Liz envolvió otro vaso en papel de periódico y luego lo dejó caer en la caja de cartón sin preocuparle su futuro. Además, nunca le habían gustado aquellos vasos. Cerca de la alacena había un teléfono blanco. Llevaba diez días en Milwaukee. Tiempo suficiente para arreglar sus asuntos económicos, para empezar a buscar un inquilino que subarrendara su apartamento y para ver a los viejos amigos y empezar a preparar todas sus cosas para un traslado definitivo. Tiempo suficiente para que sonara el maldito teléfono. No había sonado. No era que ella esperara que Clay llamara. Sin duda estaba ocupado con el motel y el restaurante, con Spencer, con la reconstrucción de la barrera que ella había cometido el error de mellar. ¡Hombres!
Metió el montón de platos en otra caja. Había vendido el sofá amarillo y los sillones prácticamente antes de poner el anuncio en el periódico. Los cuadros y los libros estaban empaquetados y listos para su traslado a Ravensport. Iba a tardar unos días más en completar los detalles de la mudanza y no necesitaba más que una cama y unos pocos platos mientras tanto. Cruzó el casi vacío cuarto de estar hasta el dormitorio. La nieve goteaba de los alféizares huyendo del frío viento de noviembre. Cuando se mudó a aquel apartamento después del divorcio, era poco más que un animal herido. Sólo deseaba lamer sus heridas y ocultarse de la vida. Era lo que había hecho exactamente durante un año. La culpa era una compañera que se autoalimentaba. Había tenido que volver a Ravensport para perdonarse a sí misma, para librarse de la confusión y dejar de castigarse. A cambio, había aprendido a utilizar los errores que había cometido para madurar y cambiar. Había tenido que volver a casa para conocer la sinceridad… y para enamorarse de un hombre al que no le gustaba aquella palabra. Por ejemplo, Liz había visto a la cantante de Clay más de una vez. La dama era una belleza voluptuosa con una sensual sonrisa. Evidentemente estaba encaprichada de Clay, pero tenía una mentalidad limitada. Clay nunca había tolerado bien el aburrimiento. Así que había herido a Liz para echarla de su vida. Muy bien. Ya estaba fuera. Salió del dormitorio, miró furiosamente el teléfono y reanudó la tarea de empaquetar sus cosas. Latas esta vez. Sopas. Tres latas de tomate, tres de champiñón. ¿Cómo había acabado con ocho latas de cebollas francesas? Aquella estupidez de que se había aprovechado de ella. Él era un hombre que nunca se había perdonado por los grandes errores cometidos. No conocía la sinceridad emocional y no creía en sí mismo. Liz acabó de llenar la caja, se desperezó y caminó hasta el teléfono. Ocho teclas pulsadas y luego sonó. Una vez, dos. Tres veces, cuatro. Ella creía en la sinceridad, realmente creía en ella. Pero una mentirijilla no haría daño. Para ser totalmente sincera, las mentiras son necesarias a veces. Bueno, las mentiras no eran necesarias, pero el amor sí y eso era lo que quería decir la sinceridad: admitir qué cosas eran las importantes, aceptar los riesgos, luchar si era necesario. Una vez más. Sólo una vez más. «Una intentona más, Clay Stewart, porque estoy muy sola y tu comportamiento pasado me hace creer que me amas». Cinco timbrazos y luego seis… Sus pulmones soltaron el aire cuando cogieron el teléfono.
– ¿Andy? Soy Liz. Oye, hermano, tengo que pedirte que me hagas un favor…
Va a casarse.
Y todos los que estaban en la interestatal 43 parecían creer que aquello eran unas vacaciones. Clay pasó a otro grupo de domingueros y pisó a fondo el acelerador. Cuando llegó a las afueras de Milwaukee, su mal humor estaba al máximo y sus nervios de punta. No conocía la ciudad, lo que no le ayudaba. Cuando estaba en un semáforo dispuso de unos momentos para repasar su aspecto en el espejo retrovisor. El traje que usaba únicamente en los funerales y en las bodas no estaba mal. De hecho, el azul oscuro le hacía parecer un hombre seguro, dueño de sí mismo y convincente. La camisa de rayitas, sin embargo, parecía haber sido planchada en la autopista. Debía haberse aflojado la corbata sin darse cuenta. Su pelo parecía revuelto con las manos. El peine que siempre llevaba en el bolsillo trasero había desaparecido. Se lo arregló como pudo hasta que entró en Merriweather. La calle de Liz.
Merriweather, 3421. Lo encontró, pero no había sitio donde aparcar a menos de una manzana del edificio de ladrillo de dos plantas. El corto paseo le proporcionó la oportunidad de borrar el ceño de su cara y adoptar una expresión tranquila e indiferente. La misma expresión que había asumido cuando Andy había pasado a verle por la mañana para contarle la novedad, la misma cara que había puesto cuando Spencer le había preguntado muy asombrado: «Papá, ¿por qué te estás poniendo un traje?»
Spencer podía hacer las preguntas más irritantes. Clay no sabía por qué se había puesto el traje.
«Tranquilízate. Tenías que venir a Milwaukee y te acabas de enterar de que va a casarse». Clay empujó la puerta y entró en el vestíbulo bien iluminado con moqueta rojo oscura. Cuatro apartamentos; uno era el de ella. El 3421 estaba al final del segundo piso, hasta donde sus pies le llevaron en obstinado silencio. Hacía un frío tremendo. Pero su cuerpo ardía. Podría haber corrido una maratón impulsado por la feroz energía que tenía en su interior. Su garganta estaba seca, le pesaba la cabeza y las puntas de sus dedos estaban azules y temblorosas por el frío.
Se pasó aquellos dedos por el pelo y luego llamó. «¡Maldita sea! Llama; no aporrees la puerta. Estamos perfectamente tranquilos». Como no hubo una respuesta inmediata, sintió deseos de derribar la puerta. Pero entonces abrieron.
– ¡Clay!
En otro momento Clay habría pensado que ella parecía demasiado sorprendida de verle. En ese momento estaba demasiado ocupado mirándola. Iba descalza. Unos vaqueros viejos ceñían sus esbeltas caderas y un amplio suéter amarillo ocultaba su figura. Estaba despeinada y sin maquillar. Sus ojos brillaban y en sus labios había una sonrisa de bienvenida. Parecía descansada, tranquila, feliz.
Sintió deseos de estrangulada.
– Espero que no te moleste una visita sorpresa. Tenía que venir a Milwaukee y pensé pasarme por aquí.
– ¡Maravilloso! Entra. Aunque debo confesar que esto está hecho un desastre. Estoy empaquetándolo todo, Clay. Pasa por aquí. Estaba haciendo café.
– Estupendo.
Si ella le preguntaba para qué había ido a Milwaukee, no sabría qué decirle. Por el momento no quería decirle nada.
Quería hundir las manos en su pelo rubio y borrar aquella sonrisa con su boca.
– Mudarse es tremendo. Sólo he estado aquí un año y no puedo creer la cantidad de bobadas que he acumulado.
Él la siguió hasta la estrecha cocina, donde ella se puso de puntillas para coger dos tazas. El movimiento puso en tensión sus muslos y su trasero. La mandíbula de Clay se negó a funcionar hasta que ella se volvió con una sonrisa y una taza humeante.
– Me han dicho que te vas a casar -dijo él alegremente, pero podría haberse liado a patadas con un armario.
– Sí. ¿Te lo ha dicho Andy?
– Lo mencionó, sí.
Él tomó un sorbo de café y dejó la taza en la barra.
Liz soltó una carcajada..
– Clay, me temo que no voy a acabar nunca si no sigo con esto.
– Muy bien, muy bien. Sigue haciendo lo que estés haciendo. ¿Cómo es él?
– ¿Quién?
– El hombre con el que te vas a casar.
– ¡Oh!
Ella sacó un cajón, ese que existe en todas las cocinas para guardar un poco de todo. Se movió entre las cajas hasta encontrar la que estaba buscando y entonces empezó a echar dentro abrelatas, martillos, destornilladores, lápices, llaves y un saca corchos.
– Es un hombre maravilloso, Clay. Te gustará mucho.
– Sólo llevas aquí once días.
«Doce horas y treinta y siete minutos», añadió Clay mentalmente.
– Pero hace mucho tiempo que le conocía -dijo ella.
– ¿Cuánto?
– Años.
– Eso está bien. Eso está muy bien -dijo Clay en tono razonable-. ¿Y a qué demonios se dedica?
– ¿Te refieres a su trabajo? Trabaja con la gente. Es maravilloso tratando a la gente; es muy sensible y cariñoso. La clase de hombre que se hace querer y respetar.
Ella desapareció. Él la siguió rodeando las cajas y bultos del cuarto de estar. Su dormitorio era pequeño. La única cosa que contenía todavía era una cama de bronce. Él miró fijamente las sábanas revueltas.
– ¿Cómo está Char? -preguntó ella despreocupadamente.
– ¿Char qué?
Ella se había inclinado otra vez para sacar cosas de los cajones. Cositas amarillas y rosas, y él miraba su trasero, su espalda, el pelo que rozaba las mejillas.
– ¿No crees…?
Clay notó su tono agresivo y carraspeó. Luego lo intentó otra vez.
– ¿No crees que has decidido casarte un poco deprisa?
– No creo, Clay. Como te he dicho, hace mucho que le conozco. Creo que siempre lo he sabido.
Ella se balanceó sobre los talones y en sus ojos apareció una expresión soñadora.
– Siempre he sabido que era el hombre adecuado para envejecer juntos, para tener hijos. Es tan bueno, Clay… El mejor de los hombres. El tipo de hombre al que puedes confiarle tu vida.
– Magnífico.
– Y me necesita -ella le miró con una sonrisa extraña-. Es la clase de hombre con el que se puede contar cuando las cosas van mal, pero hay algo más importante que eso… Supongo que una mujer como yo necesita sentirse necesitada también.
– Me alegro de que te sientas necesitada.
– Sabía que te alegrarías.
– No podría alegrarme más por ti.
– ¿Sabes una cosa? -preguntó ella con suavidad-. Sabía que reaccionarías así. No dejabas de decirme que algún día encontraría al hombre adecuado y él es maravilloso, Clay
Algo estalló en Clay: su cabeza, su corazón, sus huesos, todo. No tuvo tiempo para pensar que podía hacerle daño a Liz. De pronto sus manos estaban en los brazos de ella para atraerla hacia sí. Una mano se posó en la nuca de ella y la otra la rodeó mientras su boca se cerraba sobre la de Liz.
Aquel contacto físico causó una explosión. Los labios de ella se amoldaban a los suyos como si le pertenecieran. Absorbió su aroma, su sabor, su suavidad. La cabeza le daba vueltas. Sabía que la abrazaba con tanta fuerza que debía estar haciéndole daño, pero no podía soltarla. El dolor que sentía en su interior era mayor que el cielo, aterrador en su desesperada e implacable intensidad. Como si un rayo de sol se introdujera en un mundo totalmente negro, sintió los dedos de ella en su pelo, sus pequeños pechos contra su tórax, el calor y el deseo fluyendo en ella. Liz estaba respondiendo. Hizo un esfuerzo para alzar la cabeza. Su voz no fue más que un áspero susurro.
– ¿Crees que ese hombre tuyo te hace sentir este fuego?
– Siempre…
Ella estaba sin aliento.
– Siempre que me toca.
– No.
– Siempre -repitió ella-. Y tú deberías saberlo, Clay
– ¿Qué?
– He dicho que deberías saberlo. El cielo sabe que nunca he sido capaz de estar más de dos minutos sin tocarte, desde la primera vez que te vi.
Él parecía confuso, tenso, desesperado. Tenía el pelo revuelto. Su corbata parecía la de un adolescente de catorce años que se la hubiera puesto por primera vez. Fue a colocársela, pero luego deshizo el nudo y se la quitó.
– Encanto…
– ¡No me llames encanto!
Si no le quisiera tanto, habría sentido la tentación de utilizar la corbata para estrangularle. Había ido a verla, y era todo lo que necesitaba saber sobre lo que Clay Stewart sentía por Elizabeth Brady. Su corazón estaba estallando de dicha, pero le temblaban las manos. No porque tuviera miedo o se sintiera insegura, sino porque estaba furiosa.
– Durante mucho tiempo has estado dominado por esa estúpida ilusión de que yo no conozco mi propia mente, Clay. Que necesito que alguien me proteja para no cometer locuras. Que soy incapaz de actuar con sensatez -le golpeó en el pecho con un dedo-. Déjame decirte algo, tío. Tengo un criterio excelente, especialmente con los hombres. Sí, en una ocasión metí la pata. No soy perfecta, pero conozco a un hombre bueno cuando lo veo. Tú no -volvió a aguijonearle con el dedo-. No me gustan los perdedores, Clay. La vida es condenadamente corta y no tengo tiempo que perder. Ya no. Sólo voy a aceptar a un hombre, al mejor, y ya es hora de que lo creas… ¡No discutas conmigo!
– Liz…
¡Cielo santo! ¿Quién habría dicho que aquel ángel de ojos castaños podría convertirse en una arpía? Estaba totalmente descontrolada. Las lágrimas brotaban de sus ojos. Agitaba las manos violentamente. Estaba chillando.
– ¡Y otra cosa…!
Clay no tenía tiempo para «otra cosa». Había estado a punto de perder a la única mujer que había creído en él. Comprendió que había ido allí a arrebatársela al hombre con el que ella pensaba casarse y no era un comportamiento honorable… no si ella había encontrado al hombre adecuado, a un buen hombre. Daba igual. El honor y Clay Stewart nunca habían sido hermanos de sangre. Entonces su mente registró por fin que no existía ningún otro hombre. Su boca tocó la de ella y sus dedos se deslizaron hasta el cierre de los tejanos. El corazón de Liz latía muy deprisa, pero el suyo también. Ella había estado a punto de provocarle un infarto y tenía la terrible impresión de que no iba a poder ser capaz de comportarse con calma, paciencia y ternura. Algunas cosas no podían esperar. Tenía que estar seguro de que ella comprendía que él la amaba desesperadamente. Que la necesitaba desesperadamente.
No podía renunciar a ella. Correcto o equivocado, bueno o malo, en épocas buenas o malas, no podía renunciar a ella. Lo había intentado. Le bajó los pantalones y le sacó el suéter. Ella luchaba con sus botones, le quitó la chaqueta, desabrochó más botones, tiró del cinturón. Sentía la brusca presión de la boca de Clay, sus manos temblorosas, todo su cuerpo temblando. El hombre duro y protector se estaba desmoronando. El experto amante había olvidado su destreza. Ella no deseaba su destreza. Le deseaba encima de ella, deseaba besar cada centímetro de su piel hasta que Clay no pudiera pensar, ni respirar, hasta que no tuviera dudas sobre ella, sobre él, sobre ninguna cosa. Deseaba al vulnerable Clay dentro de ella.
– Déjame a mí -susurró.
Las manos de Clay estaban por todas partes. Sus labios descendieron por su cuerpo y encontraron un sujetador de encaje que había olvidado quitar. Se deshizo de él y sus labios buscaron los blancos y vulnerables pechos, tensos de deseo. No lo bastante tensos.
La amaba. Su boca recorrió el liso y suave vientre y sintió crisparse los dedos de ella. Amaba el cabello color miel y amaba sus clavículas. Amaba sus uñas y sus sonrisas. La amaba vestida de tonos pastel y de rojo; la amaba con la boca llena de ostras. Tenía que estar seguro de que ella lo sabía y comprendía que no importaban los errores que él había cometido, que lo que sentía por Liz era bueno, correcto, lo mejor de todo lo que él era.
– Ven a mí, Clay
Ella le incitaba con susurros, besos, dedos, caricias. Le guió hasta su interior.
– Te adoro, encanto.
– No me adores -susurró ella-. Ámame, y no dejes de amarme.
Los labios de Clay prometieron no dejar de amarla, susurraron su amor, su deseo y su terrible temor a perderla. Ella intentó hablar, pero no pudo. La melodía pagana y susurrante era como elevarse en el espacio, como elevarse en la oscuridad… pero no sola. Una estrella ardiente, húmeda y luminosa los acogió y los impulsó hacia el éxtasis.
El corazón de Liz nunca iba a ser el mismo. Con los párpados cerrados y los brazos alrededor del cálido cuerpo de Clay, no dejaba de pensar que su corazón tendría que calmarse alguna vez. Clay intentó moverse y sus manos se tensaron.
– No te atrevas a moverte -susurró.
– Peso demasiado.
– No, no.
– Encanto…
Él alzó la cabeza para mirarla.
– Vas a tener que casarte conmigo.
Ella abrió los ojos y ladeó la cabeza.
– No, eso no -susurro -Es un destino peor que la muerte. No…
Él sonrió; la primera sonrisa sentida en once días, trece horas y cuarenta y siete minutos. Se inclinó y la besó. Ella respondió con un entusiasmo violento y peligroso, pero él quería algo más.
– Di que sí -le ordenó.
– ¿Vas a luchar contra tu necesidad de sobreprotegerme? -preguntó ella severamente.
– Sí.
– ¿Te ha entrado por fin en la cabeza que soy una mujer inteligente, capaz y hermosa que sabe lo que está haciendo con su vida?
– Preciosa, hace tiempo que lo sé. Sabía incluso lo humilde que eres.
– ¿Has comprendido por fin que eres el hombre más inteligente, amante, cariñoso y comprensivo que ha existido? ¡Maldita sea, Clay! Tienes que entenderlo. Todo el mundo se equivoca. Tus errores te han servido para cambiar, para madurar.
– Gracias a ti. Gracias a que hace mucho tiempo una chica con cola de caballo creyó que yo era mejor de lo que era, y tuve que esforzarme en serlo.
– No, gracias a ti, gracias a que eres el mejor.
– Encanto, di que sí antes de que me vuelva loco.
– Sólo vamos a tener chicos. Si tenemos chicas, supongo que querrás meterlas en un convento antes de que acaben de usar pañales. O entre Spencer y tú las malcriaréis tanto que no habrá quien viva con ellas. Chicos solamente, Clay.
– Encanto, si no dices que sí antes de tres segundos y medio…
Él frunció el ceño mientras pensaba en una amenaza adecuada. Que Liz le estuviera mirando con interés y expectación no le era de ayuda.
Ella le acarició la mejilla y la línea de la mandíbula con el dedo. Pensó que Clay era un hombre que necesitaba un guardián. Los hombres fuertes eran los más vulnerables. Tendría que vigilarle cuidadosamente durante los siguientes mil años. Tendría que esforzarse para hacerle creer en sí mismo y sabía condenadamente bien que iba a costarle desprenderse de su tendencia a proteger en exceso a aquellos a los que quería. Se pelearían. Mucho. Las personas no maduran ni cambian a menos que luchen y fracasen.
– Elizabeth.
Ella estaba deslizando una pierna por el cuerpo de él. Sonrió al sentir la reacción del cuerpo masculino. Con los codos a ambos lados de la cara de Clay, ella le ofreció un beso digno de un rey. Él tuvo la impresión de que las cosas habían sido más fáciles cuando ella era una niña que le consideraba un héroe. Aquella sonrisa era totalmente femenina. Ella le conocía muy bien. Sabía exactamente quién era él, la clase de hombre que era, y aquella mujer totalmente chiflada seguía amándole a pesar de todo. ¿Qué otra cosa podía hacer aparte de abrazada?
– Te amo, Clay.
Él movió la cabeza con desesperación. Ella inclinó la cabeza y le dio un mordisquito en el hombro.
– Cariño, ¿podrías decir que sí antes de que me olvide de la pregunta totalmente? -preguntó desesperadamente.
– No hay preguntas entre nosotros, amor.
– Pero…
– Sí, sí, sí, sí, sí.