Capítulo Ocho

Clay apenas tuvo tiempo de quitarse la chaqueta antes de que una morena con un corpiño de lentejuelas rojas le pasara los brazos por el cuello y le besara ruidosamente en la boca. Otra criatura exuberante le dio una cerveza. Un disco sonaba a todo volumen en alguna parte y el humo le atacó en oleadas antes de que pudiera abrirse camino por el cuarto de estar. Había olvidado que las fiestas en casa de Speed Matthews solían salirse de madre. Hacía años que no pasaba un rato con su vieja pandilla: Tom, Frank, Speed…, y le iría bien un poco de descontrol. Aunque los tres estaban casados y pagando hipotecas, sabían cómo divertirse. Sus hijos estaban a buen recaudo en alguna parte. El alcohol fluía libremente.

– ¿Qué pasa contigo? ¿Estás por encima del resto de los mortales? -le había preguntado Matthews al verle a punto de rechazar otra invitación.

Una morena que llevaba una blusa plateada se detuvo a su lado y le pasó un brazo por la cintura.

– Te dejas ver muy raramente, Clay.

La conocía de alguna parte. Su primer impulso fue rechazar el contacto y el empalagoso perfume, pero no lo hizo. Conocía el juego de la morena. Una noche con alguien era mejor que una noche más de silencio. Ni compromisos, ni ilusiones, ni decisiones. Clay conocía las reglas. La morena era el tipo de mujer que comprendía a un hombre como él. Mental, emocional y físicamente Clay era muy consciente de que había sido célibe desde que una rubia menuda había vuelto a casa. Un asunto peligroso el celibato. Clay pensó que una noche con otra mujer podría ser la única cura posible para su obsesión con Elizabeth Brady. Charló unos minutos con la morena y luego murmuró: -Volveré. Voy a por otra cerveza.

Se abrió paso lentamente hasta la cocina. Su cerveza estaba llena y sentía alivio al haber perdido de vista a la mujer. En la cocina había un grupo de hombres. Tom había echado barriga. Speed ya tenía dos copas de más y estaba preparando una jarra de cócteles de ron. Los dos hombres le palmotearon la espalda y empezaron a hablar de los viejos tiempos hasta que las carcajadas fueron estridentes. Compartieron recuerdos de sus vagabundeos por Ravensport Main Street en busca de acción, de cuando subieron a la vieja atalaya de detección de incendios y la policía los pilló. Clay contribuyó en los momentos adecuados con las carcajadas adecuadas. La claustrofobia empezó a irritarle. «Cállate, Stewart», le reprendió una voz interior. «¿Crees que no puedes divertirte porque una princesa de ojos castaños no esté cerca de ti?»

Apareció la esposa de Tom, una pelirroja escultural con muy poco cerebro. Se lanzó sobre Clay para abrazarle.

– ¡Clay, qué alegría verte!

Él le devolvió la sonrisa sintiendo sus grandes pechos contra el tórax. Carrie se le había insinuado anteriormente. Tal vez ya no perteneciera a la banda, pero seguía siendo la esposa de Tom. Ella le deslizó los dedos por las caderas. Él se sintió asqueado:

– Bien… -se movió para romper el contacto con ella-. No puedo quedarme aquí eternamente. Me espera una dama en la otra habitación.

– ¿Sólo una? Te estás haciendo viejo, Stewart -bromeó Speed.

Estaba de pie en el pasillo preguntándose dónde podría encontrar menos ruido, menos humo, menos confusión y pensando: «Lo estás pasando bien, Stewart. Y lo comprenderás en cuanto dejes de pensar en Liz».

El nivel de ruido se duplicó cuando unas recién llegadas aparecieron en la puerta. Él se recostó en el marco de la puerta y se llevó la cerveza a los labios mientras observaba a las tres mujeres quitarse los abrigos. Las tres habían ido juntas a la misma clase. Sintió un nudo en la garganta al reconocer los ojos castaños y el sedoso movimiento del corto pelo rubio ceniza. Liz no estaba en su ambiente con aquella gente. Su elección del suéter caramelo y los pantalones de crespón blanco era elegante y las perlas de sus orejas eran una nota de distinción en una habitación llena de bisutería multicolor. Sus mejillas estaban sonrojadas por el viento y no por el maquillaje, y sus labios estaban pintados de un coral apagado. Clay tardó un segundo y medio en desearla con una intensidad que le enfurecía. Una pelirroja le reconoció. Le hizo un guiño para ser educado antes de escabullirse. Emergió de la multitud y, por accidente, se encontró detrás de Liz. Ella se volvió con los labios en el borde de un vaso de uno de los peligrosos cócteles de ron de Speed y levantó la vista.

– Ten cuidado con eso, preciosa. Son letales.

– ¡Clay! -Liz apenas podía hacerse oír por encima del ruido-. ¡Dios! ¡Menudo jaleo!

Liz parecía feliz. Recibió una mirada furiosa de unos ojos entre cerrados, pero no la vio. Una de sus antiguas condiscípulas con las que había ido la cogió del brazo y la arrastró hacia la música. Alguien había enrollado una alfombra.

Clay la vio quitarse los zapatos de sendos puntapiés. Bailó con Frank, con Speed y con un tipo larguirucho que él no conocía. La oyó reír y vio su cara sonrojada.

Liz se encontró sin saber cómo con el segundo cóctel de ron en las manos; tampoco sabía quién le había dado el primero. Intentó localizar a Clay en dos ocasiones. Pero la primera vez él estaba acorralado en un rincón por una hechicera morena. La segunda vez, su brazo rodeaba a una pelirroja bien dotada. Por fin se cruzaron en la entrada del cuarto de baño. Liz salía y Clay entraba.

– ¿Verdad que es una fiesta maravillosa? -dijo ella con entusiasmo.

– Maravillosa. Parece que lo estás pasando bien.

– Casi tanto como tú.

Se sonrieron como viejos amigos.

A medianoche, ella había conseguido escapar a la cocina y estaba hablando con un tipo de gafas con el cuerpo de un corredor y la nariz de un zorro. No sabía de qué le estaba hablando aquel tipo. Le dolía la cabeza debido al constante ruido y algo se estaba desmoronando en su interior trocito a trocito. Era la única mujer de la fiesta que no le había puesto las manos encima a Clay.

– ¿… venir a mi casa?

– ¿Mmmm?

Levantó la vista, sonrió distraídamente a Nariz de Zorro y siguió con sus reflexiones. Sólo podía pensar en las veces que ella y Clay habían estado a punto de hacer el amor. Y todas aquellas mujeres seguras de sí mismas no dejaban de tocarle. Él no había opuesto demasiada resistencia, desde luego.

– Creo que eres preciosa.

– Fascinante -murmuró Liz.

Clay entró a la cocina a tiempo de ver a John Greely estirar el brazo para rodear el cuello de Liz. La distancia era de metro y medio. La cubrió en tres cuartos de segundo.

– ¿Estás cansada de la fiesta?

– ¿Perdón?

– Nancy y Jane se han ido, Liz. Les he dicho que yo te llevaría a casa. ¿Estás lista?

Fuera hacía frío. Una nevada reciente había despejado la noche. Liz se acurrucó en su abrigo temblando mientras Clay giraba la llave de contacto. El descongelador soltó una bocanada de aire frío que hacía juego con el ambiente general del coche. A Liz no le importaba haber dejado la fiesta, pero Clay la había arrastrado hasta la puerta.

– ¿Hace mucho que le conoces? -preguntó él en tono indiferente.

– ¿A quién?

– A John Greely.

Ella se armó de paciencia.

– Clay, ¿quién es John Greely?

Él la miró de reojo.

– No me importa que te corras una juerga, encanto. No te estaba criticando. Pero no con él, ¡maldita sea!

– ¿De qué demonios estás hablando?

Llegaron delante de casa de Liz en un tiempo récord. Si la policía de Ravensport no estuviera durmiendo a aquella hora de la noche, sin la menor duda hubieran multado a Clay por exceso de velocidad. Ella dedujo que estaba disgustado porque había tenido que dejar la fiesta para llevada a casa. Pero no vio irritación cuando él se volvió hacia ella. Apagó el motor y acarició la mejilla de Liz con los nudillos de la mano.

– Eres la mejor mujer que conozco, Elizabeth Brady -dijo Clay en voz baja-. Y estaba hablando de encontrar un hombre lo bastante bueno para ti. Volviste a casa porque necesitabas entregarte a alguien, porque eres la clase de mujer que eres, una mujer hermosa y muy especial. Pero todo el mundo se descentra cuando está pasando una mala época. Cuando la superes, encontrarás al hombre adecuado. Un hombre que sea lo bastante bueno para una dama, un hombre que pueda darte lo que realmente necesitas y deseas.

Liz observó a Clay largamente, intentó decir algo; en cambio, tiró de la manilla de la puerta y salió del coche. La luz de Andy estaba apagada y en el fregadero había tantos platos que Liz supuso que estaba pasando la velada con su profesora de arte. Sin quitarse el abrigo, empezó a llenar el fregadero con agua y detergente. Metió dos vasos, dos platos, dos juegos de cubiertos. Segundos después se encontraba mirando el exterior por la ventana panorámica del cuarto de estar, las manos goteando y los platos sin tocar.

Había salido del coche de Clay sintiéndose confundida y vagamente consciente de que él debía estar refiriéndose al hombre con nariz de zorro de la fiesta. En su cerebro empezaron a girar unas ruedecitas y no tenían nada que ver con el desconocido con el que había pasado cinco minutos en una cocina. Siempre había creído que Clay estaba rechazando una relación adulta entre ambos porque no sentía lo mismo que ella, porque la veía como una hermanita honoraria. No porque la hubiera puesto en un estúpido pedestal con el cartel de «dama».

No porque no se considerara lo bastante bueno para ella.

A las dos de la mañana, Clay seguía tomando descafeinado y hojeando un catálogo de ordenadores que Spencer había dejado estratégicamente en su sillón. Mecanismo impulsor de discos, ROM, RAM, octetos… Si Spencer quería el maldito trasto, lo tendría, siempre y cuando fuera capaz de descifrar aquella jerga. Clay no lo era. Dejó a un lado el catálogo y se levantó del sillón.

¿Habría conseguido hacerse comprender por ella? Apagó la luz y fue a ver a Spencer. Su hijo estaba dormido como un tronco, medio sofocado bajo demasiadas mantas. Clay retiró alguna, cerró la puerta del cuarto de su hijo y se dijo que estaba cansado. No lo estaba en absoluto. Se duchó, se acostó y encendió el televisor. ¿Qué debía hacer? ¿Dejar que un perdedor como Greely hiciera progresos con Liz sin intervenir? Desde luego, ella tenía derecho a flirtear. El baile, el flirteo y la conversación con otros hombres eran signos saludables de que su obsesión por Clay Stewart iba perdiendo fuerza. Antes o después tendría que entender que aquel amor era únicamente una ilusión para un hombre como él. Ella se merecía mucho más.

Él se había sentido muy feliz al verla divertirse en la fiesta. Muy feliz. Como si alguien le hubiera pateado el vientre. Acababa de apagar la televisión cuando oyó los golpecitos en la puerta. Cogió la bata apresuradamente. Las interrupciones en mitad de la noche se debían a problemas en el motel. Esa noche lo habría agradecido, pero no estaba preparado para la naturaleza de la interrupción que encontró en la puerta. La cara de Liz estaba pálida, sus ojos tenían una mirada alterada y su pelo estaba salpicado de copos de nieve y revuelto por el viento…

– ¿Puedo entrar?

– Encanto, ¿qué pasa?

Ella se ceñía el abrigo al cuerpo y sus dedos estaban tan fríos como el hielo. Entró lentamente, oyendo el tono preocupado de Clay y viendo las sombras de cansancio bajo sus ojos. Había conducido hasta allí a la velocidad límite, muy segura de lo que quería hacer, de lo que necesitaba hacer. Nada había cambiado, pero parecía haberse dejado todo el valor en el coche.

– Liz…

– Tengo que hablar contigo.

– ¿Ha pasado algo?

– Sí -ella miró la puerta de Spencer-. No quisiera despertarle.

– Ven.

Él le puso una mano en la espalda y la guió hasta la puerta de su dormitorio despacho. «Como la araña a la mosca», pensó ella con un chispazo de humor. El echó el pestillo y le señaló el gran sillón de despacho.

– ¿Quieres café?

– No.

El escritorio estaba cubierto de papeles y carpetas e iluminado por la lámpara del lado de la cama. La ropa de cama estaba subida apresuradamente sobre el colchón doble. Clay se sentó en una esquina de la cama sin dejar de mirarla a la cara. Su bata era vieja, de terciopelo granate, y estaba abierta hasta la cintura. Al parecer, su semidesnudez y las implicaciones de la cama no existían para él. Estaba dispuesto a hablar, a escuchar. Estaba dispuesto a ayudarla. Sintió deseos de pegarle.

– Siéntate. Pareces disgustada.

– Lo estoy -Liz aspiró profundamente-. Quiero hablar contigo de lo que dijiste en el coche, Clay. Pero todavía no. No quiero hablar durante unos minutos.

– Liz…

Cuando ella se quitó el abrigo y lo dejó caer, él calló bruscamente. Sin la menor duda, parte del frío que ella sentía se debía a su atuendo. Una vez que se quitó los zapatos, no llevaba nada más que unas braguitas y una camisola de satén negro. El satén negro siempre había distinguido a las chicas buenas de las malas. El satén negro parecía un método ideal para derribar de un pedestal a una mujer. La conmoción inmovilizó inicialmente las facciones de Clay. Su mirada resbaló por el satén negro, por la piel marmórea, hasta los ojos de Liz.

– Ponte el abrigo, Elizabeth Brady.

Ella negó con la cabeza. Sus pies se negaban a avanzar. Ella no iba a retroceder. Clay se levantó y empezó a tirar de la colcha de la cama.

– Pues no vas a quedarte ahí hasta que te mueras de frío.

Su voz era muy razonable. Razonable, paciente y firme, lo que consiguió liberar finalmente los pies de Liz y sus nervios. Cuando él se volvió con la gruesa colcha en las manos, ella se sacó la camisola por la cabeza.

– ¡Maldita sea, Liz!

Dejó caer la colcha cuando ella empezó a quitarse las braguitas, pero los dedos le temblaban tanto que tuvo que dejarlo. ¿Qué había esperado de él? ¿Que se derritiera de deseo al ver a una mujer desnuda? Era evidente que Clay había visto muchas mujeres desnudas. La carne no era más que carne y ella estaba más flaca que la mayoría. Tal vez hubiera sido de ayuda si ella sintiera fluir el deseo por sus venas, pero sólo sentía una rabia creciente.

¿Que no era lo suficientemente bueno para ella? «Encontrarás al hombre adecuado, Liz». ¿Y qué era él? ¿Un caballo? Para empezar, ella no sabía cómo había llegado a estar en aquel pedestal. Se le había dado muy bien cometer errores. Y la mayoría relacionados con Clay. Aunque los más recientes hubieran sido con David. Se había equivocado de profesión, nunca había tenido el valor de admitir lo que quería y necesitaba, y siempre había estado demasiado asustada para arriesgarse. Ahora iba a arriesgarse y en toda su vida había estado más asustada. Empezó a comprender que Clay también lo estaba. Decidió asustarle muchísimo más antes de que la noche hubiera terminado y se acercó lo bastante para acariciarle la mejilla. Él tenía en la mejilla un músculo que se puso tenso inmediatamente.

– No, encanto. Hablo en serio, Liz…

Ella lo sabía. Cuando se puso de puntillas y le pasó los brazos por el cuello, la temperatura del cuerpo de Clay cambió. Ella le rozó los labios con los suyos muy suavemente, como haría un hombre experto con una virgen. La imagen de Clay como virgen la complació, le dio valor. En cierto modo lo era. Ella dudaba de que alguna mujer hubiera entrado en ciertos territorios íntimos de Clay. El sexo era otra cosa. Estaba convencida de que él era maravilloso. Un héroe, un hombre especial, un hombre testarudo, cabezota, excesivamente protector que se merecía mucho amor. Ella olvidó sus temores y su paciencia. La punta de su lengua trazó el contorno de la boca masculina. Él no se movió. La lengua siguió la rígida línea de los labios cerrados y sus dedos subieron hasta el cabello de Clay. El satén negro se arrugó contra el muslo de él. El ritmo de su corazón se desbocó.

– Abre la boca, Clay -susurró ella-. Te juro que no te va a doler.

– ¿Doler? Qué palabra tan rara, Liz, para utilizarla en este momento. Pero he notado que uno de nosotros no se comporta de un modo racional, inteligente y sensato. Ahora…

– Ahora, abre la boca.

Él tenía problemas para respirar.

– Jugaremos a esto hasta que te canses. Hasta que comprendas… que no puedes hacer nada, Liz. No voy a hacerte el amor.

– Ya lo sé.

No se lo habría permitido aunque él lo hubiera intentado.

Ella iba a hacerle el amor a él, no al contrario. Con toda aquella charla, él había separado los labios. Deslizó la lengua dentro. La pasó a lo largo de los lisos y blancos dientes. Y la lengua de él… En ocasiones la lengua de Clay era capaz de decir palabras ásperas y bruscas que sin duda lamentaba después de dichas.

Sus hombros tenían la costumbre de ponerse rígidos cuando estaba a punto de estallar de ira. Los dedos de Liz acariciaron aquellos hombros. Sus oídos tenían la mala costumbre de oír únicamente lo que querían oír. Cuando Liz se ponía de puntillas, sus labios alcanzaban las orejas de Clay. Lamió una de ellas. Con frecuencia Clay ocultaba sus emociones con aquellos ojos, dejando ver a la gente sólo lo que quería que vieran, no lo que sentía realmente. Sus labios rozaron suavemente los párpados cerrados. A las vírgenes indefensas había que tratarlas con mucha suavidad. Las vírgenes temen inevitablemente el dolor que sentirán cuando les arrebaten sus defensas una por una. Ella amaba a aquel hombre por cada error que había cometido, por cada error que iba a cometer. Clay estaba temblando. Lasciva, descarada, inmoral. Las palabras cruzaron su mente y comprendió lo que estaba haciendo, pero no se sentía así. Siempre había amado a aquel hombre. Pero no era aquello lo que importaba. Porque en aquella ocasión, por primera vez, quizás estaba ofreciendo todo lo que ella era, sincera y dolorosamente, y al infierno con los riesgos. Nunca antes se había sentido tan mujer, tan fuerte, tan segura.

– ¡Maldita sea, encanto…!

Una cosa era sentirse fuerte y segura y otra estar de puntillas eternamente. Posó las plantas en el suelo al tiempo que se cogía de la bata de Clay. Apoyó la mejilla en su pecho y la frotó contra la piel. Su cuerpo estaba más caliente que un horno. Los labios de Liz buscaron el calor, revolotearon sobre los planos pezones y el musculoso pecho. Comprobó que parte del cuerpo de él seguía siendo como una roca, pero sólo una parte. La parte que debía serlo. Los dedos de Liz descendieron por el estómago y descubrieron mechones de pelo rizado. Hasta los gigantes tienen su punto límite. El de Clay llegó con un ronco suspiro. Se apoderó de la boca de Liz como si fuera la primera vez que probaba una boca femenina. Entonces el colchón hizo algo mágico. Subió al encuentro de la espalda de Liz y de pronto Clay estaba encima de ella.

Sus manos le acariciaron la cara.

– Me temo que vayas a lamentar esto.

– No hay la menor posibilidad de que yo llegue a lamentar esto.

Él meneó la cabeza y volvió a besarla mientras las palmas de sus manos se deslizaban por la piel de Liz, por su cuello, pechos y vientre. Las braguitas estuvieron en el suelo inmediatamente. El corazón de Liz nunca había latido tan deprisa. Sabía con anterioridad que él era un hombre generoso, pero nunca lo había comprendido tan bien. La luz amarillenta mitigaba la absorta concentración de los ojos de él, la ternura de sus manos, que deseaban conocer, complacer, disfrutar.

Clay encontró lo que esperaba: vulnerabilidad, fragilidad. ¡Y su piel! ¡Y su olor! ¡Y sus piernas rodeándole! ¡Y los ruiditos que hacía! La lengua de Liz podía dejar sin sentido a un hombre. Sus manos podían hacer que un hombre olvidara su pasado, el presente, todo. Su reacción podía hacer que un hombre se creyera capaz de cualquier cosa, de ser cualquier cosa, de tener cualquier cosa. Deseaba ahogarse en ella. Su lengua acarició los pezones femeninos. Su palma acarició el muslo femenino lentamente hasta que el vello del suave nido le rozó la mano. Cuando abrió la mano, ella se arqueó hacia él, flexible y complaciente.

– Clay, no voy a romperme.

Su voz no era más que un hilito.

Deslizó las manos por las caderas de Clay, presionándole contra ella, susurrándole su deseo. No era de porcelana china. No era algo inapreciable. Solamente era una mujer. Aunque hubiera tardado tanto en comprender que aquello era lo único que quería ser.

Él la cubrió y ella le atrajo a su interior. El ritmo se inició con una ferocidad primaria que carecería de sentido para quien no lo hubiera experimentado. Quizás aquella música sólo les perteneciera a ellos. Quizás la música fuera tan íntima que sólo ellos dos pudieran compartida. Sólo ellos dos; así de fácil, así de sencillo.

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