Francesca habló con Charles, como había prometido. Y aunque éste se mostró comprensivo con la excitación de Chillingworth, también se había mostrado conmovedoramente consciente de su necesidad de salir a montar.
– No veo motivo -había dicho-, mientras vayas con precaución razonable, para que no sigas montando mis caballos de caza hasta que os caséis y él pueda proveerte de una cabalgadura adecuada. Después de todo, hace dos años que montas por el bosque y no ha habido que lamentar ningún percance.
Ese sentir era reflejo del de Francesca. En consecuencia, a la mañana siguiente, temprano, horas antes de lo que acostumbraba, estaba montando el rucio castrado por un camino de herradura distante unos pocos kilómetros de su ruta habitual entre la mansión y Lindhurst. Se sentía de un humor radiante, con el corazón ligero, mientras iba galopando. No la turbaba la menor pizca de culpabilidad; había hecho todo lo posible por no desairar a Chillingworth.
Entró en el siguiente claro a un trote ligero.
Montado en su zaino, lo vio avanzar hacia ella.
Lo primero que notó fue un sentimiento de traición.
Luego le distinguió la cara, vio cómo su gesto se endurecía, advirtió una furia que relampagueaba para fundirse con algo más ardiente. La sensación de traición se vio ahogada por otra de alarma.
Entonces él espoleó su caballo y fue a por ella.
Francesca huyó. No se paró a pensar: no había sitio en su cabeza para el pensamiento racional. Cuando un hombre miraba a una mujer de esa manera y a continuación cargaba hacia ella, sólo había una reacción sensata.
Había un camino de herradura a menor distancia de la que la separaba de él; lo tomó, lanzando al rucio sobre la pista. El zaino se lanzó en pos de ellos. Ella soltó las riendas. Podía oír el retumbar de los cascos del zaino por encima de la reverberación de las zancadas del rucio y de los frenéticos latidos de su propio corazón. Sintió su pecho atenazado, estrujándole el corazón hacia la garganta. El viento de su carrera le disparaba el pelo hacia atrás, enredando sus rizos en una maraña, como una estela.
Bien aferrada a la silla, siguió avanzando como una bala. No podía arriesgarse a mirar atrás, no se atrevía, no podía distraerse ni un instante. A aquella velocidad, había de concentrarse exclusivamente en el tramo del camino que tenía delante, en sus vueltas y revueltas. Podía sentir la mirada de Chillingworth clavada en su espalda, quemándola como una llama.
Un cosquilleo helado rozó su nuca y se deslizó a continuación por cada uno de sus nervios. Temor, pero no un temor cualquiera. Uno muy primario, primitivo, tan primitivo como la expresión que había inundado el rostro de él en el instante previo a que se lanzara a por ella. Dentro del temor había escondida una hebra de calor, pero que no la reconfortaba; simplemente, añadía una dimensión nueva al pánico que sentía: el temor a lo desconocido.
Sólo pensaba en escapar. El nudo que tenía en la garganta se hinchaba; sus sentidos se desplegaban, susurrándole que se rindiera.
Trató de pensar, intentó planear una forma de despistarlo. El rucio y el zaino parecían igualados en fuerzas, pero los senderos eran demasiado estrechos para que él pudiera situarse a su lado. Pronto llegarían al siguiente claro. Afortunadamente, él cargaba a su montura con mucho más peso.
Los árboles clareaban ya. Hizo reducir la marcha al rucio para, acto seguido, lanzarlo al claro abierto, a galope tendido, inclinada sobre su cruz. El zaino no se le despegaba. Echó una rápida mirada atrás y a un lado… y el corazón le dio un vuelco al ver los ojos de Chillingworth, que le pisaba ya los talones, clavados en los suyos. La estaba alcanzando inexorablemente. Extendió el brazo para agarrar las riendas de su caballo…
Ella viró bruscamente. A un lado se abría otro sendero, más cerca que aquel al que se había estado dirigiendo: era su única salida. Lanzó al rucio por ahí a la carrera; el zaino siguió a su zaga. ¿Qué más podía hacer?
La respuesta apareció antes de que pudiera prepararse, al acabarse los árboles de forma abrupta al borde de un campo estrecho. El terreno descendía por una pendiente suave hacia un angosto arroyo, para ascender bruscamente en la otra orilla. Del claro se salía por un único sendero, que se abría directamente al otro lado del campo.
Lanzó al rucio hacia el arroyo. Sus cascos chacolotearon sobre los cantos rodados de la corriente, seguidos del eco inmediato de los del zaino. El rucio remontó la empinada pendiente del otro lado, con los cuartos traseros temblándole al impulsar cuesta arriba su considerable peso.
Tenía el final de la pendiente a un salto de distancia cuando el zaino la alcanzó.
Una mano se le cruzó delante y agarró sus riendas.
Ella dio un tirón para recuperarlas, jadeando; el rucio se tambaleó.
Un brazo de acero la envolvió por la cintura, encadenándola, hombro contra pecho, a un tronco aún más duro. Forcejeó instintivamente. Las riendas le fueron arrancadas de las manos.
– ¡Estese quieta!
Las palabras restallaron como un trueno, como un látigo.
Se calmó.
Los caballos entrechocaron antes de calmarse, refrenados por una mano firme. Llegaron con un trote nervioso a la estrecha franja de terreno llano que remataba la pendiente. Los pelajes de ambos caballos, separados únicamente por la bota de Gyles, despedían brillos parpadeantes. Finalmente se apaciguaron, resoplaron largamente y agacharon las cabezas.
El brazo en torno a Francesca parecía un grillete; no aflojaba. Con la respiración entrecortada y el pulso acelerado, ella elevó la mirada.
Gyles se topó con sus ojos, abiertos como platos…, y sintió que le invadía un furor primitivo, posesivo. La cabeza le daba vueltas, su corazón palpitaba desbocado. Respiraba tan atormentadamente como ella.
Francesca tenía las mejillas ardientes de rubor, los labios entreabiertos. Sus ojos, verdes centellas, clavados en los de Gyles, ardían en un sobreentendido tan viejo como el tiempo.
Él se apropió de sus labios con un beso abrasador.
No le dio cuartel. No se lo hubiera dado aunque ella se lo suplicara: era suya. Suya para marcarla, suya para poseerla, suya para reclamarla. Saqueó su boca, exigiéndole la rendición… Cuando ésta se produjo y ella se relajó en su abrazo, él la estrechó aún más y ahondó el beso, sellando el destino de ambos.
Ella era blanda, sumisa…, enteramente mujer. Sus labios, tan lozanos como recordaba; su boca una cueva de placer libertino. Se rindió y se abrió a él por completo, cediendo con un suspiro que era mitad gemido, mitad súplica. Su sonido lo enardeció; el deseo lo fustigaba, lo laceraba. Ella le ofrecía la boca para saciarlo; él la tomaba y pedía más.
Arrastrada por la marea, Francesca acabó por soltar del todo las riendas del rucio y se entregó a su abrazo. El nudo ardiente de sus lenguas exigía toda su atención, su dedicación absoluta y completa. El brazo que la rodeaba, rígidos los músculos, apretó aún más. Montada como estaba a mujeriegas, con las piernas recogidas entre los dos, él la iba levantando de la silla. No le importó. No importaba más que la marea gloriosamente embriagadora que rugía entre ambos. Haciendo mentalmente pie en aquel torrente, recuperó un punto de equilibrio para rescatar su aliento de entre los labios de él y abrazarlo a su vez.
Posó con fuerza las manos sobre los hombros de Gyles para acabar enredando los dedos entre sus cabellos; lo buscó con su cuerpo, arqueándose, apurando aún más su abrazo aplastante. Lo buscó con sus labios, correspondiendo fogosamente a sus besos ardientes, ávidos. Alimentando su deseo, satisfaciendo el propio.
Por encima de todo, lo buscó con su alma, con toda la pasión y el amor que llevaba dentro: así, ¡así!, cantaba su corazón, era como debía ser.
Él reclamaba cuanto ella era, se lo bebía, se lo arrancaba, y, al tomarlo, también se daba. No era delicado, ni mucho menos, pero ella no quería delicadeza: quería fuego y llama, pasión y gloria, deseo y satisfacción. Y ésas eran las promesas de los duros labios que majaban los suyos, en la casi brutal conquista de su boca. Ella recibía cada invasión con júbilo en su corazón, con deseo que surcaba sus venas.
Bajo ellos, los caballos se agitaron intranquilos; por un instante brevísimo, él desvió su atención. Ella notó que se pasaba las riendas a la mano con que sujetaba su cintura. Entonces sus labios se endurecieron y la empujó hacia atrás, haciéndola doblarse por encima del brazo que sostenía su espalda. Con la mano que había quedado libre le atenazó la mandíbula, enmarcando su rostro, sujetándola de cara a una invasión tan poderosa, tan devastadora, que confundió todos sus sentidos.
La mano abandonó su cara para cerrarse, con fuerza, en torno a su pecho.
Ella reaccionó como si hubiera quemado su piel con un hierro de marcar, una marca sexual, arqueándose, apretándosele más. Sintió aquel primer tiento hasta la punta de sus pies; un placer como ningún otro arponeándola bajo la piel para luego fundirse y extenderse. Su temperatura aumentó, la piel le ardía. Como fiebre, pero tampoco…, como el calor de una llama interior. Una llama que él avivaba con sus dedos, presionando, acariciando, y luego amasando provocativamente. A través del grueso terciopelo, halló la cúspide de su pecho y la excitó con firmes pellizcos.
Él se tragó su gemido y continuó arrastrándola, implacablemente. Ella lo siguió de buena gana, con entusiasmo, deseando todo lo que quisiera darle, lo que quisiera enseñarle…, deseándolo a él. No ofreció resistencia alguna. En vez de eso, concentró la lucidez que pudiera quedarle en seguir la dirección que él le marcaba con toda la presteza de que era capaz, en darle la respuesta que demandaba, en alimentar y satisfacer un ansia que era de ambos: en hacerle el amor.
Gyles lo sabía, lo notaba; se sentía henchido de victoria. Era suya: iba a rendirse completamente y conducirlo dentro de su cuerpo. Nada podía impedir que la poseyera. Un pequeño impulso y la habría levantado de la silla y colocado en su regazo, luego podría tenderla en la hierba. Una imagen cruzó por su cabeza: la hierba era áspera, amazacotada, y el suelo rocoso y desigual. Los caballos estaban cerca. La vio como la vería mientras la hacía suya: el pelo glorioso enredado sobre aquel suelo inclemente, el cuerpo desprotegido ante su acometida, esforzándose sin la protección de cojín alguno por tomarlo entero, por responder a sus embestidas, abriendo luego los ojos de par en par, cegados de dolor…
¡No!
La retirada de Gyles fue tan violenta que aflojó las garras de su lujuria, las garras implacables de sus pasiones. Respirando hondo, pugnó por despejar sus pensamientos, combatió la compulsión que latía insistentemente en sus venas. Perdido por un momento, buscó a tientas mentalmente su identidad, la imagen que ofrecía al mundo. La había perdido: la había dejado atrás, en el primer claro, en cuanto había vuelto a verla montada en un peligroso caballo de caza.
Aún tenía los labios sobre los de ella, la lengua enredada con la suya, la mano firme en torno a su pecho. Tuvo que luchar para no dejarse llevar, sabiendo que no era necesario, que ella preferiría que siguiera a que se echara atrás.
Cuando sus labios se despegaron, se estremeció y apretó el rostro contra su pelo.
– ¡Maldita sea! -Su voz sonó como un susurro ronco-. ¿Por qué ha echado a correr?
– No lo sé -jadeó Francesca. Inconscientemente, levantó una mano y le acarició la mejilla-. Por instinto.
Eso era lo que le había hecho cargar a él, lo que a ella le había hecho huir.
Ella le pertenecía; ambos lo sabían. De ahí había seguido todo: la reacción de él, la respuesta de ella, como un argumento preestablecido.
Él separó la mano de su pecho, y ella se sintió despojada; se quedó esperando a que la levantara y la sentara en su regazo.
Él empujó suavemente la barbilla de la joven hacia arriba y presionó sus labios contra los de ella por un instante, volvieron a reinar la pasión, la gloria, el ardor y la promesa… Luego sintió que él volvía a refrenar todo eso. En sus labios, en su delicada forma de acariciarle la cara, sintió la batalla que libraba por contener aquello que tan libremente había fluido. Sin podérselo creer, notó cómo retiraba el brazo con que la rodeaba, deslizándolo, despacio, renuentemente. Entonces agarró sus caderas con ambas manos, tensando los dedos, flexionándolos…, y, en vez de elevarla hacia sí, la posó de vuelta en su silla.
Con un esfuerzo que ella pudo percibir, separó los labios de los suyos. Ella lo miró a los ojos: borrascosos, oscuros como el cielo en la tormenta. Algo rugía embravecido tras el gris de sus pupilas. Los dos tenían la respiración entrecortada, acelerada: a duras penas libres ambos del poder de la llama que había prendido en su interior.
– ¡Váyase! -La orden fue un murmullo; sonaba forzada, como dictada contra su voluntad; en sus ojos había un tono implorante-. Vuelva a casa… A la mansión. A caballo, pero con prudencia.
Ella lo miraba sin acertar a comprender. Aún sentía la piel ardiendo, el corazón anhelante…
La mirada de él se endureció.
– ¡Váyase! ¡Ahora!
La orden restalló como un látigo; resultaba imposible desafiarla. Con un respingo, Francesca retomó sus riendas y dio media vuelta; arrancado de su descanso, su rucio echó a andar pendiente abajo.
No tuvo ocasión de volver la vista atrás hasta llegar a los árboles.
Él seguía donde lo había dejado, montado en su zaino, al que había hecho darse la vuelta para verla partir. Tenía la cabeza gacha y la mirada fija en la mano con que aferraba la pera de su silla.
Le había faltado un suspiro para poseerla.
De pie ante su ventana de la habitación en la posada, viendo el sol ponerse tras los árboles, Gyles afrontaba ese hecho y todo lo que significaba.
La gitana había vuelto a hacerlo. Había atravesado su escudo sin el menor esfuerzo y alcanzado todo lo que escondía tras él. Y sus sentimientos hacia ella eran tan fuertes, tan ingobernables, que a punto habían estado de empujarlo a hacer algo que, normalmente, nunca habría hecho. Algo que, de estar en su sano juicio, ni siquiera se le habría pasado por la cabeza. Ella tenía el poder de volverlo loco.
Si la hubiera llevado al suelo, nada del mundo le habría impedido poseerla. Violenta, apasionadamente, indiferente al daño que le infligiría. Indiferente al hecho de que ella era aún -de esto estaba seguro, se lo decían sus experimentados sentidos- virgen. Y esto, lejos de enfriar su ardor, lo acrecentaba: sería suya y sólo suya.
Pero no, no lo sería. Nunca sería suya porque nunca permitiría que ninguna mujer ejerciera sobre él tanto poder. Si la hiciera suya, se expondría a convertirse en su esclavo. Capitular hasta ese punto no estaba en su naturaleza.
Emitió una risa destemplada, dio media vuelta y se recogió en la habitación.
Ella lo había despojado de cualquier vestigio de comportamiento civilizado y había desnudado al conquistador que, bajo su apariencia de elegante glamour, era él en realidad. Era un descendiente directo de señores normandos que se apoderaban de cuanto querían; que tomaban, sencilla y despiadadamente, a cualquier mujer en que sus ojos se regalaran.
El día anterior, ella había despertado su instinto protector, y hoy, en cambio, la había perseguido por todo el bosque como un bárbaro entregado al saqueo y la rapiña. Estando en sus cabales, se inquietaba por su seguridad y, sin embargo, en el mismo instante en que la había visto montando de nuevo un caballo de caza, aquella parte de él que, enterrada en lo más hondo, tenía mucho más en común con un bárbaro entregado al saqueo y la rapiña que con el elegante caballero que se exhibía ante la buena sociedad; aquella parte de sí había aflorado a la superficie, desatada.
Lo único que había entendido era que ella estaba desobedeciendo abiertamente su mandato, ignorando flagrantemente su inquietud; sólo había sido consciente de una necesidad elemental de dejarle bien presente que era suya; de poseerla tan completamente que no pudiera negarlo, negarle a él, negar su derecho a darle órdenes. No le había importado obligarla a huir como una criatura salvaje, todo su ser se había concentrado en atraparla, en someterla, en apropiarse de ella.
Aun ahora, las sensaciones que recordaba -la fuerza primordial que había fluido por todo su cuerpo y obrado en él la transformación de caballero en bárbaro conquistador- lo estremecían.
Lo asustaban.
Echó un vistazo a la ventana; la luz agonizaba. Se acercó a la cama, cogió la fusta y los guantes que había arrojado en ella un rato antes y se dirigió a la puerta.
Había llegado el momento de hacer una visita a Charles Rawlings y disponer los últimos detalles de su boda.
En cuanto lo hubiera hecho, dejaría Hampshire inmediatamente.
– Buenas noches, milord.
Gyles se volvió mientras Charles Rawlings entraba en su despacho y cerraba la puerta.
Charles se acercó; había preocupación en su mirada.
– Espero que no haya surgido algún problema.
– En absoluto. -Con su elegante máscara bien colocada, Gyles estrechó la mano a Charles-. Mis disculpas por presentarme tan tarde, pero sobrevino un asunto inesperado que me ha impedido venir antes.
– Bueno, no tiene importancia. -Con un ademán, Charles invitó a Gyles a tomar asiento-. Por lo demás, ¿estáis seguro de que no preferiríais conocer la decisión de Francesca de sus propios labios?
– Completamente. -Gyles esperó a que Charles se sentara-. ¿Cuál es su decisión?
– Como sin duda esperabais, señor, ha accedido a vuestra proposición. Es muy consciente del honor que le hacéis…
Gyles le indicó con un gesto que dejara a un lado las formalidades.
– Imagino que ambos sabemos a qué atenernos. Me complace, por supuesto, que haya consentido en convertirse en mi condesa. Desafortunadamente, debo regresar a Lambourn de inmediato, así que me gustaría concretar los detalles del acuerdo matrimonial… Waring, mi hombre de confianza, les hará llegar los contratos en los próximos días; y habremos de discutir los particulares de la boda misma.
Charles asintió, con un aire más bien atónito.
– Bien…
– Si la señorita Rawlings no tiene inconveniente -prosiguió Gyles, implacable-, yo preferiría que la boda tuviese lugar en el castillo de Lambourn; es en su capilla en donde, tradicionalmente, han celebrado sus nupcias nuestros antepasados. Estamos a finales de agosto: cuatro semanas bastarán para que se publiquen las amonestaciones, y deberían ser tiempo más que suficiente para que la señorita Rawlings disponga su traje de novia.
Sin detenerse, pasó a tratar los detalles del acuerdo matrimonial, obligando a Charles a precipitarse a su escritorio para tomar nota.
Al cabo de media hora, había dejado atados todos los cabos sueltos, y se había atado a sí mismo al matrimonio tan firmemente como pudo.
– Ahora -dijo poniéndose en pie-, si no hay nada más, debo irme.
Charles se había rendido hacía rato.
– Repito que es una oferta muy generosa y que Francesca está encantada…
– Ciertamente. Por favor, transmítale mis respetos. Estaré ansioso por verla en Lambourn dos días antes de la boda. -Gyles se encaminó a la puerta, forzando a Charles a darle alcance-. Mi madre coordinará los pormenores sociales: estoy seguro de que la señorita Rawlings recibirá una misiva dentro de pocos días.
Charles abrió la puerta y lo acompañó por el pasillo hasta el vestíbulo. Deteniéndose ante la puerta principal mientras Bulwer se apresuraba a abrirla, Gyles sonrió sinceramente y le tendió la mano.
– Gracias por su ayuda. Y gracias por cuidar tan bien de su sobrina: espero hacerme cargo de esa responsabilidad de aquí a cuatro semanas.
La inquietud que había planeado por los ojos de Charles se disipó. Tomó la mano de Gyles.
– No os arrepentiréis del trabajo de esta noche, de eso podéis estar seguro.
Con una escueta inclinación de cabeza, Gyles abandonó la casa. El mozo de cuadras entraba su caballo al patio. Montó en él, levantó la mano saludando a Charles, luego golpeó con los talones los flancos del zaino y partió a medio trote por el camino.
Se juró que nunca volvería a la mansión Rawlings.
Si hubiera vuelto la cabeza para echar una última mirada a la casa, podría haberla visto: una silueta difusa en una ventana del piso de arriba, observándolo a él -su prometido- alejarse sobre su montura. Pero no lo hizo.
Francesca se quedó mirándolo hasta que hubo desaparecido entre los árboles. Luego, frunciendo el ceño, volvió hacia el interior.
Algo no iba bien.
Para cuando había llegado al sendero que conducía a la casa aquella tarde, había aceptado que hacer el amor «al fresco» podía no haber sido la forma en que él querría celebrar su primera intimidad. Su lado práctico le había señalado asimismo que, a pesar de su propio entusiasmo, bajo los árboles podría no haber resultado el sitio ideal para debutar en ese aspecto.
De forma que había acatado su mandato y había regresado a casa a un medio galope estricto. Pero ¿por qué, después de todo lo que había pasado entre ellos, había mantenido él su determinación de no hablar con ella cara a cara?
¿Qué lógica había en aquello?
Inmediatamente después de comer, había ido a informar a Charles de su decisión. Luego esperó a que su futuro esposo se presentara.
Y esperó.
Acababan de terminar de cenar cuando por fin llegó.
Unos toques en su puerta habían suavizado el gesto fruncido de su rostro.
– Adelante.
Charles asomó la cabeza por la puerta y luego entró. Se fijó en la ventana abierta detrás de ella.
– ¿Le has visto?
Ella asintió.
– ¿Ha dicho si…? -Gesticuló con las manos: ¿la había mencionado?
Charles sonrió afectuosamente; se acercó y la tomó de las manos.
– Querida, estoy seguro de que todo irá de maravilla. Sus negocios le han impedido venir antes, y debe regresar a Lambourn de inmediato. Pero ha dicho todo lo procedente.
Francesca correspondió a la sonrisa de Charles con idéntico afecto. Para sí, poco menos que escupía la palabra «procedente». ¿Procedente? No había nada de «procedente» en lo que les unía… Desde luego, ella no iba a conformarse con lo «procedente». No una vez que fuera su esposa.
Pero apretó las manos de Charles, dejándole creer que todo iba bien. Lo cierto era que no estaba seriamente preocupada.
No tras la escena al aire libre de hoy.
Después de experimentar lo que había surgido entre ellos, fluido por ellos como un río torrencial, y al margen de la insistencia de su prometido en abordar públicamente el asunto con fría formalidad, estaba claro que no había nada de qué preocuparse.
Tres días más tarde, llegó una carta de la madre de Chillingworth. La condesa viuda, lady Elizabeth, escribía dando a Francesca la bienvenida al seno de la familia con tan evidente alegría y buena fe que sofocó todos los temores que había albergado al respecto.
– Dice que todos los miembros de la familia están encantados con la noticia. -Francesca revolvía las hojas de la extensa misiva. Estaba sentada en el canapé junto a la ventana del salón del piso de abajo; Franni se hallaba acurrucada en el otro extremo del asiento, abrazando un cojín, con sus ojos azules abiertos de par en par. Ester escuchaba desde una butaca próxima-. Y está persuadiendo a Chillingworth de que le permita ampliar la lista de invitados, dado que la familia es tan numerosa y tiene tantas ramas, etcétera.
Francesca hizo una pausa. Aquél no era el primer indicio de que lady Elizabeth, aunque inmensamente feliz con la boda, no estaba completamente de acuerdo con su hijo en torno a los detalles. En cuanto a los miembros de la familia invitados, el hecho era que había una sola familia implicada. Chillingworth y ella eran primos, aunque fuera en enésimo grado, y eso debería facilitar la confección de la lista de invitados. ¿O no era así?
Dejando a un lado ese punto, continuó:
– Dice que el personal del castillo está atareado abriendo las distintas alas y sacando brillo a todo, y que puedo confiar en ella para que todo esté en orden. Sugiere que le escriba a propósito de cualquier duda o petición que tenga, y me asegura que será un placer para ella aconsejarme en lo que pueda.
El tono con que dijo esto daba a entender que había terminado. Volvió a plegar la carta.
Franni suspiró.
– ¡Suena maravilloso! ¿No te parece, tía Ester?
– Sí, desde luego. -Ester sonreía-. Francesca será una condesa maravillosa. Pero ahora hemos de pensar en el traje de novia.
– ¡Oh, sí! -Franni se enderezó como movida por un resorte-. ¡El traje! ¿Por qué…?
– Llevaré el traje de novia de mi madre -dijo Francesca rápidamente. Franni tenía tendencia a entusiasmarse en exceso, lo que a veces complicaba las cosas-. Algo viejo y prestado, ya sabes.
– Oh…, sí. -Franni arrugó el gesto.
– Una idea muy bonita -dijo Ester-. Habremos de hacer venir a Gilly del pueblo para comprobar que te está bien.
Franni mascullaba algo. Luego levantó la cabeza.
– Aún falta algo nuevo y azul.
– ¿Las ligas, tal vez? -sugirió Ester.
Francesca asintió, agradeciendo la sugerencia.
– ¿Podemos ir a Lindhurst y comprarlas mañana? -Franni clavó unos enormes ojos azules en el rostro de Ester.
Ester miró a Francesca.
– No veo por qué no.
– No, claro. Mañana, pues -dijo Francesca.
– Bien, bien, ¡bien! -Franni se puso en pie de un brinco y abrió los brazos en cruz. El cojín cayó de cualquier manera-. ¡Mañana por la mañana! ¡Mañana por la mañana! -Se puso a bailar por la habitación, dando vueltas-. ¡Vamos a comprarle a Francesca algo nuevo y azul mañana por la mañana! -Llegó hasta la puerta abierta y salió sin dejar de bailar-. ¡Papá! ¿Has oído? Vamos a…
Ester sonrió mientras la voz de Franni se perdía por la casa.
– Espero que no te importe, cariño, pero ya sabes cómo es.
– No me molesta en absoluto. -Desviando la mirada de la puerta a la cara de Ester, Francesca bajó la voz-. Charles me ha dicho que le preocupaba que Franni se pusiera quejumbrosa cuando cayera en la cuenta de que me voy, pero parece muy feliz.
– Para ser sincera, cariño, no creo que Franni se dé cuenta de que te vas, para no volver, hasta que estemos aquí de vuelta sin ti. Cosas que son evidentes para nosotros, a ella a menudo ni se le pasan por la cabeza, y luego se lleva la sorpresa y el disgusto.
Francesca asintió, aunque en realidad nunca había acabado de entender el carácter distraído de Franni.
– Había pensado pedirle que fuera mi dama de honor, pero el tío Charles dijo que no. -Le había enseñado primero la carta a su tío, y él se había mostrado inflexible en ese punto-. Dijo que ni siquiera se aventuraría a afirmar que Franni vaya a ir a la boda… Dijo que era posible que ella prefiriera no asistir.
Ester extendió el brazo y apretó la mano de Francesca.
– Eso no tiene nada que ver con lo que siente por ti. Pero es posible que se asustara en el último momento y no quisiera aparecer. Si la haces dama de honor, sería realmente un contratiempo.
– Supongo que tienes razón. Charles sugería que le pidiera consejo a lady Elizabeth sobre quién podría acompañarme… Ni siquiera sé si Chillingworth tiene hermanas.
– Hermanas, o primas cercanas del novio, dado que no hay nadie de la edad adecuada de nuestra parte. Lo más sensato será preguntarle a lady Elizabeth.
Ester se levantó; Francesca también hizo lo propio. Miró la carta que tenía en la mano.
– Le escribiré esta tarde. -Sonrió al recordar la afabilidad de lady Elizabeth-. Tengo muchas preguntas, y ella parece la persona idónea para hacérselas.
Pese a la inquietud de Charles, la diáfana alegría de Franni no se empañó, aunque, para alivio de todos, sus expresiones de contento se volvieron menos extremadas. Franni seguía de un humor radiante. Agobiada como estaba con los mil preparativos de sus nupcias y las averiguaciones sobre su futuro esposo, su casa y sus propiedades, Francesca observó este hecho no sin felicidad por su parte. Charles, Ester y Franni eran ahora su familia; quería que estuvieran presentes en su boda, y tan felices como ella lo estaba.
Cuando, cuatro días antes de la boda, partieron en el pesado carruaje, Charles y Ester en un asiento y ella en el de enfrente junto a Franni, Francesca estaba tan alborotada como su prima y aún más impaciente. Estarían de viaje dos días, para llegar al castillo de Lambourn al segundo día, dos noches antes de la boda, según Chillingworth había estipulado. En aquel punto, había permanecido inflexible, sin que le conmovieran los ruegos por parte de lady Elizabeth de que le concediera más tiempo para conocer a su futura nuera.
Lady Elizabeth no había aceptado su negativa de buen grado en absoluto; Francesca se había reído a gusto con la diatriba con que la condesa viuda había arremetido contra su hijo en su siguiente carta. Tras su primer intercambio epistolar, la correspondencia entre el castillo de Lambourn y la mansión Rawlings había proliferado de forma dramática, con cartas que se cruzaban y se volvían a cruzar. Para cuando abandonó la mansión Rawlings, Francesca tenía casi tantas ganas de conocer a su futura suegra como de volver a ver a su apuesto prometido.
El primer día de viaje transcurrió tranquilamente, con el carruaje bamboleándose en su avance hacia el norte.
A mediodía del segundo, empezó a llover.
Más tarde, diluvió.
El camino se llenó de barro. Avanzada la tarde, el carruaje se arrastraba penosamente. Se habían formado nubarrones grises que no tardaron en descender; cayó sobre ellos un crepúsculo desnaturalizado, aún más oscurecido por la lluvia.
El carruaje se detuvo con una sacudida. Luego se balanceó, y oyeron al cochero salpicar en el suelo al saltar. Llamó a la portezuela.
Charles la abrió.
– ¿Sí?
Barton estaba de pie en la carretera, con el chubasquero y el sombrero chorreando a mares.
– Lo lamento, señor, pero estamos aún a mucha distancia de Lambourn y no vamos a poder llegar mucho más lejos. Se está yendo la luz. Aunque estuvierais dispuesto a poner en riesgo los caballos, no podremos ver en qué cenagales nos metemos, con que nos estancaríamos a buen seguro antes de una milla.
Charles hizo una mueca de disgusto.
– ¿Hay algún lugar en que podamos refugiarnos, al menos hasta que cese la lluvia?
– Hay una posada justo allá arriba. -Barton señaló a la izquierda con un gesto de la cabeza-. Podemos verla desde el pescante. Parece bastante limpia, pero no es una posada de caballerías. Aparte de eso, estamos a varias millas de cualquier pueblo.
Charles vaciló antes de asentir.
– Llévenos a la posada. Echaré una ojeada, a ver si podemos quedarnos ahí.
Barton cerró la portezuela. Charles se reclinó de nuevo en su asiento y miró a Francesca.
– Lo siento, querida, pero…
Francesca acertó a encogerse de hombros.
– Al menos tenemos un día entero por delante. Si la lluvia para a lo largo de la noche, aún podremos llegar a Lambourn mañana.
– ¡Sí, por Dios bendito! -Charles masculló una risa hueca-. Después de lo mucho que lo ha planeado, no quisiera tener que hacer frente a Chillingworth y explicarle por qué su novia se ha perdido la boda.
Francesca sonrió y le dio a Charles unas palmaditas en la rodilla.
– Todo saldrá bien…, ya lo verás. -Por algún motivo, se sentía segura de eso.
La posada resultó estar mejor de lo que se esperaban, pequeña pero limpia; y el posadero estaba más que dispuesto a atender a cuatro huéspedes inesperados con su servidumbre. Como la lluvia no daba señales de que fuera a amainar, se resignaron a su suerte y se establecieron. La posada contaba con tres dormitorios. Charles se quedó uno, Ester otro, y Francesca y Franni compartieron el más grande, que tenía una cama con dosel.
Se reunieron en el bar a comer animadamente y después se retiraron a sus habitaciones, quedando en salir temprano a la mañana siguiente. Les dio confianza la predicción del padre de la posadera, que les aseguró que el día amanecería despejado. Más tranquila, Francesca se metió en la gran cama junto a Franni y apagó la vela de un soplo.
Después de pasarse el día adormiladas en el carruaje, ninguna de las dos tenía sueño. Francesca no se sorprendió cuando Franni se revolvió y la interrogó:
– Háblame del castillo.
Ya se lo había contado un par de veces, pero a Franni le gustaban las historias, y la idea de que Francesca fuera a vivir en un castillo la atraía.
– Muy bien. -Francesca fijó la vista en el oscuro dosel-. El castillo de Lambourn es muy antiguo. Se alza en un acantilado sobre un meandro del río Lambourn y guarda el acceso a las colinas que hay al norte. La aldea de Lambourn se halla a poca distancia, siguiendo el río, arropado bajo la falda de las colinas. El castillo fue modernizado muchas veces, y también ampliado, así que ahora es bastante grande, pero conserva parte del almenado y dos torres en cada extremo. Lo rodea un parque lleno de viejos robles. Aún se conserva la torre de entrada, que ahora es la casa de la condesa viuda. Con sus cuidados jardines con vistas al río, es una de las grandes mansiones de la región. -Se había pasado horas hojeando guías y libros que describían las casas solariegas de los lores de la zona, y había sabido aún más por lady Elizabeth-. Por dentro, la casa es de una elegancia exquisita, y sus vistas al sur se califican como espectaculares. Desde los niveles superiores, tiene también vistas excelentes al norte, hacia las colinas de Lambourn. Las colinas son perfectas para practicar la equitación, y se utilizan habitualmente para adiestrar caballos de carreras.
– Eso te gustará -murmuró Franni.
Francesca sonrió. No añadió nada más. Luego oyó a Franni apuntar:
– Y el trocito de tierra incluido en tu herencia hará que las propiedades del condado vuelvan a parecer una gran tarta.
– Efectivamente. -Franni había entreoído lo suficiente para avivar su curiosidad, así que se lo había explicado-. Y ése ha sido el motivo para concertar nuestro matrimonio.
Al cabo de un momento, Franni preguntó:
– ¿Crees que te gustará estar casada con tu conde?
La sonrisa de Francesca se ensanchó.
– Sí.
– Bien. -Franni suspiró-. Eso es bueno.
Francesca cerró los ojos, suponiendo que ahora Franni se serenaría. Dejó vagar su mente…, por las colinas de Lambourn, a lomos de una yegua árabe de alados cascos…
– A mí me vino a visitar un caballero… ¿Te lo había dicho?
– ¿Ah? -Totalmente despierta otra vez, Francesca frunció el ceño-. ¿Cuándo fue eso?
– Hace algunas semanas.
Francesca no había oído ni una palabra acerca de que ningún caballero hubiera ido a visitar a Franni. Eso no quería decir que algún caballero no hubiera aparecido. Meditó su siguiente pregunta con cuidado; tratándose de Franni, había de ser específica, no genérica.
– ¿Eso fue antes o después de que nos visitara Chillingworth?
No podía ver a Franni, pero pudo sentir cómo se esforzaba.
– Por aquellos mismos días, creo.
A Franni no se le daba bien el cálculo del tiempo; para ella, un día se parecía mucho a cualquier otro. Antes de que Francesca hubiera podido pensarse su siguiente pregunta, Franni se revolvió para quedar mirándola de frente.
– Cuando Chillingworth te pidió que te casaras con él, ¿te besó?
Francesca dudó.
– No lo conocí formalmente. El matrimonio fue concertado a través de tu padre…, que es mi tutor.
– ¿Quieres decir que ni siquiera conoces a Chillingworth?
– Nos conocimos de una manera informal. Discutimos algunos aspectos…
– Pero ¿te besó?
Francesca dudó un poco más.
– Sí -replicó finalmente.
– ¿Cómo fue?
La ansiedad que expresaba la voz de Franni era indisimulable. Francesca sabía que, si no la calmaba, apenas iba a dormir. Los besos que había compartido con su futuro esposo permanecían frescos en su recuerdo; le llevó sólo un instante decidir qué episodio describirle.
– Me besó en el huerto. Evitó que me cayera y reclamó un beso como recompensa.
– ¿Y…? ¿Qué tal estuvo?
– Es muy fuerte. Poderoso. Dominante… -Aquellas palabras bastaron para evocar el recuerdo y hacer que las sensaciones rememoradas la barrieran de arriba abajo, transportándola…
– Pero ¿fue agradable?
Francesca contuvo un suspiro frustrado.
– Fue más que agradable.
– Qué bien.
Notó que Franni se mecía jubilosamente y tuvo que preguntar:
– Ese caballero que vino a verte, ¿intentó besarte?
– Oh, no. Fue muy correcto. Pero paseó conmigo y me escuchó muy educadamente, así que creo que está pensando en hacerme una proposición.
– Y vino una sola vez, hace algunas semanas…
– Dos veces. Después de la primera vez, volvió. Así que eso debe de querer decir que se interesa por mí, ¿no te parece?
Francesca no sabía qué pensar.
– ¿Te dijo cómo se llamaba? -Notó que Franni asentía-. ¿Y quién era, Franni?
Franni sacudió la cabeza. Tenía agarrada una almohada cerca de la cintura, y la abrazaba casi con regocijo.
– Tú tienes a tu Chillingworth, y yo a mi caballero. Qué bonito, ¿no te parece?
Francesca dudó, luego alargó la mano y le dio a Franni unas palmaditas en el brazo.
– Muy bonito. -Sabía bien que a Franni más valía no presionarla una vez que había dicho «no». Era una palabra de la que nunca se desdecía; insistir, del modo que fuera, no provocaría más que una resistencia titánica por su parte, cuando no histérica.
Para alivio de Francesca, Franni se serenó, suspiró y luego se arrebujó bajo las mantas. Al cabo de un minuto, estaba dormida.
Francesca se quedó mirando al dosel y preguntándose qué debía hacer. ¿Había visitado a Franni algún caballero, o eran imaginaciones suyas, una reacción al hecho de que Chillingworth hubiera venido a interesarse por ella? Esto último era posible. Franni no decía mentiras, no deliberadamente, pero su versión de la verdad difería con frecuencia de la realidad. Como la vez que juraba que les habían asaltado unos bandoleros, cuando lo único que había ocurrido era que el señor Muckleridge les había saludado al pasar ellas en el coche.
Lo que Franni decía que había pasado y lo que había pasado en realidad no eran necesariamente la misma cosa. Francesca dio vueltas a lo poquito que Franni había dejado caer: no había forma de saber si era verdad o fantasía.
Pese al comportamiento a veces infantil de Franni, no se llevaban más que un mes de edad. Por su aspecto, en cuanto a madurez física, eran iguales. Juzgando por las apariencias, Franni pasaba por una joven dama de lo más normal. En las circunstancias adecuadas, con el tema adecuado, podía mantener una conversación perfectamente racional, siempre que su interlocutor no cambiara rápidamente de asunto o hiciera una pregunta que fuera más allá de su comprensión. Si se rompía el hilo de su discurso, su vaguedad mental se ponía inmediatamente de manifiesto, pero si no se le buscaban las cosquillas, no había nada que pusiera en cuestión la imagen de una señorita tranquila y sencilla.
Francesca sabía que a Franni le pasaba algo, que su aire ausente y sus reacciones infantiles no eran algo que fuera a mejorar con el tiempo. La preocupación y los cuidados de Charles y Ester delataban la verdad, pero Francesca nunca les había preguntado nada al respecto, nunca había forzado a ninguno de los dos a reconocer esa verdad explicándosela.
Que el estado de Franni era una fuente de dolor y pena para ambos era algo que Francesca sabía sin necesidad de preguntárselo; se esforzaba en no hacer nada que aumentara ese dolor. Por eso sopesó cuidadosamente lo que Franni había dicho, y si debía, y en qué medida, contárselo a Charles.
Finalmente decidió que a Charles no. Un caballero podía no entender los sueños de una muchacha solitaria. Francesca había soñado mucho en algunos momentos; el caballero de Franni podía existir únicamente en su imaginación.
Se giró hacia su lado de la cama y se acurrucó. Al día siguiente advertiría a Ester…, sólo por si acaso el caballero de Franni resultaba, de hecho, ser real.
Tomada la decisión, se relajó y dejó vagar sus pensamientos. Como una marea lenta e inexorable, las emociones que la habían embargado un rato antes volvieron a ella, creciendo poco a poco para luego hundirse en su interior, en un pozo de impaciente anhelo.
Lo había esperado durante años; porque él se había empeñado, había esperado aún cuatro semanas más. Pronto sería su noche de bodas. Ya no tendría que esperar.
Los suyos eran sueños de pasión, de anhelo y amor, de un amor tan profundo, tan duradero, que nunca menguaría.
Llegó la mañana y se levantó, inquieta, con una extraña falta de aliento, más impaciente de lo que nunca se había sentido. Se vistió y bajó al piso inferior. Se reunió con el anciano padre de la posadera, que estaba de pie junto a la puerta abierta.
El hombre la miró y señaló al exterior con la cabeza.
– Se lo dije. Claro y despejado. Llegará usted a tiempo a su boda, señorita.