– ¡No podemos estar encerrados!
– Lo estamos. Las dos puertas de los vestuarios, la entrada principal de la piscina… -Clay se retiró el pelo mojado-. Supongo que alguien vio que las luces estaban apagadas e imaginó que nos habíamos ido a casa.
Desapareció por una puerta abierta. Liz le siguió sujetando la toalla alrededor de su cuerpo mojado. La puerta abierta daba a un pequeño almacén lleno de espumaderas, aspiradoras y filtros.
– No lo puedo creer -dijo él.
Clay pasó junto a ella y se acercó a una pared que tenía ventanas. Las ventanas estaban a unos dos metros y medio. También parecían cerradas. La mirada de Liz recorrió la habitación. Ni los bancos ni los suelos de azulejos tenían posibilidades de servir de cama y, aparte del traje de baño, que era un montoncito de tela mojada en el suelo, la toalla era la única prenda de la que disponía para cubrirse. Su ropa seca estaba bajo llave en el vestuario. Al igual que su bolso y las llaves del coche… todo.
– ¿Tienes idea de a qué hora abren la piscina por la mañana? -preguntó.
– No te preocupes, preciosa. Estarás a salvo en tu cama.
– Pero, ¿cómo…?
– He roto más de una cerradura. Te sacaré de aquí. No te pongas eso -dijo bruscamente al verla coger el bañador mojado-. Fuera hace un frío terrible. Estar desnuda ya es bastante malo, pero desnuda y mojada… cogerás una pulmonía.
– ¿Cómo vamos a salir?
– Por las ventanas.
– ¿Es que hay algún par de zancos en la piscina que no he visto? Vamos, Clay No hay modo de llegar a esas ventanas.
Él sonrió.
– Durante toda mi vida he oído decir «no hay modo».
Cualquier hombre normal se habría inquietado al saberse encerrado. Clay estaba disfrutando de la situación. Liz se dijo que una mujer mojada, helada y cansada tenía derecho a sentirse irritable. Además el plan de Clay era una idiotez.
Mientras tanto, Clay había encontrado una especie de arpón de mango largo con el que abrió las ventanas. Esperaba que ella trepara a sus hombros y saliera por el estrecho hueco. No le pidió permiso para auparla a sus hombros.
– Oye, no puedo hacerlo.
– Sí puedes.
– Peso demasiado para ponerme de pie sobre tus hombros. El espacio de la ventana es demasiado pequeño. ¡Está demasiado alta!
– El único motivo de tus protestas es que crees que voy a ver algo. Lo he visto todo antes, preciosa, y nadie está mirando. Vamos.
Para él era muy fácil hablar así. Ya le había quitado la toalla. Ella no estaba obsesionada por el sexo, pero, cuando una mujer tiene las piernas desnudas alrededor del cuello de un hombre, se siente ligeramente inclinada a distraerse. Eso sin hablar del orgullo herido.
– Aunque me ponga de pie en tus hombros, aunque consiga salir por la ventana… me dará miedo caerme por el otro lado.
– No te vas a caer.
– ¿Me lo puedes garantizar por escrito?
– Lo que vas a hacer, Liz, es esperar arriba hasta que yo trepe a la ventana contigua. Luego bajaré y te cogeré desde abajo. Ahora, vamos.
Él le dio unas palmaditas impacientes en el trasero. Ella deseaba asesinarle. Todas sus fantasías con Clay Stewart incluían la desnudez, pero no de aquel modo. No se había imaginado trepando por una pared con los pies descalzos en los hombros de él, ni ofreciéndole una visión panorámica de su trasero mientras se aferraba al marco de la ventana. Lo absurdo de la situación no la alcanzó hasta que estuvo incómodamente instalada en el borde de la ventana entre la fría noche de noviembre y una piscina climatizada, desnuda, con el pelo empapado y revuelto y los dientes castañeteando. Aquello no podía estar sucediendo. Debía ser una pesadilla. Clay saltó desde el banco con agilidad de pantera y se colgó de la ventana contigua. Luego saltó afuera. Sonreía como un crío.
– Hace años que no me divertía tanto. Vámonos, enana.
Con las manos le indicó que saltara.
Aquellas manos estaban muy abajo. Liz sólo podía ver la hierba cubierta de escarcha y una gran luna otoñal y amarilla. Ni un árbol ni un arbusto. Aspiró hondo y saltó. Él se tambaleó bajo su peso, pero los cálidos brazos no fallaron. La dejó sobre la hierba escarchada antes de cogerla de la mano y tirar de ella hacia los dos solitarios coches del aparcamiento. Liz sólo pudo pensar que era demasiado mayor para ser arrestada por nudismo.
– Las llaves de tu coche, Clay -susurró-. ¿No estaban en el Vestuario? Las mías están en mi bolso.
Debería haber sabido que Clay estaba preparado. Tenía unas llaves de repuesto sujetas con cinta adhesiva bajo la capita del coche y una manta, no muy limpia, en el maletero. Segundos después, Liz estaba envuelta como una momia en la manta con olor a grasa y las rodillas bajo la barbilla mientras Clay ponía en marcha el motor y la calefacción. Él la miró de reojo. Ella sabía muy bien cuál era su aspecto, desde el pelo de bruja y los labios azulados hasta la manta apestosa y los dedos de los pies sobresaliendo. Sin poder evitarlo, su boca empezó a temblar. La sonrisa de él se transformó en una estentórea carcajada. Ella también se echó a reír.
– Sólo contigo, preciosa -murmuró él-. Sólo contigo.
Con aquellas tres palabras consiguió que Liz le perdonara su comportamiento dictatorial. Cesaron las carcajadas y Clay siguió sonriendo. No había olvidado que había estado a punto de hacer el amor con ella. No había olvidado que había admitido que la deseaba. No tenía intención de olvidarlo, ni ignorarlo, ni borrarlo… sólo negarlo. La miró fugazmente antes de fijar la vista en la carretera. Después de salir del aparcamiento no había más luces que los dos rayos amarillos de los faros del coche sobre el asfalto negro.
– Una pequeña aventura que ha puesto color en tus mejillas. Ha sido divertido, ¿verdad?
– Clay…
– Hace mucho que nos conocemos y esta noche no ha pasado nada malo entre nosotros. Nadie va a saberlo; nadie va a darle importancia. Los amigos…
Ella dejó de escuchar después de «amigos». Había oído aquello anteriormente. Él estaba intentando decide que sus sentimientos hacia ella siempre serían los de un hermano mayor honorario y un guardián. Liz volvió la cabeza para observar el obstinado ángulo de su mandíbula, el distanciamiento de su mirada. «No, Clay. Esta vez no. Yo estaba allí, en el agua, en la oscuridad. Cuando me deseabas tanto que temblabas». Cerró los ojos y apoyó la cabeza en el asiento. Pensó que ninguna mujer en su sano Juicio se tiraría desde un acantilado. Pensó en los errores que había cometido al tomar decisiones racionales en vez de confiar en su intuición.
Cuando él aparcó en su sendero, le sonrió.
– Las luces están apagadas. No sé cómo iba a explicarle a Andy lo que ha pasado. Te devolveré la manta, Clay
– Me encargaré de sacar tu bolso y tu ropa de la piscina por la mañana.
– Te amo.
Lo dijo simple y llanamente, desde el fondo de su corazón. Luego le besó en la mejilla y salió del coche. Gracias a Dios que Andy no había cerrado con llave. Entró tiritando sin parar y se apoyó en la puerta con los ojos cerrados. Había visto la expresión de Clay.
Dos simples palabras y él había mostrado instantáneamente síntomas de padecer la gripe.
Ocho días después, Liz salió de la oficina de la Cámara de Comercio sintiéndose como si le hubieran dado una patada en los dientes. El viento de noviembre se coló por el abrigo y le mordió las mejillas y las orejas. Bajó por Main Street con los hombros encorvados para protegerse del frío. Pasó ante la ferretería, la tienda de ropa de Keeter, el banco y la Owl Book Shop, Nealy's…
Retrocedió dos pasos y empujó la puerta. Se acomodó en el taburete de plástico rojo del mostrador del drugstore, dejó el bolso a sus pies y esperó. El señor Nealy tenía otros clientes. Nada había cambiado desde que había trabajado allí de jovencita, después de las clases. La decoración del depósito de soda seguía siendo roja y blanca. Todavía vendían caramelos de un centavo en el mostrador de cristal. En un expositor estaban los tebeos. Por las ventanas se veía el río Ravensport. El viento rizaba la superficie del agua. La vista se acomodaba perfectamente a su estado de ánimo y le recordaba con demasiada nitidez el trabajo potencial que acababa de perder.
El hombre calvo y de barbilla floja se acercó a ella lentamente.
– No te molestes en decirme lo que quieres, Elizabeth Brady -dijo el anciano con voz áspera-. Dos bolas de vainilla con soda, y sin escatimar la soda. ¿Qué estás esperando?
– ¿Perdón?
– Levántate y ven detrás del mostrador. Conoces esto tan bien como yo, o al menos lo conocías. ¿Crees que voy a perder el tiempo contigo cuando tengo que ocuparme de clientes de verdad?
Liz cogió su bolso con una risita sofocada y le siguió detrás del mostrador. Él señaló el delantal blanco extra colgado de una percha. Ella se lo ató obedientemente y se pasó la larga cinta blanca por la cabeza.
– Y no uses toda la soda -le advirtió él.
– Sí, señor.
– Y no seas tacaña con el helado.
– Sí, señor.
– ¿Qué significa esa sonrisa?
– Estaba recordando que usted solía aterrarme, señor Nealy.
– No lo suficiente -dijo el señor Nealy muy emocionado y la esquivó mientras preparaba tres helados triples para los chiquillos del rincón.
Era como montar en bicicleta. Liz no había olvidado dónde estaban las altas jarras de acero inoxidable, ni como había que golpear la batidora con el canto de la mano para que funcionara. El olor a burbujas y vainilla la animó misteriosamente. No hizo caso de la mirada de desaprobación del señor Nealy y se acomodó en el mostrador con una cuchara; la soda era demasiado espesa para sorberla con una paja. Para entonces, él había terminado de preparar los helados para dos adolescentes y estaba limpiando los mostradores..
– ¿Qué sabes de tus padres?
El helado le había dejado la lengua demasiado fría para hablar.
– Los dos están bien. Se volvieron a casar.
– Eso he oído. Todavía recuerdo lo mal que te sentó que se divorciaran. ¿Andy va en serio con esa profesora de arte pelirroja o piensa seguir saliendo con ella otros cinco años?
– Al parecer ella no quiere casarse.
– Se casaría si él tuviera valor para pedírselo. Todo el pueblo sabe mejor que ellos lo que sienten los dos. ¡Los jóvenes! El señor Nealy meneó la cabeza muy disgustado.
– No pensé que tardarías tanto en volver a casa, Elizabeth.
– ¿No?
Liz miró por la ventana el río gris y las nubes que se movían rápidamente. No había nada bonito en el río Ravensport en noviembre. Mientras ella estaba ocupada en Milwaukee destrozando su vida, su pueblo natal había sufrido cambios económicos. Numerosos negocios se habían instalado en el pueblo y la Cámara de la Propiedad había publicado un anuncio solicitando un relaciones públicas. Trabajo para el que Liz había pasado una entrevista esa mañana. Ravensport nunca sería un puerto importante, pero en verano atraía botes del Lago Michigan. La autopista que iba de Sheboygan a Milwaukee en donde había triunfado el negocio de Clay todavía admitía más empresas de servicios. Alguien tendría que atraerlas. Alguien que supiera que los lugareños detestaban las luces de neón y el oropel y no querían industrias nuevas que pusieran en peligro la esencia y la naturaleza de un pequeño pueblo.
Alguien que no iba a ser Liz. Aquella mañana había sabido que ella no tenía ni la titulación ni la experiencia en el trato con la gente que se requerían. Ella sabía que podía hacerlo, y deseaba hacerlo. Algunas personas no considerarían muy excitante aquel trabajo, pero la taza de té de un hombre puede ser una copa de champán para otro. Necesitaba desafíos y trabajar con gente, un compromiso al que poder hincar el diente, trabajar en algo que la hiciera sentirse útil…
– He oído que has vuelto a salir con Clay.
El señor Nealy no dejaba de refregar los mostradores.
– Sí.
La sonrisa de Liz fue irónica. Negar su relación con Clay sería absurdo. Cuando alguien de Ravensport quería alguna información, recurría a la biblioteca, al periódico o al señor Nealy. Los habitantes del pueblo seguían cotilleando sobre el comportamiento de Clay. Se decía que se había visto comprometido con una mujer casada dos años atrás, que había financiado las mejoras de su local con dinero dudoso, que el padre de cierto chico había intentado hacer pedazos el restaurante porque Clay había animado a su hijo a probar drogas. El señor Nealy la miró largamente, como si esperara algún comentario. Liz le conocía desde hacía mucho tiempo.
– Yo no sé si es cierto o no. Sólo repito lo que he oído, pero también he oído que tiene una habitación en ese motel para chicos con problemas. Drogas, fugas, lo que sea… Los chicos tienen un sitio al que ir. Y puede que Lancer, el del banco, lamente no haberle hecho un préstamo en su momento. Y en cuanto a la mujer casada… Tonterías. Ese escándalo procede de Hester McKee. Creeré lo que diga Hester McKee cuando la luna se vuelva verde. Ahora, en mi opinión…
El señor Nealy le dio a Liz tiempo suficiente para que le interrumpiera, pero Liz no se sentía inclinada a hacerlo.
– En mi opinión -repitió el señor Nealy-, Clay Stewart no le ha replicado a nadie desde que tenía cuatro años y sigue sin hacerlo. El infierno se helará antes de que se defienda a sí mismo y nadie le va a decir a ese hombre lo que tiene que hacer ni cómo.
– Lo sé -murmuró Liz.
– Tiene un talón de Aquiles: ese chico suyo. Si alguien le hace pasar un mal rato a ese chico, no quisiera estar cerca para recoger los pedazos cuando Clay acabe con él.
– También lo sé.
– Le he visto tomar una cerveza de vez en cuando. Una cerveza, nunca dos. Su madre murió hace unos años, ¿lo sabías?
– Me lo dijeron.
– Cuando los ricos tienen un problema con la bebida, los llaman alcohólicos. A los pobres los llaman borrachos. La madre de Clay podría haber sido millonaria y nunca habría sido más que una borracha. Se aseguró de que ese chico creyera que nadie le quería. ¿Te vas a quedar con ese muchacho esta vez, Elizabeth, o vas a echarle el lazo como hiciste la última vez para luego abandonar el barco?
Ella abrió la boca debido a la sorpresa.
– ¡Qué cosas dice! Yo nunca abandoné a Clay, señor Nealy.
– ¿No?
– Por supuesto que no. Me fui de casa… porque no quería estar allí cuando mis padres se separaron. Andy no me necesitaba, y tenía que ir a la universidad y vivir mi vida.
– ¿Y eso fue todo? Yo habría jurado que te fuiste porque Clay quería que te fueras. Siempre pensé que tú no querías irte. No puedo imaginar por qué te fuiste. Él creía que el sol salía y se ponía por ti. Tú debías saberlo.
– Usted está equivocado. ¿O ha olvidado que hace diez años yo sólo era una cría? Una cría que tenía la costumbre de perseguirle, como usted solía decir. Él no se interesa por mí, señor Nealy, del modo que usted insinúa.
– ¿No?
Liz llevó su copa al fregadero y la enjuagó.
– Evidentemente no.
– Coge el bolso para pagarme esa soda y te daré un manotazo, Elizabeth Brady.
Ella le dio al señor Nealy un sonoro beso en la mejilla que le puso las orejas rojas y se fue. Ya había escuchado bastante. Durante demasiado tiempo.
Durante la hora transcurrida el cielo había ennegrecido amenazadoramente. Ella apenas lo notó. Recorrió las tres manzanas hasta su coche con la cabeza baja. El señor Nealy tenía buena intención. Pero lo había malinterpretado todo. Ella no había dejado Ravensport por Clay. En cuanto a que Clay creyera que el sol salía y se ponía por ella… Bueno, el señor Nealy debía haberles visto durante los últimos ocho días. Ella había pensado que al decirle a Clay que le amaba podría provocar una reacción en él. Desde luego así había sido. Durante toda la semana anterior, él había aparecido dos veces al día en vez de una, con su hijo, normalmente. Baloncesto, fútbol, paseos en bici, excursiones. Liz había dejado de preocuparse de que Spencer se hiciera ilusiones por pasar tanto tiempo con ella. Los partidos de fútbol a tres podían destruir las ilusiones de cualquier chico de que su padre estuviera interesado románticamente en alguien. Clay jamás eludía los problemas. La estaba tratando con maravillosa paciencia y amabilidad, del mismo modo que trataría a alguien que hubiera visto un OVNI. No hay que intentar razonar con los locos. Hay que agotados físicamente para mantener sus mentes alejadas de sus desvaríos.
Liz estaba agotada. El señor Nealy estaba totalmente equivocado. «Y tú sigues siendo una mentirosa». Su corazón seguía susurrando que él necesitaba a alguien, que nadie había estado a su lado cuando las cosas se pusieron difíciles, que de entre todas las mujeres de su vida ninguna había obligado a aquel hombre a aceptar amor, cariño, afecto. A toda la población femenina de Ravensport debía pasarle algo ya que ninguna había comprendido todavía lo que necesitaba aquel hombre. Una mujer fuerte y generosa. Una mujer que no permitiera que el orgullo se interpusiera en lo que sabía, en lo que sentía, en lo que quería para ella misma. Y para él. «¿Qué ha sido de tu fe en ti misma, Elizabeth Brady?››, pensó mientras su paso vacilaba delante del letrero en que ponía «Kaiser's››. Sintió un fuerte impulso de abrir la puerta. «¿Vas a creerle, Liz? ¿O vas a creer en lo que siente cada vez que os tocáis?››
Cavilar era cansado. Lo que ella necesitaba era un cambio de estado de ánimo. El mismo sistema para cambiar de ánimo que habían utilizado las mujeres desde el principio del tiempo. Cambio, impulso, riesgo. ¿No era lo que había ido a buscar en su hogar? Dejando a un lado una docena de razonamientos, Liz se armó de coraje y abrió la puerta.