– ¿Listo para dar el último y solemne paso?
Gyles levantó la vista mientras Diablo entraba con paso despreocupado en su sala de estar privada. Los platos del desayuno llenaban la mesa que tenía ante sí, pero les había prestado escasa atención. En lo último que pensaba era en comer.
Wallace había acudido temprano a despertarlo. No estaba dormido, pero había agradecido la interrupción. Ya había pasado demasiado tiempo a solas con sus pensamientos. Bañarse, vestirse, ocuparse de las inevitables cuestiones de última hora…, todo eso lo había mantenido ocupado hasta que Wallace le sirvió el desayuno, para retirarse después a arreglar su dormitorio.
Se alegró de ver aparecer a Diablo.
– ¿Has venido a presenciar la última comida del condenado?
– Se me ha pasado por la cabeza, sí. -Acercándose una silla, Diablo se sentó enfrente de él, al otro lado de la mesa, y repasó con la vista los platos, que había desordenado más que consumido.
– ¿Qué, nos reservamos el apetito para más tarde?
– Precisamente. -Advirtió que contraía involuntariamente los labios.
– No puedo decir que te lo reproche, si todo lo que se dice de tu futura condesa es cierto.
Trató de no fruncir el ceño.
– ¿Qué es lo que se dice?
– Sólo que tu elección cumple exactamente con todo lo que cabía esperar de ti. Tu tío estaba impresionado. Los demás no la hemos visto ninguno… Llegaron después de anochecer.
Gyles no hubiera pensado que los gustos de Horace difirieran tanto de los suyos. Claro que, por otra parte, su tío tenía más de sesenta años… Tal vez ahora las prefería dóciles y sumisas.
– Pronto la conocerás, y podrás formarte tu propia opinión.
Diablo se sirvió un poco de lucio.
– No me irás a repetir que te casas por sentido del deber y no por amor…
– ¿Y hacer añicos así tus más preciadas esperanzas? No soy un anfitrión tan desatento…
Diablo soltó un bufido.
Gyles dio un sorbo a su café. No era su intención inducir a error a Diablo, pero no tenía ganas de dar explicaciones. Renunciar a la gitana -renunciar a sus propias e imperiosas necesidades- había minado sus energías. En aquellos momentos habría de sentirse exultante, triunfante, ante la próxima y exitosa culminación de sus minuciosos planes. En cambio, se sentía muerto por dentro, pesaroso, hundido por momentos.
Había hecho lo que debía, lo único que podía hacer; y, sin embargo, tenía la sensación de haber hecho algo malo. De haber cometido algún pecado peor que cualquiera al que ella le hubiera tentado.
No podía sacudirse de encima esa sensación; había pasado la mitad de la noche intentándolo. Y ahora, allí estaba, a punto de casarse con una mujer mientras que otra dominaba sus pensamientos. Aquella combinación de salvajismo e inocencia, encerrada en un envoltorio que llamaba al saqueo y atada con un lazo que era una promesa de pasión desinhibida, de lubricidad sin cortapisas… La gitana podía volver loco al más pintado.
Le había conmocionado como ninguna otra lo había hecho antes.
Esa misma mañana, pronto ya, se libraría de ella. Por más unida que Francesca se sintiera a su amiga, sería inflexible al respecto. La gitana debería abandonar sus propiedades, y alejarse de él, mañana al ponerse el sol, como muy tarde.
Tomó nota, mentalmente, de que debía asegurarse de que no olvidara llevarse su caballo.
– No sé si debo mencionarlo, pero ya es un poco tarde para reconsiderarlo.
Gyles volvió a centrarse.
Diablo señaló con un gesto de la cabeza al reloj que había sobre la repisa de la chimenea.
– Tenemos que irnos.
Gyles se volvió y comprobó que, efectivamente, iba siendo hora. Disimulando sus ridículos reparos, se revisó los puños y se ajustó la casaca.
– ¿Y el anillo?
Hurgó en el bolsillo de su chaleco, lo sacó y se lo tendió a Diablo.
Diablo examinó la ornamentada alianza.
– ¿Esmeraldas?
– Pertenece a la familia desde hace generaciones. Mamá mencionó que las esmeraldas podían resultar adecuadas, así que…
Su madre, en realidad, no había dicho tanto; él había entrado en el dormitorio destinado a su condesa, el contiguo al suyo, y había caído en ello de golpe. Su madre había redecorado la suite del color favorito de su prometida: un verde esmeralda vívido, intenso. En la salita de estar adjunta, el esmeralda se había matizado con gusto exquisito, entreverándolo con el turquesa y otros colores, pero, en lo que era propiamente el dormitorio, en gruesas sedas y satenes, el rotundo tono lo dominaba todo. Toques de dorado y madera barnizada hacían el conjunto aún más decadente.
La habitación le había hecho enarcar las cejas. Le costaba figurarse a su mansa, apocada y muy rubia prometida en él… El color la abrumaría. No obstante, si ella misma había manifestado que era ése su color favorito, como su madre aseguraba, ¿quién era él para oponerse?
Apuntó con un gesto al anillo mientras Diablo se lo metía en el bolsillo.
– Espero que le vaya bien. -Se dirigió a la puerta.
Diablo salió tras él, pisándole los talones.
– ¿No puedes darme alguna pista, al menos? ¿Qué aspecto tiene ese dechado de virtudes? ¿Es rubia o morena, alta o baja…? ¿Qué?
Gyles le miró por encima de su hombro mientras abría la puerta.
– Lo sabrás dentro de cinco minutos. -Dudó un momento antes de añadir-: Pero recuerda que me caso por cumplir con mi deber, no por amor.
Diablo escrutó sus ojos.
– Espero que sepas lo que haces. Los matrimonios tienen tendencia a durar mucho tiempo.
– Ésa -admitió Gyles, enfilando el pasillo- es una de las razones que me decidieron.
La capilla estaba en la parte más antigua del castillo. Cuando llegaron, los invitados ya habían tomado asiento. Gyles dio un rodeo hasta una antesala lateral. Allí, un primo de su padre, Hector, obispo de Lewes, estaba poniéndose sus ropajes.
– ¡Ah! ¡Aquí estás, muchacho! -Hector le sonrió.
Gyles le presentó a Diablo.
– Nos conocimos anoche. -Hector correspondió al cabeceo de Diablo, y a continuación levantó una mano al oír la música que llegaba de la capilla-. ¡Ajá! Ése es nuestro pie. La novia ha sido avistada y debemos ocupar nuestros puestos. ¿Listos, pues?
Gyles le hizo señal de empezar y le siguió, con Diablo a su espalda. Hector aminoró el paso al entrar en la capilla. Gyles tuvo que concentrarse para no pisarle los talones. Oyó un revuelo, educados susurros, pero no miró a los invitados. Hector les condujo hasta el altar. Gyles se detuvo donde sabía que le correspondía, antes del único escalón. Irguió la cabeza y cuadró los hombros. Diablo se paró a su lado. Se quedaron mirando al altar, hombro con hombro.
Gyles sentía exactamente… nada.
Hector subió el peldaño y luego se volvió majestuosamente de cara a la congregación. La música, que ejecutaba la mujer de Hector tocando un pequeño clavicordio situado en un rincón, cesó un momento; entonces sonaron los primeros acordes de la marcha nupcial.
Gyles observaba a Hector. El prelado levantó la cabeza, con la amable expresión habitual en su angelical rostro, y dirigió la vista al fondo del pasillo.
De pronto, su expresión cambió. Sus ojos se ensancharon, luego brillaron. Un rubor tiñó sus mejillas.
– ¡Vaya! -murmuró-. ¡Madre mía!
Gyles se quedó helado. ¿Qué diablos habría hecho su mansa y apocada prometida?
Hubo un frufrú de faldas al volverse las señoras a mirar. El silencio expectante fue roto por susurros alborotados. Una ola de murmullos ahogados y exclamaciones contenidas avanzó de atrás adelante. Gyles notó la tensión de Diablo mientras trataba de resistirse a la curiosidad, hasta que finalmente volvió la cabeza para mirar. Y se quedó paralizado.
Cada vez más irritado -esperaba, desde luego, que Charles hubiera tenido el buen juicio de no permitir que la muchacha apareciera vestida de modo estrafalario-, Gyles decidió que bien podía también él enterarse de lo que todos los demás sabían ya. Apretando los labios, volvió la cabeza…
Barrió con la mirada el primer banco del otro lado del pasillo, el reservado a la familia de la novia. Una mujer de mediana edad y facciones angulosas estaba sentada sonriendo con ojos llorosos mientras observaba acercarse a la novia. Junto a ella, con sus pálidos ojos azules más grandes aún de lo que los recordaba, boquiabierta, mirándole como quien ha visto un fantasma, se sentaba…
Su dócil y modosa prometida.
Gyles no podía quitarle los ojos de encima.
No podía respirar… La cabeza le daba vueltas.
Si ella estaba allí, entonces ¿quién…?
Un escalofrío de comprensión ascendió como un relámpago por su espinazo.
Lenta, rígidamente, acabó de girar la cabeza. Sus ojos confirmaron lo que su atribulado cerebro estaba diciendo a gritos.
Incluso viéndolo, aún no podía creerlo.
Seguía sin poder respirar.
Era una visión que haría débiles a hombres fuertes. Su corona sujetaba un velo de bello encaje orlado de perlas, que cubría pero no ocultaba la exuberancia desatada de su pelo, negro como ala de cuervo sobre el marfil del traje. Detrás del velo, sus ojos color esmeralda brillaban con vibrante intensidad. Desde donde él estaba, el borde del velo le ocultaba los labios; su memoria evocó la lozanía de esa boca.
El traje era una fantasía a la moda antigua, en rígida seda color marfil con un denso recamado de perlas. Ella lo rellenaba a la perfección; el bajo escote cuadrado constituía una vitrina ideal para sus magníficos pechos. El tono dorado de su piel, su pelo oscuro y sus vívidos ojos le permitían lucir de marfil con un aire teatral; no era el traje lo que dominaba la visión.
Desde la plenitud de sus pechos, el traje se estrechaba hasta ceñirle ajustadamente la cintura, para desparramarse luego en pesados pliegues por las caderas. Aquella cintura mínima era una invitación a que la asieran las manos varoniles, en tanto que la opulenta falda evocaba imágenes de saqueo.
Era una diosa destinada a colmar las mentes masculinas de elucubraciones lascivas, a reclamar el tributo de sus sentidos, a arrebatar sus corazones y dejarlos atrapados para siempre en un mundo de sexual anhelo.
Era suya.
Estaba furiosa.
Con él.
Gyles consiguió tomar aire mientras, con un susurro de sedas, ella alcanzaba su sitio junto a él. Tenía la vaga conciencia de que, ante todos los ojos salvo los suyos, ella aparecía como una novia radiante, curvados los labios en una sonrisa de pletórica felicidad bajo su velo.
Sólo para él sus ojos despedían rayos. De advertencia y de promesa.
Entonces dirigió aquellos ojos a Hector y sonrió.
A Hector casi se le cae el misal de las manos. Gyles, mientras, hacía esfuerzos denodados por recobrar la compostura; miró al suelo y pugnó por recuperar el ritmo de su respiración. Francesca estaba sobrellevando la situación mucho mejor; pero, claro, también había sabido en todo momento quién era él.
Desechó aquella línea de razonamiento. No podía permitirse el dejarse dominar por su temperamento. Tenía que pensar. Lo intentó, pero se sentía atrapado, como si estuviera huyendo por un laberinto y topándose con un muro a la vuelta de cada esquina.
Diablo le dio un discreto codazo. Alzó la vista mientras Hector, dispuesto al fin, se aclaraba la garganta.
– Estamos aquí reunidos…
A duras penas conseguía seguir sus palabras. Aturdido, repetía las frases que le correspondían. Entonces habló ella, capturando al instante los últimos restos de su atención.
Con su voz ahumada y sensual, ella -Francesca Hermione Rawlings- juró ser su esposa, en la salud y en la enfermedad, para lo bueno y para lo malo, hasta que la muerte los separara.
Gyles tuvo que aguantar allí y dejar que sucediera.
Diablo le dio el anillo a Hector. Hector lo bendijo y luego extendió los brazos sosteniendo abierto el misal, con el anillo en equilibrio sobre la página.
Gyles tomó el anillo y se volvió hacia Francesca.
Ella le tendió la mano izquierda. Él cogió entre sus dedos los de ella, de tan pequeños y delicados huesos. Deslizó la alianza en su anular. Entró suavemente, aunque tuvo que forzarla un poco sobre el segundo nudillo. Le ajustaba perfectamente.
El anillo relucía sobre su piel; las esmeraldas centelleaban con un fuego que era como el eco de sus ojos.
Él levantó la vista y captó su mirada; allí el fuego ardía brillante.
Ella le devolvió la mirada, apretando los labios. Subrepticiamente, dio un tirón para intentar liberar su mano.
Gyles la aferró con más fuerza.
Para lo bueno o lo malo, era suya.
La idea caló en él como una marea. Un poder turbulento, básico, elemental -totalmente primitivo- fluyó a través de él.
– Y ahora, por la gracia que me ha sido conferida, yo os declaro marido y mujer. -Hector cerró su Biblia y les miró, radiante-. Puedes besar a la novia.
Gyles le soltó la mano. Con calma aparente, ella se levantó el velo y lo echó hacia atrás.
Pasándole la mano por la cintura, la atrajo hacia sí. Ella alzó la vista rápidamente, abriendo bien los ojos, separando los labios…
Él inclinó la cabeza y cubrió esos labios con los suyos.
Había de ser un beso delicado, una mera formalidad.
No lo fue.
Tensó el brazo, aprisionándola contra él. La lengua entró con ímpetu inadecuado: era su particular advertencia. Fue un beso de reivindicación, que hablaba de derechos primarios, de promesas hechas, de votos tomados y compromisos adquiridos que habrían de ser cumplidos.
Tras un instante de sorpresa, ella recuperó el aliento y lo besó a su vez: con fuego, con un desafío; con pasión genuina.
Fue él quien rompió el beso, consciente de que no era aquél el momento ni el lugar. Sus miradas se cruzaron: ambos recordaron dónde estaban y lo que teman que afrontar. Un acuerdo tácito se selló entre los dos. Dado que ella era mucho más baja y que él la había sostenido tan cerca de sí, nadie presenció la índole de su intercambio.
A su alrededor, resonó la música; la mujer de Hector había dado inicio a la marcha procesional.
Francesca pestañeó, luego miró a Hector. Trató de separarse; Gyles la aferró con firmeza.
Hasta que notó la mano de Hector en su hombro.
– ¡Bien! ¿Puedo ser el primero en felicitar a la novia?
No tuvo más remedio que soltarla. Hubo de forzarse a hacerlo, a permitir que Hector la tomara de la mano y plantara un ósculo en su mejilla.
Diablo le dio un codazo en la espalda.
– Bonito deber, si tiene uno la suerte de que le corresponda.
Gyles se dio la vuelta…, sólo para que Diablo le hiciera a un lado.
– Retírese, Hector. Me toca a mí.
Se vieron rodeados por cuantos venían a expresarles sus buenos deseos. Gyles aguantó a su lado, negándose a ceder terreno a los invitados que se precipitaban hacia ellos, ansiosos por saludar a su arrebatadora condesa, por estrecharle a él la mano y decirle lo afortunado que era.
Las damas iban directas a Francesca. Horace le dio a él una palmada en la espalda.
– ¡Menudo zorro estás hecho! Tanto hablar de casarte por la familia y la propiedad… ¡Pues sí que…! No es que te lo reproche, ¿eh?… ¡Es de una belleza arrebatadora!
– Bueno, es cierto que ha aportado la heredad Gatting.
– Sí, claro, estoy convencido de que eso te ha influido poderosamente. -Horace sonrió a Francesca-. Hay que besar a la novia, ¿no?
Procedió.
Gyles suspiró para sus adentros. Si ni siquiera Horace le creía…
Francesca saludó a Horace con una cortesía que contrastaba bastante con lo que le pasaba por la cabeza. Desde luego, estaba agradecida a cuantos se abalanzaban a estrecharle la mano, besarla en la mejilla y felicitarla: le daban ocasión de recuperar el aliento. Ocasiones como aquélla no la abrumaban; como hija única, había acompañado a sus padres en sociedad durante años y se sentía cómoda entre las multitudes mundanas.
No eran las exigencias de la boda lo que le preocupaba.
No estaba muy segura de lo que bullía en la cabeza de su marido, pero ésa era en aquel momento la menor de sus preocupaciones. Después de que la depositara en su cama, no había podido pensar. Para su sorpresa, se había dormido profundamente. Se había despertado con el tiempo justo para ocultar las pruebas de su excursión nocturna antes de que Millie y Lady Elizabeth llegaran para ayudarla con los preparativos. Ester se les había unido y le había asegurado que Franni estaba alborotadísima y deseando presenciar el enlace.
No había sabido muy bien cómo tomarse eso.
Nada más despertar, su primera idea había sido que debería darle lo que pretendía, lo que esperaba, y reorganizar las cosas de modo que fuera Franni la que recorriera el pasillo hasta el altar. Le donaría a ella la heredad Gatting, que él tanto empeño tenía en adquirir… Entonces recordó las capitulaciones matrimoniales. Ya habían sido firmadas y selladas; y era su nombre, no el de Franni, el que figuraba en todos los puntos concluyentes.
Mientras que el matrimonio era la piedra angular del acuerdo, la ceremonia era tan sólo una parte del mismo, el reconocimiento público de un acuerdo ya efectivo. Legalmente, la heredad Gatting ya era propiedad de Gyles, si bien condicionada a que la boda tuviera lugar. Tanto Charles como el apoderado de Chillingworth, un tal señor Wallace que se había desplazado a Hampshire con los documentos, habían puesto un empeño denodado en que le quedara absolutamente clara la inviolabilidad del acuerdo una vez firmado.
Y lo había firmado. Ya no podía negarse a casarse con él. Y, ciertamente, tampoco podía arrojar a Franni a semejante campo de tiro. Él debía estar fuera de sus cabales si había pensado que ella podría soportarlo…, lo que la llevó a preguntarse si Chillingworth había hablado realmente con Franni.
No tenía ni idea de lo que pensaba Franni. ¿Era Chillingworth el caballero al que se había referido su prima? No había tenido ocasión de hablar a solas con ella antes de la ceremonia. Desde luego, Franni estaba inocentemente excitada cuando había salido con Ester a toda prisa hacia la capilla.
Mientras avanzaba por el pasillo de la capilla, se había fijado en que Chillingworth miraba hacia donde Franni debía estar, pero, con todos los ojos puestos en ella, no se había atrevido a mirar. Estaba representando un papel, y tenía que hacerlo bien: tenía que hacer que la gente creyera que era una novia predispuesta y feliz. Había albergado la esperanza de ver a Franni de reojo al detenerse ante el altar, tal vez cuando Charles diera el paso atrás; pero en el instante en que había llegado a la altura de Chillingworth…
Sacudiéndose los recuerdos de la cabeza, había vuelto a intentar echar un vistazo fugaz al banco en que Franni había estado sentada, pero Chillingworth había acabado de aquel lado, merced al revuelo final. No se había movido ni una pulgada desde ese momento, y ella no había podido ver más allá de él. Ni Ester ni Franni habían acudido a besarla. Charles se había quedado a cierta distancia. Pero sonreía.
Frustrada, había mirado a lady Elizabeth, que había adivinado sus emociones, pero había interpretado mal su causa. Su suegra dio una palmada.
– Es el momento de trasladarse al comedor. Ahora, apáñense y déjenles ir delante, luego podrán saludarles en la puerta y todos podremos charlar y divertirnos durante el banquete.
Francesca le dedicó una mirada agradecida. El brazo de Chillingworth apareció delante de ella, y lo tomó, conservando su máscara de novia radiante de dicha mientras recibían los beneplácitos y felicitaciones todo a lo largo del pasillo.
Una vez fuera de la capilla, su sonrisa se evaporó. Antes de que pudiera volverse hacia Gyles, él la agarró de la mano.
– Por aquí.
Tuvo que recogerse las faldas y correr para seguir el ritmo de sus zancadas. Iba cortando pasillos, bajando escaleras, dando la vuelta a esquinas, llevándola lejos de sus invitados, lejos de los salones de recepción. En ningún momento aflojó el paso. De pronto, estaban corriendo por un pasillo estrecho y poco iluminado… Ella pensó que de la planta baja. La puerta del fondo estaba cerrada.
Francesca estaba a punto de plantarse y exigirle que le dijera adonde la llevaba cuando, justo delante de la puerta, Chillingworth frenó en seco, le dio la vuelta y la puso contra la pared.
Sintió el frío de la piedra en la espalda, sintió el calor del cuerpo de su marido delante, a su alrededor. Aspiró hondo al inclinarse él, acercándosele, encerrándola. Captó su mirada y se la sostuvo.
Gyles fue consciente de que ambos respiraban aceleradamente. El pulso que latía en la base de la garganta de Francesca apelaba a sus sentidos, pero no retiró la vista de sus ojos.
Si hubiera tratado de cualquier otra mujer, habría explotado su vínculo sexual para turbarla, para ponerse con ventaja.
Con ella, no se atrevía.
Había demasiado entre ellos, aun ahora, aun allí. Era un aliento ardiente que acariciaba la piel, algo casi palpable, la conciencia de un pecado tan viejo como el mundo.
Contaban con escasos minutos, y él no tenía ni idea de cuáles eran las intenciones de ella, si iba a seguir interpretando la escena hasta el final o estallaría a la mitad.
– Franni…
La pura furia que inflamó sus ojos, que la inflamó entera, le hizo callar.
– Yo no soy Franni.
Cada palabra, cuidadosamente pronunciada, era una bofetada.
– Sois Francesca Hermione Rawlings. -Más le valía, o le retorcería el cuello.
Ella asintió.
– Y mi prima, la hija de Charles, es Francés Mary Rawlings. Conocida por todos como Franni.
– ¿La hija de Charles? -La niebla empezó a disiparse-. ¿Por qué demonios le pusieron un nombre tan parecido al vuestro?
– Nacimos con unas semanas de diferencia, yo en Italia, Franni en Hampshire, y a las dos nos pusieron el nombre por nuestro abuelo paterno.
– ¿Francis Rawlings?
Ella asintió de nuevo.
– Ahora que hemos aclarado eso, tengo unas cuantas preguntas. ¿Conocisteis a Franni cuando visitasteis la mansión Rawlings?
Él vaciló.
– Dimos un par de paseos.
Ella inspiró; sus pechos se elevaron.
– ¿En algún momento le dijisteis algo que llevara a Franni a creer que estabais pensando en hacer una oferta por ella?
– No.
– ¿No? -Lo miró agrandando los ojos-. ¿Vinisteis a la mansión Rawlings a buscar una novia dócil, pensasteis que la habías encontrado, os paseasteis con ella dos veces…, y no le dijisteis nada…, ni una pista siquiera de cuáles eran vuestras intenciones?
– No. -El genio de Gyles estaba tan cerca de estallar como el de ella-. No sé si recordáis que insistí en atenernos a la más rígida y distante formalidad. Habría sido contraproducente para mis planes cortejar a vuestra prima aunque fuera de la forma más superficial.
Notaba que ella no sabía si creerle o no. Exhaló entre dientes.
– Juro por mi honor que nunca dije ni hice nada que le diera la menor razón para imaginar que tenía ningún interés en ella en absoluto.
Ella vaciló; luego inclinó rígidamente la cabeza.
– ¿Visteis qué le pasó? No estaba en la capilla cuando nos fuimos, pero yo no la vi marcharse.
No estaba seguro de qué estaba pasando.
– Sólo la vi un instante, justo antes de que llegarais junto a mí. Me reconoció, y parecía conmocionada. Estaba con una dama de más edad.
– Ester… La cuñada de Charles, y tía de Franni. Vive con ellos.
– No vi a ninguna de las dos más tarde. Debieron marcharse cuando todo el mundo se arremolinaba a nuestro alrededor.
Francesca hizo un mohín.
– Charles no parecía preocupado…
Su mirada se tornó ausente. Gyles se preguntó por qué parecía antes tan segura de que le hubiera hablado a su prima de su oferta. ¿Pensaba acaso que le hacía concebir ilusiones? Pero ella había sabido en todo momento…
Necesitaba más tiempo, mucho más tiempo para aclarar quién había sabido qué.
Les llegaron voces desde el otro lado de la puerta.
Él se enderezó.
– Están requiriendo nuestra presencia. -Tomándola de la mano, abrió la puerta y entró al salón situado justo antes del comedor formal.
– ¡Allí están!
Los invitados y la familia, que habían llegado y descubierto que no estaban donde se suponía que estarían, se volvieron hacia ellos y todos a la vez les dedicaron una amplia sonrisa.
Francesca sabía qué estaban pensando. Su rubor no hacía más que reforzar la impresión que creaban su marido y la sonrisita de suficiencia de sus hermosos labios.
– Sólo un pequeño rodeo para enseñarle a Francesca algo más de sus nuevos dominios.
La multitud rió y se abrió en dos para hacerles paso. Mientras caminaban juntos para encabezar la entrada en el comedor principal, al festín dispuesto en su honor, Francesca oyó numerosas alusiones procaces sobre la parte de sus dominios con que se habría estado familiarizando.
Tales comentarios no contribuyeron a mejorar su humor, pero supo disimular su contrariedad, sus sentimientos. Ninguno de los invitados, ni ningún miembro de sus respectivas familias, pudo detectar indicio alguno de lo que bullía bajo su incólume fachada de felicidad.
Chillingworth y ella, la pareja perfecta el uno al lado del otro, fueron saludando a sus invitados conforme entraban al salón. Charles lo hizo entre los primeros; estrechó la mano a Gyles y luego la abrazó a ella calurosamente y la besó en la mejilla.
– Me siento tan feliz por ti, querida…
– Y yo tengo tanto que agradecerte… -Francesca le apretó las manos-. ¿Y Franni?
La sonrisa de Charles se marchitó un poco.
– Me temo que tanta excitación resultó excesiva, como preveíamos. -Miró a Gyles, que escuchaba atentamente-. Franni no es fuerte, y la excitación a veces la supera. -Se volvió de nuevo a Francesca-. Ester está con ella en estos momentos, pero se unirá a nosotros más tarde. Franni está sólo un poco desorientada… Ya sabes cómo se pone.
Francesca no lo sabía, de hecho, pero no podía seguir hablando con Charles. Con una sonrisa de comprensión, le soltó la mano, y él pasó al comedor mientras el siguiente invitado ocupaba su lugar.
Un caballero alto y desgarbado, a todas luces otro Rawlings, sacudió la mano de Gyles y sonrió rebosante de satisfacción.
– ¡Fantástico, primo! ¡No sé cómo darte las gracias! Menudo peso me has quitado de encima, te lo digo yo. -El caballero, que vestía una casaca que no le estaba bien, un chaleco oscuro y deslucido y un fular lacio y caído, aparentaba algunos años menos que Chillingworth.
Gyles se volvió a Francesca.
– Permitidme que os presente a mi primo, Osbert Rawlings. Hoy por hoy, Osbert es mi heredero.
– ¡Sólo de momento…, ja, ja! -Osbert se volvió hacia ella, radiante, e inmediatamente se dio cuenta de lo que había dicho-. Bueno, quiero decir… O sea, no es que…
Se fue poniendo progresivamente rojo como una remolacha.
Francesca lanzó una mirada relampagueante a Chillingworth, y a continuación sonrió radiante a Osbert, tomando la flácida mano que le había tendido y que había quedado colgando en el aire.
– Estoy realmente encantada de conoceros.
Osbert parpadeó, tragó saliva y se recompuso.
– Es un gran placer para mí. -Sin soltarle la mano, se quedó de pie ante ella, mirándola fijamente, y luego añadió-: Debéis saber que sois diabólicamente hermosa.
Francesca se echó a reír, aunque no con sarcasmo.
– Muchas gracias, pero el mérito no es mío… Nací así.
– Con todo -insistió Osbert-, he de decir que… Ese momento, en la capilla, cuando aparecisteis… Fue absolutamente electrizante. -Se acercó un poco más a Francesca al irse aglomerando los que venían detrás-. Estaba pensando en escribir una oda…
– Osbert -intervino Gyles, en un claro tono de disgusto.
– ¡Oh! Sí… Claro. -Osbert sacudió la mano de Francesca antes de soltársela-. Hablaremos más tarde.
Siguió avanzando; otros ocuparon su lugar rápidamente.
Poco después, en cuanto tuvo ocasión, Francesca miró a Chillingworth.
– ¿Qué tiene una oda de malo?
– Una oda, no. Una oda de Osbert. -Gyles también la miró a ella-. Esperad a oír alguna.
Siguieron estrechando manos conforme los invitados desfilaban ante ellos. Gyles conseguía mantener las apariencias pasablemente, pero su incomodidad iba en aumento, abrasados permanentemente sus sentidos por la proximidad de Francesca, con cada vez que ella respiraba. Cuando el último invitado hubo pasado a ocupar su asiento, le ofreció el brazo. Ella le tomó de la manga y él desfiló exhibiéndola por la larga sala, entre los aplausos de todos los presentes. Había dos largas mesas dispuestas de extremo a extremo de la habitación, con los invitados sentados a ambos lados de cada una. En la cabecera de estas dos mesas había una tercera, a la que se sentaban los invitados de honor, de cara a la larga sala.
Gyles condujo a Francesca hasta la silla contigua a la suya. Su madre estaba sentada a su izquierda, en tanto que Horace estaba a la derecha de Francesca. Charles y Henni completaban la mesa. En las otras mesas, Diablo y Honoria ocupaban los sitios más cercanos, junto a otros tres lores y sus esposas. Más allá, familiares y amigos cercanos llenaban la sala. Gyles se había asegurado, a base de controlar férreamente la lista de invitados, de que, aparte de Diablo, Honoria y un puñado de amistades cercanas, no hubiera una gran representación de la alta sociedad entre los asistentes.
Irving separó su silla de la mesa. Gyles tomó asiento, y los lacayos se apresuraron a llenar las copas. Dieron comienzo los brindis y el festejo.
Realizaron una actuación excelente. Gyles pudo ver que nadie sospechaba la verdad, ni tan siquiera su perspicaz madre. Francesca bordó su papel; por otra parte, ella había estado muy dispuesta a casarse hasta que se había enterado del error. Incluso después, no era que no quisiera casarse. Estaba furiosa, tal vez, pero no podía decir que no se había asegurado todo lo que él le había ofrecido.
Era él aquel cuyos planes, minuciosamente trazados, se habían visto desbaratados por completo; el que había obtenido de este día mucho más de lo que pretendía, de hecho, precisamente lo que no quería.
Y no había absolutamente nada que pudiera hacer al respecto.
Mientras los platos iban y venían, se esforzaba por ignorar la deriva constante de su conciencia, un esfuerzo frustrado al tener que representar el papel de novio satisfecho y orgulloso. Los brindis lo pusieron en situación cada vez más delicada; la sinceridad de los buenos deseos que fluían a su alrededor iba filtrándose gradualmente en su cerebro. La mayoría consideraría a Gyles desmesuradamente afortunado. Prácticamente todos los hombres presentes, con la excepción de Diablo, se cambiarían por él sin pensárselo dos veces. Estaba casado con una mujer de fascinante belleza, que era además, al parecer, una experta consumada en el arte de alternar en sociedad. Se mostraba tan encantadora, y con tal soltura, tan cautivadora sin el menor esfuerzo… No le pasaban inadvertidas sus cualidades.
Estaban casados; eran marido y mujer. No lo podía cambiar. Todo lo que podía hacer era sacar de ello el mejor partido.
Y por lo que ya había sabido de su esposa, si quería llevar la batuta, más le valía tomar la iniciativa y establecer las reglas. Sus propias reglas.
La había desposado, de acuerdo; eso no quería decir que se hubiera rendido. Ni que ella pudiera tomar de él lo que no quisiera darle. Él era más fuerte y tenía infinitamente más experiencia que ella…
Mientras charlaba con Charles y los demás, dejó retroceder sus pensamientos a la noche previa. Con anterioridad a aquello, no había habido nada en su comportamiento que ella pudiera justamente recriminarle. La noche pasada, sin embargo…
Iba a tener que reconstruir más puentes que el que la lluvia se había llevado por delante.
Francesca estaba hablando con Honoria de mesa a mesa, envolviendo blandamente con los dedos de su mano izquierda el pie de su copa allí donde la tenía apoyada, en el espacio del mantel que había entre los dos. Él alargó la mano y entrelazó descuidadamente sus dedos con los de ella. Percibió el leve temblor que ella controló al instante, sintió que un reconocimiento primario le encogía el estómago. Esperó.
Minutos más tarde, trajeron el siguiente plato. Entre el barullo general, Francesca se volvió hacia él. No hizo ademán de retirar la mano, pero cuando la miró a los ojos fue incapaz de interpretar su expresión.
– El error que cometí… -Ella enarcó una ceja, y él prosiguió-. Había una razón. Yo tenía, tengo aún, una idea muy clara de lo que espero del matrimonio. Y vos… -Se interrumpió. Ella le observaba con total tranquilidad-. Vos…, y yo… -Exhaló bruscamente-. No era mi intención sugerir que no fuerais una esposa perfectamente aceptable.
Ella alzó las cejas displicentemente; lo fulminó con la mirada. Luego le dedicó una sonrisa espléndida, se inclinó hacia él, le dio unas palmaditas en la mano, separó con destreza sus dedos de los de él y se giró para hablar con Henni.
Gyles contuvo su genio, reprimió el impulso de agarrarle la mano y obligarla a volverse otra vez a darle la cara. Los que estuvieran mirando habrían interpretado su intercambio como un flirteo encantador; no podía hacer nada que quebrara esa imagen. Relajando los labios, se volvió hacia otra conversación.
Aguardó su momento. Obsesionado con su problema, obsesionado con ella, para él las horas pasaron volando. Al cabo, finalizó el banquete y todo el mundo pasó al contiguo salón de baile. Una pequeña orquesta tocaba en un amplio nicho situado a un extremo. La primera petición era una danza nupcial.
Francesca oyó los primeros compases y se armó de valor. Se volvió hacia Chillingworth con la sonrisa en los labios y una expresión relajada en el rostro. Él la atrajo hacia sí: ambos sintieron el temblor que la sacudió cuando se rozaron sus muslos, así como la súbita tensión de él. Sólo ella percibió lo posesivo de su abrazo, en la dura palma de la mano en su espalda; sólo ella estaba lo bastante cerca como para notar el brillo acerado de los ojos grises de su marido. A ambos les atenazó un instante de vacilación al recordar los muchos ojos que les observaban, y ambos, de nuevo, dominaron sus ánimos. Sin mediar palabra, dieron un paso al frente y empezaron a dar vueltas; despacio al principio, ella con mucha cautela, hasta que percibió la destreza de él y se relajó.
Era un consumado bailarín. A ella tampoco se le daba mal. Aunque tenía asuntos de mucha mayor importancia en la cabeza.
Él la guió decidido al primer cambio, y ella se dejó llevar tras sus amplios pasos. Dejó que la atrajera hacia sí cuanto quisiera, consciente de que cada roce lo afectaba a él tanto como la afectaba a ella. Clavó su mirada en la de él y mantuvo la sonrisa en los labios.
– Me he casado con vos porque no tenía elección; no teníamos elección. Las capitulaciones estaban firmadas, los invitados ya estaban todos aquí. Aunque deplore vuestra forma de abordar el matrimonio, de abordarme a mí, no veo razón para hacer pública ante el mundo, ni ante nadie, de hecho, mi decepción.
Le sostuvo la mirada un instante más y luego la desvió a un lado. Había pasado la hora previa preparando ese discurso, ensayando su tono mentalmente. Considerando la tensión de su pecho, la peculiar sensibilidad que estaba afectando a su piel, quedó muy satisfecha de haberlo soltado de forma tan impecable.
Habían dado ya una vuelta completa al vasto salón de baile; sonrió al ver cómo otras parejas se sumaban a ellos en la pista.
– ¿Vuestra decepción?
Se volvió a mirar de nuevo al hombre que la tenía entre sus brazos. Había empleado un tono neutro, inquietante. Alzó altaneramente el ceño y luego, acordándose del numeroso público, dejó que esa expresión se fundiera a una de risueña felicidad.
– No tenía conciencia -la helada frialdad de su tono le advertía de que se estaba adentrando en un terreno peligroso- de que tuvierais algún motivo razonable para estar descontenta con nuestros acuerdos.
Su expresión era la de un recién casado inmensamente complacido con su desposada, pero había un aire arrogante incluso ahí, en su máscara, que ella anhelaba quebrar. Y qué decir de la frialdad de su tono, como puertas de acero cerrándole el paso…
Sacudió la cabeza con una risa airosa.
– Mi decepción surge de la discrepancia entre lo que yo creía, y que tenía razones para creer, que recibiría en realidad del hombre, y lo que ahora -lo escrutaba con atrevimiento, en la medida en que podía verlo mientras él la sostenía en sus brazos- me ofrece el conde. Si lo hubiera sabido, jamás habría firmado las malditas capitulaciones, y ahora el conde no se vería condenado a vivir una mentira.
El mero hecho de pensar en el embrollo en que él los había colocado puso su genio en órbita. Él le apretó férreamente la mano con la suya; la atrajo aún más cerca. Ella tomó aire con un respingo y sintió cómo sus senos se restregaban contra el pecho de él. Levantó la vista de forma que sus miradas se cruzaron; la suya expresaba desafío y una advertencia.
– Sugiero, milord, que aplacemos cualquier discusión sobre tales asuntos hasta que nos hallemos a solas, a menos que queráis poner en riesgo nuestros duros esfuerzos de toda la tarde.
La actitud distante de él se quebró -tan sólo por un instante- y ella vio al predador que merodeaba en sus ojos. Y se preguntó si estaban a punto de permitirse su primera pelea, en público, en mitad del salón de baile y en plena celebración de su boda. La misma idea se le pasó por la cabeza a él; lo vio en sus ojos. El hecho de que dudara, de que se lo pensara antes de echarse atrás la asombró, la intrigó; e hizo tambalearse su seguridad en sí misma.
Los músicos acudieron en su ayuda poniendo fin a la danza con una floritura. Con una risa y una sonrisa, se zafó de sus brazos y le dedicó una elaborada reverencia. Él se vio obligado a inclinarse, y luego hizo que ella se incorporara. Toda embeleso y sonrisa, dio la vuelta esperando que él soltara su mano y se separaran, para atender cada uno por su lado a los muchos invitados ansiosos por hablar con ellos.
Los dedos de Gyles apresaron su mano.
Se acercó a ella, por detrás y por un lado.
– Oh, no, querida mía… Nuestro baile no ha hecho más que empezar.
Aquellas palabras susurradas rozaron su oído, provocándole un escalofrío.
Levantando la barbilla, sonrió a lord y lady Charteris, y dio a su señoría su otra mano.
A su lado, Gyles correspondió con gesto meloso al saludo de lady Charteris e intercambió una inclinación de cabeza con su señoría. Actuaba enteramente por un hábito mecánico largamente arraigado, mientras que sus pensamientos y sus sentidos estaban centrados exclusivamente en la mujer que tenía a su lado.
¿Así que decepcionada? ¿Ya? ¿Tan pronto?
Aún no habían llegado al lecho nupcial. Entonces, ya verían. Ya vería ella. Puede que se negara a amarla, se iba a negar a amarla. Pero en ningún momento había dicho nada de no desearla. Nunca había negado que la anhelaba con lujuria. El hecho de que el suyo fuera un matrimonio concertado no cambiaba eso en absoluto.
Esperaba con expectación el momento de sacarla de su error.
Dejaron a lord y a lady Charteris; Francesca se volvió hacia él. Seguía agarrándola de la mano, manteniéndola a corta distancia; inclinó la cabeza de forma que se acercaron aún más. La mirada de ella se detuvo en sus labios un momento, luego parpadeó y le miró a los ojos.
– Debo hablar con vuestra tía.
Él sonrió. Como un lobo.
– Está al otro extremo del salón.
Le levantó la mano, entre los dos. Sosteniéndole la mirada, se llevó su muñeca a los labios y los apretó, en un beso, contra su sensible cara interior.
Los ojos de ella centellearon. Él notó el temblor que luchaba por reprimir.
La sonrisa de Gyles se ensanchó; dejó que los párpados le velaran los ojos.
– Venid. Os llevaré con ella.
Durante los veinte minutos siguientes, todo transcurrió según él dictaba. Al amparo de su nueva relación, le tocaba la mejilla, la garganta, acariciaba con un dedo la cara interna de su brazo desnudo. La sentía sobresaltarse, estremecerse, ablandarse. Sentía cómo sus nervios se tensaban, cómo se hinchaban sus expectativas. E iba tocando al compás, pasándole la palma de la mano por el hombro desnudo, deslizándola posesivamente por su espalda, haciéndola bajar por sus caderas y las curvas de las nalgas.
Cerraba las manos en torno a su diminuta cintura mientras la conducía a través de la multitud.
Su toque era ligero, sus acciones las propias de un hombre posesivo para con su recién desposada. Cualquiera que los viera sonreiría indulgentemente. Sólo ella comprendía sus intenciones. Sólo ella comprendía que todo era para hacerle saber a ella que, con él, el juego sensual era uno al que no podía ganar. Que no iba a ganar. Y que, sin embargo, era un juego al que iban a jugar.
Nadie, ni Henni, ni siquiera su madre, podía ver a través de su máscara, pero Francesca, su hermosa y voluptuosa esposa, estaba claro que sí.
Cuando, desde detrás de ella, cerró la mano en torno a su antebrazo, guiándola brevemente por entre la multitud y acariciando a la vez con el pulgar el lateral de su pecho, Francesca se preguntó cuán lejos pensaba llevar el juego. Decidió que ya no le importaba. Levantando la cabeza, lo miró por encima del hombro, tentándolo deliberadamente.
Un leve rubor había aflorado a sus mejillas; su respiración había dejado de ser regular. Se hacía una idea bastante clara de lo delicadamente, trémulamente dubitativa que debía parecer.
Él inclinó la cabeza; la aferró con más fuerza, haciéndola caminar más despacio. Volvió a acariciarla, deliberadamente, con su díscolo pulgar.
Ella se detuvo, miró hacia arriba y volvió la cabeza hacia él, apoyándole su espalda.
De pronto, tenía los labios justo debajo de los suyos. Le rozó con la cadera. Los ojos de Gyles se enardecieron, su gris se volvió tormentoso. Se clavaron en los de ella. Ella notó que su respiración se entrecortaba. Sin apartar la vista de sus ojos, se apretó contra él, contra la cresta de su erección.
– ¿Milord? -Susurró la palabra en sus labios, convirtiéndola en un desafío flagrante.
Los ojos de él, oscuros como la tormenta, se endurecieron. Ella volvió a despegarse, inclinando juguetona la cabeza, sonriendo; recordándole que debía sonreír también él.
Así lo hizo, sus labios se curvaron fácilmente; la luz de sus ojos, el tenor de aquella sonrisa hicieron que un escalofrío atravesara a Francesca.
– Milady. -Arqueó una ceja, pero no hizo preguntas.
Se había entablado la batalla.
Él se anotó el primer tanto, lanzándola como un trompo a otra danza que la dejó sin respiración. Ella contraatacó pinchándolo a su manera, flirteando taimadamente con tres caballeros a la vez. Cuando él cortó secamente su exhibición, le sonrió, maliciosa, y observó cómo crecía su irritación.
Poco después, descubrió que él contaba con una ventaja que no podía igualar. Podía tocarla en cualquier parte y su conciencia daba un vuelco. Todo su cuerpo, toda su piel, eran hipersensibles no sólo a su contacto, sino a su respiración, a su misma proximidad. Tenía la más aguda percepción del mínimo roce, de todas y cada una de sus insinuadas y furtivas caricias.
Su reputación era merecida: había visto lo suficiente, lady Elizabeth se lo había dado a entender lo bastante, para hacerse una idea. Sólo un maestro consumado podría haber conseguido lo que él, hecho lo que él, en medio de un salón de baile atestado de gente. Muy contadas veces, alguien había visto algo; en muy pocas ocasiones captó ella una sonrisa de complicidad o más amplia de la cuenta.
Durante veinte minutos cumplidos, le había hecho sudar tinta, no ganar para sustos, volviéndola loca sin saber por dónde saldría a continuación. Intentando adivinarlo, para así poder emprender una acción evasiva…
De golpe, comprendió que aquél era el camino seguro a la derrota. Pero no tenía apenas vías de ataque.
Se concentró en ello; y descubrió que el borde exterior de la oreja era uno de sus puntos sensibles. Los lados de su cuello eran otro, pero el fular se interponía. Los brazos, los hombros, las caderas… podrían haber servido, de haber estado desnudos. Pero su pecho… cuando fingió tropezar y se dejó caer contra él extendiendo los dedos por sus anchos músculos, pudo sentir que le cortaba la respiración.
El ejercicio le había costado otro episodio de sentir sus manos aferrando con demasiada firmeza su cintura, pero se había zafado de sus garras sonriendo. Con mucha intención.
Continuaron charlando, jugando a ser el centro de atención para el gentío allí congregado, sin abandonar en ningún momento su juego particular. La necesidad de ocultar sus colisiones físicas hizo que fueran subiendo las apuestas, que aumentara el desafío.
Finalmente, encontró lo que andaba buscando. Sus muslos: se puso visiblemente tirante cuando ella deslizó hábilmente los dedos por sus largos músculos, tensos bajo los pantalones.
Durante una fracción de segundo, se le cayó la máscara, y ella pudo ver fugazmente al hombre que la había besado en el bosque. Entonces él se hurtó a su mano y la hizo girar entre la masa de los danzantes. Un segundo después, sintió la mano de él en su cadera, sintió cómo descendía deslizándose para luego cerrarse. Dando gracias al cielo por el obstáculo de sus pesadas faldas y sus enaguas, se apartó con una mirada burlona.
Al cabo de diez minutos, lo volvió a pillar por banda. Él con la espalda contra la pared y ella delante, con sus amplias faldas ocultándole las manos, extendió los dedos por sus muslos y deslizó las manos hacia arriba…
Gyles le agarró las muñecas con puño de hierro. Se sorprendió a sí mismo mirando fijamente aquellos brillantes ojos verdes, que se agrandaban levemente; y se preguntó qué demonios le estaban haciendo. No hacía falta que ella lo tocara para embravecerle; estaba ya a punto de reventar. Su juego, con la inesperada incorporación de ella, había acabado por enredarlo bien enredado.
Si lo tocaba…
Miró furtivamente a la multitud. Habían dedicado un rato a todo el mundo, cumplido con sus obligaciones sociales; el evento iba llegando a su fin. Eran las últimas horas de la tarde, aún no había anochecido. La mayor parte de los invitados volverían a sus casas aquella noche. Muchos partirían tan pronto como Francesca y él se retiraran.
Miró a los ojos desafiantes de su esposa.
– Sigamos con esto en privado.
Ella enarcó las cejas; luego, inclinó la cabeza.
– Como deseéis.
Se enderezó. Al no soltarle él las muñecas, miró hacia abajo. Gyles se forzó a hacerlo, a relajar los dedos y soltarla. Ella lo observó, observó cómo sus dedos se desenroscaban. Él la vio levantar una ceja y comprendió que ella lo notaba, que percibía el esfuerzo que le costaba y todo lo que estaba escondiendo.
– ¿Veis la puerta de la pared de la derecha? Salid, girad por la primera esquina a la derecha, luego por la tercera a la izquierda y la primera a la derecha. Llegaréis a un tramo de escaleras. Subid: os conducirá a una galería. Una doncella estará esperando para acompañaros a la suite de la condesa.
Ella había vuelto a levantar la vista; era incapaz de descifrar su mirada.
– ¿Y vos?
– Yo me abriré camino entre la gente y tomaré otra salida. Así evitaremos más revuelo innecesario. -Hizo una pausa y luego observó-: Suponiendo, naturalmente, que no os agrade el revuelo.
Ella le sostuvo la mirada durante un instante; luego, despojándose de su propia máscara, ladeó la cabeza con altanería.
– Os veré arriba.
Se dio media vuelta y se alejó majestuosamente.
Gyles la observó hasta que hubo desaparecido tras la puerta. Luego se enderezó y se internó con aire despreocupado entre la multitud para escapar, él también, airosamente.