitante roce de un pulgar en sus pezones desnudos. Inmediatamente después un mano se deslizó por su espalda hasta la cadera y el muslo.

Liz se apresuró a nadar hasta el extremo de la piscina más lejano. El corazón le brincaba de entusiasmo. Clay nunca había iniciado un contacto físico que fuera más allá de un abrazo amistoso.

– Muy bien. ¿Es suficiente? Debes tener frío.

– No tengo frío.

– Entonces estarás cansada.

Ella comprendió por el tono de Clay que él estaba intentando dar marcha atrás.

– No puede acabar el juego sin un ganador.

– ¿Un ganador?

– ¿Qué te parecen cinco minutos más y un beso rápido, Clay? Suponiendo que puedas encontrarme.

Un momento de silencio y luego:

– Como quieras.

Clay no quería seguir jugando y sabía que no había manera de medir el tiempo en la oscuridad. Al iniciar el juego, le había añadido el picante de la desnudez. Le había parecido una manera de comunicarle a Liz que su rechazo no significaba que no le pareciera una mujer hermosa y atractiva. Un poco de coqueteo podía favorecer un aumento de autoconfianza. No había ningún peligro porque sabía que no iba a ir más allá. Todavía sabía que no iba a ir más allá, pero quería poner fin al juego, encender las luces y que ella se vistiera. El agua era oscura como tinta, el aire sofocante y sus buenas intenciones estaban empezando a transformarse en imágenes de un cuerpo desnudo y suave mezcladas con el agua y la noche. El cuerpo de Liz, la risa de Liz.

Clay se dio impulso para alejarse del borde de la piscina. Sabía perfectamente lo rápido que iba a ser aquel «beso rápido» cuando la encontrara. Emergió en el extremo menos profundo y quedó inmóvil al oír el susurro casi imperceptible de la respiración de ella. Estaba de pie, inmóvil como una estatua a un metro de él. Clay evitó cuidadosamente el contacto corporal. Sus labios rozaron los de ella, pero cada uno de los músculos de su cuerpo estaba tenso. La boca de Liz se movió bajo la suya, húmeda y cálida. «No hagas eso, Liz», suplicó él silenciosamente. La garganta de Liz se arqueó hacia atrás con un impulso virginal. «¡Maldita sea! Tampoco hagas eso».

Él podía haberse apartado inmediatamente. No pudo. Por un instante dejó que la conciencia de este hecho fluyera por su cuerpo como un tormento. Tan cerca. Diez centímetros más cerca y sus pequeños pechos rozarían su tórax desnudo, húmedo, cálido. En sus fantasías él la había protegido de cien dragones cuando la encontraba en la oscuridad y en peligro. Ahora estaban en la oscuridad y ella no sabía el peligro que estaba corriendo. Siempre había deseado ser un héroe para ella. Sabía muy bien que era incapaz de ser algo más que un hombre. El deseo de tocarla le desgarraba y el suave roce de la boca de ella no le ayudaba. Ella le pasó los dedos por el pelo.

Oscuridad, humedad, lenguas. Liz sintió los dedos de Clay crisparse en sus hombros. Desde el instante en que la boca de Clay había tocado la suya, había sentido la explosión emocional de él. A ciegas en la oscuridad, los labios de Clay habían buscado sus mejillas, su nariz, sus ojos, beso tras beso, con un ansia feroz, con una soledad desesperada. ¿La besaba sin saber lo que le estaba transmitiendo? El agua lamía sus cinturas antes de ser desplazada por el contacto entre las pieles desnudas. Ante el primer contacto entre vientres y pechos, Clay dejó escapar una especie de gruñido bajo, breve e irritado. Ella atrapó aquel sonido con su boca y sintió el temblor que le recorría. Le rodeó con los brazos y deslizó las manos por los músculos de la espalda. Sus labios rozaron la garganta de Clay Saboreó el agua. Saboreó a Clay. Le oyó jadear. Las manos de Clay enmarcaron su cara. Su boca se apoderó de la suya con urgente presión. Su excitación se presionaba contra el abdomen de Liz, intensa y firme. El deseo le atenazaba el vientre. ¿Qué era exactamente lo que había desencadenado? Agua y oscuridad, calor resbaladizo y un hombre conteniendo su deseo. El temor se disolvió rápidamente. De repente, él la alzó y la abrazó. Ella absorbió el tremendo escalofrío que recorrió el cuerpo masculino y el último beso antes de que él apartara la boca lentamente. Si hubiera podido ver su cara con claridad, Liz habría visto el brillo de sus húmedos ojos.

– Posiblemente -dijo él lentamente- eres la mujer más hermosa y más peligrosa que he conocido, encanto.

– ¿Sí?

– Te deseo.

– Sí.

– Siempre te he deseado.

– Sí.

– Encanto, a menos que quieras seguir jugando con dinamita, te aconsejo que dejes de decir «sí».

Ella sintió deseos de reír. Clay la estaba acercando al borde de la piscina a una velocidad mareante. Luego la izó y le retiró el pelo mojado de la cara con dedos suaves y ciegos.

– ¿Puedes quedarte sola sin meterte en líos mientras voy a encender las luces? No contestes. Quédate aquí. Te traeré tu toalla.

Ella se había envuelto en la toalla antes de que él encendiera las luces. Su cuerpo le anunció que estaba helada y cansada mientras que ella deseaba seguir concentrándose en la sensual intimidad que habían compartido. Aquel hombre fuerte y obstinado por fin había confesado que la deseaba, que siempre la había deseado. Pero, debido quizás a las brillantes luces, Clay parecía otra persona. Su pelo seguía goteando, pero el escueto bañador ceñía otra vez sus esbeltas caderas. Por razones que ella ignoraba, iba de una puerta a otra comprobándolas. Se alejaba de ella. No era la distancia física lo que la molestaba. La realidad se había impuesto de golpe. En los ojos de Clay había una mirada de alarma y sus movimientos eran altivos otra vez. Ya no decía cosas cariñosas; de sus labios salían maldiciones, una tras otra.

– ¿Qué pasa?

Liz se arrebujó en la toalla y se levantó temblando. Clay comprobó la última puerta.

– Estamos encerrados.

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