Capítulo Tres

Las hojas se arremolinaban en los tobillos de Liz mientras volvía a casa desde el pueblo. Cada árbol alineado en las calles del vecindario parecía arder al reflejarse el sol en las hojas bermejas, ámbar, melocotón y oro. En las ventanas había pegatinas de esqueletos y calabazas como anticipo de Halloween. Alguien estaba quemando hojas; el olor era delicioso.

Llegó a la alta valla que rodeaba los terrenos de la escuela elemental. Entonces se detuvo. Las niñas saltaban a la cuerda y los niños jugaban al baloncesto. Las risas y los chillidos parecían flotar suspendidos en el aire. Liz recordaba los recreos y la espera para subir a los columpios metálicos como si hubiera sucedido el día anterior.

Llevaba en casa dos semanas Y seguía esperando que la depresión volviera a aparecer. «¿Qué haces jugando con las hojas secas cuando estás sin trabajo, Liz? ¿No te preocupa el estado de tu cuenta corriente?»

Sí, estaba preocupada. Daba largos paseos, algo que no había hecho durante diez años. Otras mejoras incluían dormir y comer bien, recordar la sensación del sol en la cara, ver a viejos amigos, hacer cosas nuevas. La vida era maravillosa. ¿Cómo había podido olvidado durante tanto tiempo? La cara de su ex marido relampagueó en su mente. Pensó en David, y en todas las amigas con las que había ido a la escuela. Muchas se habían casado nada más terminar la secundaria, con destellos en la mirada y sueños de felicidad eterna. Ella no había querido cometer semejante error. Sus padres se habían querido y, a pesar de ello, su matrimonio había terminado en divorcio. Obviamente una relación no requería amor para funcionar. Requería esfuerzo y compromiso. Se había casado con un buen hombre y había tenido la intención de ser una buena esposa para él. Lo había intentado. Había planchado sus camisas y había leído libros de cocina, había escuchado sinfonías y había practicado ‹‹jogging», todo porque quería ser una buena esposa para David. Detestaba planchar, cocinar, la música clásica y sudar. Siempre lo había detestado. En aquella época, había creído que las mentiras inocentes eran necesarias. Había creído que se estaba enfrentando a la vida, que estaba haciendo lo que debía para que su matrimonio funcionara. La mujer debía ser la más generosa. Pero nunca había imaginado que el precio en desesperación pudiera ser tan elevado. Lo peor para Liz había sido descubrir lo difícil que era acostarse noche tras noche con un hombre al que no amaba. Cuando había descubierto que David se estaba acostando con otra, su primera reacción había sido sentirse desolada y desilusionada. La segunda, de alivio. David se había opuesto al divorcio durante más de un año, insistiendo en que merecía la pena luchar por su matrimonio. Le había dicho que no le habría sido infiel si ella no hubiera sido tan fría. Ella podía ser una mentirosa imperdonable, pero no era fría.

Liz cerró los ojos para saborear el calor del sol en la cara y el susurro de las hojas sobre su cabeza. La culpa había lastrado sus pasos durante un año. Había cometido un gran error, pero la única manera posible de corregido era asegurarse de que no volviera a suceder. Nunca en toda su vida se había sentido menos segura que, durante aquellas dos semanas sin trabajo y sin nada más a lo que aferrarse que una cuenta corriente en disminución. Estaba totalmente asustada… pero cada vez más decidida. En el pasado había apostado por la seguridad. Nunca más.

Un balón saltó la valla de la escuela y una docena de chicos corrieron hacia ella. Recogió el balón con una sonrisa y lo devolvió y sólo entonces vio a un chico pequeño en medio del grupo. Debía tener ocho o nueve años. Las pecas de su nariz brillaban al sol. Su cabeza era una greña de pelo castaño claro. Sus zapatillas estaban desatadas y tenía un libro enorme en el regazo. El balón pasaba por encima de su cabeza y los otros chicos saltaban a su alrededor. Nunca se movía. En una ocasión levantó la mano pacientemente para evitar un inminente choque entre su cabeza y el balón. Liz estuvo segura de que era el hijo de Clay. No porque estuviera leyendo, ya que Clay jamás había cogido un libro en la escuela a menos que se viera obligado, sino por la actitud del niño. La obstinación de un niño en pos de lo que quería a pesar de la gente. Estaba sentado allí ignorando el peligro. Su aislamiento, su determinación de ser parte de los demás pero no totalmente, fue otra pista. El timbre del recreo provocó un coro de protestas y una estampida de pies hacia las puertas de la escuela. El pequeño se puso de pie con el libro todavía abierto. Liz no pudo resistir la tentación.

– ¿Spencer?

Él se volvió con los ojos castaños guiñados por el sol. Tenía los ojos oscuros de su padre y la misma barbilla desafiante.

– ¿Me conoces?

– No. Conozco a tu padre y en cuanto te vi supe que eras el hijo de Clay.

– Mi papá se llama Clay, pero yo no hablo con desconocidos.

– Haces bien. Sólo quería conocerte, decirte hola. Ya sé que tienes que entrar.

– Sí, arman un jaleo de todos los demonios si llegas tarde -se despidió con la mano-Hasta luego.

Ella parpadeó ante su lenguaje; luego sonrió mientras le observaba. Se dirigía a la puerta con paso tranquilo, arrastrando los cordones de las zapatillas, con la chaqueta abierta a pesar del frío día. Definitivamente era el hijo de Clay

Había algo especial en los varones Stewart. En menos de sesenta segundos de conversación se había enamorado del niño de ocho años. Y una de las verdades a las que estaba intentando enfrentarse después de diez años de ausencia, era que nunca había conseguido dejar de amar a su padre.


En cuanto Clay salió del coche, oyó las maldiciones. Subió la cremallera para protegerse del frío viento y caminó hacia las luces amarillas del garaje. Los imaginativos epítetos salían de debajo del oxidado armazón de un coche. Clay sólo podía ver las largas piernas de Andy extendidas sobre el cemento.

– ¿Necesitas ayuda?

Andy apareció con la cara y las manos tan negras como su ceño.

– Lo que necesito es un coche nuevo.

– Hace cuatro años que te lo digo.

– Esta vez hablo en serio.

– Eso lo has dicho otras veces.

– Pensaba tener esto listo para el partido de la tele… ¿Qué hora es?

– Ya debe ir por el descanso.

Andy se puso de pie y se limpió las manos con un trapo.

– Vamos a entrar. Tomaremos una cerveza.

En cuanto Clay entró en la cocina, se intensificó su dolor de cabeza de una semana de duración. La habitación se había transformado desde la noche de la llegada de Liz. Sobre la mesa había un jarrón con flores amarillas y un jersey doblado en una silla. No había platos sucios en el fregadero y toda la casa olía a cera para muebles. Ella había aniquilado por completo uno de los últimos bastiones de la soltería de Ravensport.

Ella no estaba allí. Clay pasaba por allí frecuentemente para compartir con Andy una cerveza y un partido, pero había esperado que ella estuviera en casa.

– Juega el Dallas. Debería ser un buen partido.

Andy abrió la lata y le tendió a Clay una cerveza que no le apetecía.

– Estupendo. ¿Dónde está Liz? -preguntó Clay en tono indiferente.

– ¿Liz? -Andy abría la marcha hasta la leonera-. Seguir la pista de mi hermana estos días es como intentar cazar una luciérnaga -dijo irónicamente-. No puedo recordar lo que está haciendo esta noche. Creo que iba al cine.

Encendió el televisor y se dejó caer en el sillón más cercano.

Clay siguió el partido el tiempo necesario para ver el marcador.

– ¿Sola? -preguntó por fin.

Andy levantó la vista.

– ¿Sola qué?

– ¿Ha ido al cine sola?

– ¡Mira eso!

– Ya.

Clay se bebió la cerveza en tres sorbos. No hubo manera de distraer a Andy de la caja tonta. Clay miraba furioso el reloj y esperaba el descanso. La pantalla afirmaba que sólo faltaban tres minutos, pero en el rugby eso puede significar diez fácilmente.

Veinte minutos más tarde, Andy dejó su sillón con una sonrisa.

– Voy a hacer palomitas. ¿Quieres otra cerveza?

– No, gracias.

– ¿Cómo está el niño?

– Fastidioso.

Clay siempre tenía que hacer un esfuerzo para ocultar su orgullo.

– Anoche me senté a su lado para ayudarle con los deberes y ya me saca ventaja en matemáticas.

Apoyado en la puerta, Clay observó a su amigo echar aceite en una sartén y ponerla al fuego. Andy era una de las pocas personas que le dejaban hablar de Spencer, pero por una vez Clay no pensaba en su hijo.

– Por el bar van muchas mujeres recién divorciadas -empezó a decir-. Veo lo mismo una y otra vez. No importa la edad que tengan ni cuánto tiempo hayan estado casadas ni cómo les haya ido. Todas parecen haber pasado las mismas etapas durante el proceso de divorcio. Primero, pesar por un matrimonio que ha muerto.

Andy le dirigió una mirada mezcla de paciencia y humor. Anteriormente, sus conversaciones de hombre a hombre nunca habían tenido tintes filosóficos, pero los viejos amigos tienen derecho a ocasionales accesos de locura. Clay continuó tenazmente.

– Después viene la etapa de pánico. No están seguras de poder salir a flote solas, no tienen seguridad en sí mismas, temen volver a cometer un segundo error, intentarlo otra vez…

– ¿Te sientes bien? -interrumpió Andy.

– Me siento muy bien -Clay carraspeó-. Estas dos etapas son muy duras para las mujeres, pero la tercera es la más peligrosa. De repente, se sienten eufóricas. La libertad puede ser una droga potente después de estar atada por los problemas mucho tiempo. De repente una mujer tiene prisa por cambiar, por demostrarse que sigue siendo atractiva, que puede divertirse y volver a vivir. Y está muy bien… pero veo a muchas mujeres hacer cosas que no harían normalmente, cambiar demasiado deprisa, comportarse de un modo inusual, un poquito… raro.

– Muy interesante -dijo Andy gravemente.

Clay se pasó una mano por el pelo.

– Oye, estoy intentando hablar contigo de Liz.

– ¿De mi hermana?

Andy meneó la cabeza y soltó una carcajada.

– Vamos, Clay. Conoces a Liz tan bien como yo. No estoy diciendo que no lo esté pasando mal y además debe pensar que ha sido culpa suya. Pero tiene la cabeza sobre los hombros, como siempre.

– Sí.

– Liz es tan normal como la tarta de manzana.

– Sí.

– No es del tipo de mujer que hace locuras.

– Sí -volvió a admitir Clay, pero pensó: «No».

Debería haber sabido que no tenía sentido hablar con Andy. Liz no dejaría jamás que su hermano viera algo más que una dama decidida, de ojos brillantes y risa fácil.

El Dallas fue ganando hasta pasadas las once. La fuente de palomitas estaba vacía y Liz seguía sin volver a casa. Clay miraba el reloj cada tres segundos y se esforzaba por dominar su inquietud. La había evitado durante una semana. Los problemas de Liz no eran asunto suyo y estar cerca de ella siempre había sido para él tan peligroso como la dinamita. Una dama elegante graduada «cum laude» no necesitaba un hombre de mala reputación cerca de ella. ¡Demonios! Él había acabado la secundaria a duras penas, aunque había vivido mucho. No podía dejar de pensar en ella. Liz estaba en la etapa final del proceso de divorcio. Lo sabía. Lo había visto cientos de veces. Nadie podía rehuir aquellas etapas. Así era la verdad; era algo normal. Pero él no quería que Liz sufriera.

– ¿Qué diablos te pasa esta noche? -preguntó Andy finalmente-. Ni siquiera te has enterado del último tanto.

– Sí me he enterado.

No era verdad. Cuando sonó la puerta principal, saltó del sillón como si hubiera sufrido una descarga eléctrica, sin hacer caso de la mirada de su amigo. Ella se estaba quitando la chaqueta cuando apareció en la puerta. Él vio primero que no llevaba lápiz de labios… o quizás sí lo había llevado y la boca de un hombre lo había borrado. Llevaba un suéter de angora rosa que destacaba sus pechos. La falda dejaba ver demasiada pierna. Sus mejillas mostraban el beso del aire frío. Si hubiera vuelto a casa desde el cine, habría estado pálida.

– ¿Dónde has estado?

Las palabras surgieron antes de que él pudiera evitarlo. Liz acabó de quitarse la chaqueta y arqueó una ceja como respuesta. La sangre se había acelerado en sus venas desde que había visto el coche de Clay en el sendero. Él la miraba furioso. Llevaba vaqueros y una sudadera usada. Liz hubiera deseado que fuera desnudo. Las bibliotecarias sensatas y recatadas no debían pensar cosas así. Su búsqueda de la sinceridad psicológica era como abrir la caja de Pandora. «Limítate a sentir, Liz», decía una vocecita en su cabeza.

– Por ahí -contestó, y se acercó a la fuente de palomitas dirigiendo una mirada furiosa a su hermano-. ¿Cómo has podido comértelas todas?

– Clay se comió la mitad.

– Sois unos cochinos. Podíais haberme guardado unas pocas. ¿El Dallas ha sobrevivido sin mí?

– No -dijo Andy sombríamente.

– ¿Has salido con alguien que yo conozca?

Clay consiguió hablar esta vez en un tono más civilizado e indiferente. Ella le recompensó con una sonrisita.

– Con Frank Butler. Le recuerdas, ¿verdad? Fui al baile de graduación con él. Me he enterado de que estuvo casado, se divorció y se hizo cargo de la ferretería de su padre. Y frecuentaba el bar de Clay muchas noches de los viernes.

El mal humor de Clay empeoró. Se encontró siguiendo a Liz hasta el armario de la entrada, donde colgó la chaqueta; a la cocina, donde dejó la fuente de palomitas; a la entrada, en donde ella se detuvo con las manos en las caderas y gesto paciente.

– ¿Puedo ir al baño sola? -preguntó.

Él la estaba esperando cuando salió.

– No te estaba siguiendo.

– Ya me he dado cuenta.

– ¿Estás cansada o podemos hablar un momento?

Ella vaciló.

– ¿Andy?

Después de decirle a su hermano que iban a salir, cogió su chaquetón. Un tigre furioso habría sido más fácil de manejar que Clay. Su boca era una fina raya, sus hombros estaban rígidos y sus ojos desafiaban a cualquiera que se cruzara con él. Caminó con él hasta el balancín de madera. Parecía un buen lugar para calmar a un tigre. Las hojas caían del arce. El cielo otoñal estaba salpicado de estrellas. El aire frío era revitalizador y la noche tan suave como seda negra.

– ¿Cómo es posible que haya gente a la que no le gusta el otoño? -preguntó.

Clay no dijo nada. Liz se acurrucó en un extremo del balancín con las rodillas bajo la barbilla. Él se instaló en el extremo opuesto con un pie en el suelo para mantener el balancín en movimiento. Eran las mismas posiciones que habían ocupado diez años antes. La chaqueta de cuero que él llevaba estaba tan usada como la primera vez que se sentaron allí. El silencio se impuso entre ellos. Ella supuso que él lo necesitaba. Observó el juego de la luz de la luna en las facciones de Clay. A pesar de las arrugas que delataban diez años de vida difícil, no había cambiado nada. La misma actitud fuerte, desafiante… La noche, el balanceo y la oscuridad obraron su magia gradualmente. Liz vio relajarse la cara de Clay y sintió un fuerte deseo de abrazarle. No era un deseo de naturaleza sexual. Él había tenido muy poco amor durante su vida y había luchado por todo lo que tenía.

– ¿Un día difícil? -preguntó Liz finalmente.

– Terrible -él se recostó y cruzó los brazos tras la cabeza-. He sido un poco brusco dentro.

– Un poco -dijo ella irónicamente. Las cadenas del balancín chirriaban rítmicamente.

– ¿Lo has pasado bien con Frank?

– Sí.

– ¿Vas a volver a salir con él?

– No. Ha sido divertido estar en casa, volver a ver a los compañeros de la escuela. Frank fue siempre una buena compañía. Tiene un maravilloso sentido del humor. Pero no ha cambiado mucho. Siempre será un hombre superficial. ¿Comprendes lo que quiero decir?

– Sí.

– Me gustaría darte un puntapié -dijo ella en el mismo tono.

Él enarcó las cejas debido a la sorpresa.

– No crees que soy capaz de juzgar el carácter de un hombre por mí misma, ¿verdad? ¿Crees que todavía tengo diecisiete años?

– Creo -dijo Clay lentamente-, que eres más especial, más hermosa, más peligrosa que a los diecisiete años.

Ella sonrió.

– ¿Eso es un cumplido o un insulto?

– No esperarás que conteste esa pregunta.

Ella rió entre dientes con la cabeza apoyada en el respaldo del balancín. Las cadenas chirriaban y tiraban, chirriaban y tiraban. La oscuridad proporcionaba una dulce y tranquilizadora intimidad.

– ¿Clay?

Sus ojos buscaron los de él en la oscuridad.

– ¿Mmmm?

La voz de Liz era ronca y baja.

– No quiero que te preocupes por mí. He cometido errores y estoy pasando una mala época. Eso no significa que no pueda hacerme cargo de mi vida. No he vuelto a casa por creer que aquí sería más fácil, sino porque necesitaba un sitio en donde llegar a un acuerdo conmigo misma. Pero esto tengo que hacerlo yo sola.

Él permaneció en silencio un momento y luego se inclinó hacia delante rápidamente y la hizo volverse. Ella no se resistió, pero sí le sorprendió encontrarse de repente con la espalda contra el pecho de él, la barbilla de Clay en su coronilla y sus brazos entrelazados sobre el estómago.

– Ahora escucha, preciosa. Yo he cometido más errores en un día de los que tú podrías cometer en toda tu vida. Necesitas hablar con alguien. Yo estoy aquí y no debes olvidado nunca. Todo el mundo necesita a alguien en alguna ocasión.

A pesar de las capas de ropa que les separaban, Liz sintió un lento y dulce deseo extenderse desde la punta de los dedos de sus manos a las de los pies. La fría noche de octubre se volvió asfixiante bruscamente.

– ¿Me has oído?

Ella echó la cabeza hacia atrás.

– Sí. Todo el mundo necesita a alguien. ¿Y cuándo necesitas tú a alguien, Clay?

Él enarcó las cejas.

– Sentirse solo y asustado va unido al hecho de vivir. Nunca he dicho que yo fuera inmune. Sólo estoy diciendo que he vivido más que tú. Enorgullecerse demasiado de pedir ayuda cuando se necesita es una tontería.

Ella insistió.

– ¿Y cuándo has pedido tú ayuda a alguien?

– Liz…

– De modo que crees que has vivido mucho.

– Estoy seguro.

– ¿Y qué has tenido? ¿Vino, mujeres, diversión? ¿Y has tenido a alguien en quien confiar? ¿Una mujer que se haya interesado por ti más allá de lo superficial?

Él abrió los labios para replicar, pero calló cuando ella le acarició la mejilla. Sus dedos eran fríos sobre su piel cálida. El pulgar recorrió el fuerte hueso de la mandíbula y el brote de la barba. Por encima de la línea delgada de la boca, los ojos la miraban impacientes y sombríos. Al primer roce de la mano de Liz, su nuez había adquirido un movimiento rítmico. Clay podía hacer creer a todo el mundo que era invulnerable, pero Liz sabía que no era cierto. Cuando él pudo hablar, su tono fue tranquilo y divertido.

– ¿Qué crees que estás haciendo?

Sus miradas se encontraron. Era totalmente evidente lo que estaba haciendo.

Los dedos de Liz se enredaron en el pelo de Clay. Su textura era fuerte y limpia, pero no suave. En Clay no había nada suave. De repente puso una mano sobre la de ella.

– La dama tiene edad suficiente para ser más sensata.

– Sí.

– ¿Te ha invitado Buttler a una copa después del cine?

– No.

Ella presionó sus labios sobre los de él. Clay no se movió. Liz hubiera dicho que había dejado de respirar. Una estatua habría reaccionado mejor. Evidentemente él había decidido castigada por su mal comportamiento, como un padre con un crío caprichoso, hasta que ella volviera a sus cabales. Fue un error porque ella ya había vuelto a sus cabales al disfrutar del tacto, el olfato y el gusto, al disfrutar de sensaciones que había intentado ignorar durante años. Pero existían y, ya que el deseo por Clay había influido en su vida, tenía que saber si ella había influido en él.

– Liz…

Ella oyó el último resto de impaciencia en su voz. Sintió crisparse las manos de él en sus hombros y comprendió que Clay intentaba cortar el contacto. Pero no lo hizo. ¡Pobre hombre! Su boca descendió bruscamente sobre la de Liz. Ella separó los labios y absorbió la presión, saboreando el sabor masculino. Se había equivocado. Una parte de Clay era incomparablemente tierna y vulnerable. Su boca hizo una demostración de un deseo tierno y feroz a la vez. La amoldó a su cuerpo como si hubiera perdido una parte de su ser. Le acarició la cara con dedos inseguros, besándola una y otra vez como si nunca fuera a detenerse. En el balancín no había espacio para hacer el amor. Liz sentía la rodilla de él en la espalda y una de sus piernas estaba incómodamente doblada contra el pecho de él. No importaba. La lengua de Clay le llenaba la boca al tiempo que un sonido áspero y agitado salía de su garganta. Se arqueó contra él, sintiendo el fuerte deseo físico de ser poseída. El deseo era delicioso y muy intenso. Ningún hombre la había hecho sentir aquel deseo, aquella necesidad, aquel… todo.

El roce de su boca, el potente latido de su corazón, el jadeo de su respiración… Clay no estaba besando a la hermana de un amigo. Clay deslizó la palma por la pierna cubierta por la media y subió por la pantorrilla hasta el muslo. Ella le acarició el cuello y sus dedos impacientes trataron de deslizarse bajo la chaqueta y la camisa en busca de la piel. La cremallera de su chaquetón sonó en el silencio de la noche. La mano de Clay encontró su pecho, su cuello y más muslo. Él parecía arder de impaciencia por acariciado todo a la vez.

Una sencilla hoja provocó la interrupción. Una hojita roja y seca que cayó del arce sobre el hombro de Clay. Él retrocedió como si le hubieran golpeado con un ladrillo. En sus ojos oscuros se veía un enorme dolor. La hizo levantarse con él, le colocó la falda y el suéter y le subió la cremallera del chaquetón como si ella estuviera a punto de enfrentarse a una ventisca.

– Ahora, escucha.

Pero no dijo nada. Se puso las manos en las caderas y luego se las pasó por el pelo. Echó un vistazo al cielo y luego fijó la vista por encima del hombro de ella. Los dos evitaban la mirada del otro. Por fin él hizo otro esfuerzo por hablar.

– Oye, esto ha sido un accidente.

– Sí.

– Siempre has confiado en mí. No destruiré esa confianza, Liz. No volverá a pasar.

– Siempre he confiado en ti y ahora confío en ti. Pero esto va a pasar otra vez.

– No, ni hablar.

Ella se acercó, le arregló la camisa, le cerró el chaquetón y le miró a los ojos. Él dejó escapar un suspiro de exasperación.

– Te vas a meter en líos, ¿lo sabes?

– Sí. ¿Lo hemos dejado claro ya?

– Liz

Ella meneó la cabeza. El deseo seguía sofocándola. Era evidente que él la deseaba, pero no quería admitido. Le acarició la mejilla y caminó hacia la puerta.

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