Capítulo 21

– ¡Daos prisa! Llegaremos tarde.

– Tonterías. -Francesca sonrió a Osbert para apaciguarlo mientras Irving la ayudaba a ponerse la pelliza-. Sólo son las tres. Lady Carlisle no nos esperará tan pronto.

– ¿Ah, no? -Osbert lanzó una mirada de entendido al abrigo nuevo de Francesca, de lana verde con cuello de terciopelo y manguito a juego-. Os sienta muy bien. ¿Por dónde iba? Ah, sí. Su señoría y hasta el último de sus invitados estarán impacientes por enterarse de cómo fue lo de anoche. De qué tal resultó el gran experimento Rawlings.

– ¿Experimento? -Unos repentinos golpes de picaporte desviaron la atención de Francesca. Vio a Irving recibir una nota.

El mayordomo puso la nota en una bandeja y se la llevó.

– La ha traído un muchacho que dice que es de parte de vuestra prima, señora. No esperaba respuesta.

– ¿Franni? -Francesca desplegó la nota. La leyó. Sus emociones viraron bruscamente: de la alegría interior que la había confortado todo el día, la alegría de saber que el amor que siempre había anhelado, un amor que durara toda la vida, era suyo, pasó a zambullirse en la preocupación y la inquietud. El cambio fue abrupto, la fría realidad hendió profundamente su cálido mundo de felicidad terrenal.

La breve nota estaba escrita en la caligrafía informe de Franni. Francesca bajó el papel y miró a Osbert.

– No voy a asistir al té de la tarde de lady Carlisle. Por favor, transmítale mis disculpas a su señoría.

En tono más enérgico, se dirigió a Irving:

– Haga que traigan el carruaje. Dos lacayos, como de costumbre.

– ¡Esperad un momento! -Osbert ocupó el lugar de Irving al retirarse éste tras hacer una reverencia-. ¿Adonde vais?

Francesca echó un vistazo a la nota.

– A la iglesia de St. Margaret, en Cheapside.

– ¿Qué?

– Osbert, tengo que ir; Franni dice que acuda inmediatamente. No puede esperarme mucho rato. Puedo entenderlo. Ginny y ella habrán salido a pasear…

– No será por Cheapside. No es el tipo de sitio al que van a pasear las damas.

– No obstante, es ahí donde está Franni, y su doncella estará con ella, y es una iglesia, después de todo. Estaremos perfectamente a salvo. Y voy a llevar a mi escolta conmigo.

– Me vais a llevar a mí con vos.

– No. -Francesca lo cogió del brazo-. No me atrevo. Franni dice que me tiene que contar algo relativo a Ester, que está enferma pero nos lo oculta; tengo que averiguar qué sabe Franni. Y no me lo dirá si viene usted conmigo.

Wallace se les acercó.

– El carruaje está de camino, señora. Si me permite el atrevimiento, sería mejor que el señor Rawlings os acompañara.

Francesca sacudió la cabeza.

– Eso es imposible e innecesario. Voy a visitar una iglesia, ver a mi prima e intercambiar unas palabras con ella. No voy a ir a ningún otro sitio, se lo prometo. -Al otro lado de la puerta principal se oyó un ruido de cascos de caballo; ella se volvió-. Regresaré tan pronto como pueda.

– ¡Francesca!

– Señora, si me permitierais una sugerencia…

Francesca salió a toda prisa de la casa. Osbert y Wallace la siguieron. Wallace se detuvo en el escalón superior, observando con evidente preocupación cómo ayudaban a Francesca a montar en el carruaje. Osbert no se contuvo tanto; siguió a Francesca hasta el coche, sin dejar de amonestarla.

Cuando se hubo cerrado la puerta y él seguía en la acera, le dirigió una mirada ceñuda.

– A Gyles no le va a gustar.

– Probablemente no -replicó Francesca-, pero estaré de vuelta antes de que se entere.

El carruaje dio una sacudida y salió traqueteando. Osbert lo vio alejarse con ojos entornados.

– ¡Mujeres!

Un discreto carraspeo a su costado le hizo volverse. Wallace captó su mirada.

– Si me permite la sugerencia, señor… El señor conde tiene gran experiencia en el trato con las féminas.

– Sí, lo sé. Las mata callando y todo eso, pero qué tiene eso que ver con… Ah.

– Exacto, señor. Tengo idea de que el conde se encuentra en estos momentos en el White's. Usted, por supuesto, no tendría ningún problema para entrar directamente, y podría darle cuenta de lo peliagudo de la situación.

Osbert miró torciendo el gesto hacia la esquina tras la que había desaparecido el carruaje.

– Lo haré. ¿White's, dice?

– Efectivamente, señor. -Wallace hizo un gesto imperioso con la mano-. Por aquí viene un coche de alquiler.


Osbert se estaba girando después de pagarle su tarifa al cochero cuando vio a Gyles plantado en la entrada del White's.

– ¡Hola!

Abriéndose paso entre la multitud que abarrotaba la acera, llegó hasta Gyles, que bajaba la escalerilla.

Gyles frunció el ceño.

– Pensaba que ibas a escoltar a Francesca esta tarde.

– También yo. -Osbert hizo una lacónica inclinación de cabeza a Diablo, que venía un paso por detrás de Gyles, y dijo en tono quejoso-: Se ha ido a una iglesia de mala muerte en Cheapside.

– ¡¿Qué?!

– Eso mismo dije yo. Le expliqué que no era lugar para una dama como ella. También se lo dijo Wallace… O lo intentó, al menos.

– ¿Por qué ha ido?

– Recibió una nota de su prima. Le decía que tenía que contarle algo acerca de una tal Ester. A Francesca, al parecer, le parecía perfectamente normal que su prima hubiera concertado un encuentro en la iglesia de St. Margaret de Cheapside. No me ha dejado acompañarla; dijo que cohibiría a su prima.

Gyles cogió a Osbert de los brazos; se contuvo a duras penas de empezar a sacudirlo. Aquel pánico negro tan familiar estaba despertándosele por dentro, oprimiéndole el pecho con sus tentáculos.

– ¿Se llevó el carruaje?

Osbert asintió.

– Y dos lacayos. También había un mozo más en el pescante.

– Bien. -Gyles soltó a Osbert. Diablo bajó un escalón y se les unió. Gyles miró a Diablo y sacudió la cabeza-. Está bien protegida, pero… -Sabía que estaba en peligro. Realmente en peligro. Pensó en Franni, y se le heló la sangre-. Esto no me gusta.

– Ni a mí. Ni le gustó a Wallace -aseguró Osbert.

– A mí tampoco me suena bien eso de Cheapside. -Diablo le enarcó una ceja a Gyles-. Lo que tú digas.

Gyles reflexionó.

– Osbert: llama un coche. Tú y yo nos vamos a Cheapside.

– ¡Magnífico! -Osbert partió a buen paso.

Diablo levantó ambas cejas.

– ¿Y yo?

– Necesito que alguien transmita un mensaje claro y conciso al tío de Francesca.

– Ah, ya veo. -Diablo siguió con la mirada a Osbert, escalerilla abajo-. ¿Charles Rawlings?

– Sí. Se aloja con los suyos en el Bertram's, en la calle Duke. Dijo que estaría ocupado preparándose para irse mañana, pero necesito que acuda a St. Margaret, en Cheapside. Dile que Franni está allí.

– ¿La prima de Francesca?

– Sí. No sé qué está pasando, qué pretende Franni, pero… -En su interior resonaban todas las alarmas. Gyles buscó los ojos verdes de Diablo-. ¿Puedes asegurarte de que Charles recibirá el mensaje?

– Por supuesto. ¿Y luego?

– Nada más. -Gyles dudó un momento antes de añadir-: Pase lo que pase, sospecho que será mejor que este asunto no salga de la familia.

Diablo le sostuvo la mirada un instante, asintió y le dio a Gyles una palmada en el hombro.

– Me aseguraré de que el mensaje llega a su destino a la mayor brevedad.

Diablo echó a andar hacia la calle Duke, que estaba a dos manzanas. Gyles se dirigió al coche de alquiler que Osbert tenía ya esperando.

– A St. Margaret, en Cheapside -ordenó Gyles al cochero-. Tan deprisa como pueda.


Francesca estaba sentada en el asiento de piel de su carruaje, bamboleándose mientras rodaban por las calles. Tras las ventanas, la luz del día iba languideciendo. Reconoció las grandes casas de la calle Strand; luego la calzada se estrechó al girar por Fleet. En un momento dado, John Coachman paró el coche y el mozo de cuadras dio una vuelta rápida a su alrededor, encendiendo las lámparas. Luego siguieron camino, desacelerando al subir los caballos por la colina de St. Paul; después, con el golpeteo de los cascos resonando en las fachadas de piedra, empezaron a descender por la pendiente del otro lado, adentrándose en una parte de Londres que Francesca no conocía.

Pronto, jirones de niebla empezaron a cubrir las ventanillas como pálidos dedos. La calle hizo una curva acercándose al río; la niebla se hizo más densa, encapotando tiendas y tabernas bajo una tiniebla sulfurosa.

Francesca frunció el ceño; los aguijonazos de inquietud, la agitación de malos presentimientos, se iban haciendo demasiado fuertes para seguir ignorándolos. ¿Cómo era que Franni había escogido un lugar semejante? Osbert estaba en lo cierto: Ginny no habría llevado jamás a Franni de paseo por allí. El frío del exterior penetraba en el carruaje; Francesca se estremeció.

Algo iba terriblemente mal.

Sólo podría averiguar lo que ocurría si seguía adelante y se encontraba con Franni. Incluso aquí, el recinto de una iglesia sería un lugar seguro, y la acompañaban cuatro hombres fornidos.

La calzada se hizo aún más estrecha. A medida que el firme se volvía más irregular y el coche avanzaba dando tumbos, trató de pensar en cómo afrontar la inminente reunión, cómo garantizar su seguridad -la de Franni, la de Ginny y la suya propia- de la mejor manera, sin contrariar a su prima.

Las campanas de la ciudad dieron las cuatro mientras el coche iba aminorando la marcha hasta detenerse. Se hundió un poco al descender el mozo y los lacayos, y luego se abrió la puerta.

– ¿Señora?

John había detenido el carruaje junto a la entrada del camposanto anejo a la iglesia. Francesca sacó una mano; uno de los lacayos la ayudó a descender. Unos escalones daban acceso a un camino que atravesaba el cementerio. Francesca observó la masa oscura de la iglesia, apenas visible en la oscuridad, y luego volvió la vista atrás.

– Tú. -Apuntó al mozo-. Quédate aquí con John. Ustedes dos -hizo una seña a los lacayos, tranquilizadoramente fornidos y corpulentos ambos-, vengan conmigo.

Ninguno cuestionó sus órdenes. Uno de los lacayos abrió la verja del camposanto y atravesó el umbral.

– Con su permiso, señora, pero creo que debería pasar yo primero.

Francesca asintió. ¿En qué estaría pensando Franni?

¿De verdad estaba allí?

A esto, al menos, obtuvo respuesta mientras se aproximaban a la iglesia. La mayor parte del edificio estaba a oscuras, pero brillaba una luz proveniente de la parte más cercana del crucero. La luz vacilante de una lámpara iluminaba una capilla; Francesca entrevio una figura que caminaba. Las ventanas eran vidrieras ornamentadas; no podía ver a través de ellas, pero los andares rígidos de la figura no le dejaron lugar a dudas.

– Aquella es mi prima. -Miró a su alrededor-. ¿Por dónde entro?

No había un acceso directo a la capilla; siguieron los gruesos muros de la piedra gris hasta la entrada principal de la iglesia. Estaba abierta de par en par. Francesca retrocedió e hizo señas a los lacayos para que hicieran lo propio. Se detuvo junto al muro, a unos diez pasos de la puerta.

– Ustedes deberán esperar aquí. Mi prima es un poco simple. No hablará si ve que me acompañan extraños.

Los lacayos intercambiaron miradas. El que había encabezado la marcha se movió.

– Señora, es que tenemos órdenes de no perderos de vista. -Echó un vistazo a la noche cubierta de niebla-. Y en lugares así, de teneros al alcance de la mano.

Francesca negó con la cabeza.

– Yo voy a entrar, y ustedes no, pero desde aquí ya ven la puerta, así que pueden vigilarla y asegurarse de que no entra nadie más. Dejare la puerta abierta, de forma que si algo va mal, puedan oírme si les llamo. -Levantó la mano para acallar cualquier protesta-. Eso es exactamente lo que haremos. Quédense aquí.

Se dirigió a la puerta, convencida de que no desobedecerían sus órdenes directas. Una rápida mirada de reojo al llegar al umbral se lo confirmó; la pareja estaba de pie, vigilando, dos siluetas envueltas en la niebla. Francesca penetró en la iglesia.

Era muy antigua. Y en el interior el frío era intenso, como si manara de las mismas piedras. Francesca reprimió un escalofrío, contenta de llevar su pelliza y su manguito. No había más luz que el brillo distante que salía de la capilla.

Las losas estaban gastadas y llenas de surcos. Para ocultarlos, se habían extendido alfombras raídas sobre unas esteras. Los pies de Francesca se hundían en ellas mientras avanzaba por la nave a oscuras; luego giró a la izquierda. Una mampara cargada de relieves y cubierta de sombras ocultaba en parte la capilla. A ambos lados de la mampara, había tallados sendos arcos. Francesca se dirigió al de la izquierda, por el que salía la luz con más intensidad.

Se detuvo en el umbral. Ante el altar, en el que brillaba una única lámpara, estaba Franni, caminando.

Francesca se sintió embargada por una sensación de enorme alivio. Franni llevaba un manto muy pesado, cuyo faldón se agitaba a cada paso, con la capucha bajada, de forma que la lámpara arrancaba reflejos de su pelo rubio, recogido en el moño suelto habitual en ella, en la nuca. Francesca dio un paso al frente.

– ¿Franni?

Franni se giró, con sus ojos azul pálido muy abiertos; luego recuperó la compostura, se enderezó y sonrió.

– Sabía que vendrías.

– Por supuesto. -Cinco filas de bancos cortos flanqueaban el pasillo central. Todos ellos vacíos. Al comenzar a avanzar por el pasillo, Francesca registró con la vista la zona del altar.

– ¿Dónde está Ginny?

– No la necesitaba; la he dejado en el hotel.

Francesca se detuvo en seco.

– ¿Has venido sola?

Franni soltó una risita, agachó la cabeza y luego la sacudió sin apartar la mirada de Francesca.

– No. Oh, no.

Francesca se quedó donde estaba, a la altura de la segunda fila de bancos. Miró fijamente a Franni, observando el brillo que le iluminaba los ojos y escuchando su risita aguda. Un punzada de gélido miedo la hizo estremecerse.

– Franni, deberíamos marcharnos. 'Tengo mi carruaje esperando. -Extendió un brazo, llamándola-. Ven. A ti te gusta ir en coche.

Franni sonrió.

– Sí. Sí que me gusta. Y pronto empezaré a salir en coche más a menudo. -De los pliegues de su manto, sacó una pistola y apuntó con ella a Francesca-. Cuando tú hayas desaparecido.

Francesca se quedó mirando atónita a la pistola, a la negra boca redonda de su cañón. Ella no sabía nada de pistolas, pero a Franni le fascinaban las armas de fuego; le encantaba la explosión del pistoletazo. Francesca no tenía ni idea de si Franni sabía cargar y cebar una pistola, o de si era capaz de dispararla, pero el largo cañón la estaba apuntando directamente al pecho. Franni sostenía el arma firmemente con las dos manos.

Un débil sonido rompió el hechizo, aflojando el puño helado de la conmoción. Francesca notó que había dejado de respirar. Tomando una inspiración profunda, alzó la vista al rostro de Franni.

La respiración se le cortó de nuevo. La expresión de Franni era de triunfo, en sus ojos ardía el fuego de una determinación indisimulada.

– Lo comprendí, ¿sabes?

– ¿Comprendiste qué? -Francesca se forzó a hablar. Si gritaba, estaría muerta antes de que los lacayos llegaran hasta ella. Si daba media vuelta y echaba a correr, acabaría igual-. No te entiendo.

Hablar… Ganar tiempo. Era su única opción. Mientras siguiera viva, habría una esperanza; no alcanzaba a pensar más allá de eso. Apenas podía creer que estuviera allí, hablando con Franni con la boca inmensa de una pistola entre las dos.

– ¿De qué estás hablando?

Franni adoptó una expresión de petulante condescendencia.

– Era evidente, pero tú no lo supiste ver, y no había necesidad de explicártelo… Antes, no. Se casó contigo por tus tierras, ¿lo entiendes? Yo no tenía las tierras adecuadas, y él las quería a toda costa; lo puedo entender. Pero me conoció y se enamoró de mí; ¿por qué, si no, había de volver a hablar conmigo por segunda vez? Ni siquiera quería verte a ti.

Francesca la miraba fijamente.

– ¿Gyles?

Franni asintió, siempre con aire suficiente, sintiéndose más y más superior.

– Gyles Rawlings. Así se llama. No Chillingworth: ése es el conde.

– Franni, son la misma persona.

– ¡No, no lo son! -Un gesto contrariado revistió los ojos de Franni. Aferró la pistola con más fuerza; no le había temblado en lo más mínimo. Pero el tacto de la culata de madera entre sus manos parecía darle seguridad. La tensión disminuyó poco a poco; volvió a relajar los hombros-. Sigues sin entenderlo. Gyles quiere casarse conmigo; ¡no sirve de nada que trates de convencerme de que no, porque lo se! Se cómo se hacen esas cosas; lo he leído en los libros. Estuvo paseando conmigo y escuchándome educadamente… Así es cómo los caballeros manifiestan su interés. Puedes dejar de decirme que me equivoco. Tu no viste la cara de Gyles cuando se dio la vuelta y me miró, justo antes de que te llegaras junto a él, ante el altar.

No lo había visto, pero podía imaginárselo: podía imaginarse cómo se le habría demudado la expresión, su estupor momentáneo, su horror incipiente. Gyles creía que iba a casarse con Franni; podía recordar el momento en que se quedó mirando a su prima y cómo a continuación volvió bruscamente la vista hacia ella.

Franni asintió.

– Gyles quería casarse conmigo, pero el conde tenía que casarse contigo, porque tú tenías las tierras.

Afirmó la mandíbula; sus pálidos ojos echaban llamas.

– ¡El abuelo era un idiota! Me dijo que yo era igual que él y que se iba a asegurar de que yo recibiera la mejor herencia, y no tú, porque tú eras de la semilla del diablo. Así que cambió su testamento, y mi papá heredó la mansión Rawlings. Pero el abuelo era un imbécil… ¡La mejor herencia era ese estúpido pedazo de tierra que tú tienes! -Sus ojos eran dos llamas gemelas-. ¡Debería haber sido mío! -Franni se inclinó hacia delante-. Hubiera sido mío de no ser por ti.

Francesca no decía nada. Pese a los desvarios, Franni seguía apuntándole al pecho. Sintió que desfallecía, que el frío y la conmoción le sorbían la vida; adquirió de pronto plena conciencia de aquella otra vida -una vida preciosa- que llevaba dentro de sí. Extendió lentamente una mano para agarrarse al respaldo del banco que tenía más cerca.

– Todo es culpa del abuelo, pero está muerto, así que ni siquiera se lo puedo decir…

Franni siguió despotricando, cubriendo de infamia el nombre de Francis Rawlings, en cuyo honor habían sido bautizadas las dos.


Fue el viaje más largo que Gyles había hecho jamás. Francesca estaba en peligro; lo sabía con una certeza que no podía ocultarse. Por muchas generaciones que lo separaran de sus ancestros bárbaros, había instintos que permanecían, aletargados pero no muertos.

Mientras el coche atravesaba raudo el centro para salir luego por St. Paul's, él pugnaba por mantener su mente centrada, ignorando cualquier imagen de Francesca herida que le viniera a la mente. Si pensaba en eso, admitiendo motivos para aquel miedo oscuro que incubaba y otorgándole verosimilitud, cebándolo en su pensamiento, él, y por tanto ella, estarían condenados. Su bárbaro interior era incapaz de hacer frente a aquello, de soportarlo.

Se concentró en el hecho de que, una vez que estuviera con ella, estaría segura. Podía rescatarla y lo haría. Lo había hecho ya dos veces. No había ninguna duda, ni en su cabeza, ni en su corazón, ni siquiera en su alma, de que la salvaría. Haría lo que hubiera que hacer, fuera lo que fuera. Cualquier cosa que se le exigiera, la daría.

Llegaron a Cheapside traqueteando. El conductor había resultado ser un demonio a las riendas, se había abierto paso entre el caos de las calles sin dejar de lanzar juramentos e imprecaciones. Habían cubierto el trayecto en un tiempo récord; aunque la calle se había estrechado a un solo carril, el conductor había blandido el látigo y seguido sin detenerse.

– Dale una buena propina y dile que espere -dijo Gyles cuando fueron aminorando esa marcha endiablada. Osbert había permanecido en silencio todo el camino; ahora se limitó a asentir, mientras Gyles, con expresión adusta, abría la portezuela. Se plantó sobre los adoquines antes incluso de que el coche se detuviera.

John Coachman estaba esperando junto al carruaje.

– Gracias a Dios, milord. La señora condesa se fue hacia la iglesia hace veinte minutos. Nos ordenó que la esperáramos aquí. Se llevó con ella a dos lacayos, Colé y Niles. Ellos creo que están allí arriba -John señaló el patio cubierto por la niebla de la iglesia-, pero no estoy muy seguro, y no hemos querido gritar.

Gyles asintió.

– Osbert, ven conmigo. John, espere aquí. El señor Charles Rawlings acudirá dentro de poco: diríjalo directamente a la iglesia.

Gyles abrió la verja del camposanto y avanzó por el sendero, con Osbert pisándole los talones. Los dos acortaron el paso al ver a través de la niebla, cada vez más espesa, a cierta distancia hacia la izquierda, una luz trémula a través de las vidrieras. Gyles se detuvo. Se distinguía la silueta de una única figura, pero era incapaz de reconocer los detalles.

– ¿Francesca? -susurró Osbert.

Lo decidió por el pelo.

– No. Creo que es Franni. -Parecía inmóvil. Gyles siguió adelante con paso decidido.

Alertados por el ruido de sus pasos, Colé y Niles surgieron de entre la niebla.

– La señora condesa está ahí dentro, milord; nos dio orden de esperarla aquí. La puerta está abierta para que la oigamos si nos llama.

– ¿Han oído algo?

– Sólo a alguien hablando a lo lejos; no se entendía nada.

Gyles asintió.

– Quédense aquí. Cuando llegue el señor Charles Rawlings, diríjanle al interior. Díganle que haga el menor ruido posible, al menos hasta que nos enteremos de lo que pasa.

Los hombres se echaron atrás. Indicándole a Osbert que lo siguiera, Gyles entró en la iglesia. La acolchada alfombra que amortiguaba sus pasos fue providencial. Se dirigió a paso rápido allá donde la luz vacilante brillaba junto a la capilla lateral.

Gyles distinguió la voz de Franni mientras se acercaba.

– ¡Yo pensaba que me quería más a mí, pero no debía ser así! ¡Te dio a ti lo mejor de la herencia a pesar de que nunca te había visto!

– Franni…

– ¡No! ¡No intentes discutírmelo! ¡La gente siempre me está diciendo que no entiendo nada, pero sí que entiendo! ¡Sí que entiendo!

Gyles, todavía en las sombras, avanzó hasta un punto desde el que podía ver a través de un arco…, y se quedó petrificado. Extendió una mano para indicarle a Osbert que dejara de seguirlo.

– Franni está allí, con Francesca -dijo con un hilo de voz, que nadie aparte de Osbert podría oír-. Franni está de pie ante el altar, subida al primer escalón. Francesca está en el pasillo central, junto al segundo banco. -Gyles tomó una inspiración profunda y soltó el aire con sus siguientes palabras-. Franni tiene una pistola y está apuntando a Francesca.

Osbert no hizo nada. Gyles, con la vista fija en el cuadro vivo que tenía ante sí, murmuró:

– Quédate aquí y mantente fuera de la vista. Franni es un manojo de nervios: se asustará si te ve, no te conoce. No queremos que se lleve un susto que le haga apretar el gatillo. -Gyles hizo una pausa para humedecerse los secos labios-. Ahora voy a entrar. Quédate aquí afuera, fuera de la vista, pero busca una posición desde la que puedas mirar y presenciar lo que ocurra. Procura sólo que ella no te vea.

Le pareció que Osbert asentía. Osbert no era un ayudante ideal, pero hasta aquel momento se había portado bastante bien. Todavía inmóvil como una estatua, Gyles volvió a escuchar los desvarios de Franni.

– Yo sé la verdad. Gyles me quiere a mí. ¡A mí! Pero tenía que casarse contigo para conseguir esas tierras. Ahora que son suyas, se casaría conmigo si pudiera, pero no puede. -Franni hizo una pausa. No le había quitado los ojos de encima a Francesca en todo el rato-. No mientras tú vivas.

Franni bajó la voz.

– Debería matarte él, por supuesto; es lo que tendría que hacer, eso lo entiende cualquiera. Pero es demasiado noble, demasiado compasivo. -Franni se enderezó y alzó la barbilla-. Así que te mataré yo por él, y entonces él y yo nos casaremos, que es lo que siempre hemos querido.

Su voz había adquirido la cadencia y el soniquete de quien recita un cuento para dormir a un niño.

– Franni. -Francesca extendió un brazo al frente-. Esto no puede salir bien.

– ¡Sí, sí, sí! -Franni dio un pisotón en el suelo. Francesca dio un respingo. La mano de la pistola siguió sin temblar cuando Franni se lanzó a una nueva diatriba acerca de que todo el mundo la tenía por una inútil desvalida.

Gyles no creía que nadie fuera a cometer más ese error. Vio a Francesca levantar la mano y hablar; el torrente de las palabras de Franni tapó el encanto de su cálida voz.

Quería hacer saber a Francesca que estaba allí, tranquilizarla para que no hiciera nada precipitado. No le era fácil apartar la atención de Franni -un instinto ancestral le hacía mantener la vista clavada en ella-, pero desvió la mirada hacia su mujer, y la mantuvo allí. Pudo percibir en qué momento Francesca sintió su presencia: levantó un poco la cabeza, ladeándola, como buscándolo con sus sentidos; luego se enderezó y apartó las manos del banco.

– Así que voy a ocuparme del asunto a mi manera. -Franni agitó la pistola, pero volvió de inmediato a sujetarla firmemente, apuntando a Francesca.

Francesca cruzó los brazos sobre su cintura; con una punzada, Gyles reconoció en el gesto la reacción instintiva, el impulso apremiante de proteger al hijo que llevaba en su vientre.

– Bien. -Había una nota de tensión en el tono habitualmente cálido de su esposa-. ¿Qué vas a hacer, entonces? ¿Vas a dispararme aquí, en una iglesia?

La sonrisa que Franni esbozó lentamente era cruel, burlona.

– No… Esta pistola es la de papá, y tengo que devolverla. Preferiría que no oliera a pólvora. La usaré si no tengo más remedio, pero tengo un plan mejor. -Su sonrisa se hizo más fría, su mirada más ausente-. Un plan mucho mejor. Vas a desaparecer.

Bruscamente, Franni desvió la vista para mirar de reojo a la derecha de Francesca, al lado de la capilla que bañaban las sombras.

– Estos hombres se te van a llevar.

Francesca miró. Tres hombres dieron un paso al frente; había estado tan concentrada en Franni que no había reparado en ellos en absoluto. Las palabras de John Coachman resonaron en sus oídos: dos hombres fornidos y uno delgaducho. John había descrito así a los salteadores que interceptaron su carruaje. ¿Era una coincidencia que estos hombres encajaran con su descripción?

Los tres la miraban fijamente; uno de ellos se pasó la lengua por los labios. Francesca sintió que despedía llamas por los ojos; se resistió al impulso de dar un paso atrás. Los hombres notaron su reacción; se revolvieron al otro lado del banco con miradas lascivas, con las carnosas manos caídas a los lados, abriendo y cerrando los dedos, como si estuvieran impacientes por ponérselos sobre el cuerpo.

Francesca sintió el miedo en la piel y se estremeció. Notó que la respiración se le bloqueaba en el pecho. Pensaba que Gyles estaba cerca, pero ¿era así? Tenía lacayos en el exterior…, al pensarlo, cayó en la cuenta de que aquello era una iglesia. Habría una puerta que diera al exterior en la sacristía, más que probablemente en el lado opuesto de la iglesia de aquel en que sus lacayos aguardaban. La iglesia ocupaba una esquina; había tenido la vaga impresión de que había una calle más allá del cementerio. Con esa niebla, podían llevársela sin que ninguno de los criados de su esposo se enterara.

– No. Eso no va a salir bien. -Fue todo lo que se le ocurrió decir.

– Sí, saldrá bien. -Franni movía la cabeza arriba y abajo sin parar; la pistola seguía firmemente sujeta en sus manos-. Los hombres te tendrán encerrada; luego, cuando hayas tenido a tu bebé, me lo traerán a mí, y después podrán hacer contigo lo que quieran. Eso me pareció justo. Después de todo, Gyles ya no te querrá para nada: me tendrá a mí. Para entonces, te habrá olvidado.

Francesca se volvió para mirar a Franni de frente, apretando instintivamente los brazos en torno a su criatura. ¿Cómo podía saberlo Franni? Entonces cayó en la cuenta. Franni no lo sabía: tener niños después de casarse era lo que ocurría en los libros.

– Lo tengo todo planeado. Ester me dijo que era mejor que yo no tuviera hijos propios, así que en vez de eso criaré al tuyo, y tú no estarás, así que se casará conmigo y yo seré lady Chillingworth.

– No, Franni; eso no va a ocurrir.

Franni dio un respingo y alzó la vista. La pistola le tembló en la mano, pero la volvió a sujetar con firmeza inmediatamente. Entonces sonrió, con tanta dulzura, tan feliz, que a Francesca le dieron ganas de llorar.

– Habéis venido.

La calidez de la voz de Franni era inequívoca, al igual que el cambio en su actitud. Satisfecho de que se hubiera tomado bien su aparición, Gyles avanzó hacia ellas. Dio un repaso con la mirada a los tres hombres: eso bastó para que retrocedieran un paso.

– Sí, Franni. Aquí estoy. -Su mirada se cruzó un instante con la de Francesca-. Sentaos. -Francesca así lo hizo, dejándose caer en el banco. Él pasó de largo y se detuvo delante de Franni, situándose justo entre ella y Francesca-. Dadme la pistola. -Gyles le tendió la mano imperiosamente.

Franni, encandilada, encantada de verlo, aflojó la presión sobre la pistola…, pero su mirada se endureció de nuevo de repente. Aferró el arma y dio un paso atrás con ímpetu, y hacia un lado, de forma que volvía a tener a Francesca a la vista. Entrecerró los ojos mirando a Gyles, esforzándose por interpretar su expresión.

– ¡Nooo! -Lo dijo en voz baja, sorda, desafiante. Desvió la mirada de él a Francesca. La pistola enfilaba de nuevo al pecho de Francesca-. Estáis siendo noble. Caballeroso. Vosotros, hombres… ¡Venid aquí y atadlo!

– Yo les aconsejaría que ni lo intentaran.

– ¡No le hagáis caso! -Franni volvió bruscamente sus ojos desorbitados hacia ellos, con gesto resuelto-. Sólo se hace el noble y caballeroso. Es un conde: se supone que así es como deben ser. Tiene que decir que no la quiere muerta porque es su esposa. Se sentiría culpable si dijera la verdad, pero la verdad es que la quiere muerta para poder casarse conmigo, porque es a mí a quien ama. ¡A mí! -Lanzó a los hombres una mirada enloquecida-. ¡Ahora venid aquí y atadlo!

Los hombres se revolvieron, inquietos. El más delgado se aclaró la garganta.

– ¿Dice que la señora guapa es su esposa…, y que él es conde?

Gyles miró a los hombres.

– ¿Cuánto les paga?

Los hombres lo miraron con cautela.

– Nos prometió cien, eso es -dijo el flaco-. Pero sólo nos ha dao una guinea por adelantao.

Gyles se llevó la mano al bolsillo, sacó su tarjetera, extrajo de ella una tarjeta y un lápiz y garabateó algo en el dorso de aquélla.

– Tengan. -Deslizó la tarjetera y el lápiz de vuelta en el bolsillo y les tendió la tarjeta extendiendo el brazo-. Lleven esto a la dirección anotada en la tarjeta y el señor Waring les dará cien libras a cada uno de ustedes.

– ¡No! -gritó Franni.

Los hombres la miraron, y a continuación a Gyles.

– ¿Cómo sabemos que eso es lo que pasará?

– No lo saben, pero si no cogen la tarjeta y se van ahora, puedo garantizarles que no recibirán nada; y si todavía están por aquí para cuando yo esté libre, los entregaré a la ronda para que los interroguen sobre cierto carruaje que fue asaltado recientemente en el bosque de Highgate.

Uno de los hombres más fornidos se revolvió, intercambió una mirada con sus compañeros y luego avanzó pesadamente entre los bancos. Cogió la tarjeta, miró frunciendo el ceño lo que Gyles había escrito, y volvió a mirar a sus compinches.

– Andando… Vámonos.

Los tres se dieron la vuelta y abandonaron con paso cansino la capilla por el segundo arco.

– ¡No, no, no, no, nooooo! -gimió Franni. Haciendo rechinar los dientes y pateando el suelo, retrocedió hasta topar con el altar. Movía la cabeza como una loca; la pistola le temblaba también, pero la corrigió para encañonar a Francesca, ajustando el tiro…

Gyles empujó el banco de delante y se interpuso entre ella y Francesca.

– ¡Franni! ¡Ya basta! Las cosas no van a suceder como se pensaba.

– ¡Sí, será así! ¡Sí, será así!

Con el corazón en la boca, Francesca se puso en pie.

– Franni…

Gyles volvió la cabeza.

– ¡Sentaos!

Francesca obedeció. Se forzó a hacerlo. Franni tenía sólo una pistola, sólo un tiro. Era mejor que fuera Gyles quien hiciera frente a ese tiro, y no ella: sabía que así lo sentía él. No era como lo sentía ella, pero… ya no estaba en posición de pensar sólo en sí misma. Se obligó a quedarse quieta, sentada, apretando los puños en el regazo. Oía a Gyles hablar con toda calma, como si Franni no estuviera al borde de la histeria, con una pistola cargada en las manos.

– Escúcheme, Franni. -Gyles cortó los asertos gimoteantes de Franni-. Ya sé que ha estado intentando que pasaran cosas. Quiero que me diga todas las cosas que ha hecho. ¿Fue usted quien ató la rienda atravesada en el camino que lleva a las colinas de Lambourn?

Francesca frunció la frente.

– Sí, pero no funcionó. No sirvió para que ella se cayera del caballo y se muriera.

– No. -Gyles atrapó la mirada de Franni y la sostuvo con gesto severo-. Pero Franni…, yo utilizo ese sendero más que Francesca. Fui yo el que encontró la rienda tensada allí de lado a lado. Fue pura cuestión de suerte que no fuera cabalgando en ese momento, de no ser así habría podido caerme y matarme.

A Franni se le desplomó lentamente la mandíbula. Habló balbuceando y en voz baja, buscando las palabras.

– Yo…, no quería que pasara eso… Se suponía que no seríais vos. Se suponía que sería ella. Puse una piedra en el casco de su pequeña yegua para que tuviera que montar uno de los caballos grandes y se cayera seguro. -Pestañeó desconcertada-. Lo hice todo bien, pero no funcionó.

– No, no funcionó. ¿Fue usted quien destrozó el gorro de montar de Francesca y lo metió en el jarrón?

– Sí. -Franni asintió; con el movimiento, se mecía todo su cuerpo-. Era un gorro estúpido… Le quedaba bien. Le daba un aspecto interesante. No quería que la vierais con él puesto.

– ¿Y fue usted quien puso veneno en el aliño de Francesca?

Franni frunció el ceño.

– ¿Por qué no funcionó eso? Es suyo… Nadie más lo usa.

– Yo sospeché; y olí el veneno.

– Oh. -Franni parecía abatida, pero seguía sin bajar la pistola. Miró a Gyles boquiabierta-. Siempre intente hacer cosas que le hicieran daño sólo a ella… No quería hacer daño a nadie más. Ni siquiera quería hacerle daño a ella, pero tiene que morir… Eso lo entendéis, ¿no?

El aire sinceramente suplicante de sus ojos hizo que Gyles se sintiera mal. «Pobre Franni.» Comprendía ahora el celo protector de Francesca, y de Charles, y de Ester…

– ¿Cómo contrató a esos hombres?

La mirada de Franni recuperó la expresión de suficiencia.

– Ginny es vieja. Duerme mucho. Sobre todo si le meto un poco de mi láudano en el té.

– Así que drogó a su doncella y se escapó. ¿Qué hizo entonces?

– Le pedí a un cochero que me llevara a un lugar donde pudiera encontrar a hombres que mataran a gente por dinero.

Gyles pestañeó.

– ¿Alguno de esos hombres le ha hecho daño?

Franni lo miró sin comprender.

– No.

Gyles no supo si creerla o no.

Sintió un tirón en el faldón de su abrigo. Francesca le susurró, en voz muy baja:

– Está respondiendo a las preguntas directas literalmente, con sinceridad.

Podía haber sido peor.

– Muy bien. -Captó la mirada de Franni de nuevo-. Así pues, no quiere hacerme daño, ¿verdad?

– Claro que no.

– ¿Quiere hacerme feliz?

Ella sonrió.

– Sí, eso es.

– Entonces, déme la pistola.

Franni reflexionó un momento y luego asintió.

– Os la daré en cuanto la haya matado.

Se desplazó para apuntar a Francesca; Gyles se corrió también, bloqueándole la vista. Franni le puso mala cara.

– ¿Por qué me lo impedís? Tenemos que deshacernos de ella… Lo sabéis perfectamente. Yo lo haré; no hace falta que seáis vos.

Gyles suspiró para sus adentros.

– Franni, estoy dispuesto a jurar sobre esa Biblia que tenéis detrás que sólo seré feliz si Francesca es mi esposa y está viva y a mi lado. Si lo que quiere es hacerme feliz, disparar a Francesca no es lo más conveniente.

Franni se quedó estupefacta; Gyles casi podía oírla pensar. Sintió que unos dedos tocaban los suyos y se introducían en su mano. Los apretó brevemente; Francesca le devolvió el gesto, sin soltar los suyos. El, en su fuero interno, frunció el ceño. ¿Estaba intentando advertirlo de algo?

– ¡No!

La negativa retumbó en torno a ellos. Gyles volvió a fijarse en Franni y la vio transformada. Tenía la cabeza erguida, echaba llamas por los ojos; su espalda estaba rígida. Aferraba de nuevo la pistola con fuerza.

– ¡De ninguna manera! No va a ser así. Quiero que os caséis conmigo y lo haréis. Quiero que ocurra, de forma que así será. Voy a dispararle…

Franni se echó bruscamente a un lado, tratando de ver a Francesca. Apretando la mano en torno a los dedos de su esposa, Gyles hizo que siguiera sentada, detrás de él.

– Voy a dispararle, sí señor; os quiero, os quiero y os tendré para mí sola. Ya no la necesitáis…, tenéis sus tierras. No hay razón para que la queráis ya. Quiero que me queráis a mí en vez de a ella. ¡Debéis!

La patada de Franni en el suelo retumbó por toda la capilla.

Francesca se debatía por soltarse de la mano de Gyles, pero él le apretaba los dedos con firmeza. Se balanceaba a un lado y a otro, sin dejar de bloquear los intentos de Franni por encañonarla. Teniéndola cogida como la tenía, le impedía levantarse, no la dejaba intentar distraer a Franni. Su prima estaba loca -en su corazón, ya lo sospechaba, pero nunca había permitido que la idea tomara una forma tan concreta-, pero ahora Franni estaba a punto de amenazar a Gyles; ¿acaso no entendía él cómo acababan estas historias? Si Franni no podía tenerlo para sí, representaría su argumento hasta el final: mataría a Gyles antes de permitir que fuera de Francesca.

Era la historia de su abuelo revivida, pero peor. Francis no había perdido el juicio; Franni, sí. Francis había sido un hombre tan testarudo que se habría cortado la nariz sólo por fastidiar. Franni era capaz de algo peor.

– ¡Dejad que me levante! -murmuró entre dientes.

– ¡No! -replicó Gyles, de la misma forma.

Ni siquiera se volvió a mirarla. Francesca estaba desesperada. Franni iba a disparar…

– ¡Franni! ¡Basta! -La voz de Gyles tronó con la autoridad suficiente para dejar inmovilizado a todo el mundo. Francesca se quedó inerte detrás de él, temblando, esperando…

– Franni, quiero que me escuche, que me escuche con mucha atención, porque quiero que comprenda todo lo que voy a decir. Quiero que me mire a los ojos para que sepa que le estoy diciendo la verdad. -Gyles hizo una pausa-. ¿De acuerdo?

Francesca esperó, y luego sintió que Gyles aflojaba la mano con que la tenía sujeta, y supuso que Franni había asentido.

– Muy bien: escuche con atención. Amo a Francesca. Siempre la he amado, desde el primer momento en que posé los ojos sobre ella. La amo de todo corazón, sin la menor reserva, ¿entiende lo que eso significa, Franni?

Inclinando la cabeza hasta tocar con la frente sus manos entrelazadas, Francesca siguió escuchando, y oyó a Franni decir a continuación, con voz queda, frágil:

– ¿La amáis?

– Sí. -No había duda de que aquella simple palabra era la verdad; resonó con una convicción que sólo un poder podía conferirle. Gyles hizo una pausa antes de continuar-. Usted estuvo en nuestra boda… Oyó las palabras de la liturgia: «Con mi cuerpo, os reverencio. Con mi alma, os adoro.» Yo pronuncié esas palabras, Franni, y son ciertas. Todas y cada una.

Se hizo el silencio frío e inmóvil. Transcurrieron minutos, y luego, en medio de aquella quietud, Francesca oyó, como si viniera de muy lejos, un sollozo quedo, cayendo como la lluvia… Alzó la cabeza, tomó una inspiración profunda y se levantó. Gyles relajó el brazo y le permitió ponerse en pie a su lado, detrás de su hombro.

Franni sostenía aún la pistola, pero a medida que sus sollozos aumentaban el cañón empezó a temblar, hasta descender al fin. Franni bajó los brazos, se dobló dando rienda suelta a su dolor…

– ¡Franni!

– ¡Aaaaah! -Franni lanzó un aullido, dio un brinco, levantó bruscamente la pistola…

Gyles profirió una maldición, dio media vuelta y se arrojó sobre Francesca, al tiempo que ella lo abrazaba desesperadamente.

El estallido del pistoletazo quebró la quietud y reverberó estrepitosamente por toda la iglesia.

Cayeron al suelo. Hechos un amasijo de brazos, piernas y manos aferradas, dieron en las losas de entre los bancos.

A Francesca se le cortó la respiración. Inmediatamente, tomó aire.

– ¡Dios mío! ¿Estáis herido? ¿Os ha dado? -Tiró de Gyles y le pasó las manos por todas partes, buscando, tratando de averiguar…

– ¡No, maldita sea! ¿Y vos?

Sus miradas se encontraron, la de Gyles gris y furiosa. Un sentimiento de alivio la barrió como una marea. Sonrió.

– No.

Él frunció el ceño.

– ¡Por el amor de Dios! Vamos… Incorporaos. -Pugnó por levantarse, pero tenía los hombros atrapados entre los bancos. Se retorcía, pero no conseguía soltarse-. Habéis caído debajo de mí, ¡el suelo es de piedra, por el amor del cielo! ¿Estáis segura…?

Francesca le enmarcó la cara entre sus manos. El enorme revuelo se había desatado a su alrededor; ella lo ignoró, lo miró a lo más profundo de sus ojos sin hacer caso.

– Lo que habéis dicho hace un momento…, lo decíais en serio, ¿verdad?

Charles y Ester estaban allí, forcejeando con Franni, que estaba ya completamente histérica. Osbert se había metido por medio, tratando de ayudar. Todo aquel bullicio pareció disiparse en la quietud más absoluta cuando Gyles la miró diciendo:

– Hasta la última palabra.

Buscó la mano de Francesca, la levantó y la besó en la palma.

– Nunca quise amar; y sobre todo, no a vos. Ahora no puedo concebir la vida de otro modo. -La miró a los ojos; ella vio el cambio que se produjo en los suyos: la duda, la incertidumbre-. ¿Y vos?

Ella sonrió beatíficamente, y a continuación alzó la cabeza y le rozó los labios con los suyos.

– Sabéis muy bien que os amo… -buscó las palabras adecuadas y al fin dijo, sencillamente-… como vos me amáis.

El agachó la cabeza y la besó, dulcemente, demorándose; ella le correspondió de igual manera, dejando que el momento se grabara en su recuerdo, y en el de él.

Cuando Gyles echó la cabeza atrás, ella le sonreía entre lágrimas de felicidad.

– Supe desde el momento en que os vi que jamás seríais soso o aburrido.

– ¿Soso o aburrido? -Empujó hacia delante el banco más cercano al altar y se agarró a su respaldo para incorporarse y dejar de aplastarla contra el suelo-. ¿Son esos los criterios conforme a los cuales juzgáis mi comportamiento?

Se puso en pie y le tendió una mano. Ella le permitió ayudarla a levantarse.

– Entre otros. Pero ahora que es mucho más lo que sé, soy más exigente incluso.

El captó su mirada.

– Lo tendré en cuenta.

Los gimoteos y reprimendas se habían ido haciendo más ruidosos. Se dieron la vuelta y vieron a Franni revolviéndose furiosa, sollozando, con los ojos cerrados y la boca desencajada. Osbert y los dos lacayos la sujetaban, tratando de no lastimarla y recibiendo a cambio su parte de estopa. Ester, con el pelo alborotado -era evidente que ella había estado también forcejeando con Franni-, trataba de sujetar la cara de su sobrina entre sus manos, hablándole en tono tranquilizador, intentando hacerse oír por ella y calmarla.

Charles estaba de pie delante de ellos, de cara a Franni, con la pistola caída en una mano. Mientras le estaban mirando, tomó una inspiración profunda, se giró y les vio. Tenía el semblante mortecino. Miró la pistola y a continuación se agachó y la dejó en el banco de delante. Acercándoseles, levantó la cabeza; reunió fuerzas y se detuvo ante ellos.

– Lo siento muchísimo. -Aquellas palabras parecieron dejarlo exangüe. Se pasó una mano por el pelo y volvió la cabeza para mirar a Franni.

Estaba más conmocionado aún que ellos. Francesca intercambió con Gyles una mirada.

– No pasa nada. -Francesca tomó las manos de Charles entre las suyas.

El correspondió al apretón de sus dedos, tratando de sonreír, pero sacudió la cabeza.

– No es cierto, querida; ojala fuera así, pero sí que pasa. -Volvió a mirar a Franni; sus sollozos se iban acallando poco a poco-. Ester y yo nos temíamos que ocurriera algo así. Llevamos años vigilando a Franni, preguntándonos si ocurriría, esperando que no… -Suspiró, luego miró a Francesca y le soltó las manos-. Pero no fue así. -Enderezándose, miró a Gyles-. Os debo una explicación. -Francesca y Gyles abrieron la boca; Charles levantó la mano-. No; por favor, dejadme que os lo diga. Dejad que os explique para que podáis decidir por vosotros mismos. Para que podáis entenderlo.

Francesca y Gyles intercambiaron una mirada. Gyles asintió.

– Como desee.

Charles inspiró muy profundamente.

– Habréis oído que Elise, mi esposa, la madre de Franni, se suicidó arrojándose desde la torre de la mansión Rawlings. Eso no es exactamente cierto. Yo estaba con ella. No se tiró. -El rostro de Charles se ensombreció-. Se cayó cuando intentaba empujarme a mí por el borde.

– ¿Intentó matarlo?

– Sí. -Articuló la afirmación como un suspiro largo y doloroso-. Y no me preguntéis el porqué: nunca lo supe. Pero la historia no acaba ahí. No empieza ahí. La madre de Elise, madre de Ester también, también…, se volvió loca. Pasó algún tiempo en el manicomio, pero el caso es que murió. Ignoro los detalles. A mí no me contaron nada, nunca lo supe, no hasta que Ester se vino a vivir con nosotros, más o menos un año después de nacer Franni. Después de que Elise empezara a… cambiar. -Charles tomó aire-. Parece que es algo que afecta a las mujeres de esa familia, aunque no a todas. Ester se ha librado. Los problemas se manifiestan, si es que se han de manifestar, poco después de cumplidos los veinte años. Elise… -Su aturdimiento se tiñó de añoranza-. Era tan bonita… Eramos tan felices… Luego se convirtió en una pesadilla. Delirios que derivaron gradualmente en enajenación. Y después en violencia. Y después se acabó.

Francesca buscó la mano de Gyles, y agradeció su calor cuando ésta envolvió la suya.

Charles exhaló y sacudió la cabeza.

Ester sabía lo de su madre. Ella pensaba que no era prudente que Elise se casara; es por eso que ella nunca se casó. Pero nuestros padres, el de Elise y el mío, estaban decididos a que el enlace se llevara a cabo. Estoy seguro de que mi padre no estaba al tanto de aquello por aquel entonces. Lo supo después, por supuesto. Como suele suceder, hechos de ese tipo se mantienen en secreto. A Ester la mandaron a Yorkshire a vivir con una tía hasta después de que Elise y yo nos casáramos y naciera Franni.

Charles volvió la mirada, exhausta y ensombrecida, hacia Francesca.

– No sabes cuánto siento, querida, que te hayas visto atrapada en todo esto… Llevábamos tanto tiempo confiando en que Franni no se viera afectada… No hacíamos sino esperar. Hasta que estuvimos aquí, en Londres, no nos dimos cuenta de que su estado se estaba deteriorando realmente. Tienes que creerme: nunca imaginamos que iría tan… rápido.

Armándose visiblemente de valor, Charles se encaró con Gyles.

– ¿Qué vais a hacer?

Gyles miró a Charles y no sintió sino compasión, ni vio otra cosa que a un hombre que había amado a su mujer y pretendido proteger a su única hija. Alzando una mano, la cerró sobre el hombro de Charles.

– Supongo que querrá llevarse a Franni de vuelta a la mansión Rawlings sin más dilación. ¿Está en condiciones? ¿Hay algo que podamos hacer nosotros por ayudarles?

Charles parpadeó. Buscó los ojos de Gyles.

– ¿No vais a presentar cargos?

Gyles le sostuvo la mirada.

– Franni es una Rawlings. A pesar de su enfermedad, es de la familia, y ella no puede evitar ser como es.

Charles bajó la vista. Francesca le estrujó el brazo. Carraspeó y luego susurró:

– Gracias.

Gyles tomó una inspiración y volvió a mirar a Franni, que se había derrumbado para entonces, exhausta, sostenida por Ester y uno de los lacayos.

– Me ofrecería para ayudarles a llevarla al carruaje, pero creo que será mejor que Francesca y yo nos vayamos. Franni se mostrará más dócil si no estamos.

Charles asintió.

– Si le es posible, pase por casa antes de marcharse de Londres. Nos gustaría saber que todo va bien. -Gyles le tendió la mano.

Charles se la estrechó.

– Lo haré. Y una vez más, gracias.

– Cuídense. -Francesca se estiró para besar a su tío en la mejilla-. Todos.

A Charles se le contrajeron los labios. Se dio la vuelta al tiempo que Osbert se acercaba, con aspecto más serio de lo que Francesca le había visto jamás.

– Yo me quedaré con Charles; lo ayudaré a meter a la muchacha en el coche.

Gyles le dio una palmada en el hombro.

– Pásate por casa mañana por la mañana para informarnos.

Osbert asintió y volvió con el grupo de delante del altar. Francesca dirigió una última mirada a Franni: tenía los ojos cerrados, la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta, reclinada sobre Ester, que le retiraba afectuosamente el fino cabello de la cara.

– Venid. -Gyles hizo girarse a Francesca. La rodeó con el brazo y la condujo fuera de la capilla.


«Lo quiero, lo quiero y lo tendré.» En el calor y la oscuridad del carruaje, envuelta en los brazos de Gyles, Francesca repetía aquella letanía.

– Eso Franni lo tomó de nuestro abuelo. Era uno de sus dichos favoritos.

Gyles la estrechó contra él. No había puesto ninguna objeción cuando la había sentado en su regazo nada más arrancar. Necesitaba abrazarla, para tranquilizar al bárbaro haciéndole saber que todo estaba en orden y que ella estaba allí, aún con él, a salvo e ilesa. Ella parecía igualmente satisfecha de poder apoyarse en él, la cabeza en su hombro, una mano extendida sobre su pecho, sobre su corazón.

– Pensaba que no habíais llegado a conocer al viejo Francis.

– Y así es. Me lo dijo mi padre: solía explicarme cosas del abuelo, de lo cabezota que era. Quería que lo supiera, por si acaso…

Gyles pensó en lo previsor que tenía que ser un hombre para proteger a su hija de cualquier peligro del futuro.

– Siento no haber conocido nunca a vuestro padre.

– Le habríais gustado… Os habría dado su bendición.

Gyles nunca había sido tan consciente de su propia felicidad, de su buena fortuna. Pensó en todo lo que tenía: todo aquello que Charles no había tenido realmente la oportunidad de disfrutar.

– Pobre Franni. No sólo heredó la locura de su madre, sino que también absorbió la particular locura del viejo Francis.

– Antes no he dicho nada… por Charles. Sólo le habría hecho sentirse peor. Ester me contó que Francis pasaba mucho tiempo con Franni, y que eso le agradaba a Charles.

Gyles plantó un beso en los rizos de Francesca.

– Es mejor dejarle ese buen recuerdo.

El carruaje seguía su camino traqueteando. Habían bajado las cortinillas de cuero de las ventanillas, para que no entrara el aire helado de la noche, creando un refugio oscuro y acogedor.

– Gracias por no presentar cargos.

– Cuando dije que Franni era de la familia lo hice de corazón.

Ella le había enseñado, le había hecho ver, lo que la familia en el sentido más amplio significaba: el apoyo, la red de comprensión. Al cabo de unos instantes, añadió:

– En cierto modo, estamos en deuda con Franni. Si ella no hubiera estado allí aparentando ser la mosquita muerta con la que yo creía querer casarme, yo habría descubierto quién era Francesca Rawlings antes de que cerráramos el trato, y entonces no lo habríamos cerrado de ninguna manera.

– ¿De verdad no os habríais casado conmigo de haber sabido quién era yo?

Gyles se echó a reír.

– Supe en el mismo instante en que os puse los ojos encima que erais la última mujer con quien debería casarme si quería a una mosquita muerta, dócil y modosa por esposa. Y estaba en lo cierto.

Ante su suave resoplido, él sonrió, pero luego se puso serio.

– Si Franni no hubiera estado allí, nosotros no estaríamos aquí ahora, casados, enamorados, esperando nuestro primer hijo. Lo único que lamento es que mi aparición en la mansión Rawlings sirviera al parecer de catalizador para sus delirios.

– De no haber sido vos, habría sido algún otro. -Francesca guardó silencio durante un rato, y luego musitó-: El destino obra de forma misteriosa.

Gyles le acarició el pelo.

– No podremos ir de visita a la mansión Rawlings. Franni estará mejor si no vuelve a vernos.

– Siento lástima por Charles y Ester. Haberse pasado la vida vigilando a Franni y esperando, sólo para acabar viendo cómo se hacía realidad su peor pesadilla…

– Podemos ayudarles, de todas formas: asegurarnos de que Charles pueda contratar los mejores cuidados para Franni. Y podemos procurar que Charles y Ester se escapen de vez en cuando; podemos invitarles a venir a Lambourn en verano.

– Podríamos convertir en una rutina anual que vengan a visitarnos, para que no se enclaustren y la familia no les pierda la pista.

Francesca se revolvió en sus brazos para poder verle la cara. El carruaje había llegado al centro de la ciudad; merced a las farolas, entraba ahora más luz por las rendijas que dejaban las cortinillas, la suficiente para ver.

– Estaba pensando… Honoria me habló de la reunión que los Cynster celebran en Somersham. Creo que nosotros deberíamos hacer algo parecido en Lambourn, ¿vos no?

Gyles la miró a la cara y sonrió.

– Cualquier cosa que os plazca, milady. Podéis crear cuantas tradiciones gustéis… Y todas las que yo tengo quedan bajo vuestro gobierno.

Francesca, encantada no tanto por las palabras de Gyles como por la expresión de sus ojos, de su rostro, desprovisto ahora de cualquier elegante máscara, le devolvió la sonrisa. Por dentro, su corazón se regocijó.

Todo lo que siempre había querido, todo cuanto podía llegar a necesitar, estaba allí, y era suyo. Tras la noche anterior, había estado dispuesta a aceptar la realidad sin exigir una declaración. Ahora lo tenía todo: un amor duradero y las palabras formuladas entre ellos, que lo reconocían expresamente.

Examinó sus ojos, su rostro: los planos angulosos que tan poco dejaban traslucir. Tal vez le debieran a Franni una cosa más.

– ¿Por qué os resultaba tan difícil decirlo; pronunciar una simple palabra, tan corta?

El se rió, pero no porque aquello le divirtiera.

– «Una simple palabra, tan corta»… Sólo una mujer podía describirlo así.

No había respondido a su pregunta. Sin apartar los ojos de los suyos, Francesca aguardó.

El suspiró y reclinó la cabeza en el almohadillado del respaldo.

– Es difícil de explicar, pero mientras no lo dijera en voz alta, mientras no lo admitiera abiertamente, tenía margen de duda suficiente para permitirme pretender que no estaba corriendo un riesgo, que no me estaba exponiendo a la infelicidad y la destrucción por ser tan tonto como para amaros.

Francesca frunció el ceño. ¿Por qué? Entonces lo comprendió. Alzando las manos, le enmarcó la cara y le hizo mirarla a los ojos.

– Yo siempre estaré aquí. Siempre estaré con vos. Podéis rodearme de cuantos guardianes deseéis, durante tanto tiempo como sea necesario para que lleguéis a creéroslo.

Gyles leyó en sus ojos, y se obligó a decir a continuación:

– Aprendí de muy joven que cuando uno ama se expone a sufrir un daño inimaginable.

– Lo sé… Pero, aun así, merece la pena.

Gyles examinó sus ojos y luego la besó suavemente, la acomodó de nuevo entre sus brazos y apoyó la mejilla en su pelo. Tenía razón. No había nada tan contradictorio como el amor. Nada dejaba a un hombre más expuesto y, sin embargo, nada podía reportarle tanta dicha. Para recolectar la cosecha del amor era necesario aceptar el riesgo de perder ese mismo amor. El amor era una moneda de dos caras, ganar y perder. Para asegurarse de ganar, tenía uno que abrazar el riesgo de perder.

Cuánto había cambiado él desde el día en que partió hacia la mansión Rawlings… Entonces su hogar era frío, le faltaba calidez, le faltaba vida; había partido en busca de una esposa para subsanar esa deficiencia. La había encontrado, y ahora era suya. Era el sol que calentaba su casa, que nutría a su familia, que daba sentido a su vida. Era literalmente el centro de su universo.

Decidió que bien podía decírselo. Al cabo de un instante, murmuró:

– No vino todo a la vez, ¿sabéis?

– ¿Ah? -Francesca se revolvió y él la dejó girarse otra vez de forma que pudiera verle la cara, y él a ella.

Le cogió la mano y se la llevó a los labios.

– Cuerpo, mente, corazón y alma. -Mirándola a los ojos, le besó la palma-. Mi cuerpo fue vuestro desde el mismo instante en que os vi; vos lo reclamasteis en nuestra noche de bodas. Peleasteis por mi mente y mi corazón, y los ganasteis; ahora son vuestros para toda la eternidad. -Hizo una pausa y puso una expresión más grave a la vez que miraba a lo más hondo de sus ojos esmeralda-. Y en cuanto a mi alma, es vuestra, os la ofrezco libremente. Podéis llevárosla y encadenarla como prefiráis.

Francesca le sostuvo la mirada y creyó que su corazón iba a estallar de gozo, con una felicidad tan profunda que no le cabía. Liberó sus brazos y le pasó las manos por los hombros, deslizando una hasta su nuca al tiempo que acercaba la cara a la de él.

– Gracias, milord. La acepto.

Selló el trato con un beso; un beso que prometía un vida de dicha absoluta entre las cadenas de un amor eterno.


Sólo tenían pendiente un compromiso formal antes de regresar a Lambourn: la cena de Navidad de lady Darlymple. Era a primeros de diciembre, semanas antes de la Nochebuena, pero hasta el último miembro de la nobleza iba a abandonar pronto la capital para volver a su hacienda. Gyles habría dado mucho por escaparse antes a Lambourn y librarse del inevitable sermón de uno de los pocos de su condición que estaría también presente en la cena.

Pero no tenía escapatoria.

Francesca, deslumbrante con un vestido de seda verde mar, fue el centro de todas las miradas, no sólo por sus sensuales curvas, sino más por la felicidad radiante que iluminaba sus ojos, daba color a su voz y estaba implícita en cada uno de sus gestos. Para irritación del libertino que llevaba dentro, Gyles fue incapaz de hacer otra cosa que sonreír con orgullo de propietario.

Diablo, por supuesto, lo vio y lo entendió todo como pocos más podían. De lado a lado de la mesa, cubierta de plata y reluciente cristal y de los brillantes tonos de la vajilla de Limoges, Diablo le sonrió -maliciosamente- y alzó su copa en un brindis privado.

Gyles pudo leer sus labios sin dificultad:

«Bienvenido al club.»

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