Capítulo Siete

– ¿Te gusta? -preguntó Janet Kaiser desde detrás de ella-. Creo que es un estilo perfecto para ti. Mucho cuerpo, fácil de cuidar.

La peluquera desató la bata de plástico del cuello de Liz. Mechones de pelo rubio claro cayeron al suelo. Muchos mechones. Sin querer mirar al espejo, Liz se levantó del sillón. El nuevo estilo era francés, juvenil y corto. Algunos mechones le caían sobre la frente. Un movimiento de la cabeza y todo el pelo se movía. El resultado era femenino y sexy, el estilo que elegiría una mujer atrevida y segura de sí misma. O el aspecto que elegiría una mujer que quisiera llegar a ser atrevida y segura de sí misma.

– Te gusta, ¿verdad?

Janet parecía preocupada.

– Mmmm -murmuró Liz entusiásticamente.

¡Cielo santo! Parecía que acabara de salir de la cama de un hombre. ¿Cómo iba a aparecer así en público? ¿Existiría un pegamento milagroso para el pelo? Pagó a la mujer, añadió una propina generosa y se obligó a sacar la cabeza por la puerta. Estaba muy oscuro para ser solamente las cinco. Cuando levantó la vista, los primeros copos de nieve de la temporada rozaron sus mejillas. Cuando llegó a casa, los escasos copos se habían convertido en un diluvio blanco. Se subió el cuello del abrigo y corrió hacia la puerta pasando junto al coche de Andy.

Afortunadamente el vestíbulo trasero estaba iluminado y caliente. Asomó la cabeza a la cocina. Su hermano llevaba un chaquetón y estaba echando leche en un vaso. Ambas cosas le parecieron raras.

– ¿Vas a salir? -le preguntó.

– ¡Gracias al cielo que estás aquí! He llegado hace sólo cinco minutos y… -Andy levantó la vista-. ¡Por el amor de Dios! ¿Qué te has hecho en el pelo?

Ella señaló el vaso.

– ¿Qué es eso? ¿Una moda nueva? No te he visto tomar leche desde que tenías diez años.

– No es para mí. Cuando he llegado había un paquete esperándote en la escalera.

– ¿Un paquete?

– Tenemos un problema -le susurró Andy.

Lo vio en cuanto entró en la leonera. El problema tenía un metro veinte de altura, el ceño fruncido, los hombros hundidos y un reguero de pecas que parecían muy oscuras en la piel blanca. Spencer estaba acurrucado en la otomana y sus ojos tristes la miraban fijamente.

– ¡Spencer! Cariño, ¿qué estás haciendo aquí? ¿Cómo has…?

– No puedo ir a casa.

– Leche.

Liz cogió el vaso de leche de la mano de Andy como un cirujano el bisturí.

– Veamos. ¿Qué puede ser tan malo?

– Todo.

La voz de Spencer rebosaba tristeza. Tomó tres sorbos de leche con la desesperación de un lecheadicto. El bigote blanco resultante no le hizo parecer mayor.

– Voy a tener que venir a vivir contigo. Es el único modo.

– ¿Problemas en la escuela? -preguntó Liz con delicadeza.

Dejó el abrigo en el sofá y se sentó. Spencer meditó sus palabras.

– Tengo una carta del director que debo darle a mi papá. Pero no puedo. Nunca.

– Es malo, ¿eh?

Las lágrimas empezaron a rodar y la historia salió de un tirón. Se había pasado la clase de matemáticas sentado en un retrete en el lavabo de chicos con los pies en alto para que nadie pudiera encontrarle si miraban por debajo de la puerta. A Liz le pareció un recurso realmente brillante para un enano de tercer grado, pero Spencer tenía los genes de Clay… y su pasión por los líos. Pero aquel no era el único problema.

Pensaba faltar a más clases. De hecho, le había dicho al director que pensaba faltar a clase de matemáticas durante el resto de su vida, lo que había enfadado al director. Mucho.

Liz secó los ojos de Spencer y escuchó, intentando no sonreír. Su manera de hablar era muy parecida a la de su padre. Por lo que ella consiguió averiguar, ya que la historia de Spencer era ligeramente confusa, el auténtico problema consistía en que Spencer iba por delante de los demás chicos en matemáticas.

– Así que mi papá y el director se reunieron y tuvieron una gran conversación sobre los estímulos. ¿Sabes lo que significa esa palabra?

Para Spencer la palabra significaba que le habían trasladado a sexto grado durante la hora de matemáticas. El álgebra estaba bien, pero no quería estar con los chicos de sexto. Se olvidaba del nombre del profesor de sexto curso y le daba miedo pedir permiso para ir al lavabo. En su clase, en tercero, él pasaba la hora de matemáticas ayudando a los demás.

– Los chicos mayores me llaman «genio» y tengo que sentarme en ese pupitre tan alto, que los pies ni siquiera m llegan al suelo. ¡No voy a volver allí!

Sostuvo un pañuelo de papel delante de su nariz para que pudiera sonarse.

– Cariño, ¿por qué no le dijiste a tu papá que no eras feliz?

Liz levantó la vista y vio a Andy en la puerta con los brazos cruzados sobre el pecho y un brillo compasivo en los ojos. Le susurró por encima del hombro de Spencer:

– ¿Puedes volver a llamar a Clay para decirle que tardaremos un poquito?

– No podía contárselo a papá. No puedo hablar con papá. Nunca podré hablar con mi papá. Fue él quien habló de esa cosa del estímulo…

Liz vio la expresión de Andy, una mezcla de culpa y sorpresa y sintió que se le paraba el corazón. Hasta entonces había creído que Andy habría llamado a Clay nada más encontrar a Spencer en su casa.

– Voy a llamarle ahora -dijo Andy rápidamente-. Llegué unos minutos antes que tú solamente y cuando vi a Spencer estaba sentado en el porche en la nieve. Sólo pensé en que estuviera caliente y seco. Luego entraste tú…

– Entiendo -dijo Liz, pero sólo podía pensar en que eran las cinco y veinte y en que Clay debía estar esperando que su hijo regresara a casa desde hacía dos horas.

Spencer había dejado de hablar.

– ¡No puedes llamar a mi papá!

– Cariño, tengo que hacerlo. Intenta imaginar lo preocupado que estará sin saber dónde estás.

– Sé lo enfadado que debe estar -dijo Spencer sombríamente-. ¿No puedo quedarme aquí? ¿No puedo dormir en el sofá?

Liz le rodeó con el brazo izquierdo mientras marcaba con la mano derecha. Sussie, la recepcionista, contestó a la llamada, pero su voz fue sustituida por la de Clay en menos de un segundo. Liz no perdió el tiempo en saludos.

– Está perfectamente, Clay, y voy a llevarle a casa -dijo escuetamente.

Cuando colgó, no podía recordar ni una sola de las palabras de él. La agonía y la tensión de su voz la habían conmovido.

Los leones jamás pierden a sus crías. Especialmente aquel león y el hijo del león la estaba mirando con expresión desolada.

– Escúchame -Liz se inclinó a besarle en la frente; luego cogió los abrigos-. Tienes razón; está un poquito enfadado. No voy a mentirte. Todos los papás se enfadan cuando no saben dónde están sus hijos. Sabes perfectamente que tu papá te quiere muchísimo; así que, ¿cuál es el problema?

– ¿Vas a venir a casa conmigo?

– Súbete la cremallera del chaquetón; fuera está helando. Y por supuesto que voy a ir a casa contigo.

– La última vez que llegué tarde de la escuela, papá llamó a la policía y a la guardia estatal.

Liz le creyó. No se dio cuenta de la velocidad de su corazón hasta que estuvo tras el volante. Los limpiaparabrisas crujían y la nieve seguía cayendo. Continuó monologando para calmar a Spencer. El pequeño estaba seguro de que ella iba por él.

No era así. Lo creyera Spencer o no, no necesitaba defensor. Clay tenía un carácter fuerte y era más que capaz de un estallido de ira, pero nadie estaría más seguro ni sería más querido que Spencer cuando estuviera con su padre. Ella no iba por Spencer, sino por Clay. Tenía la sensación de que él iba a necesitar a alguien.

Sólo el cielo sabía quién estaba encargándose del motel. Cuando Liz y Spencer entraron en el vestíbulo, George apareció procedente del bar, Sussie abandonó el mostrador de recepción, el cocinero había buscado evidentemente una excusa para salir de la cocina y Cameron… Bueno, Cameron había estado recorriendo el vestíbulo con Clay, así que tenía una excusa para estar allí. El grupo se reunió alrededor de Spencer tan rápidamente que se hubiera pensado que le estaban protegiendo de un gigante. El chiquillo aceptó encantado toda aquella atención y empezó a contar sus aventuras de la tarde. Clay quería abrazar a su hijo, pero permaneció apartado durante unos momentos. Sabía que sus emociones estaban a punto de estallar. Su pulso seguía palpitando como una bomba, su corazón seguía golpeando contra su pecho. Sí, sabía que Spencer estaba a salvo desde el momento en que Liz había llamado, pero se había visto abrumado por visiones de secuestradores y violadores desde el momento en que Spencer no había bajado del autobús escolar. El Mar Rojo de cuerpos se abrió para dejar salir a una mujer rubia y menuda y volvió a cerrarse inmediatamente alrededor de su hijo. Liz vaciló un momento y luego se acercó a él.

Si un hombre podía parecer solitario en medio de una multitud, era Clay. Con las manos metidas en el cinturón, los hombros erguidos y la mandíbula rígida, irradiaba una ira helada. Sólo Liz podía leer en sus ojos profundos, angustiados y solitarios.

Se puso de puntillas para besarle.

– Está bien, Clay. Tienes que creerlo.

– Ya veo que está bien.

Algo se había relajado en su interior en cuanto ella le había tocado. Elizabeth Brady era muy peligrosa para los varones Stewart. Spencer le había echado un vistazo y la había adoptado. Clay la miraba y sentía que su cordura se esfumaba.

El vestido que llevaba bajo el abrigo abierto era rojo. Liz nunca vestía de rojo. Y su pelo… La habría matado. Sobre su frente caían unos indisciplinados mechones. Su garganta parecía desnuda.

Ella le hacía sentirse impotente con el vestido rojo y el nuevo peinado, con su necesidad de cambios rápidos y su deseo de experiencias nuevas. Él sabía que ella no se le había declarado en serio. En toda su vida sólo le había importado realmente dos personas. Y al parecer nunca hacía lo conveniente para ambas. A Liz sólo había querido protegerla del tipo erróneo de hombre hasta que hubiera superado el síndrome de recién divorciada. En cambio, su instinto protector se había convertido en deseo y en un feroz y solitario anhelo que le estaba desgarrando por dentro.

– Yo creía que él habría confiado en mí siempre, sin importar en qué lío estuviera metido. ¿Qué demonios creía que le iba a hacer?

– Él no cree que vayas a hacer nada, Clay. Excepto gritarle, y eso no es lo que le da miedo.

– Bueno, ¿entonces de qué tiene miedo?

Liz le acarició la mejilla. Al parecer, él no se daba cuenta de que le estaba apretando la mano.

– No lo ha dicho con estas palabras, pero estoy segura de que le aterra desilusionarte.

– ¡Esa es la mayor estupidez que he oído!

– Quizás deberías decírselo a él.

– Haré algo más que decírselo.

Clay se abrió paso entre el grupo y agarró a su hijo. Hombros, espalda, rodillas, pecas… Se convenció de que su hijo estaba bien antes de cerrar los ojos y tomar en brazos a Spencer. Liz comprendió que Clay inhalaba el olor, el sabor, el tacto, la vista de su hijo.

– ¡Vas a tener problemas! -le dijo Clay a su hijo.

El chico se separó de los brazos paternos lo suficiente para observar la cara de Clay. En los preocupados ojos castaños apareció una expresión divertida.

– No estás enfadado.

– Estoy enfadadísimo.

– Vamos, papá, ya veo que no. Bájame en seguida. ¡La gente va a pensar que soy un niño!

– Mala suerte.

Clay se colocó a su hijo en un brazo y tomó la mano de Liz. De repente comprendió que estaba en un vestíbulo lleno de gente que le sonreía. La sonrisa de Cameron era sencillamente imbécil. Una mujer totalmente desconocida estaba sentada en una maleta con su marido y le sonreía de oreja a oreja. El personal, gente esperando para inscribirse… Tres teléfonos sonando y el restaurante abarrotado para la cena.

– ¿Es que nadie tiene nada que hacer? -ladró Clay. Todo el mundo se escabulló. Clay llevó a las dos únicas personas que le importaban hasta sus habitaciones. Su hijo también sonreía y en sus ojos había un brillo malicioso, que no duraría mucho. Cuando Spencer no había bajado del autobús, Clay había llamado a la escuela.

– Muy bien. ¿Dónde está la nota? -quiso saber en cuanto estuvieron en su apartamento.

– ¿Qué nota?

Spencer echó un vistazo a la cara de su padre y murmuró:

– ¡Oh! Esa nota. La que Liz va a explicarte.

– Liz va a estar ocupada quitándose los zapatos y sentándose en ese sofá. Ha tenido una tarde difícil. Tendrás que explicármelo tú mismo. Pero, primero, quiero saber exactamente cómo llegaste a casa de Liz.

– Cogí el autobús de la escuela. Me bajé en su esquina en vez de venir a casa.

Que su padre estuviera preocupado por el transporte no había pasado por la cabeza de Spencer en ningún momento.

– ¿Y el conductor te dejó hacerla?

Spencer estaba atónito.

– ¿Y por qué habría de importarle?

Liz miró a Clay de reojo y pensó que el conductor del autobús se preocuparía a partir de la mañana siguiente de dónde y cuándo dejaba a cada escolar. Spencer no se fijó en la mirada de los ojos de su padre. Estaba demasiado preocupado por la nota que Clay tenía en la mano. Mientras Clay leía, Spencer se sacó los zapatos y fue a situarse detrás del sofá en el que estaba sentado. Clay acabó de leer la nota y le hizo un gesto a su hijo con los dedos para que se acercara a él.

– Tengo que hacer los deberes.

El índice de Clay le indicó que se acercara más y Spencer empezó a soltar explicaciones a mil por hora. Cuando acabó con la historia, estaba hablando en el regazo de Clay

– Hiciste novillos -dijo Clay suavemente.

– ¡Demonios! Eso ya lo sé.

– ¿Por qué no me contaste que lo pasabas mal en clase de matemáticas?

– Porque tú querías que fuera a esa clase de matemáticas -dijo Spencer pesaroso.

– Lo hice porque creí que a ti te gustaría. Tu profesor decía que te aburrías, que ibas por delante de los demás chicos, que te gustaría un estímulo mayor. Si no te gustaba, sólo tenías que decírmelo.

– Pero a ti te gusta que sea listo -dijo Spencer.

– Chico, lo has entendido mal. Me gusta que seas feliz.

– Sería muchísimo más feliz si no tuviera que ir a sexto grado todos los días.

– La próxima vez que vayas a sexto grado será porque sea tu curso. Si esto ha quedado claro, tenemos que hablar de dos cosas más.

Su hijo se agitaba en su regazo como las hormigas sobre la mermelada.

– Primero, habíamos quedado en que dejarías de maldecir.

– ¡Lo intento!

– Segundo… ¡Maldita sea, Spencer! ¿De verdad te daba miedo hablar conmigo?

– No me daba miedo que me chillaras. Me daba miedo que te pusieras mal por mi culpa.

– Eso no es posible -le informó Clay

– Muy bien, papá. Ahora tengo que dar de comer a mis peces.

Clay le abrazó y le soltó. En cuanto Spencer estuvo fuera de su vista, Clay soltó un largo suspiro de cansancio y sólo entonces vio que Liz estaba recogiendo su abrigo.

– ¿Dónde vas?

– A casa.

Se colgó el bolso del hombro.

– Has estado maravilloso con tu hijo.

– No. Si supiera tratarle correctamente, habría sabido que podía hablar conmigo.

– Eso son tonterías. ¿Nunca has conocido a un niño que quisiera ahorrarse una regañina?

– A veces me temo que está un poco malcriado.

– Clay que sí. Tú tuviste una infancia difícil. Es lógico que trates de compensarlo. ¿No crees que forma parte de la naturaleza humana?

– Muchas personas de este pueblo creen que un motel no es el sitio adecuado para criar a un niño.

– Muchas personas son tontas. Es un sitio estupendo para que él crezca, Clay. Puedes dedicarle unos momentos, incluso cuando estás más ocupado, y además cuanta con Cam, George y Sussie. Todos lo adoran. Para Spencer es como tener tíos y tías en casa continuamente.

Él la vio abotonarse el botón superior del abrigo y se agitó en el sofá como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. No quería que se fuera. La cabeza daba vueltas desesperadamente para encontrar algún sistema que la hiciera quedarse.

– ¿Has ido a la entrevista para ese trabajo?

– Sí.

– ¿Quieres hablar de cómo te ha ido?

– No.

No era la primera vez que hablaban de aquello.

– Llevas tu búsqueda de trabajo con mucho misterio.

– Porque si te dijera que tengo problemas, me ayudarías. Espero que uno de estos días te des cuenta de que ya no soy una adolescente y de que soy perfectamente capaz de solucionar mis propios problemas.

Le sonrió y vio que él abría la boca para protestar. Se estiró para besarle. Los hombros de Clay se pusieron rígidos. El calor fluyó por su cuerpo. Sus dedos se clavaron en los hombros de Liz para mantener la distancia. Ella conocía el lenguaje corporal. Los guardianes no besan a sus protegidos. Algún día tendría que decirle que su boca le traicionaba. Se movía bajo la suya. Las lenguas se encontraron y él bebió aquella intimidad con ansia. Ella se fue retirando mientras la invadía el deseo de quedarse. No podía ser. No era inteligente presionar a Clay.

– Encanto…

– ¿Cómo podría no amarte?.

Y se fue.


Clay probó la nueva receta de lenguado de su chef mientras pensaba dónde estaría Liz, qué estaría haciendo y con quién estaría.

– Delicioso. Pero sigo pensando que es demasiado exquisito para nuestra clientela.

– Deberían aprender -insistió Ralph.

– Quizás.

Quizás había ido a nadar otra noche y quizás no estuviera sola. La idea le puso enfermo. Spencer le seguía con una gamba en una mano y una patata rellena en la otra.

Alguna vez tendría que decirle que las personas normales no comen de pie en una cocina del tamaño de un almacén y rodeado del personal de cocina empeñado en engatusarle para hacerle comer verduras.

– El jamón ahumado está perfecto esta noche, Ralph.

Ralph rebosaba satisfacción.

– ¿Te vas a casar con Liz? -preguntó Spencer.

– ¿Qué?

– Te he preguntado si te vas a casar con Liz.

La cucharada de sopa que Clay iba a probar volvió a la cacerola. Los pinches se quedaron inmóviles y Ralph parecía no tener nada que hacer.

– ¿Qué pregunta es esa? -susurró Clay.

Spencer se encogió de hombros con la boca llena de crema y mantequilla fundida.

– Ya sé que siempre dices que no nos vamos a casar con nadie. Pero tampoco solemos ir a jugar al fútbol con chicas. Ni salimos con ellas en Halloween.

Ralph sufrió un ataque de risa. Clay le miró furioso. Su hijo sabía escoger el momento.

– Esas cosas se hacen con amigos. Los amigos son personas que entran y salen de nuestra vida, pero siempre nos importan. Ya hemos hablado de eso.

– Entonces… ¿Liz es una amiga?

– Exactamente.

– ¿Y no vas a casarte con ella?

– No.

– Entonces yo me casaré con ella.

Spencer miró dentro de un cazo, reconoció el brócoli e hizo una mueca de desagrado.

– Creo que eres algo joven para casarte -dijo Clay muy serio-. Además, yo creía que no eras muy aficionado a las especies femeninas.

– ¿Te refieres a las chicas? Odio a las chicas. Pero Liz no es como las mujeres, papá. Liz es Liz.

Spencer lamió la cuchara y su rostro se iluminó al ver la bandeja de los pasteles.

– A ella le gustan los niños, ya sabes.

– Lo sé, colega.

– Así que si se casa con alguien aparte de tú y yo, podría tener niños. Niños que no son yo. No me parece una buena idea.

Clay frunció el ceño al ver la sonrisa del chef.

– ¿Qué significa eso dé que ‹‹podría tener niños»?

– Papá, por favor. He visto un programa en la tele. Ya lo sé todo.

– Espera un momento.

La cara de Spencer estaba manchada de chocolate. Clay cogió una servilleta.

– ¿Cuándo viste ese programa?

– Aquel día que volví de la escuela con dolor de estómago. ¿No lo recuerdas? Bueno… -Spencer se lamió los dedos sin hacer caso de la servilleta que sostenía su padre-. Tal como yo lo veo, uno de nosotros tiene que casarse con ella. Y si no vas a ser tú, tengo que ser yo.

– ¡Eh!

Clay impidió que cinco dedos ávidos se hicieran con un pastel.

– Volvamos a la habitación.

– ¿Por qué?

Porque su hijo se había contagiado de aquella obsesión que residía en los genes de los Stewart de proteger a Liz, el pánico ante la idea de su relación con otros hombres, de que tuviera hijos con otros hombres, de que le gustara a otros hombres.

Clay tenía que dejar de pensar en ella. Y su hijo no le estaba ayudando.

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