Capítulo Cuatro

Dos noches después, a las dos de la madrugada, Liz estaba contando ovejas… y camellos, llamas y vacas. Ninguno de ellos estaba haciendo mella en su insomnio, por lo que reconoció inmediatamente la diferencia entre el frío golpeteo de la lluvia y el de los guijarros en su ventana. El hombre que estaba de pie en el césped parecía mojado, helado e impaciente. El muy chiflado sólo llevaba una chaqueta de cuero y su pelo rubio rojizo brillaba de humedad. Liz meneó la cabeza y se puso unos vaqueros, calcetines y un jersey de cuello alto. Luego bajó las escaleras hasta el oscuro vestíbulo. Clay entró en cuanto ella abrió la puerta. Liz volvió a menear la cabeza, medio dormida.

– No tengo camisa de fuerza. Lo siento.

– Estás totalmente despierta, así que nada de excusas. Necesitas botas, una bufanda, un chaquetón y guantes.

– Está lloviendo; ¿no te lo han dicho? Lluvia de invierno, no lluvia de verano.

– Lo sé.

Él rebuscó en el armario del vestíbulo y le pasó un chaquetón y una bufanda.

– ¿Dónde están tus botas?

– ¿Dónde está tu cabeza? ¿Sabes qué hora es?

– Entre las dos y las tres.

Él le tendió los guantes, uno blanco y otro rojo.

– Ya veo que sabes qué hora es -dijo Liz admirativamente. Un gorro de lana sofocó su siguiente comentario. Él le metió los brazos en el chaquetón. Ella misma se puso las botas y los guantes sin dejar de observar a Clay. Tenía la cara mojada y se movía con su habitual actitud indolente, pero sus ojos tenían la mirada desolada y sombría de un hombre que parte para la guerra.

– ¿Es que quieres compartir la neumonía con alguien? -intentó averiguar.

– Nadie se acatarra por andar bajo la lluvia -le aseguró él.

Una vez fuera, sintió que se le helaban todos los músculos en cuanto bajó los escalones de la entrada. Las gruesas gotas parecían de hielo. No había ni una luz encendida en el vecindario. La calle parecía una pista de patinaje negra y brillante.

– ¿Dónde vamos a ir a estas horas de la noche?

– A dar un paseo.

– ¡Aaah! ¿Quién hubiera dicho que unos cuantos besos en un balancín trastornarían a un hombre grande y fuerte como tú?

Él la cogió del brazo y la forzó a caminar al paso de un entrenamiento olímpico.

– Este paseo no es por mí, sino por ti.

– ¿Sí?

– ¿Nunca has paseado bajo la lluvia?

Ella reflexionó y luego confesó:

– No.

– Bien. Me dijiste que querías hacer cosas que no hubieras hecho nunca. Además, necesitas hacer ejercicio.

¿Porque las mujeres agotadas causan menos problemas a los hombres? Dirigió una mirada divertida a Clay. Permaneció en silencio mientras caminaban una manzana tras otra. Él tenía razón. La lluvia era una molestia, algo que estropeaba el aspecto de una mujer cuando iba o volvía del trabajo. Nunca había pensado que podía disfrutar de la lluvia, aspirarla, olerla, saborearla.

Sacó la lengua para probar unas gotas y Clay soltó una risita. Liz no tenía la menor duda de que, si él tuviera otra mujer esperándole sola a las dos de la mañana, no estaría helándose bajo la lluvia. Clay se estaba relajando. Aflojó el paso y echó la cabeza hacia atrás. En sus ojos apareció un brillo malicioso al verla sonreír. No hablaron. Pasearon hasta que a Liz le dolieron las piernas, hasta que el sueño y la oscura lluvia y el silencio la envolvieron en un sensual manto. La vida era maravillosa. Con Clay sentía algo nuevo, una nueva fuerza creciendo en su interior. Lo que le parecía natural con Clay, nunca lo había sido con otro hombre. Estaba a punto de amanecer cuando regresaron a su casa.

– Ahora dormirás -le dijo él, aunque posiblemente no sabía que le había costado dormir durante las noches pasadas.

– ¿Clay?

Él iba hacia su coche, pero se volvió.

– Gracias -susurró ella. Luego se acercó y le besó en los labios.

Le sintió temblar y le vio cerrar los ojos. Cuando retrocedió, Clay suspiró.

– No.

Ella siguió allí mientras él llegaba al coche. Apoyó ambos brazos en la cubierta del coche y durante un momento, como si estuviera decidiendo algo, y luego dijo:

– Dijiste que querías conocer a mi hijo y sólo faltan unos días para Halloween. ¿A 1as seis y media?


El día de Halloween a las siete en punto, Clay descubrió que tenía el hombro pegado a la puerta del cuarto de baño. Unas noches antes le había parecido una buena idea que Liz conociera a Spencer. El paseo bajo la lluvia había tenido la finalidad de distraer a Liz de su reciente divorcio. Clay no había dejado de preocuparse por ella desde la noche del balancín. Liz era una mujer peligrosamente vulnerable. Necesitaba consuelo, alguien que la abrazara y escuchara, y lo que le estaba volviendo loco era saber que cualquier otro hombre podría haber estado en el balancín con ella. Otro hombre que podría aprovecharse de su belleza, de su naturaleza generosa, del mágico embrujo de su sensualidad. Era evidente que Liz debía mantenerse alejada de los balancines. Un paseo bajo la lluvia le había parecido una estupenda opción. Nadie siente deseo cuando se está poniendo como una sopa. Con excepción de Clay. Un deseo obsesivo. Cuando ella había posado su boca mojada sobre la suya, sólo había podido pensar en su piel cálida, en su cuerpo tan próximo, en sus ojos rebosantes de deseo y promesas. No iba a abandonar a Liz en una época difícil para ella, pero tenía la intención de asegurarse de que no volviera a darse la posibilidad de una proximidad física. Halloween le había parecido perfecto. Ella quería conocer a su hijo y Clay tenía la conciencia tranquila.

No se trataba de que a Spencer no le gustaran las chicas, pero el hijo de Clay nunca hablaba con una mujer si había un perro en la misma habitación. Durante años, Spencer se había acostumbrado a aterrorizar a cualquier mujer que entrara en la vida de Clay Él no quería que Liz pasara por dicha prueba, pero cuando un hombre tiene en casa una carabina de semejante magnitud…

Una velada de Halloween con Spencer mantendría ocupada a Liz. Lo que él no había imaginado había sido la aparición de Liz en su puerta con una falda de percal zarrapastrosa, pecas pintadas en la nariz y trenzas medio deshechas detrás de las orejas.

Ni Spencer tampoco.

– Más horrible, por favor.

La exigencia de Spencer sacó a Clay de su ensueño.

– ¿No crees que ya estás bastante horrible?

– ¡Demonios, no! Quiero parecer aterrador, pavoroso, sanguinario.

– Puede hacerse, cariño.

Liz se inclinó sobre el hijo de Clay con un tubito blanco. Spencer estaba sentado en la taza con las piernas cruzadas y la cabeza echada hacia atrás. Su cara tenía una base blanca, un ojo con un cuadrado azul y ambas cejas pintadas de amarillo chillón. Lenta y firmemente, dibujó una raya roja en la comisura de la boca. Luego retrocedió para observarle.

– Mírate ahora -sugirió.

Spencer puso un pie calzado con una zapatilla deportiva en la tapa de la taza para poder verse en el espejo inclinando la cabeza.

– ¡Demonios! ¡Tengo un aspecto maravilloso!

– No reniegues.

Eran las primeras palabras que Clay conseguía decir en media hora.

El vampiro le ignoró, pero la niña extraviada le dirigió otra mirada interrogativa con sus tiernos ojos castaños: «Creía que me habías dicho que no le gustaban las mujeres».

¿Qué podía decir él? Spencer no había cerrado el pico desde que ella había entrado con el tubo de sangre falsa y el estuche de maquillaje.

– ¿Crees que necesito un poco más de sangre?

Liz miró a Spencer con mirada crítica.

– Creo que estás muy bien. Por otro lado, en Halloween nunca se lleva demasiada sangre. Como quieras.

– ¿Qué opinas, papá?

– Creo que ya es hora de que lleve a los dos… niños en el coche si queréis llenar esas bolsas de dulces.

La manzana en la que Clay detuvo el coche estaba iluminada por las luces de los porches, las farolas y las calabazas con velas dentro. Los residentes podrían presentarse a las pruebas para una película de miedo. Los payasos se mezclaban con los Dráculas. Las brujas se cruzaban con golfillos con caretas de plástico. Un San Bernardo con un barrilete al cuello acompañaba a sus amos de puerta en puerta.

La niña extraviada y el vampiro llamaron a cinco casas antes de volver al coche corriendo y riendo. Liz subió junto a Clay y cerró la puerta con todas sus fuerzas.

– ¡Mira qué botín! -chilló.

– Sí. ¿Quieres cambiar?

Spencer estaba inspeccionando su bolsa.

– Claro que quiero cambiar. Detesto los caramelos duros. ¿Te han dado nueces?

– No sabía que planearas ir con él -murmuró Clay en voz baja.

– Se lo había prometido a tu hijo -respondió Liz simplemente.

Clay estaba confuso. Se sentía asombrado, aunque encantado, de que Liz y Spencer hubieran congeniado. Los tres lo estaban pasando muy bien y comprendió que un hombre podía enviciarse fácilmente con las risas de un niño y una mujer. Pasaron dos horas antes de que los dos estuvieran exhaustos. De regreso al aparcamiento del motel, Clay llevó a Spencer hasta la puerta antes de acompañar a Liz hasta su coche.

– Ve a enseñarle todo a Cameron. Vuelvo en un abrir y cerrar de ojos.

– Nunca había conseguido tantos dulces. Tenemos que llevarla otra vez -dijo Spencer con mucha emoción-. Es maravillosa, papá.

Clay había notado que cada vez que Liz hacía «un cambio», su bolsa permanecía milagrosamente vacía mientras la de su hijo estaba a punto de reventar. Volvió junto a la rubia pecosa y delgaducha capaz de seducir sin ningún esfuerzo a los varones Stewart. Ella estaba apoyada en la puerta de su coche con las llaves bailando en la mano. Su alegre mirada le puso nervioso.

– ¡Es un chico estupendo, Clay! y creo que me ha dedicado el mejor de sus cumplidos. Me ha dicho que no parecía una chica. Me ha dicho que yo era casi una persona normal.

– ¿Qué edad crees que debe tener un niño para aprender a tener tacto? -preguntó Clay débilmente.

Ella rió y se impulsó hacia él. Él se habría apartado de haber tenido tiempo, pero los dedos de ella le rodearon el cuello rápidamente.

– Gracias por pedirme que viniera. Lo he pasado maravillosamente.

Liz se puso de puntillas y le besó. Sus labios sabían a caramelo y chocolate. Sabían a inocencia, felicidad y risas. Clay intentó pensar en la cara pecosa de una niña. Intentó pensar en las facturas del dentista que ella le iba a echar encima por darle a su hijo todos aquellos dulces. Pero las facturas del dentista no podían competir con el olor a rosas amarillas. Como movidas por voluntad propia, sus manos subieron hasta las trenzas, deshaciéndolas. Ella era tan pequeña, su cuerpo tan frágil… Liz siempre había sabido a algo que él nunca había tenido, nunca tendría y no quería tener. Ella podía hacer que un hombre olvidara… la fealdad. La fealdad de crecer con el estigma de bastardo. Los feos recuerdos de una cocina llena de botellas vacías en vez de comida. Los recuerdos de haber sido rechazado de adolescente para trabajar a tiempo parcial por ser quien era, de utilizar los puños para vengarse del mundo, de intentar hacer lo correcto muchas veces y acabar haciendo lo incorrecto siempre.

Había madurado por Spencer y luchaba por salir de aquel pozo emocional. Pero cada vez que tocaba a Liz la vieja imagen de perdedor le obsesionaba. Él no era un buen tipo; él no era un caballero andante. Más de una mujer le había llamado «insensible›› en la cara. Liz estaba condenadamente loca. Le besaba como si besara a alguien maravilloso, vulnerable, abierto, generoso. Retrocedió bruscamente y se quedó atónito al mirarla. Sus labios estaban rojos por la presión que habían ejercido los suyos. Sus ojos brillaban sensualmente. Él le había revuelto completamente el pelo.

– No -dijo roncamente.

– Está bien, Clay.

– No lo está.

Por una vez, sólo por una vez en su vida, iba a hacer lo correcto. No podía echar a perder algo tan preciado para él: a una mujer tan vulnerable como Liz.


El grifo del cuarto de baño del piso de abajo goteaba desde que Liz tenía memoria. Muy consciente de que su falda de lana crema y la blusa de color albaricoque no eran adecuadas para hacer de fontanero, Liz sacó la vieja caja de herramientas del sótano, se subió las mangas y se inclinó sobre el lavabo con decisión.

Andy había salido. Era viernes y tenía una cita. El reloj del vestíbulo dio las seis. Un momento ideal para arreglar un viejo problema. Trasteó con el grifo, pero el tornillo de presión no quiso ceder, lo que no la sorprendió en absoluto. Su hada madrina le había fallado durante toda la semana. Cada uno de los antiguos problemas que había decidido resolver seguía testarudamente en pie, empezando por la busca de trabajo y acabando por Clay. Cogió el viejo envase de lubricante deseando poder echar un poco en el cerebro de Clay Stewart. La semana transcurrida había sido como en el pasado, con Clay apareciendo regularmente. El lunes después de las clases se habían presentado Spencer y él, Spencer con una sucia bicicleta y Clay con un tándem alquilado e insistieron en que los acompañara a dar un paseo junto al río. El martes se había presentado con dos cajas de chocolates, el vicio de Liz. El miércoles había llevado a Spencer y los tres se habían dedicado a rastrillar hojas. Le revolvía el pelo con tanta frecuencia como a Spencer. Se burlaba diciéndole que no estaba en forma. Liz no estaba ciega y no era necesario que Clay gritara que seguía viéndola como una hermana adoptiva. ¿Nunca iba a pensar en ella como una amante? Muy bien. Las dudas sobre sí misma como mujer, la culpabilidad por su fracasado matrimonio aumentaron rápidamente. No tenía motivo alguno para creer que estaba interesado en ella de otra manera. Salvo porque se estremecía siempre que ella le tocaba. Cuando le veía con Spencer, veía un padre exageradamente protector y muy sensible respecto a su pasado. Una semana antes, había creído que ser sincera consigo misma, confiar en su intuición como mujer y guiarse por sus sentimientos era terriblemente importante. Huir era muchísimo más fácil. Siempre se le había dado bien huir. Enamorarse del hombre equivocado en el momento equivocado era similar a saltar de un acantilado. Y saltar de un acantilado no era divertido. Especialmente cuando la palabra favorita de dicho hombre era «no» y tenía la irritante costumbre de revolverle el pelo.

El maldito grifo se negaba a arreglarse. El lubricante sirvió para aflojar la tuerca. Pero, en cuanto Liz giró la llave, el agua brotó. Se apresuró a seguir apretando cuando oyó llamar en la puerta trasera.

– ¡Un momento! -chilló, y luego se levantó y fue a coger un trapo… Naturalmente no había trapo. ¿Nada iba a salirle bien aquella semana? El agua seguía brotando y el aporreo en la puerta continuaba. Exasperada, corrió a abrir.

A través de los cristales vio a Clay iluminado por la luz amarilla del patio. Su pelo rubio estaba revuelto por el viento y llevaba una vieja chaqueta vaquera. «Otra visita improvisada entre viejos amigos», pensó ella con impotencia. Él empujó la puerta y entró con una ráfaga de aire frío y una avasalladora sonrisa masculina. A Liz se le aceleró el pulso, sentía calor en las zonas más íntimas de su cuerpo y sus hormonas cobraron vida. Y lo único que Clay hacía era reírse de sus manos sucias de aceite..

– No me digas lo que estás haciendo. No quiero saberlo.

– Fontanería -confesó ella pesarosa.

– ¿Problemas?

– No te imaginas ni la mitad.

La sonrisa de Liz fue irónica hasta que recordó bruscamente que no tenía tiempo para sonrisas. Volvió corriendo a la inundación seguida por Clay, que echó un vistazo, se puso en cuclillas y cogió la llave. Su sonrisa hablaba por sí sola.

– No te atrevas a decir nada -añadió.

– ¿Has pensado en pedirle a Andy que se encargue de esto?

– ¿A mi hermano? ¿Le has visto cambiar el aceite del coche alguna vez? Siete horas de palabrotas y grasa desde aquí a Milwaukee. Además, no soporta a las mujeres que sienten palpitaciones cuando ven un martillo. Soy perfectamente capaz de…

Suspiró. Él sólo había tenido que mover la llave y el agua había dejado de manar.

El tono de Clay fue de disculpa.

– Oye, si quieres, lo aflojo otra vez para que puedas arreglarlo. Yo me limitaré a observar con aire desvalido y sumiso.

Fue la imagen de un Clay sumiso lo que transformó la exasperación en risas. Liz le arrojó una toalla a la cabeza y tiró otras dos al suelo para limpiar el desastre.

– En mi próxima vida voy a tener los hombros de un defensa de línea y la fuerza de un luchador.

– Estarás muy rara si conservas esas piernas con tu nuevo cuerpo.

Él guardó las herramientas en la caja. Unos segundos después, los dos estaban inclinados sobre el lavabo lavándose las manos.

– Machista -musitó Liz, sin dejar de reírse.

Le miró de reojo. Tenía unas bonitas piernas, pero nunca había creído que Clay se hubiera fijado.

– ¿Dónde está Spencer? -preguntó bruscamente, con la cabeza inclinada sobre el jabón y el agua.

Sus dedos mojados se tocaron. Las manos de Clay eran enormes aliado de las suyas. Sus uñas cuadradas contrastaban con las curvas de ella. El vello dorado de sus nudillos era muy distinto de los suyos lisos y blancos. Manos de hombre, manos de mujer. Hombre. Mujer. Sexo.

– Va a pasar la noche en casa de un amigo.

– ¿Para que dispongas de un poco de tiempo libre? Aunque lo más probable es lo contrario. La noche de los viernes debe ser la mejor para tu negocio.

– Siempre -admitió Clay-. He dejado un restaurante abarrotado, un motel lleno y un bar desbordante. Me pareció un momento excelente para hacer novillos. ¿Tienes un par de zapatos de tacón?

Le tendió una toalla a ella.

– ¿Perdón?

– Vamos a ir a bailar.

Sólo veintisiete años y ya le empezaba a fallar el oído. Ella le sonrió.

– Por un momento me ha parecido que decías…

– ¿Dónde esta tu abrigo?

Ella localizó su abrigo y una hora y media después se encontraba sentada en el club en una silla tapizada con terciopelo intentando descifrar la carta de entremeses que tenía en la mano. O estaba impresa en jeroglíficos, o se había olvidado por completo de leer. Thistles estaba a mitad de camino de Milwaukee y complacía los gustos más exigentes: camareros de etiqueta, manteles de lino irlandés, cubertería de plata, centros de mesa con capullos de rosa y una orquestina de tres músicos que tocaba canciones de amor de las cinco décadas anteriores. Liz volvió a atisbar por encima de la carta. Clay seguía sentado frente a ella. Se había quitado la chaqueta vaquera y la camisa blanca se tensaba sobre los anchos hombros. Tenía muy buen aspecto. Parecía el Clay de siempre. Pero Clay siempre había detestado los clubes de campo por su ostentación y formalidad. Si tenía hambre, disponía de un estupendo restaurante de su propiedad y durante las semanas que ella llevaba en casa, él había dejado claro que era la última mujer que asociaría con cenas y bailes. Debía estar enfermo.

Sus miradas se encontraron. Él sonrió. Ella le devolvió la sonrisa. Debía estar enfermo. ¿Un tumor cerebral?

Apareció un camarero de mirada apacible.

– ¿Te importa si elijo yo? -le preguntó Clay.

Ella negó con la cabeza

– Una botella de Chateau Lafitte para la señora.

Ella se quedó boquiabierta.

– ¿Y para usted, señor?

– Cerveza, la que tengan de barril. Liz, ¿quieres algunos entremeses?

Lo que ella quería era nitroglicerina para su inminente ataque cardíaco. Su lengua se negó a funcionar durante varios segundos.

– Quisiera una ración de ostras, por favor -le dijo finalmente al camarero.

La sorpresa relampagueó en los ojos de Clay y ella inclinó la barbilla en un gesto obstinado. Nunca había tomado ostras, pero ya era hora de dejarse de vacilaciones y hacer lo que todo el mundo. Seguía sin comprender por qué él la había llevado a aquel carísimo y pretencioso restaurante. En cuanto el camarero se perdió de vista, Liz se inclinó sobre la mesa.

– ¡Deprisa! ¡Llámale!

– ¿A quién?

– Al camarero -siseó ella frenéticamente.

Una sonrisa maliciosa curvó las mejillas de Clay

– Has cambiado de opinión sobre esas ostras…

– No es eso, tonto. Es por el champán. ¿ No has visto el precio de esa botella? ¡Ciento catorce dólares!

– Si no te gusta, puedes echarla en el jarrón -la consoló él.

– ¡Esa no es la cuestión! Clay, es una locura desperdiciar un buen champán con alguien que apenas bebe.

– Creo que tenemos tiempo para un baile antes de que nos sirvan.

Él se levantó y le tendió una mano. Cuando volvieron a la mesa, la cerveza de Clay estaba sobre la mesa con una fina capa de espuma y el camarero esperaba para servir el champán. Liz se llevó los dedos a las sienes mientras se sentaba. La orquesta había tocado un vals por última vez, y mucho menos con un acompañante que la abrazaba como si estuvieran bailando en un salón de baile vienés.

– Háblame de tu búsqueda de trabajo. ¿Esta siendo difícil?

– Un poco- admitió ella.

– ¿Has ido a la biblioteca y a la escuela a ver si tienen vacantes de bibliotecaria?

Ella se quedó sin habla un momento. Clay la miraba intensamente desde el otro lado de la mesa. Sus ojos oscuros seguían el movimiento de sus labios, se posaban en el blanco del cuello y se demoraban en sus pechos.

– No, no estoy buscando trabajo de bibliotecaria.

– ¿Por qué, encanto?

Ella hizo una pausa antes de responder para tomar un sorbo de champán. La burbujeante bebida merecía un momento de silencio reverente.

– ¿Liz?

– Te iba a contestar. Pero es difícil de explicar -admitió con sinceridad-. Trabaje mucho para obtener el titulo de bibliotecaria y supongo que debe parecer una estupidez que lo abandone para buscar otra cosa. Además, el trabajo que yo tenía era seguro, estable.

Calló cuando el camarero puso el plato de ostras ante ella. Los bulbitos de un gris plateado estaban servidos con sus conchas y con una atractiva guarnición de hortalizas verdes. Tenían un aspecto…resbaladizo. Noto la mirada de Clay en su rostro y cogió el pequeño tenedor para ostras.

– Te obsesionan la seguridad y la estabilidad, ¿verdad?

– Me obsesiona tener miedo a arriesgarme -afirmó ella, y tomo otro sorbo de champán con el tenedor para ostras en la mano-. No quiero seguir trabajando día tras día con papeles en vez de con personas. Sin aire fresco, sin sol, sin desafío, sin… riesgo. La vida vista a través de una ventana.

La ostra se deslizó por su lengua y se quedó allí.

Él habló en el mismo tono.

– Escúpela en la servilleta, preciosa. Nadie mira. Y me daría igual si lo hicieran.

Ella alzó la impoluta servilleta blanca hasta sus labios y fingió una delicada tos. Muy consciente de la mirada de Clay, tomó un largo sorbo de champán y jugueteó con el tenedor. Por último, apoyó la barbilla en las manos y le miró.

– Maldición -susurró pesarosa.

La risa de él fue muy baja y muy sexy.

– Deseaba que me gustaran. Sólo quería probar algo nuevo, Clay

– Sí, y por eso exactamente te he traído aquí, Elizabeth Brady. Para que pudieras probar las ostras y para que te pusieras tonta con el champán si querías -dijo él en voz baja. Algo cambió en sus ojos. La mirada de amante empezó a transformarse. La expresión de su rostro se tornó sombría-. Necesitas divertirte, Liz. Todos lo necesitamos, sobre todo después de que la vida nos dé un golpe. Puede que todavía no estés preparada para otro matrimonio, ni siquiera para buscar una relación seria con el hombre adecuado. Pero salir a cenar, coquetear un poco; algo de champán, un bailecito… No sólo es divertido; es la mejor cura que conozco para librarte de la depresión… Cuando no arriesgas nada -añadió deliberadamente.

A pesar de todo el champán, Liz sintió la garganta repentinamente seca.

– Nadie te va a hacer daño si estás conmigo, Liz, y los dos sabemos que entre nosotros no puede existir una relación seria.

Lo dijo como si la idea fuera risible. Un jarrón Ming en pleno terremoto no se habría sentido más perecedero y frágil que Liz en aquel momento. Lo había malinterpretado todo arrastrada por sus deseos y esperanzas. Él había salido con una vieja amiga, no con una mujer. Clay se negaba a verla como mujer. Quizás ya fuera hora de dejar de ir con el corazón en la mano por un hombre que evidentemente no la quería.

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