– Acuéstate conmigo, Clay.
Clay estaba metiendo el brazo derecho en la manga de su chaqueta vaquera cuando oyó el femenino susurro procedente del sofá. La suave y soñolienta voz de contralto vibraba atolondradamente.
Liz Brady siempre había tenido una voz capaz de volver del revés a un hombre. Si existiera justicia en esta vida, la dama ya debería estar completamente borracha. Años atrás, Liz apenas soportaba un vaso de vino y en las últimas cuatro horas él había añadido a sus limonadas vodka suficiente para dejar fuera de combate a un borracho empedernido.
– ¿Clay?
– Te he oído, encanto.
Metió el brazo izquierdo y se puso la chaqueta. El músculo de su mejilla se tensó cuando una esbelta y descalza pierna apareció por encima del respaldo del sofá. Clay había participado en más de una pelea en un callejón oscuro. Ahora amplió mentalmente la definición de problemas a los tobillos delicados y las pantorrillas perfectamente torneadas.
La pierna desapareció, afortunadamente, pero la cabeza de ella surgió gradualmente desde el extremo opuesto del sofá. Su cara era ovalada, de frágiles y hermosos huesos. El elegante pelo rubio ceniza le rozaba los hombros. A Clay le parecía de seda. Sus ojos eran más oscuros que el café y más suaves que la lluvia. Liz tenía el don de parecer la eficiente bibliotecaria de veintisiete años que era, pero esa noche no. Ninguna mujer tenía derecho a parecer tan descaradamente… apetecible.
La sensación de déjà vu le golpeó como un torpedo. Hay cosas por las que un hombre debe pasar dos veces en la vida. La última vez que Liz había intentado seducirle, ella tenía diecisiete años y se disponía a sacrificar su virginidad porque él «necesitaba una buena mujer». Él supuso que debió tardar meses en reunir el valor necesario para comprar los preservativos. Ya a los diecisiete años, Liz pensaba que había que ir preparada por la vida. En ese momento, no parecía preparada para nada, salvo para provocarle un inminente ataque cardíaco.
– Clay…
El que contrató a las sirenas para seducir a los marinos debía haber oído antes la voz de Liz.
– Ya voy, encanto.
Apagó la lámpara del sofá y avanzó hacia ella.
A los diecisiete años ella había sido una cosita vulnerable, insolente, vivaz y dulce. Entonces él la adoraba y nunca había sido tan feliz como cuando ella se fue a la universidad. En las raras ocasiones en las que ella, volvió a Ravensport durante los pasados diez años, él se había mantenido cuidadosamente lejos. No la había tocado cuando ella tenía diecisiete años, pero cómo había deseado hacerlo.
El tiempo no había modificado las reglas. Los perdedores no tocan a las damas, por muy seductoras que fueran aquella lánguida sonrisa y aquellas piernas. Liz había sido y sería siempre una dama. Aunque en ese momento no fuera consciente de serlo.
Ella se tambaleó hacia él. Su ceño fruncido parecía indicar que una enorme y monumental batalla filosófica estaba teniendo lugar en su mente, pero cuando llegó hasta él, ella sólo murmuró:
– Hola.
Él estuvo a punto de sonreír. En cambio, le pasó un brazo por los hombros antes de que volviera a derrumbarse.
– Hola.
– La cuestión es… -ella calló para bostezar-. Siempre te he amado, Clay.
– Seguro -dijo él, empujándola hacia la puerta.
Ella se detuvo a mitad de camino. Arqueó una fina ceja rubia.
– Me parece recordar… haber hecho esto antes.
– Mmmm.
– Estuve casada, ¿lo sabías?
– Sí.
Ella hablaba de un modo tan confuso que apenas podía entenderla. Además, estaba concentrado en dirigir 55 kilos hacia la puerta.
– Ya no estoy casada.
– Lo sé.
– El matrimonio es… un infierno.
– Eso he oído.
Ella seguía hablando con las manos. En medio del pasillo hizo algo más que hablar con ellas. Se volvió y le pasó los brazos por el cuello. Alzó hacia él sus luminosos ojos grises y sus caderas iniciaron un giro que elevó la temperatura del cuerpo de Clay.
Él le retiró los sedosos mechones de la frente e intentó imaginar a una colegiala de diecisiete años con trenzas. No funcionó. Aquella niña-mujer había estado llena de orgullo e inocencia y había despertado los instintos de protección de un hombre. En diez años todo había cambiado. La niña-mujer se había transformado en toda una mujer. Pero él seguía aferrándose al mismo instinto. No había esperado encontrarse con Liz aquella noche. Hablaba frecuentemente con el hermano de ella, Andy, pero Andy nunca le había comentado que Liz había conseguido el divorcio ni que había vuelto a casa. Su visita a casa de Andy había sido improvisada y, si hubiera sido más sensato, habría dejado solos a los hermanos.
Clay nunca había sido muy sensato. Acarició con la palma la pálida mejilla de Liz. Estaba tan condenadamente delgada que un soplo de viento podría haberla arrastrado. Nada más verla, había comprendido que estaba agotada y peligrosamente al borde del colapso. Ella no había dejado de sonreír falsamente, hablar y mover las manos. Sus ojos tenían una expresión dolida y su piel estaba más blanca que el papel. Andy le había dirigido a Clay una mirada de desánimo. No sabía que hacer con una mujer que se estaba viniendo abajo.
Clay sí, pero el alcohol debería haber hecho efecto ya. Lo había añadido a la limonada porque recordaba que a ella antiguamente le gustaba mucho. Pero había olvidado que Liz era lo bastante cabezota como para desafiar la gravedad… y al alcohol.
– Bésame, Clay
Sus labios rozaron obedientemente los de ella. Liz tenía una boca pequeña con el labio superior nítidamente dibujado y el inferior más generoso. Su frágil cuello se arqueó hacia atrás invitando a la presión de un beso de amante. El áspero pulgar de Clay acarició la suave piel. Ella sabía a limón y olía a primavera. El hombre que había provocado la desesperación de su mirada tenía mucha suerte de estar a más de cien kilómetros.
– A la cama -murmuró Clay.
– Sí. ¡Oh, Clay! Necesito…
– Sé exactamente lo que necesitas, encanto.
La sujetó por la espalda para poder controlar la marcha de ambos. Con tacones, ella tenía una estatura decente, principalmente porque siempre usaba unos zancos criminales. Descalza era un renacuajo. Llevaba un conjunto de rayitas grises y coral con una blusa de seda y pendientes de coral en las orejas. El conjunto era recatado, femenino y elegante. Un ángel no habría parecido más casto.
Él guió al ángel hasta su dormitorio. Sabía dónde estaba; prácticamente había crecido en aquella casa. Andy tenía su habitación en el piso superior. Liz ocupaba la habitación de la parte posterior que antes había sido un porche.
No tuvo tiempo de encender la luz. Ella se volvió y le sonrió con una seguridad total. Sus caderas describieron otro de aquellos movimientos circulares que harían que un monje renunciara a los hábitos. Clay no había sido un monje nunca.
– Me deseas, ¿verdad, Clay? -susurró ella.
– Sí.
Jamás le mentía a una mujer en el dormitorio. Además, Liz no iba a recordar nada de aquello.
– Siempre me has deseado.
– Sí.
Consiguió quitarle la chaqueta, pero contuvo la respiración cuando ella se frotó contra él como un gatito desperezándose al sol. Le sujetó las manos antes de que creara más problemas de los que él podía controlar.
– No te preocupes si me porto tímidamente -susurró ella.
No era aquello lo que le preocupaba a Claro
– He intentado ser buena -confesó ella-. He intentado hacerlo todo bien. No importa. No me importa. Esta vez soy libre. Voy a ser mala y alocada. Vaya bailar a la luz del sol. Y esta vez voy a seducirte, Clay Esta vez no te vas a escurrir. ¿Crees que no puedo?
– Sé que puedes -murmuró él. Había desabrochado muchas blusas, pero aquellos botones estaban forrados de seda y eran resbaladizos. Además, estaban a oscuras.
– No tengo el cuerpo de Mae West -susurró ella.
– No me ha importado nunca, créeme.
Tuvo que desabrochar los botones de los puños para poder quitarle la blusa por fin. -Qué vergüenza. Llevo un sujetador con relleno.
– Lo veo.
– No estoy lisa. Es que no me gusta que los pezones se noten a través de la tela.
A él no le importaba, pero en ese momento no estaba prestando mucha atención a la conversación de ella. Su piel era tan blanca como la luz lunar y maravillosamente suave. Seguía teniendo figura de jovencita más que de mujer, con una cintura pequeñísima y caderas de chico. Necesitaba desesperadamente buenos filetes y tartas de limón y merengue para ganar unos kilos.
Intentó pensar en las tartas de limón y merengue. Pero sólo podía pensar en el sexo. El cuerpo de ella era cálido y el calor realzaba el perfume que ella llevaba. Clay pensó que habría resultado útil que ella hubiera cambiado de perfume, pero comprendió que no era cierto. Adoraba su perfume y adoraba su delgadez. Adoraba sus pechos pequeños y su barbilla. Adoraba su boca.
Miró fijamente aquella boca. Ella no sabía lo que estaba haciendo. Él no debía estar allí, y mucho menos desnudándola. No se sentía culpable, pero tampoco le sorprendía no hacerlo.
Recorrió la cinturilla de la falda con dedos expertos hasta descubrir el botón y la cremallera en la espalda. Apoyó la mejilla de ella en su pecho y consiguió abrir ambas cosas de manera que la falda cayera al suelo.
La presión de los pequeños pechos y las esbeltas caderas provocó en él una inmediata reacción física. Había imaginado aquel momento muchas veces. Apretó los dientes.
Ella se echó hacia atrás. Él tardó un momento en comprender que pretendía desabrocharle la camisa. No pudo. Él dudaba que pudiera ver los botones siquiera. Se le doblaban las piernas y no conseguía mantener los ojos abiertos.
Él le permitió juguetear con los botones de su camisa mientras se inclinaba para apartar la colcha blanca. La almohada estaba metida en una especie de saco con volantes. No podía sacarla y sujetarla a ella al tiempo.
– Clay… -susurró ella roncamente.
Dejó de entretenerse con los botones y deslizó las manos camisa arriba hasta el cuello de Clay. A él se le aceleró el pulso y le sudaban las manos como a un adolescente. Soltó el saco con volantes. Al demonio con él.
– Acuéstate -murmuró.
– No. Quiero…
– Sé lo que quieres, encanto. Dame un segundo para quitarme la ropa.
– No… No tienes que tener cuidado, Clay. No tienes que ser amable. Yo…
– Sí. Quieres que te haga el amor, pero no como a una dama. Sin «por favor›› ni «gracias››. Quieres que te posean hasta que no puedas pensar, ni respirar y todo el maldito mundo se aleje. Créeme, encanto, me gustaría muchísimo darte exactamente lo que quieres.
Con alcohol o sin él, la antigua Liz se habría sentido ofendida ante semejante rudeza. Él había contado con ello y no estaba preparado para su febril susurro:
– Sí. Dame lo que quiero, Clay.
¡Maldición! Puso su boca sobre la de ella con un beso que la obligó a apoyar la cabeza en la almohada. Ella murmuró algo que estuvo a punto de destrozar la salud mental de Clay La metió entre las sabanas mientras ella seguía rodeándole el cuello. Luego, le soltó los brazos lentamente.
– Clay…
– Estoy aquí. Me estoy desnudando. Cierra los ojos un momento.
– No. Yo…
– Cierra los ojos, Liz.
Clay permaneció en silencio en la oscuridad, esperando.
No pasaron muchos minutos antes de que su voluptuosa seductora permaneciera inmóvil. Clay cruzó la puerta trasera. Sus pulmones inhalaron el aire de la noche otoñal. Desde las sombras del porche trasero podía ver una bandada de luciérnagas danzando en el patio. En treinta y un años nunca había conocido a una mujer tan peligrosa para su equilibrio como Liz.
Si ella recordaba algo de lo ocurrido esa noche, él dudaba que volviera a hablarle, lo que le parecía perfecto.
A las cuatro de la tarde siguiente, Liz estaba en el cuarto de baño del piso superior dando golpecitos a un bote de aspirinas en la palma de la mano. Tenía la cabeza llena de cascabeles, la garganta seca y en los ojos castaños que la miraban desde el espejo del botiquín había unas venillas rojas.
Si no supiera que no podía ser, habría pensado que tenía resaca. Lógicamente, no era posible tener resaca sin haber bebido alcohol. ¿Cómo podía tener un dolor de cabeza tan peculiar?
Tragó dos tabletas y se estremeció. Muchos de sus recuerdos de la noche anterior eran difíciles de explicar. Por su mente pasaban frases relacionadas con Clay Stewart, ninguna de las cuales podían haber salido de los labios de una sensata y seria bibliotecaria de veintisiete años. No obstante, Liz había dejado su profesión en Milwaukee. También tenía un hermano en la planta baja que se estaría preguntando si estaba viva o muerta.
Bajó la escalera de puntillas con la cabeza latiéndole dolorosamente para buscar a Andy. Lo encontró, como era de esperar, repantigado en una silla de la cocina con un montón de exámenes de matemáticas ante él. Andy no había cambiado.
Seguía pareciendo como si midiera tres metros y tenía la constitución delgaducha de un jugador de baloncesto. Incluso en una tranquila tarde de sábado, parecía el profesor de matemáticas que era: superserio, un poquito pedante y vestido con un suéter de cuello alto azul que era su favorito desde hacía diez años.
La miró de reojo cuando entró.
– ¡Vaya! Parece que la momia se ha decidido a resucitar.
– A todos los relojes de esta casa les debe pasar algo -le informó ella -No pueden ser las cuatro de la tarde.
– Pues lo son. Algunas personas duermen como marmotas.
Ella le acarició el pelo rubio de camino al congelador.
– A pesar de tus insultos, hermano, podrías persuadirme de que te prepare la cena. Suponiendo que…
Echó un vistazo dentro y luego miró a Andy con desesperación.
– ¿Tuviste miedo de que hubiera escasez de helado de pistacho? Aquí dentro hay tres kilos.
– No supe que venías hasta hace dos días -se defendió Andy.
– No me vengas con tonterías. No habrías hecho la compra aunque te hubiera avisado con cuatro años de antelación.
Milagrosamente encontró dos paquetes de filetes detrás del helado y los platos precocinados.
Las sonrisas de Andy eran tan indolentes como él.
– No he dicho que habría hecho la compra. He dicho que no he tenido tiempo.
Añadió en tono indiferente:
– Casi vuelves a parecer humana.
– Gracias.
El tono de Liz fue irónico y aliviado a la vez. Discutir con Andy era tan reconfortante como un buen fuego en una fría noche de invierno.
– Cuando entraste por esa puerta anoche…
– Lo sé. Parecía la novia de Frankestein. No me lo restriegues. Cuarenta y ocho horas sin dormir y un viaje de cuatro bajo la lluvia.
Giró el mando del microondas a «descongelado» y le dirigió a Andy una sonrisa tranquilizadora. No había tenido intención de preocuparle la noche anterior. Sabía que él la apoyaría en cualquier crisis, pero también era un hombre al que le daba pánico hablar de emociones.
– ¿Estás segura de que ahora te encuentras bien? Porque Clay pensaba que…
– Desde luego que estoy bien, aparte de sentirme como una niña malcriada por haber dormido todo el día. Y en cuanto a Clay…
Ella no había empezado a beber aquellas letales limonadas hasta que Andy se fue a la cama, convencido de que Clay y ella querían hablar de los viejos tiempos. Entonces…
– Qué más da lo que piense Clay.
El microondas emitió un zumbido. Los dos filetes estaban pidiendo a gritos un buen aderezo.
– Escucha, hermano, como te dije por teléfono, estoy considerando la posibilidad de mudarme aquí. Pero no significa que tenga que ser exactamente a esta casa. Quiero que seas sincero conmigo porque si me interpongo en tus planes…
– No seas más idiota de lo que ya eres, ¿quieres? Que yo sepa, esta casa es tan tuya como mía.
– Tienes treinta y un años y llevas mucho tiempo viviendo solo. Quizás haya alguien en tu vida.
– Miles de mujeres aporrean mi puerta todas las noches -admitió Andy irónicamente-Pero aun así, creo que podemos llegar a un acuerdo. A ver si te metes en la cabeza que eres bienvenida, ¿quieres, hermanita? Aunque si eso te preocupa, podrías encargarte de la cocina y de la lavandería y de…
– ¿Has dicho que querías tu filete carbonizado?
– ¡Eh! Estaba bromeando. ¿Estás mal de dinero?
– No. ¿Y tú?
– Siempre -empujó los papeles a un lado de la mesa-. Ese asunto del divorcio, ¿está acabando ya?
– Firmado y sellado. Hace dos días.
El tono alegre de Liz habría ganado un premio de interpretación.
– ¡Maldita sea!
– ¿Qué pasa?
– Me había olvidado que Michigan juega con Notre Dame esta tarde. Me he perdido los dos primeros cuartos.
– ¡Oh, no! -Liz se dio una palmada en la frente-. El mundo ha llegado a su fin. La vida ha terminado. El día está echado a perder. ¿Cómo sobreviviremos?
– Por motivos que no puedo imaginar -dijo Andy desde la puerta-, te he echado de menos.
Liz también le había echado de menos. Con nadie más estaba tan cómoda como con su hermano. Fue como si no hubieran pasado diez años: pasaron la cena hablando, luego pelearon por ver quién fregaba y después se instalaron en sofás opuestos para ver la película del sábado por la noche.
Cuando Andy se fue a la cama, ella se encontró dando vueltas por las habitaciones, dejando que el silencio, la soledad y la sensación de estar de nuevo en casa la invadieran. No había cambiado casi nada. El carillón del vestíbulo seguía atrasando cuatro minutos. El cuarto escalón de la escalera seguía crujiendo. La leonera seguía atestada de periódicos, libros a medio leer y mantas de estambre.
Cuarenta y ocho horas antes, el instinto de volver a casa había sido fuerte, rápido e imparable. La llegada del decreto de divorcio había sido el catalizador. Un extraño podría pensar que era irracional, puesto que el matrimonio había terminado un año antes de que el sistema legal así lo reconociera. Un extraño habría considerado irracional también que hiciera el equipaje, cerrara con llave su apartamento de Milwaukee y se fuera de vacaciones sin avisar en el trabajo seguro y agradable que había tenido durante más de cinco años.
Había sentido la desesperada necesidad de volver a casa inmediatamente. No podía esperar. Le daba igual que el mundo entero considerara irracionales sus acciones. Liz sabía que volver a casa era la mejor decisión que había tomado en diez años.
Se detuvo delante de la ventana panorámica del cuarto de estar. Podía ver el vecindario en el que había crecido, los patios con árboles.; los columpios de los niños y los porches en donde la gente se sentaba durante las noches de verano.
Era curioso, pero Ravensport tenía un olor característico. Olía a familia, a algo perdurable, a personas a las que encantaba cotillear y escandalizarse de la subida de la gasolina, pero para quienes los problemas de Oriente Medio quedaban muy lejanos. Allí lo importante era tener para comer, permitirse un coche nuevo, y el corrector dental de los niños. Ravensport olía a la vida real.
Cuando el reloj del pasillo dio las doce, Liz seguía dando vueltas, tocando cosas. Los recuerdos de sus años de crecimiento llenaban todas las habitaciones. Era tranquilizador. Pero no había vuelto a casa porque creyera que iba a resultar fácil.
La última vez que había vivido allí tenía diecisiete años. Era. ingenua, testaruda, segura de sí misma y estaba terriblemente enfurecida por dentro. Andy había sido su guardián durante su último curso en el instituto. Después de su divorcio, sus padres habían dado por sentado que ella viviría con uno de ellos. Los dos se habían equivocado por completo y nadie se había molestado en aligerar el polvorín emocional de la adolescente en la que se había transformado repentinamente.
Excepto Clay Stewart, claro.
Liz casi sonrió al surgir en su cabeza antiguos recuerdos.
Todavía podía ver el largo brazo de Clay impidiéndole salir del cuarto de baño que había junto a la cocina. «Si crees que vas a salir con ese tío cursi de vaqueros ceñidos, estás equivocada».
Recordó otra escena en el comedor. Ella llevaba sus mejores galas para el baile de graduación; contrastaban con los vaqueros raídos y la camisa deshilachada de él.
– Clay, toda la clase va a estar allí.
– Entonces, toda la clase puede acompañarte de vuelta a casa -le había dicho él.
Y, después del divorcio de sus padres, se recordaba sentada en el porche con él. En realidad, no había estado sentada. Estaba tumbada de espaldas, en pantalones cortos, los pies descalzos apoyados en la barandilla del porche. Las luciérnagas revoloteaban en la noche de verano. Él no había interrumpido su muy maduro monólogo sobre lo estúpido que era el matrimonio, lo estúpido que era el amor y que, por lo que decían las demás chicas, deducía que el sexo tampoco valía la pena. Él no había dicho nada hasta que ella hubo acabado y luego la había estrechado entre sus brazos y había murmurado:
– Lo creas o no, algún día perdonarás a tus padres. También dejarás de sentir que es culpa tuya. No puedes hacer nada, Liz. Si quieres estar furiosa, adelante. Yo estoy aquí contigo.
A los diecisiete años, Liz había estado tan enamorada de Clay que no podía pensar con claridad. Él siempre estaba allí cuando necesitaba a alguien. Siempre comprendía. Superficialmente, Clay Stewart era el último hombre de la tierra digno de confianza, a pesar de ser amigo de su hermano desde hacía mucho tiempo. Nadie en Ravensport se había metido en más problemas que él. Su madre bebía y nadie sabía quién era su padre. Le habían detenido dos veces por conducción temeraria. Cuando la hija del alcalde se quedó embarazada, acusó a Clay y se armó un buen escándalo cuando él se negó a casarse con ella. Siempre estaba metido en líos.
Liz sabía todo aquello, pero no le importaba. Desde niño, Clay había usado una chaqueta de cuero, había andado con gesto fanfarrón y un brillo peligrosamente sexy en los ojos. Todo el pueblo pensaba que era arrogante, agresivo y pendenciero. Ella le veía como un hombre solitario que necesitaba desesperadamente alguien que le entendiera y creyera en él.
El reloj del vestíbulo dio las dos. Liz subió las escaleras para acostarse cuando de pronto recordó que la noche anterior había intentado seducir a Clay Stewart por segunda vez en su vida. Y había fracasado por segunda vez.
Se desnudó a oscuras y se metió entre las frías sábanas blancas. Clay la había rechazado con la delicadeza de un ladrillo la primera vez. Le había dicho que le pegaría un tiro si alguna vez la veía unida a un perdedor como él.
No se había unido a un perdedor. Había ido a la universidad y se había unido a David. La rabia y la rebeldía que la habían poseído durante el último curso de secundaria habían desaparecido. No era rebelde por naturaleza. Había reanudado las relaciones con sus padres, había madurado y se había licenciado. Al casarse con David, no había considerado la posibilidad de que su matrimonio acabara en divorcio.
Pero se había divorciado. Su matrimonio había sido un fracaso. A través de la ventana podía ver las nubes grises que cubrían la luna. Las hojas rozaban el cristal movidas por el viento. El sueño se negaba a aparecer. No había vuelto a casa por Clay No había vuelto por ningún hombre. Ya no sentía nada por David, pero la desesperación la había abrumado durante más de un año. Le parecía que jamás volvería a confiar en sí misma como mujer. De adolescente había sido alocada, impulsiva, cabezota y estaba furiosa por lo ocurrido con sus padres. Se había construido cuidadosamente una existencia para asegurarse de que no volviera a pasarle. En la vida real, si se quiere estar seguro, hay que arrinconar las emociones y Liz había buscado una profesión segura Y un hombre seguro. Había tardado diez años en descubrir que en su interior se escondía una Liz Brady distinta. Había vuelto a casa para encontrarse con ella.
En su mente se mezclaban imágenes de la noche anterior y de Clay Stewart. Sentía vergüenza, culpabilidad, horror. Pero no eran los únicos sentimientos. Clay se había equivocado gravemente la noche anterior. No al echar alcohol en sus limonadas, sino al cruzarse en el camino de una mujer en busca de su verdad. Clay formaba parte de una época de su vida en que había considerado como cosas naturales los sentimientos, el amor y la confianza. La antigua Liz, después de lanzarse contra él como un mercancías, habría sentido la tentación de esconder la cabeza en la arena y rehuirle cuidadosamente durante el resto de su vida. El orgullo siempre había sido muy importante para ella, mucho más importante que la sinceridad. La nueva Liz no había regresado a casa para esconderse, sino para afrontar la realidad. Tenía que enfrentarse a Clay otra vez.