Capítulo 11

Regresaron atravesando el parque en la penumbra del crepúsculo, él rodeándola con el brazo, ella apoyando la cabeza en su hombro. Ninguno dijo ni una palabra. Gyles tenía la sensación de que entre ellos había demasiadas cosas que decir, pero no palabras para expresarlas. Nada, en su experiencia previa, le había preparado para esto. Ella parecía manejarse mejor, haberse adaptado, pero incluso ella era cautelosa e iba con cuidado. También ella protegía su corazón y ocultaba sus pensamientos y sus sentimientos.

Sentimientos. Algo que no podía obviar ni negar. La dicha sin límites que sentía cuando se amaban era nueva para él. Dolorosamente preciosa, totalmente adictiva. A pesar de esto último, estaba agradecido: por la experiencia de amar a ese nivel en que lo físico se diluía en lo espiritual y los sentimientos se elevaban a un plano superior.

Cuando ya se aproximaban a la casa, la miró a la cara. Daba gracias por todo lo que ella era, por todo lo que le había aportado. Alzando la cabeza, vio la puerta principal de su casa. Y fue consciente de que aún quería más.

Sabía lo que quería, lo sabía ya desde hacía tiempo. Y, sin embargo, ¿cómo podía pedirle, o menos aún, reclamarle su amor, si él mismo no estaba dispuesto a corresponderle amándola abierta y honestamente? Subieron por la escalinata en silencio. Él abrió la puerta; ella entró al recibidor con una sonrisa suave, saciada. Él vaciló y luego, endureciendo la expresión, la siguió al interior.

Se reunieron al cabo de dos horas en la mesa dispuesta para la cena. Francesca sentía el corazón ligero, el cuerpo aún radiante, al tomar asiento junto a Gyles. Irving supervisó el servicio, y luego los criados se retiraron mientras ambos saboreaban la exquisita sopa que Ferdinando había preparado. Gyles la miró.

– Si escribís una carta a Charles, Wallace se encargará de que la envíen inmediatamente.

– Le escribiré mañana. -Quería dejar aclarada la cuestión de cómo se sentía Franni por su matrimonio. Era una nube oscura y amenazan te sobre la línea de su horizonte mental; quería verla dispersarse para que, llegado el momento, su corazón pudiera celebrar una dicha sin límites.

Nunca se había sentido tan confiada en hacer su sueño realidad. Aunque admitía que todavía les quedaba trabajo por hacer para establecer el marco de su matrimonio, después de aquella tarde no albergaba ya ninguna duda sobre su estructura básica o los fundamentos sobre los que lo construirían,

No cometería el error de dejar que su corazón se desbordara, de dar a entender sus expectativas. A lo largo de la cena, mantuvo una conversación fluida sobre temas generales, consciente de que Gyles, más allá de aquel primer comentario, no se esforzaba por introducir sus propios temas, pero sin que ello le importara.

Al acabar de comer, caminaron hombro con hombro hacía el recibidor. Ella se encaminó al salón familiar.

Wallace surgió de las sombras y se dirigió a su señor:

– He dejado los documentos del despacho en la biblioteca como pedisteis, milord.

Francesca se volvió a mirar a Gyles. Él correspondió a su mirada.

– Habréis de excusarme. Tengo que hacer un trabajo de investigación sobre ciertos asuntos parlamentarios.

Ella fue incapaz de leer en sus ojos, de leer nada en su expresión anodina. Hasta entonces, siempre se había reunido con ella en el salón; ella leía un libro y él los periódicos de Londres. Sintió un leve escalofrío, como si una gota de lluvia resbalara por su espinazo.

– Tal vez yo pudiera ayudaros. -Al no responder él inmediatamente, añadió-: Con la investigación.

Su expresión se endureció.

– No. -Tras un instante de vacilación, agregó-: Éstos no son asuntos en que mi condesa tenga necesidad de involucrarse.

A ella le faltó de pronto la respiración. Se quedó en el sitio, incrédula, negándose a creer, negándose a reaccionar. Sólo cuando estuvo segura de que tenía la máscara bien puesta, de que no se le iba a caer, cuando estuvo segura de poder hablar sin que la voz le temblara, asintió con una inclinación de cabeza.

– Como deseéis.

Dio media vuelta y se encaminó al salón.

Gyles la vio marchar, consciente de que Wallace seguía de pie en la sombra. Luego se volvió. Un lacayo abrió la puerta de la biblioteca; él miró, y la puerta se cerró a sus espaldas.


Lo había hecho por el bien de ella.

Una hora más tarde, Gyles se frotaba la cara con las manos, y luego contemplaba los tres pesados volúmenes que tenía ante sí, abiertos sobre el escritorio, con las páginas iluminadas por la lámpara de mesa. Sobre el papel secante se hallaban los borradores de tres proposiciones de ley que él y un cierto número de lores de su mismo parecer llevaban algún tiempo discutiendo. Dado que había decidido no asistir al período de sesiones de otoño, se había ofrecido voluntario para investigar los puntos clave de sus deliberaciones.

Esta noche había avanzado poco hacia la consecución de sus objetivos.

Cada vez que empezaba a leer, la expresión de los ojos de Francesca, la súbita volatilización de la felicidad de su rostro, le venía a la cabeza para perturbarlo.

Apretando los labios, movió un tomo de forma que la luz cayera mejor sobre la página. Había hecho lo más honorable. No estaba preparado para amarla, no como ella deseaba ser amada; era mejor dejárselo claro ahora, y no animarla a que extrapolara las cosas, a que las inventara o se hiciera figuraciones, a seguir soñando.

Enfocando la minúscula letra, se obligó a reemprender la lectura.

Se abrió la puerta. Gyles alzó la vista. Wallace se materializó en la penumbra.

– Excusadme, milord; ¿deseáis alguna cosa más? Su señoría la condesa se ha retirado: mencionó un ligero dolor de cabeza. ¿Deseáis que os traigan aquí un té?

Transcurrió un momento antes de que Gyles respondiera.

– No. Nada más. -Apartó la vista mientras Wallace le hacía una reverencia.

– Muy bien, milord. Buenas noches.

Gyles se quedó con la mirada perdida en la habitación umbría. Oyó que se cerraba la puerta; siguió sentado, mirando sin ver. Luego echó la silla hacia atrás, se levantó y se acercó a las altas ventanas. Las cortinas estaban descorridas; la luz de la luna bañaba el césped del lado oeste y, más allá, el huerto era un mar de sombras que se agitaban.

Se quedó parado, mirando. En su interior tenía lugar una batalla encarnizada.

No quería herirla y, sin embargo, lo había hecho. Era su esposa, sí, su esposa. Su instinto más arraigado era protegerla y, no obstante, ¿cómo protegerla de él mismo? Del hecho de que tenía un buen motivo muy señalado para negarse a dejar que el amor entrara en su vida. Dique su decisión era terminante, de que no iba a cambiar de opinión. De que había resuelto mucho tiempo antes no volver nunca a asumir ese riesgo.

Las consecuencias eran demasiado nefastas, el dolor demasiado grande.

No parecía haber otra elección. Herirla, o asumir el riesgo de verse a sí mismo destrozado.

Siguió de pie ante los ventanales mientras la luna atravesaba el cielo. Cuando finalmente volvió al interior, bajó la mecha de la lámpara, extinguió su llama y cruzó la habitación en dirección a la puerta, una pregunta, sólo una, resonaba en su cabeza.

«¿Qué clase de cobarde soy?»


Cuatro días después, Francesca entreabría la puerta trasera de la biblioteca y asomaba la nariz. Esa segunda puerta se hallaba en un pasillo lateral de la biblioteca, apartado de la puerta principal y fuera de la vista de los lacayos del recibidor. Si la veían acercarse a cualquier puerta se apresuraban a abrirla de par en par: justo lo contrario de lo que deseaba en aquel momento.

Gyles no estaba sentado a su escritorio. Éste se hallaba justo al otro lado de la habitación. La silla estaba vacía, pero había libros abiertos diseminados por encima de la mesa.

Francesca abrió con cuidado la puerta un poco más y examinó rápidamente la habitación. No había ninguna figura alta junto a las ventanas ni tampoco ante las estanterías.

Entró con presteza y cerró la puerta con mucho sigilo. Llegó hasta el rincón más cercano y empezó a recorrer las estanterías, repasando los títulos.

Su precaución no tenía nada que ver con su búsqueda: no estaba cometiendo ninguna acción reprochable. Pero quería evitar cualquier encuentro innecesario con Gyles. Si él no quería que se mezclara en su vida, así sería: era demasiado orgullosa para andar suplicándole. Desde la noche en que él había decidido pasar las horas de después de cenar separado de ella, había puesto buen cuidado en no reclamar de su tiempo más que el estrictamente imprescindible.

Él seguía acudiendo a su lecho y a sus brazos cada noche, pero eso era distinto. Ni ella ni él iban a permitir que lo que ocurría entre ellos fuera del dormitorio interfiriera con lo que les unía dentro de él.

En eso, al menos, circulaban en paralelo.

No había vuelto a la casa de la viuda. Aunque hubiera deseado concederse el consuelo y el apoyo de su suegra y su tía política, lo primero que le hubieran preguntado era qué tal le iba, es decir; qué tal le iba con su marido.

No habría sabido qué responder, no se le ocurría cómo explicarlo o qué sentido darle. Su rechazo (¿de qué otra manera podía interpretarlo?) había sido un golpe muy duro y, sin embargo, se negaba tozudamente a renunciar a sus esperanzas. No mientras él siguiera acudiendo a ella cada noche; no mientras, durante el día, lo sorprendiera observándola con un gesto fruncido, no de disgusto, sino de indeterminación, en sus ojos grises.

No: no había perdido la esperanza, pero había aprendido a no pincharlo. Henni había acertado sin duda en ese punto. Él era un tirano en potencia; a los tiranos no les agradaba que les dieran instrucciones. Tenía que permitir que él encontrara su propio camino, y rezar para que le condujera a donde ella deseaba.

Tanta paciencia no salía de ella fácilmente. Tenía que distraerse. Recordando su intención de encontrar la vieja Biblia y copiar el árbol genealógico que contenía, había preguntado a Irving por el libro; él creía que la Biblia, un volumen antiguo y enorme, estaba en la biblioteca. Perdido entre miles de otros viejos volúmenes. Lo único que Irving podía recordar era que estaba encuadernado en cuero rojo y que el lomo medía casi seis pulgadas de ancho.

Iban pasando los minutos. Transcurrió media hora mientras daba la vuelta a la inmensa habitación; podía haberle llevado más tiempo, pero había pocos libros tan grandes en las estanterías. Desde luego, no había ningún libro tan grande en las estanterías principales. Lo que dejaba sólo las estanterías de la galería.

Construida encima del pasillo lateral por el que había entrado, la galería estaba delimitada por tabiques enteros, más que por simples barandillas. De una esquina de la habitación principal salía una escalen de caracol que llevaba a un pasadizo abovedado; entrando en él, Francesca echó un vistazo a la estrecha habitación cubierta de estanterías desde el suelo hasta el techo. Todas llenas de libros. Hacia la mitad de la habitación había otra partición de arriba abajo, cubierta también de estanterías, dispuesta transversalmente, de forma que la dividía en dos mitades, dejando únicamente un hueco, de la anchura de una puerta, a un lado.

El duque de Chillingworth poseía demasiados libros. Ignorando el calambre del cuello, Francesca dio la vuelta al cuartito en busca de un volumen enorme encuadernado en cuero rojo. El primer cuarto carecía de ventana. La única luz llegaba sesgada de las altas ventanas de la otra mitad de la galería. Tuvo que forzar la vista para comprobar los títulos de los pocos libros rojos y grandes que encontró. Ninguno de ellos era la Biblia.

Habiendo acabado con el primer cuarto, cruzó la abertura que daba paso a la otra mitad de la galería. Cegada momentáneamente por la luz que entraba a raudales, se detuvo parpadeando.

La forma silueteada que había tomado en principio por alguna escalera de biblioteca de extraño diseño resultó ser su marido, sentado en un sillón de orejas, con sus largas piernas extendidas al frente. Dio un respingo y lo sofocó de inmediato.

– Lo siento; no sabía que estuvierais aquí. -Notó el matiz, a la defensiva, de su propia voz-. Os ruego que me excuséis. Ya os dejo.

– No.

Se tomó un instante para evaluar su tono: totalmente imperativo, pero adornado con un deje de vacilación; entonces, se dio la vuelta y se encaró a él.

Su expresión era impasible.

– ¿No estaríais ya en Inglaterra por la época de la revuelta de Peterloo, o sí?

– ¿Los disturbios de Manchester? -Él asintió; ella sacudió la cabeza-. Oímos hablar de ello algún tiempo después… Casi todo el mundo los mencionaba como un suceso lamentable.

– Ciertamente. -Incorporándose a medias, tiró de una silla cercana; agitando el papel que tenía en la mano, la invitó a ocuparla-. Sentaos y leed esto, y decidme qué os parece.

Ella dudó antes de cruzar el cuartito. Hundiéndose en la silla, aceptó el papel, que era una especie de declaración formal.

– ¿Qué es esto?

– Leedlo. -Se reclinó hacia atrás-. Sois lo más parecido a un observador imparcial, alguien que conoce los hechos desnudos, despojados de las emociones que, en su época y posteriormente, han teñido las discusiones sobre el particular en Inglaterra.

Ella lo miró, y luego se aplicó disciplinadamente a la lectura. Para cuando hubo llegado al final del documento, fruncía el ceño.

– Esto me parece…, vaya, ilógico. No veo cómo pueden reclamar tales cosas, o hacer semejantes afirmaciones.

– Exacto. -Tomó el papel de nuevo-. Esto pretende ser un argumento contra la revocación de las leyes del maíz.

Francesca dudó un instante, y luego preguntó en tono calmado:

– ¿Vos estáis a favor o en contra?

Él le dirigió una mirada sombría.

– A favor, por supuesto. La maldita norma nunca debió aprobarse. Muchos de nosotros expusimos opiniones en contra, en su día, pero pasó el trámite. Ahora la tenemos que revocar antes de que el país se desmorone.

– Vos sois un terrateniente importante. ¿No os favorecen las leyes del maíz?

– Si el único criterio que aplicamos es el beneficio financiero inmediato, entonces sí. Sin embargo, el efecto global en las grandes propiedades, como la mía, o la de Diablo, o las de tantos otros, será negativo, a causa de los costes sociales.

– ¿Así que vuestro principal argumento a favor de derogar la ley es de orden financiero?

– Para los lores, los argumentos financieros han de resultar de gran peso, pero, en mi opinión, los otros argumentos pesan más. El hecho de ser los propietarios legales de sus haciendas no salvó a la aristocracia francesa. Los que se niegan a verlo, los que se resisten a entender que los tiempos han cambiado y que el pueblo llano tiene también sus derechos, están negando una verdad manifiesta.

– ¿Es esto lo que habéis estado investigando, como revocar las leyes del maíz?

– Eso y un cierto número de cuestiones relacionadas con el tema. La clave es la reforma del derecho al voto, pero han de pasar años antes de que consigamos aprobar nada.

– ¿Qué idea es ésta del voto? Decidme.

– Bien…

Él explicaba y ella preguntaba. Surgió una animada discusión en torno al alcance de la extensión del sufragio necesaria para satisfacer la demanda inherente de los excluidos por el momento.

Gyles se sorprendió al ver el sol ya cercano al horizonte, al comprender que habían estado hablando durante horas. Aunque ella había vivido sus experiencias en el extranjero, también había comprendido la necesidad de ampliar el sufragio, de establecer un objetivo común a una base social más amplia.

– Waterloo fue el final: el momento en que todo se aclaró. Llevábamos más de dos décadas distraídos con Francia, sin prestar a nuestros asuntos internos la atención necesaria. Ahora que ya no hay una guerra que nos mantenga unidos, que lleve al gobierno y al pueblo a actuar al unísono, el tejido social está empezando a deshacerse.

– De modo que las cosas deben cambiar. -Francesca asintió. Se había levantado y puesto a dar vueltas un rato antes.

– Los tiempos cambian. -Gyles la observaba desfilar ante él-. Y los que sobreviven son siempre los que se adaptan.

Eso era algo obvio y se podía aplicar en muchas circunstancias, en muchos terrenos.

Ella asintió sin dejar de andar, con expresión viva, rebosante de inteligencia y de su propia energía intrínseca. Él no pudo menos que admitir la evidencia: que con su belleza, su entendimiento y su vitalidad, no podía haber dado con una esposa más idónea para ser su cómplice y su apoyo en la esfera política. Aquello era lo último que había tenido en cuenta a la hora de concertar su matrimonio, pero no cabía duda en cuanto a la importancia que podía llegar a tener. Si la llevaba a Londres, se convertiría en una de las anfitrionas políticas, ducha en el trato social, de ingenio agudo y manipuladora, todo puesto al mejor servicio de su causa. Sabía que tenía la capacidad de manipular a los hombres: era algo que hacía con la misma facilidad que respirar o hacerle el amor. Pero no había cometido el error de intentar manipularle a él, ni siquiera en esos últimos días en que él casi lo habría visto justificado.

A alguien con su temperamento, eso no había debido resultarle fácil.

Los tiempos cambian.

Y quienes aspiran a sobrevivir, se adaptan.

Pasó junto a él como una exhalación y se dio la vuelta. Él alargó la mano y enroscó los dedos en torno a su muñeca, aprisionándola. Sorprendida, bajó la vista hacia él.

Él la miró a los ojos a su vez.

– Ya hemos discutido bastante de política…, por ahora. Hay algo más que me gustaría discutir con vos. Otro asunto sobre el que apreciaría conocer vuestra opinión.

Sin dejar de mirarla a los ojos, se quitó los papeles del regazo y los dejó caer junto a su silla. Se levantó, quedando de pie junto a ella, y, con la mano que le quedaba libre, agarró la silla por el respaldo y le dio la vuelta hasta que quedó de cara a las ventanas. La rodeó y se sentó, la atrajo a ella hacía sí y tiró de ella hacia abajo. Ella dejó que le hiciera sentarse sobre su regazo, de cara a él.

Llevaba un escote amplio, generoso, pero modestamente cubierto de diáfana gasa, abierta como el cuello de una camisa, plegándose a partir del punto intermedio entre sus pechos. Cerrando las manos en torno a su cintura, inclinó la cabeza y tocó con la punta de la lengua su piel desnuda justo encima de aquel punto, para a partir de allí ir lamiéndola hacia arriba, lentamente, empujando su cabeza hacia atrás, sintiéndola temblar bajo sus manos al posar los labios en la base de su cuello como un hierro de marcar.

Era suya, tan total e incuestionablemente suya que empezaba a pensar que él debía ser suyo.

En cuestión de segundos, el ambiente de aquel cuartito pasó de la carga política a la pasión intensa. A un intenso erotismo.

Ésa era la idea que él tenía, y ella lo secundó con entusiasmo, buscando su rostro sólo fugazmente antes de acatar su orden de darse la vuelta para quedar mirando la ventana. Él la levantó ligeramente, acomodándole el trasero sobre sus muslos; luego se enderezó, sin que su pecho llegara a tocarle a ella la espalda, inclinó la cabeza y recorrió a besos la columna de su cuello, desde la curva del hombro al punto sensible de detrás de la oreja.

– Apoyad las manos en los brazos de la silla.

Ella lo hizo sin vacilar. Él levantó la vista y miró por la ventana.

– ¿Veis ese roble grande, el que está justo enfrente?

Ella estiró el cuello y miró, y luego asintió.

– Quiero que os fijéis en las ramas superiores. No apartéis la vista. No penséis en nada más. Pensad únicamente en esas ramas.

Ella se movió un poco.

– Pero…, están desnudas.

– Mmm. Aún quedan una o dos hojas por caer.

La provocaba, más que tocarla. Manejando un montículo turgente con cada mano, miraba por encima de su hombro a la vez que las movía simétricamente, dibujando círculos pero sin llegar nunca a tocar las cúspides cada vez más prietas, rozando con las yemas de los dedos el fino tejido mientras incitaba su cuerpo a responder, a reaccionar.

Los pechos de ella se hinchaban y tensaban. Podía ver cómo sus pezones contraidísimos se aplastaban bajo el ajustado corpiño. Ella se agitó en su regazo.

– ¿Os estáis concentrando en esas ramas?

– Mmm. Gyles…

– Pensad en lo desnudas que están.

Lo desnuda que le gustaría estar a ella; no hacía falta que él lo dijera, pero eso no figuraba en el guión que había diseñado, improvisadamente pero con maestría, para aquella tarde. Suavemente, abarcó sus pechos, comprobando su firmeza, y luego retiró sus palmas de ella.

Valiéndose sólo de las puntas de los dedos, los cerró en torno a sus pezones, con delicadeza al principio, luego haciendo cada vez más presión. Ella ahogó un gemido e inclinó la cabeza hacia atrás. Pellizcó, y ella arqueó la espalda, luego la soltó y volvió a sus leves toques incitantes.

– Totalmente desnudas, totalmente expuestas. No dejéis de observar las ramas.

Repitió la tortura (ella era una víctima muy predispuesta) hasta que la tuvo respirando rápida y superficialmente y su piel adquirió un poco de rubor. Ella se desplomó contra él, echando la cabeza atrás para verle la cara.

Buscó sus ojos.

– Os quiero dentro de mí.

– Lo sé.

– ¿Y bien? -Había en su tono algo más que un matiz de apremio.

Él sonrió ligeramente,

– Levantaos un momento.

En todo aquel rato, ella había mantenido las piernas a un lado de las de él; cargando su peso en los brazos de la silla, se levantó un poquito. Él le recogió la parte de atrás de la falda, se la levantó junto con la enagua y la espalda de su combinación de seda, trayéndolas hacia sí, y deslizó al fin las manos bajo la espuma de los tejidos. Acomodando las palmas en sus glúteos desnudos, se solazó brevemente en la firmeza de sus contornos, satisfecho de hallar la sedosa piel cubierta de un leve rocío. Luego, sujetándola por la cadera con una mano, deslizó la otra entre la parte de atrás de sus muslos para abarcar delicadamente el pubis.

Ella prorrumpió en un ligero gemido; los brazos le temblaban. Él la empujó hacia abajo. Gimió de nuevo al aplastar su peso contra la mano de él, completamente expuesta a su contacto.

Francesca sintió la fuerza de la mano de Gyles, notó las caricias de sus dedos. Con el corazón desbocándosele, se retorció, y luego movió una pierna para cruzarla por encima de la de él y abrirse, entregarse a sus tocamientos tentadores.

– No. Sentaos como estabais: recatadamente.

¿Recatadamente? Empezaba a costarle respirar. Él tenía ambas manos bajo sus faldas, una extendida sobre su estómago, aplicándole un suave masaje, mientras que la otra la tocaba en lo más íntimo, explorándola.

Francesca podía sentir su propia humedad, notaba cómo estaba de caliente y de hinchada. Sus muslos y sus nalgas reposaban desnudos sobre el tejido de los pantalones de él, un recuerdo constante de su vulnerabilidad.

– Seguid estudiando el árbol.

Ella tomó una inspiración, levantó la cabeza y fijó la vista en el manojo de ramas peladas.

Él le introdujo posesivamente un dedo. Ella se aferró a los brazos de la silla, buscando en vano un apoyo para resistir la sacudida. Sus pulmones se hincharon. Él la acarició y luego forzó el dedo más adentro. Ella sintió su cuerpo tensarse; nunca había sido tan consciente de cómo sus nervios se contraían. Un ansia punzante crecía dentro de ella. Quería más, mucho más.

Otro dedo se coló dentro con el primero. Su cuerpo reaccionó ansiosamente, con voracidad; había alcanzado un punto de extraño distanciamiento en que podía sentir, disfrutar y, sin embargo, también observar. Él siguió profundizando, moviendo la mano hecha un puño debajo de ella. Con el espinazo rígido, ella sacudió salvajemente la cabeza.

– ¡No!

El movimiento de los dedos de él entre sus muslos, dentro de ella, se ralentizó.

– Qué mujer más exigente. El tono de su voz era profundo, grave; burlón. Entonces le hundió los dedos hasta el fondo y los mantuvo así, prieta la mano contra su inflamada blandura. – ¿Seguís concentrada en las ramas?

Ella miraba en esa dirección, pero hacía rato que no veía nada.

– Sí.

– Algunas son nudosas, ¿verdad?

Ella miró y se fijó en lo que él le indicaba que viera. Le pareció notar que él se movía, que había retirado la mano de su estómago, que se desabrochaba los pantalones detrás de ella, liberándose. Impulsivamente, soltó uno de los brazos de la silla y tanteó detrás de sí. Él le apartó la mano de una palmada.

– Se supone que os estáis concentrando en las ramas. En las nudosas. En algo agradable y grueso y suave.

En su mente sólo había un objeto agradable, grueso, suave y nudoso, y no tenía nada que ver con árboles. Con árboles familiares, tal vez, pero no con los físicos. El motivo que la había llevado a la biblioteca pasó flotando por su mente, y se fue como había llegado. Miró el árbol, se forzó a verlo.

Sintió que él volvía a deslizar la mano bajo sus faldas para curvarla posesivamente sobre su estómago desnudo.

– Mirad el árbol. Concentraos en sus ramas. No lo entendía, pero hizo lo que le decía, obligó a su mente, además de a sus ojos, a enfocar las ramas desnudas; descubrió una protuberancia gruesa y nudosa y se concentró en ella.

Él la levantó ligeramente, la desplazó hacía atrás y deslizó su propio cuerpo bajo el de ella. Luego la hizo bajar.

Y entonces Francesca comprendió de golpe por qué estaba mirando las ramas. Los dedos de él se separaron de ella, pero permanecieron entre sus muslos, para guiar su erección. Entró en ella despacio, a conciencia, atrayéndola hacia sí, llenándola implacablemente hasta estar totalmente instalado en su interior, y ella completamente ensartada en él.

Y ella había sentido cada centímetro, y hasta la más pequeña, la más nimia sensación, amplificadas por el hecho de que, distraídos su mente y sus sentidos, lo que esperaba se había convertido en lo imprevisto. Él se había asegurado de que tuviera los nervios extremadamente sensibilizados, de que reaccionarían intensamente a la penetración. Y así había sido. Con los ojos cerrándosele, dejó caer hacia atrás la cabeza sobre el hombro de Gyles, hundiendo los dedos en los brazos de la silla. Aquella lenta vindicación había sido, no una conmoción, sino un momento que la había sorprendido con sus defensas sensuales bajas. Había sentido más. Experimentado la ilícita intimidad de su acoplamiento al máximo.

Y había más por llegar.

Él la rodeó con sus brazos, enroscó su cuerpo entero sobre el de ella, reclinó su cabeza junto a la de ella. Con los labios en su cuello, se ondulaba lentamente bajo ella.

Era un baile distinto. Con los ojos cerrados, concentrándose en algo que no eran ya las ramas, se valió de su apoyo en los brazos de la silla para moverse encima de él. La silla era demasiado ancha, y sus propios brazos ahora demasiado débiles para elevarse, pero eso, al parecer, no era necesario encima de una silla. No tal y como él manejaba la situación.

Se rindió a su manejo, dejando que dictara el ritmo y el tono de la danza. Sus sentidos estaban absolutamente despiertos, más receptivos de lo habitual; estaba más centrada en la fusión de sus cuerpos de lo que había estado nunca hasta entonces. Abrazando la experiencia con entusiasmo, se relajó, soltó los brazos de la silla y enredó los suyos en torno a los de él.

Él murmuró su aprobación y la recogió más profundamente en su abrazo; ella sintió el placer que él sentía al sondear su cuerpo con ritmo lento e invariable.

Gyles la condujo con destreza hasta un clímax largo y a través de él, un clímax prolongado, estirado hasta el punto de que ella sintió que flotaba antes de que acabara, y siguió flotando mucho tiempo después. Él aprovechó aquellos momentos para saborearla más plenamente, para disfrutar la recompensa de su cuerpo cerrándose ardiente en torno al suyo.

Se preguntó cuánto tiempo conseguiría resistir; cuánto tiempo soportaría su control ese dulce calor, la firmeza sedosa, abrasadora y embriagadora que lo apresaba. Reclinándose hacia atrás, la urgió a relajarse en sus brazos, Puestos de esa manera, podía prolongar su cópula durante un tiempo considerable, Tenía la intención de recibir todo lo que pudiera del encuentro. Y de darle a ella, de enseñarle, todo lo que pudiera. Ella estaba tendida contra él, relajada, como sin huesos; sólo un débil trazo de concentración entre sus cejas daba fe de su estado de conciencia. Él siguió moviéndose debajo de ella, regodeándose en su cálida untuosidad y en el placer que su cuerpo le prodigaba.

– ¿Tengo que seguir mirando las ramas?

– Podéis hacerlo, si os apetece.

Dejando la mano derecha extendida sobre el estómago de Francesca, retiró la izquierda y la sacó de entre sus faldas. Comenzó una vez más a acariciarle levemente los pechos.

Ella emitía un murmullo de placer. A él no le pareció que estuviera mirando los árboles.

Al cabo de un rato, ella preguntó:

– ¿Es así hasta el final, o hay más?

Empleó un tono de simple curiosidad, como una alumna interpelando a su mentor. Él entendió lo que preguntaba.

– No; hay más.

La fase siguiente, el siguiente nivel de sensación. Estaban los dos flotando en un plano elevado de conciencia, en que su capacidad de sentir se hallaba amplificada, pero de una forma que no recordaba a la urgencia conocida, y les permitía disfrutar, prolongar la intimidad y apreciarla más profundamente.

Él pasó de los roces insinuantes a caricias más explícitas, hasta acabar magreándole los pechos, pellizcándole los pezones, de nuevo tensos y doloridos. Ella respiraba entrecortadamente, balanceando las caderas, Entonces esquinó los hombros e inclinó la cabeza hacia atrás; él agachó la suya y la besó, y dejó que ella lo besara.

Sus lenguas se enredaron. Como por encanto, el deseo surgió y los inundó, fluyendo a través de los dos.

Ella apretó sus caderas contra él, haciéndole penetrarla más profundamente, incitándolo a rematarla y liberarla. Él siguió a su ritmo obstinadamente, postergando el momento sin clemencia. Hasta que su beso se hizo frenético, incendiario. Bajo las faldas, él desplazó la mano derecha y deslizó un dedo hacia abajo entre sus pelos erizados, hasta el punto en que ella palpitaba de ansia. Acarició el contorno del prieto capullo y ella gimió de gozo. El puso el dedo delicadamente sobre el brote hinchado y se demoró en él mientras la acometía una, dos, tres veces, siempre al mismo ritmo enloquecedoramente lento. Y luego siguió todavía más despacio, dejándola presentir lo que estaba por llegar, para finalmente apretar fuerte y embestirla a fondo.

Ella se quebró como el cristal. Él se bebió su grito, y luego se hundió más en ella. Ella gemía, se aferraba a él; sus fuerzas exánimes la habían dejado abierta y vulnerable, incapaz de hacer otra cosa que sentir cómo él la atraía hacia sí y la embestía más profundamente, y más aún, llevándola al límite.

Con otro grito, ella volvió a quebrarse mientras él sentía liberarse su propia efusión. La sostuvo firmemente contra sí al derramar su semilla en su seno, sintió su cuerpo desmadejarse sobre él, liberada toda tensión, abierta y deseosa y acogedora. Queriéndolo, aceptándolo.

Respirando agitadamente, se dejó caer hacia atrás en la silla, arrastrándola con él y abrazándola tiernamente.

– Recordadme -tuvo que hacer una pausa para recobrar el aliento- que os enseñe lo de las flores.

Ella le deslizaba los dedos por el brazo.

– ¿Difieren significativamente de los árboles?

– Para apreciar debidamente las flores, hay que estar de pie.

Siguieron ahí tendidos, sin despegarse, y dejaron pasar los minutos, sin que ninguno de los dos quisiera moverse, perturbar el momento. Abreviar la profunda paz que la intimidad les había traído.

Gyles le acariciaba la cabeza, enredando los dedos entre los largos rizos que se le derramaban desde el moño.

No había previsto que nada de aquello sucediera. No había contado con su pasión, ni con su inteligencia…, ni con su amor.

Ese algo precioso que ella estaba decidida a darle, y que una parte de él deseaba desesperadamente reclamar. Pero…, no estaba seguro de poder pagar el precio que ella pedía. Sabía cuál era, qué quería ella a cambio, pero no sabía aún, ni siquiera después de pensárselo durante cuatro días, si podía dárselo.

Ella constituía una oportunidad que no estaba seguro de poder aprovechar, pero tenía claro que nunca se le presentaría otra mejor. Que nunca conocería a una mujer más cautivadora ni más digna de su confianza.

Honestidad, sinceridad; una integridad a toda prueba. La pecadora apasionada que lo encandilaba y la hermosa condesa que se había asegurado eran la misma persona. En ninguno de los dos papeles fingía; ambos eran facetas distintas de su auténtica personalidad. Por eso la gente le respondía con tan buena disposición: no había en ella falsedad alguna.

Comprenderla, saber más de ella, conocerla mejor se había convertido para él en una obsesión comparable a la que había sentido por poseerla físicamente. Y que seguía sintiendo.

Notaba el suave jadeo de su respiración, seguía acariciándole el pelo. Seguía mirando por la ventana.

El vándalo que había dentro de él quería darle lo que ella esperaba, y reclamaba a cambio todo lo que le ofrecía. O quería, al menos, intentarlo. El caballero racional y cauto proclamaba que incluso intentarlo era demasiado arriesgado. Y si lo conseguía, ¿qué? ¿Cómo apechugaría con ello?

Y, no obstante, renegar de ella estaba fuera de su alcance: él y ella, los dos juntos, acababan de demostrarlo. Un hombre sabio, ateniéndose a los argumentos que había abrazado, hubiera guardado las distancias fuera del dormitorio.

Él no lo había hecho. No podía. Tendría que intentarlo por otra vía. O, como mínimo, podía buscar un compromiso, si tal cosa era posible. Era lo menos que le debía. Que se debía a sí mismo, tal vez.

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