Un mozo de cuadra llegó corriendo en cuanto Gyles entró al trote en el patio de cuadras. Desmontó; el muchacho se llevó al caballo. Gyles dudó un momento, luego entró en el establo. Se detuvo ante el compartimiento en el que la apenas bautizada como Regina masticaba plácidamente.
– La señora condesa no ha salido hoy.
Gyles se volvió y vio a Jacobs que se acercaba por el pasillo.
– Ha ido a pasear. La vi que iba camino del risco.
Gyles asintió. Para qué iba a negar que se venía preguntando dónde estaría. Volvió a buen paso al sol. Era primera hora de la tarde y se estaba muy bien fuera. Demasiado bien para entrar a enfrascarse en los libros de contabilidad que le esperaban.
La avistó sobre el risco que dominaba el meandro del río. Estaba sentada en un banco situado entre arbustos florecidos, de espaldas a la vieja muralla, contemplando a sus pies los campos y el río. Con un vestido de día color prímula y un sencillo lazo amarillo anudado en sus morenos rizos, parecía una princesa florentina, meditabunda y distante. Inalcanzable. Inaprensible. Se detuvo, extrañamente inseguro respecto a su derecho a perturbarla, absorta como estaba en sus pensamientos y tan quieta que los gorriones daban saltitos sobre la hierba a sus mismos pies.
Tenía el rostro sereno, digno; distante. Entonces se volvió y le vio de frente, y sonrió esplendorosamente.
Le hizo un gesto.
– Se está tan bien aquí… Estaba admirando las vistas.
Él examinó su rostro y luego recorrió los últimos escalones que conducían al banco.
– He estado donde el puente.
– ¿Ah, sí? -Se recogió un poco la falda para que él pudiera sentarse-. ¿Está terminado?
– Casi. -Se sentó y contempló el paisaje: sus tierras, sus campos, sus prados-. El nuevo apuntalamiento debería garantizar que no lo perdamos de nuevo.
– ¿Cuántas familias viven en la heredad?
– Unas veinte. -Señaló con el dedo-. ¿Veis aquellos tejados? Ésa es una de las aldeas.
Ella miró hacia donde le señalaba, y luego apuntó al este.
– ¿Aquélla es otra?
– Sí. -Él la miró, sorprendido-. Debéis llevar aquí mucho tiempo para haberos fijado en ella. -No eran más que tres tejados, casi ocultos por los árboles.
Ella alzó la cara a la brisa, disfrutando claramente de sentir cómo se alborotaba su cabello.
– He venido aquí varias veces. Es un mirador perfecto para comprender la distribución de las tierras.
Él esperó, mirándola a la cara, pero ella siguió contemplando las verdes ondulaciones y no dijo más.
– ¿Habéis tenido problemas con el servicio?
Volvió la cabeza súbitamente.
– No. -Le miró con aire escrutador-. ¿Preveíais que los tuviera?
– No. -Advirtió el matiz de regocijo que asomaba en sus ojos-. Pero sí que me preguntaba cómo os estaríais desenvolviendo.
Sonrió francamente.
– Muy bien. -Perdió el contacto con sus ojos al ponerse ella en pie-. Pero va siendo hora de que vuelva.
Reprimiendo un brote de irritación, Gyles también se levantó, y cogió su paso mientras ella ascendía por la pendiente del terraplén. Llevaba dos días intentando observar algún indicio de cómo le iba, de si se hacía a su nueva situación. De si era feliz. No era una pregunta que pudiera hacerle directamente, al menos tal y como estaban las cosas entre ellos. Pero ya había transcurrido una semana desde que se casaran, y, mientras que él no tenía ninguna queja, se preguntaba si ella estaba igualmente satisfecha.
Era su esposa, después de todo, y si él tenía su pastel y además se lo estaba comiendo, gracias a la sensata aceptación de su plan por parte de ella, parecía cuando menos justo que ella también estuviera contenta con su nueva vida.
Pero no podía hacerle una pregunta tan sencilla, y ella se obstinaba en responder literalmente a sus circunloquios, sonriendo y soslayando la cuestión que le interesaba. Y eso no hacía otra cosa que intrigarle aún más.
En la cima de la cuesta, ella se detuvo, se recreó en una inspiración profunda y a continuación le dirigió una sonrisa sesgada y gatuna. Lo miraba a los ojos mientras se acercaba, desafiándolo a que él mirara sus pechos, su figura nítidamente dibujada por la brisa que le pegaba el vestido al cuerpo.
Otra de sus estratagemas: la distracción. Él arqueó una ceja, y ella se echó a reír. El sensual sonido reverberó en su cabeza, recordándole la noche que habían pasado y los juegos a los que habían jugado.
Era una maestra en el arte de la distracción.
Sonriendo, lo cogió del brazo. Cruzaron por el césped; las hojas caídas crepitaban bajo sus pies y en el aire se respiraba el perfume del otoño.
– Si desearais alguna cosa, algo relacionado con la casa o su administración, supongo que ya sabéis que no tenéis más que pedirlo.
Su seco comentario hizo que ella frunciera los labios. Asintió inclinando la cabeza; sedosos zarcillos negros acariciaron fugazmente la mejilla de Gyles.
– Si descubro que hay algo que necesite, recordaré vuestras palabras.
Lo miró desde debajo de las pestañas, un hábito que tenía; uno que él ya conocía. Notó su mirada, la captó, se la sostuvo. Tras largos instantes, arqueó lentamente una ceja.
Francesca desvió la mirada bruscamente y siguió mirando al frente.
– Si descubro que necesito algo… Pero, por ahora, tengo todo lo que… ¿Quiénes son ésos?
Sin aliento, contenta de que una distracción la librara de tener que mentir, señaló el carruaje negro detenido en el patio delantero.
– Me preguntaba cuánto tardarían en aparecer.
El tono de Gyles hizo que volviera a mirarlo, esta vez con franca extrañeza.
– El coche pertenece a nuestros vecinos más cercanos, los Gilmartin. Me sorprende que lady Gilmartin se haya dejado convencer para dejar pasar toda una semana.
– ¿No estuvieron en la boda?
Gyles sacudió la cabeza. Cogiéndola de la mano, la condujo escaleras arriba.
– Estaban de visita en Escocia, gracias a Dios. -Le lanzó una mirada-. Preparaos para una dosis de aspavientos.
Ella le frunció el entrecejo, desconcertada, pero dejó que le abriera la puerta y la guiara de la mano al cruzar el umbral…
– ¡Ahí ¡Ahí están! ¡Válgame Dios! -Una matrona corpulenta, con pechos imponentes, se abatió sobre Francesca agitando un chal rosa con flecos-. ¡Vaya, milord! -La mujer miró a Gyles levantando las cejas-. Sí que habéis dado la campanada. ¡Y todas las damas de por aquí, convencidas de que le teníais aversión al matrimonio! ¡Ja, ja! -La dama sonrió radiante a Francesca e inmediatamente cayó sobre ella y se rozaron las mejillas-. Wallace pretendía decirnos que estabais indispuesta, pero os vimos con toda claridad encima del risco.
Francesca intercambió una mirada con el imperturbable Wallace, y cogió las manos de la dama entre las suyas.
– ¿Lady Gilmartin, si no me equivoco?
– ¡Aja! -Su señoría parpadeó mirando a Gyles-. Veo que mi reputación me precede. En efecto, querida mía; vivimos justo pasada la aldea.
Cogiéndola por el codo, Francesca condujo a la condesa hacia el salón. Irving se apresuró a abrir la puerta. Lady Gilmartin seguía parloteando.
– Habéis de venir a tomar el té, por supuesto, pero pensamos en dejarnos caer esta tarde para daros la bienvenida a nuestro pequeño círculo. ¿Eldred?
Llegados ya al centro del salón, Francesca soltó el codo de la condesa y se volvió, para ver a un anémico caballero entrar flanqueado por Gyles. Al lado de su marido parecía mustio y marchito. Hizo una inclinación y sonrió débilmente; Francesca le devolvió la sonrisa. Con una inspiración tonificante, señaló a lady Gilmartin la chaise longue.
– Tomad asiento, por favor. Wallace: tomaremos el té.
Francesca se dejó caer en un sofá y observó a lady Gilmartin componer sus chales.
– Bien, ¿dónde estábamos? -Su señoría alzó la vista-. Oh, sí… ¿Clarissa? ¿Clarissa? ¿Dónde te has metido, muchacha?
Una chica pálida y regordeta, con una expresión enfurruñada algo impropia de una dama, entró airadamente en la habitación, le hizo una reverencia a Francesca y se sentó pesadamente junto a su madre en la chaise longue.
– Ésta es mi pequeña. -Lady Gilmartin le dio a su hija unas palmaditas en la rodilla-. Es una pizca demasiado joven para competir con vos, querida mía -su señoría señaló a Gyles con la cabeza-, pero tenemos grandes esperanzas. Clarissa irá a Londres el año que viene para la temporada social.
Francesca hizo los sonidos adecuados y evitó la mirada de su marido. Al cabo de un segundo, fijó la vista en el enjuto caballero que entraba remoloneando en la sala. Parpadeó, y se perdió todo lo que estaba diciendo lady Gilmartin.
Su señoría se volvió hacia la puerta.
– Ah, Lancelot. Acércate y haz tu reverencia.
Moreno de pelo, de una palidez interesante y una belleza bastante sorprendente, aunque muy estudiada, el joven -que no pasaba de ser eso- pasó desdeñosamente la vista por toda la sala. Hasta que llegó a Francesca, y se quedó pasmado mirándola.
– ¡Oh! ¡Caramba!
Sus oscuros ojos, encapotados hasta entonces por lánguidos párpados, se abrieron de par en par. Con paso considerablemente más ligero que el que traía, Lancelot llegó hasta la chaise longue e hizo ante Francesca una reverencia plena de romántico abandono.
– ¡Caramba! -repitió al incorporarse.
– Lancelot nos acompañará a Londres esta temporada. -Lady Gilmartin sonrió radiante-. Creo que puedo decir sin temor a que me contradigan que causaremos bastante revuelo. ¡Bastante revuelo!
Francesca consiguió componer una sonrisa cortés, aliviada de ver llegar a Wallace con la bandeja del té, seguido de Irving con la fuente del pastel. Mientras ella servía y sus huéspedes sorbían y devoraban, hizo lo que buenamente pudo para encauzar la conversación por derroteros más convencionales.
Gyles se mantenía apartado, hablando tranquilamente con lord Gilmartin junto a las ventanas. Cuando Francesca captó por fin su atención, con un mensaje paladinamente claro en los ojos, él arqueó brevemente una ceja y, con aire resignado, condujo a lord Gilmartin más cerca de su familia.
El resultado no fue feliz. En el instante en que se dio cuenta de que Gyles estaba cerca, a Clarissa se le puso una sonrisa boba. Luego le entro una risita que Francesca no pudo juzgar sino corno de muy mala educación, y empezó a lanzar miraditas tímidas y coquetas a Gyles.
Antes de que Francesca pudiera pensar en cómo reorganizar la sala para volver a separar a su esposo de Clarissa, Lancelot se plantó delante de ella, bloqueándole la vista. Sobresaltada, miró hacia arriba.
– Sois lo que se dice terriblemente hermosa, ¿lo sabéis?
El brillo apasionado de sus ojos sugería que Lancelot estaba a punto de caer de rodillas y abrirle su bisoño corazón.
– Sí, lo sé -le dijo.
Él parpadeó.
– ¿Lo sabéis?
Ella asintió. Se puso en pie pausadamente, obligando al muchacho a dar un paso atrás para hacerle sitio.
– La gente… los hombres me lo dicen siempre. Significa poco para mí, puesto que yo, evidentemente, no puedo verme como me ven.
Ya había usado antes esas frases para confundir a caballeros demasiado vehementes. Lancelot se quedó ahí de pie, frunciendo el ceño, repasando sus palabras para sus adentros, tratando de decidir la mejor respuesta. Francesca le rodeó y lo dejó atrás.
– ¿Lady Gilmartin?
– ¿Qué? -La condesa dio un respingo y dejó caer el brioche que se estaba comiendo-. Oh, sí, dígame, querida mía.
Francesca sonrió de forma encantadora.
– Hace un día tan bonito, y se está tan bien afuera… Me preguntaba si os gustaría dar un paseo hasta el jardín italiano. ¿No se vendría también Clarissa?
Clarissa puso mala cara y miró con semblante belicoso a su madre, que se sacudía migas de la falda mientras dirigía su mirada miope a las altas ventanas.
– Bueno, querida, me encantaría, pero más bien creo que ya es hora de irnos. No quisiera abusar de vuestra hospitalidad.
Lady Gilmartin prorrumpió una risa caballuna. Se puso en pie, se acercó a Francesca y dijo, bajando la voz:
– Sé cómo son los hombres, querida, por más Lores o condes que sean. Cuesta mucho mantenerlos a raya al principio. Pero se les pasa, ¿sabéis?… Podéis creerme.
Con unas palmadas en la mano, lady Gilmartin se giró y se dirigió a la puerta.
Francesca corrió tras ella para estar absolutamente segura de que no equivocaba el camino. Clarissa salió detrás pisando fuerte; Lancelot, perplejo aún, les siguió. Gyles y lord Gilmartin cerraron el cortejo.
Lady Gilmartin se despidió con un caluroso adiós, con su prole siguiéndola en silencio. Lord Gilmartin fue el último en abandonar el porche; se inclinó sobre la mano tendida de Francesca.
– Querida mía, sois deslumbrante, y Gyles es sin duda un tipo con suerte por haberos conquistado.
Su señoría sonrió, amable y dulcemente, luego hizo una inclinación de cabeza y echó a andar escaleras abajo.
– ¡No olvidéis -exclamó lady Gilmartin desde el coche- que sois libre de venir de visita siempre que echéis a faltar la compañía de una dama!
Francesca consiguió componer una sonrisa y una inclinación de cabeza.
– ¿Qué diantre -murmuró para Gyles, de pie a su lado- piensa que son vuestra madre y vuestra tía? ¿Un par de advenedizas?
Él no respondió. Levantaron las manos, despidiéndose, mientras el coche se alejaba bamboleándose por el paseo.
– Los habéis despachado muy limpiamente… Tenéis que contárselo a mamá. Siempre se las vio y se las deseó para no perder la cabeza con ellos.
– Ha sido un acto de desesperación. -Francesca seguía sonriendo y saludando-. Deberíais haberme prevenido.
– No hay forma humana de prevenir adecuadamente a nadie contra lady Gilmartin y su prole. -Siguió una breve pausa y, luego, Gyles murmuró-: No pensaríais que ser mi condesa sería una tarea fácil, ¿no?
La sonrisa de Francesca se ensanchó en otra más sincera. El tono que Gyles había empleado era relajado, tan relajado que se hubiera podido pensar que bromeaba. Pero escondía una auténtica pregunta. Mirándolo a los ojos, dulcificó su sonrisa.
– Ser vuestra condesa resulta bastante placentero.
A él se le disparó una ceja.
– ¿Placentero? -No la estaba abrazando y, sin embargo, ella se sentía abrazada. Los ojos de él buscaron los suyos y se detuvieron en ellos-. Eso no es lo que os he preguntado.
Su voz era un murmullo que le acariciaba los oídos.
– Ah, ¿no? -Tuvo que resistirse mucho para no bajar la vista hacia sus labios Gyles escudriñaba sus ojos esmeralda, deseando más pero sin saber cómo pedirlo. Tenía que intentarlo, que presionarla…
– ¿Milord? Oh.
Se volvió. Wallace estaba de pie junto a la puerta, que acababa de abrir.
– ¿Sí?
– Lo siento, milord, pero deseabais ser informado en cuanto llegara Gallagher.
– Muy bien… Acompáñele al despacho. Me reuniré con él en un momento.
Se giró de nuevo, y lo recibieron una sonrisa y un gesto que sugería que volvieran a entrar en la casa.
Francesca entró por delante al recibidor.
– ¿Gallagher?
– Mi capataz. -Gyles la miró. El momento había pasado-. Hay varios asuntos que he de discutir con él.
– Por supuesto. -Su sonrisa era una máscara-. Yo he de hablar un momento con Irving. -Dudó antes de seguir-. Sospecho que mañana recibiremos la visita del señor Gilmartin. Quiero encargarle a Irving que le diga que no estoy.
Gyles la miró a los ojos y asintió. Le dio la espalda…, y se volvió de nuevo hacia ella.
– Si os encontrarais con algún problema…
La sonrisa de Francesca centelleó.
– Soy muy capaz de manejar a un jovencito bisoño, milord. -Se encaminó hacia el salón familiar-. No os preocupéis.
Sus palabras volvieron flotando hasta él. Gyles la observó mientras se alejaba caminando, y se preguntó qué era de lo que no tenía que preocuparse exactamente.
El día siguiente amaneció tan resueltamente luminoso como el anterior. Gyles pasó la mañana cabalgando por sus tierras, tratando con sus arrendatarios, averiguando de qué había que ocuparse de cara al invierno. Se aseguró de estar de vuelta en el castillo a tiempo para la comida, a tiempo de pasar una hora con su mujer.
– ¡Hace un día tan magnífico…! -Ella tomó asiento a su derecha: habían acordado no obedecer a la tradición que disponía que se habían de sentar a ambos extremos de la mesa, demasiado lejos el uno del otro para conversar-. Jacobs me habló del sendero que bordea el río. Lo seguí hasta llegar al puente. -Le sonrió-. Parece muy sólido.
– Eso espero. -La factura del aserradero le aguardaba sin duda en su despacho. Gyles apartó tan prosaicos pensamientos de su cabeza y se centró en cambio en disfrutar de la comida, y de la compañía que aguardaba a su lado.
No intentaba galantearla o provocarla; por alguna razón, su por lo general rápida lengua enmudecía en presencia de Francesca. Podía bromear en tono distendido, y lo hacía, pero ambos eran conscientes de que aquello enmascaraba sentimientos más profundos, de que era sólo el barniz del trasfondo de su vida en común. Ella se manejaba mejor y tenía más tablas en ese terreno que él, así que le dejaba dirigir la conversación, y advertía que rara vez permitía que derivara hacia temas demasiado concomitantes con ellos, con lo que sucedía entre los dos.
– La señora Cantle asegura que las ciruelas están saliendo hermosísimas; ciertamente, los frutales tienen un aspecto de lo más exuberante.
El la escuchaba hacer el informe de todas las pequeñas cosas que siempre había sabido que ocurrían en el castillo. De las que estaba al tanto de pequeño, pero que había olvidado de adulto. Ahora, verlas a través de sus ojos, tenerla a su lado para llamar de nuevo su atención sobre ellas, le retrotraía a su infancia; y le recordaba que los pequeños placeres no dejaban de serlo al crecer uno, no si uno recordaba cómo mirarlos, cómo verlos, cómo apreciarlos.
– Finalmente, encontré a Edwards y le pregunté por los setos del jardín italiano.
Gyles frunció los labios;
– ¿Y os respondió?
Edwards, el jardinero en jefe, era un adusto oriundo de Lancashire que vivía para sus árboles y atendía a poco más.
– Sí; convino en podarlos mañana.
Gyles escrutó el parpadeo de Francesca.
– ¿Lo amenazasteis con despedirlo en el acto si no obedecía?
– ¡Por supuesto que no! -Su sonrisa se ensanchó-. Me limité a señalarle que los setos se componían de pequeños árboles, y que se estaban quedando bastante escuálidos… Vaya, que tal vez hubiera que arrancarlos si no se los podaba para insuflarles nueva vida.
Gyles se echó a reír.
Finalmente, concluyó la comida y llegó el momento en que habían de separarse, pero los dos remolonearon sentados a la mesa.
Francesca miró por la ventana.
– Hace un calorcito tan bueno, afuera… -Miró a Gyles-. ¿Vais a volver a salir a caballo?
Él hizo una mueca y sacudió la cabeza.
– No. Tengo que repasar las cuentas, o Gallagher se sentirá perdido. Tengo que calcular qué precios acepto por la cosecha.
– ¿Hay mucho que hacer?
Él echó su silla para atrás.
– Más que nada, repasar y anotar, y luego un poco de aritmética.
Ella vaciló un brevísimo instante.
– Yo podría ayudaros, si queréis. Solía ayudar a mis padres con sus cuentas.
Él le sostuvo la mirada, pero ella fue incapaz de leer nada en la suya. Luego apretó los labios, sacudió la cabeza y se puso en pie.
– No. Será más fácil si me ocupo yo.
Ella fingió una sonrisa radiante; demasiado radiante, demasiado precaria.
– ¡Bueno! -Apartándose de la mesa, se levantó y se dirigió a la puerta la primera-. Os dejo para que podáis poneros a ello, pues.
Él vaciló un momento, y salió tras ella.
Si no se le permitía ayudar con los asuntos de la hacienda, iría a hablar con la madre de Gyles. Quien probablemente le sonsacaría toda la historia y luego la compadecería, lo que le haría sentirse mejor y más dispuesta a olvidar el incidente.
Aún llevaban poco tiempo; lady Elizabeth y Henni le habían advertido que tendría que ser paciente.
Pero la paciencia no era su fuerte.
– ¡Menudo tarugo! Odia la aritmética; siempre la odió. -Tal fue la opinión de Henni.
– En realidad, a mí me parece alentador. -Lady Elizabeth miró a Francesca-. ¿Dices que se lo pensó?
– Por lo menos durante un segundo. -Francesca daba vueltas con los brazos enérgicamente cruzados por el salón de la casa de la viuda. El paseo a través del parque la había tonificado, y le había abierto las miras a una estrategia diferente. Si se trataba de contribuir a su vida en común, sus opciones eran muchas, después de todo-. Habladme de la familia. De los Rawlings. -Se detuvo junto a un sillón y se apoltronó en él-. Por lo que pude apreciar el día de la boda, el clan, por decirlo así, parece estar fragmentado.
Henni soltó un bufido.
– Yo diría más bien roto. -Reflexionó un momento y añadió-: Ojo, no es por nada serio en concreto. Sencillamente, se ha llegado a eso a lo largo de los años.
– La gente se va distanciando con el tiempo -dijo lady Elizabeth.
– Si no se hace un esfuerzo por mantenerla unida.
Lady Elizabeth le dirigió una mirada de inteligencia.
– ¿En qué estás pensando exactamente?
– No estoy segura. Necesito saber más cosas, pero al fin y al cabo, yo soy la… -Buscó la palabra-. Matriarca, ¿no? Si Gyles es el cabeza de familia y yo soy su condesa, me corresponde a mí unir a la familia. ¿No es así?
– No puedo decir que lo haya oído plantear nunca tan crudamente, pero sí. -Henni asentía-. Es decir, si es que quieres tomarte la molestia. He de decirte que no será fácil. Los Rawlings siempre han sido gente ferozmente independiente.
Francesca escrutó a Henni, y luego sonrió.
– Los hombres, quizás, y las mujeres también, hasta cierto punto. Pero las mujeres son sabias y saben cuánta fuerza proporciona el hecho de mantenerse unidos, ¿no?
Lady Elizabeth se echó a reír.
– Querida mía, si tú estás dispuesta a poner la energía, nosotras estaremos encantadas de poner los conocimientos. ¿Tú qué dices, Henni?
– Oh, estoy totalmente a favor -afirmó Henni-. Es sólo que he pasado muchos años en compañía de Rawlings varones, con lo que la fragmentación de la familia me parece normal. Pero tienes toda la razón. A todos nos iría mejor si nos conociéramos más unos a otros. ¡Pero si casi ni sabemos el nombre de todos!
– ¡No, muy cierto! ¿Te acuerdas de aquel horrible Egbert Rawlings, el que se casó con esa mosquita muerta…? ¿Cómo se llamaba?
Francesca estuvo escuchando mientras lady Elizabeth y Henni remontaban el árbol genealógico, señalando ahora esa rama, ahora aquella otra.
– Hay un árbol genealógico incompleto en la vieja Biblia que está en la biblioteca -dijo lady Elizabeth cuando, exhaustas ya, estaban sentadas sorbiendo el té-. Está sólo la línea principal, pero te proporcionará, y a nosotras también, un punto de partida.
– Lo buscaré y haré una copia. -Tras depositar su taza vacía en la bandeja, Francesca se puso en pie-. Más vale que vuelva. Cuando ya se está poniendo el sol, refresca.
Las besó en las mejillas y las dejó, sabiendo que se pasarían la próxima hora especulando sobre todo aquello que no había dicho. Dejando eso y a los prolíficos Rawlings a un lado, se entregó al simple placer de pasear por el gran parque con el sol filtrándose entre los árboles, iluminando cúmulos de hojas y difundiendo el perfume del otoño por el aire en calma.
Reinaban la paz y el silencio. Su mente vagó libre…, hasta aquel otro paraje arbolado que había amado, el bosque nuevo. No había más que un paso de ahí a la mansión Rawlings, y a quienes vivían en ella. A Franni. El hecho de no ser ella totalmente feliz le picaba, y la azuzó a considerar qué podía hacer para asegurarse de que Franni no había quedado dolida por los acontecimientos que condujeron a su matrimonio.
La solución, cuando se le ocurrió, resultaba tan sencilla…
La vio paseando entre el esplendor dorado de los árboles, por su parque, volviendo a su casa, a él. El impulso de salir a recibirla, de encontrársela y atraerla hacia sí era tan fuerte que lo percibía como un tirón.
Ella había ido a la casa de la viuda. Él llevaba media hora paseando junto a los ventanales, sabiendo que volvería pronto, sabiendo por qué dirección. Se había pasado toda la tarde tratando de concentrarse en sus libros de contabilidad, diciéndose que habría sido peor si la hubiera dejado ayudarle. Y, no obstante, ella había seguido presente en sus pensamientos, coqueteando con él como un fantasma por los rincones umbríos, al acecho de la ocasión de atraerla hacia sus fantasías en cuanto su concentración flaqueaba.
El trabajo con los libros lo tenía hecho sólo a medias. Miró su escritorio y los vio ahí encima, abiertos.
Al garete la fuerza de voluntad: tenía que salir. Estirar las piernas, llenarse los pulmones de aire fresco.
Se cruzó con Wallace en el recibidor.
– Si viene Gallagher, he dejado las estimaciones en mi escritorio.
– Muy bien, señor.
Se detuvo en el porche, la buscó con la vista y la localizó subiendo los escalones que conducían al huerto. Bajó la escalinata y caminó hacia la abertura del muro bajo de piedra que separaba el jardín italiano del acre de tierra plagado de viejos árboles frutales. La mayor parte estaban cargados de fruta madura. Sus embriagadores perfumes le envolvían mientras caminaba bajo las combadas ramas.
El sol estaba bajo en el cielo, su luz era dorada. Francesca estaba de pie contra un rayo, rodeada de una aureola de luz resplandeciente. No un ángel, sino una diosa: una Afrodita llegada para domarlo. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás; miraba arriba. Él disminuyó el paso, y entonces se dio cuenta de que ella hablaba con alguien que estaba subido a un árbol.
Edwards. Al avistar a su jefe de jardineros encaramado a una rama y blandiendo una sierra, Gyles se detuvo.
Francesca lo vio: miró en dirección a él. Entonces, Edwards dijo algo y ella volvió a mirar al árbol.
Gyles se acercó un poco más, pero siempre a espaldas de Edwards. Si Francesca estaba liando al viejo con sus artimañas, no quería que fuera requerido su amparo. Encontrar a Edwards en el huerto no constituía ninguna sorpresa: en el huerto había árboles. En todos los años que llevaba de jardinero jefe, conseguir que reconociera la existencia de vida vegetal que no alcanzara el tamaño de un arbolito había resultado un objetivo inalcanzable para Gyles, su madre e incluso Wallace. Si Francesca tenía alguna posibilidad de éxito, Gyles no pensaba reventársela. Esperó mientras ella escuchaba una bronca explicación de por qué había que cortar esa rama en concreto de ese árbol en concreto. La oyó reírse, sonreír, engatusar a Edwards, y finalmente convencerlo de que accediera a regañadientes a considerar el estado de los plantíos de flores de delante del patio delantero.
Los plantíos de delante del patio delantero estaban vacíos, Gyles no recordaba haberlos visto nunca de otra forma. Parecían túmulos en miniatura, montículos cubriendo restos mortales.
Gyles cambió de postura, cada vez más impaciente al embarcarse Edwards en otra larga disquisición. Francesca le miró de reojo y volvió a levantar la vista hacia Edwards: al cabo de un minuto sonrió, le dijo adiós con la mano y echó a andar hacia Gyles.
«Ya iba siendo hora», dijo su mente. «Por fin», dijeron sus sentidos.
– Lo siento. -Llegó junto a él, sonriente-. Nunca se le acaba la cuerda.
– Lo sé. Se vale de eso para hacer desistir a cualquiera que se le acerque con la pretensión de darle instrucciones.
Ella lo cogió del brazo.
– ¿Habéis terminado en el despacho? -Miró hacia abajo y se sacudió las hojas del dobladillo.
– Sólo he salido a dar un paseo, para que me dé el aire. -Dudó-. ¿Habéis estado en el capricho?
Ella alzó la cabeza.
– No sabía que hubiera uno.
– Venid. Os lo mostraré.
La condujo en dirección al río, y el hombre que escondía en su interior se alegró hasta extremos ridículos al ver iluminarse los ojos de su mujer ante un plan placentero, ante la perspectiva de pasar un rato con él.
– Antes de que se me olvide -dijo ella, mirándole fugazmente al rostro-, quería preguntaros si os importaría que invitara a Charles y a Ester, y también a Franni, a que vinieran a visitarnos.
Francesca bajó la vista al descender por unos escalones que daban a un camino señalado con banderas por encima del río, dando gracias por el apoyo de la mano de Gyles y por el hecho de que él estuviera fijándose en dónde ponía ella el pie, más que en su cara.
– ¿Cuánto tiempo?
El tono daba a entender que tampoco le importaba especialmente.
– Una semana. Tal vez un poco más.
Era la solución obvia a su preocupación por Franni. Escribiría a Charles e insistiría en que él le leyera la invitación a Franni. Dejaría bien claro que si Franni no deseaba venir, ella lo entendería.
Y así sería. Franni había disfrutado del viaje en coche. La única razón por la que podría negarse a hacer otro viaje sería que efectivamente le había contrariado que Gyles se casara con Francesca porque se había imaginado que estaba interesado en ella.
– Había pensado escribirles mañana, así podrían venir dentro de unas semanas.
Gyles lo consideró y asintió.
– Si así lo deseáis.
Él no lo deseaba, pero expresar sus motivos para quererla para él solo, para querer mantener a los demás al margen, estaba fuera de su alcance. Y lo último que deseaba era arruinar el momento, después de que había conseguido escaparse para pasar un rato a solas con ella, lejos de la casa, lejos de sus responsabilidades, y de las de ella, lejos de sus criados y los ojos curiosos de todos los demás.
El tiempo pasado a solas con ella se había vuelto precioso.
– Por aquí. -La hizo girar bruscamente, hacia donde otro camino convergía con el que venían siguiendo.
– ¡Santo cielo! Hubiera pasado de largo sin darme ni cuenta de que aquí había otro camino.
– Se pensó de esta manera. El capricho está escondido, es muy privado.
Bajaron por una serie de escalones que atravesaban el risco. Los escalones de piedra estaban despejados de hojas, por cortesía del ejército de jardineros subalternos, todos ellos más en sintonía con los deseos de su noble patrón que Edwards. El camino conducía a un amplio saliente que sobresalía del risco, mucho más cerca del río que la cima del risco, pero asimismo muy por encima de la corriente.
El saliente estaba cubierto por una espesa capa de hierba. Había una línea de arbustos a lo largo del borde, mientras que más cerca de la pared del imponente risco crecían árboles que se inclinaban hacia fuera, proyectando su sombra sobre el camino y el capricho que lo remataba. El capricho era una estructura sólida construida con la misma piedra gris que el castillo, que ocupaba por completo el final del saliente, de la pared del risco a la caída sobre el río. No era una estructura abierta, pero tenía ventanas y una puerta en condiciones.
– Es un pabellón ajardinado en mitad de los jardines. -Francesca lo examinó mientras se aproximaban por el camino.
Gyles abrió la puerta.
– ¡Oh! ¡Qué maravilla! -Tras subir un escalón y pisar el suelo pulido, Francesca miró a su alrededor, y finalmente se acercó a las ventanas-. ¡Qué vista tan magnífica!
– Lo había olvidado -murmuró Gyles, cerrando la puerta-. Hacía años que no venía por aquí.
Francesca observó el cómodo mobiliario que la rodeaba.
– Vaya, pues algún otro sí que viene: está aireado, y no se ve una mota de polvo.
– La señora Cantle. Dice que el paseo le sienta bien. -Dejando a Francesca junto a las ventanas, Gyles avanzó hasta donde, junto a un sofá, se erguía un bastidor de hacer tapices, con una pieza de lino tensada en el aro e hilos de seda colgando-. Mi madre solía pasar aquí mucho tiempo.
El tapiz removió recuerdos enterrados hacía mucho tiempo; Gyles finalmente lo identificó como aquel en que su madre estaba trabajando en los días de la muerte de su padre.
– Hoy por hoy, está un poco lejos para ella.
Y tampoco vendría de todas formas: eso Gyles lo entendía ahora. Francesca le había preguntado si alguna vez había visto hacer el amor a sus padres; lo había negado. Pero sí que los vio juntos una vez. Él estaba jugando en el saliente cuando oyó sus voces. No llegaba a distinguir lo que decían, eran sólo sonidos confusos, así que se había acercado sigilosamente a mirar por la ventana. Los había visto allí, en el sofá, abrazados, besándose y murmurando. Ni había entendido lo que estaban haciendo ni sentido el mínimo interés por ello. Había retomado sus juegos y no había vuelto a pensar en el incidente.
Su madre había amado a su padre profundamente; eso siempre lo había sabido. Había conocido la razón de su abrumadora tristeza a la muerte de él, de su retiro del mundo por aquella época. Nunca se había cuestionado aquel amor, ni dudado de su existencia. Pero había olvidado lo fuerte que el amor era, lo imperecedero. Cómo su verdad se afirmaba a través de los años.
Ahora él estaba aquí con Francesca. Su mujer. Oyó un ruido; se giró y la vio abriendo los postigos de una ventana de par en par. El fondo del capricho topaba con la pared del risco, pero del resto de los muros la mitad eran ventanas. Un alféizar recorría la habitación a la altura de las caderas, con lumbreras en paneles muy altos, que llegaban casi al techo.
Apoyándose en el ancho alféizar, Francesca se asomó al exterior y miró hacia abajo, y luego a ambos lados.
– El río está tan cerca que se puede oír su murmullo.
– ¿Sí, podéis? -Parándose detrás de ella, Gyles deslizó los brazos alrededor de su cuerpo y la atrajo hacia sí. Ella rió por lo bajo, cordialmente, y se echó hacia atrás, inclinando también la cabeza. Gyles agachó la suya y le posó los labios en la curva del cuello. Ella se estremeció delicadamente.
– La vista es fascinante.
Musitó esas palabras sobre su piel, y luego deslizó las manos hasta cubrirle los pechos. Rozó con los dientes la tensa línea de su cuello y luego lo mordisqueó ligeramente.
Ella llevó sus manos atrás, hacia abajo, acariciándole los muslos.
– Es el ambiente -susurró-. Puedo sentirlo.
Ahora le tocó a él reírse; sabía exactamente qué era lo que podía estar sintiendo. Francesca apretó la cabeza contra su hombro y sus ojos se encontraron, buscándose, leyéndose. El no intentó ocultar su deseo, su necesidad, lo que quería de ella en aquel preciso momento.
Francesca curvó los labios como una sirena, y se volvió hacia sus brazos, hacia él.
Gyles le acarició la mejilla mientras agachaba la cabeza. Se besaron, y fue dulcísimo. Lo bastante adictivo para que tomaran y dieran y volvieran a tomar.
No pararon hasta quedarse sin respiración, los dos ardiendo de deseo, dispuestos y ávidos. Fue ella quien dio un paso atrás, arrastrándolo con ella, hasta dar con la espalda en el antepecho de la ventana. Él le arqueó una ceja.
– ¿Aquí?
Ella se la arqueó a él: puro desafío.
– Aquí, milord.
Nunca había fingido ser más inocente de lo que en realidad era. Él cerró las manos en torno a su cintura y la levantó; ella se retorció un poco hasta alcanzar un equilibrio. Él le levantó la falda hasta las caderas. Ella abrió los muslos ávidamente y él la tocó, le cubrió la entrepierna con la mano, la acarició morosamente, y finalmente le introdujo un largo dedo hasta bien adentro.
– ¡Oh! -Le clavó los dedos en un hombro mientras sus párpados caían en una reacción involuntaria.
Él la acarició, luego hundió más el dedo y ella soltó una exclamación ahogada.
– No os atreveréis… -acertó a decir, pero él se limitó a sonreír. Acarició y hurgó hasta ponerla frenética. Estaba caliente y húmeda; él se regodeó en el abandono con que su cuerpo respondía a su tacto, a él. Entonces ella le apartó la mano y llevó los dedos a su cinturón. Tenía una erección completa, dura como una piedra, y más que a punto para cuando sus dedos la encontraron y acariciaron y se cerraron luego en torno a ella. Pero no podían permitirse que ella se entretuviera cuanto quisiera. Le apartó la mano, le separó las rodillas y buscó su entrada.
La penetró de una estocada y ella sofocó un gemido, se tensó, luego se relajó y comenzó a retorcerse. Él la agarró con fuerza por las caderas y entró más a fondo, y más aún. Su cuerpo se abría a él, resbaladizo, abrasador, cediendo. Ella entrelazó las manos detrás de su nuca y se echó para atrás, aferrándole los costados con los muslos, basculando la cadera para acogerlo entero, acomodándose a él.
Con un último empujón, él se introdujo por completo, engullido en su suntuosidad. Sus ojos se encontraron; ya no había risas. Ella levantó una mano, se la puso a él en la mejilla y guió sus labios hasta los de ella, ofreciéndoselos.
Él los tomó, y a ella, y ella le incitaba a seguir. Deseo, pasión y necesidad les colmaban, les atrapaban en una red de placer y les ataban el uno al otro, les unían aún más profundamente mientras sus cuerpos buscaban, y hallaban, el gozo.
Gozo experto. Mientras estallaba en sus brazos, Francesca sonreía para sus adentros, y esperaba, sintiendo que su cuerpo se rendía, se abría y se ablandaba, sintiéndole saquearla aún más profundamente. Entonces, con un grito áspero, él se unió a ella, y la llenó de un calor mucho más penetrante que el puramente físico. Dicha, felicidad: intangible pero impagable.
Se aferraron el uno al otro y gozaron juntos. Ella gozó aún más por el hecho de que él la hubiera buscado fuera de la cámara nupcial. Aquello no podía ser de ninguna manera un puro ejercicio de su deber marital; y no es que le pareciera que sus interludios nocturnos no fueran más que eso, pero confirmarlo la tranquilizaba. La animaba.
Le acarició el pelo, suave bajo la palma de su mano, oyó su respiración apaciguarse, remitir el ritmo de su corazón.
Se sintió ridículamente expuesta, increíblemente vulnerable, aunque los fuertes brazos de él la rodearan.
Pero si ése era el precio que había que pagar, estaba bien dispuesta. Más que dispuesta a asumir el riesgo. Se había consagrado a amarle y no podía echarse atrás.
Nunca lo haría.
Había cruzado su Rubicón para rendirse en sus brazos.