Los días previos a la fiesta de la cosecha fueron de frenética actividad. Gyles pasó gran parte del tiempo no perdiendo de vista a Francesca, más para calmar al bárbaro que no dejaba de darle vueltas a la cabeza que por que estuviera realmente convencido de que ella estaba en peligro. Pero mientras él la estuviera vigilando estaba segura…, y tenerla a la vista no suponía ningún sacrificio.
Su casa se llenó de vida, se llenó de lacayos en febril actividad; disfrutó viendo a Irving sucumbir bajo aquel pánico gratificador. Incluso pudo verse a Wallace dándose prisas, un acontecimiento sin precedentes. Sin embargo, casi todos sus pensamientos estuvieron centrados en Francesca, y sus sentidos sintonizados con cada matiz de su voz, con el ladearse de su cabeza cada vez que consideraba alguna cuestión, con el susurro de sus faldas cuando pasaba a toda prisa junto a él. Ella estaba en todas partes: ahora en las cocinas, en el patio de entrada al cabo de un momento.
Y cada noche acudía a sus brazos, satisfecha y feliz y ansiando compartir con él todo lo que era.
Trató, en una ocasión, de concentrarse en un boletín de noticias. Después de leer el mismo párrafo cinco veces sin conseguir quedarse con una sola palabra, se rindió y fue a ver qué tramaba Francesca en el invernadero.
Habían llegado su madre, Henni y Horace; oyó sus voces al entrar en la construcción de piedra y cristal adosada a la casa, junto a la biblioteca. Estaban con Francesca junto a una mesa de hierro forjado ubicada de forma que aprovechara el máximo posible de luz matutina. Su madre lo vio.
– Aquí estás, querido. -Alzó la vista; él se inclinó y la besó en la mejilla-. Francesca ha estado contándonos todo lo que habéis planeado.
– Yo me he ofrecido voluntario para supervisar el concurso de tiro con arco. -Horace enderezó los hombros-. Lo hice para tu padre hace años. Disfruté bastante. Gyles asintió y miró a Henni.
– Tu madre y yo estaremos paseando entre el público, asegurándonos de que todo vaya como debe.
– Habrá aquí tanta gente -Francesca alzó la vista para mirarlo- que vos y yo no podremos estar en todas partes.
– Cierto. -Estaba de pie junto a la silla de Francesca, con la mano en el respaldo, y la escuchaba desgranar sus planes. Los había oído ya y aprobado todos; no atendía a sus palabras, sino a la ansiedad en su voz conforme recitaba el programa del día.
– Todo debería estar ya dispuesto mañana por la noche.
Henni dejó su taza.
– Es una pena que vayáis a tener que esperar a la mañana para colocar los caballetes y los tableros, pero siempre era así. No puede con fiarse en que una fiesta en esta época del año no esté pasada por agua.
– Con un poco de suerte, hará buen día -terció Horace-. Solía hacerlo, por lo que yo recuerdo.
– Desde luego. La hacienda entera estará rezando para que haga sol: hacía años que no veía tanta excitación. -Lady Elizabeth se levantó y besó a Francesca en la mejilla-. Te dejaremos con tus preparativos.
Francesca y Henni se pusieron también en pie.
– No lo olvides: si necesitas ayuda para lo que sea, no tienes más que mandar a un lacayo al otro lado del parque. -Henni apretó la mano de Francesca y se encaminó a continuación hacia la puerta que daba al exterior, justo en el momento en que una silueta corpulenta llenaba el hueco.
– ¡Ejem! -Edwards cambió de postura y levantó la mano para llamar, dando unos golpecitos al marco. Francesca reaccionó la primera.
– ¿Sí, Edwards?
Él aferró su gorra entre las manos.
– Me preguntaba si podía hablar un momento con vos, señora.
– ¿Si?
Edwards tomó una inspiración profunda, miró a Gyles y luego miró a Francesca.
– Se trata de las ciruelas, señora. Hay que recogerlas mañana.
– ¿Mañana? Pero mañana es la víspera de la fiesta.
– Sí, bueno, es que los árboles y la fruta y el tiempo no saben nada de fiestas. La temporada ha sido tardía y la fruta está madura precisamente ahora: tenemos que recogerla aprovechando el primer período seco que dure lo bastante para que no esté húmeda. -Miró al cielo-. Lleva unos cuantos días sin llover. Mañana la fruta estará en su punto para recogerla… No podemos arriesgar la cosecha esperando a que pase la fiesta.
Francesca sabía ya que la cosecha de ciruelas y la mermelada que se elaboraba con ella eran una tradición del castillo casi tan antigua como la fiesta.
– ¿Así que necesitará a todos los jardineros y mozos de cuadra?
– Sí, y a los lacayos también. Aun así nos llevará todo el día.
Francesca frunció el ceño. Nunca conseguirían tener listos los preparativos para la fiesta sin todas aquellas manos.
Lady Elizabeth se volvió hacia ella.
– Puedes disponer del personal de la casa de la viuda, si sirve de ayuda.
Francesca asintió, y volvió a mirar a Edwards.
– ¿Y si todos nosotros recolectamos? ¿Cuánto se tardaría entonces?
– ¿Todos?
– Todo el personal: todos los de la casa. Y el personal de la casa de la viuda. Cada par de manos. Eso es más del doble de lo que necesita para hacerlo en un día. Contando con tanta gente, ¿cuántas horas se tardará?
Edwards caviló.
– Unas pocas… -Asintió-. Sí, tres horas bastarían, con toda esa gente. Tenemos escaleras y demás en abundancia.
Francesca casi suspiró de alivio.
– Mañana por la tarde. Acabaremos con los preparativos de la fiesta, luego comeremos tarde… y después nos reuniremos todos en el huerto para recolectar la fruta.
– Una idea excelente. -Henni asintió con aprobación.
– Hablaré con mis muchachos y divulgaré la noticia. -Edwards hizo una inclinación de cabeza y se fue dando zancadas.
– Tendré que venir yo también -dijo Horace mientras caminaban hacia la puerta, ahora despejada-. Suena a que vaya a ser todo un acontecimiento en sí mismo.
– Sí, venga -dijo Francesca-. Podemos hacer un picnic con té y brioches para celebrarlo cuando terminemos.
– ¡Qué idea tan encantadora! -declaró lady Elizabeth.
Gyles reparó en la mirada de los ojos de Francesca: era la mirada que ponía cuando estaba tramando algo.
Ella les dirigió a todos una sonrisa.
– Si me excusan, debo hablar con Wallace inmediatamente.
– ¡Por supuesto! Te veremos mañana por la tarde. -Le dijeron adiós con la mano mientras ella desaparecía en el interior de la casa; luego Henni tomó a Horace del brazo y salieron al sendero.
Gyles ofreció un brazo a su madre. La ayudó a llegar al enlosado, consciente de que tenía la vista fija en su cara. No hizo intención de alcanzar a Henni y Horace, que iban paseando despacio hacia el parque. Resignado, la miró a los ojos y le arqueó una ceja.
Ella sonrió.
– Has tenido una suerte increíble, no sé sí lo sabes.
Él le sostuvo la mirada.
– Sí que lo sé.
La sonrisa de ella se ensanchó. Le dio unas palmaditas en el brazo, y a continuación se fue tras Henni y Horace.
Sabía muy bien la suerte que había tenido.
Al día siguiente por la tarde, Gyles caminaba bajo los ciruelos, rodeado de hasta el último miembro de su personal, además de los de la casa de la viuda, y se embebía de su charla. Habían llegado su madre, Horace y Henni; Francesca los había obsequiado con cestas y dirigido a un sector con ramas bajas. Henni tenía manchas de ciruela en su viejo vestido de algodón bordado; tanto ella como su madre se reían mientras recolectaban.
Había escaleras apoyadas sobre seis árboles; en cada escalera estaban subidos dos recolectores, y cuatro personas esperaban debajo para colocar la fruta en grandes cestas de mimbre. El huerto bullía de actividad, potenciada por un aire de celebración.
Los preparativos del festival estaban ultimados. Todo estaba listo; el personal se había entregado a los planes revisados de Francesca con determinación obsesiva: aquel ejercicio era su recompensa.
Un tiempo para disfrutar después del duro trabajo. Francesca había convertido en una diversión lo que solía entenderse como una tarea pesada. Mientras la buscaba, Gyles se sentía seguro de estar presenciando el nacimiento de una tradición.
– Vamos un momento a llevar esta cesta al carromato, señora.
– Tened cuidado.
Gyles alzó la vista. Su exquisita esposa, vestida con un sencillo traje de día color verde manzana, estaba encaramada en lo alto de una escalera. Estiró el brazo para coger dos ciruelas, las arrancó con destreza y luego las guardó en su regazo mientras esperaba a que volvieran sus ayudantes.
Gyles entró en su campo de visión.
Ella le dedicó una sonrisa gloriosa.
– Me preguntaba dónde estaríais.
– Os he estado buscando. -Alzó un brazo, y ella le tendió las ciruelas.
A continuación, abrió los brazos en cruz.
– Aquí estoy.
Sus miradas se encontraron.
– Ya lo veo.
Agarrada con una mano a un peldaño, extendió la otra para coger de nuevo otra ciruela; luego se la llevó a la boca y le dio un mordisco. El rojo zumo manchó sus labios carnosos mientras la masticaba y tragaba.
– Están suculentas. -Dio otro bocado y luego le alcanzó la fruta a él-. Probadla.
Gyles vaciló antes de estirar el brazo y coger la ciruela; le dio la vuelta y la mordió, tomó un bocado. Su mirada no se apartaba de ella. La fruta estaba tan suculenta como ella había dicho. La saboreó mientras observaba cómo Francesca sacaba la lengua y se relamía.
– ¿Milord?
Gyles bajó la vista. Los asistentes de Francesca habían regresado con una cesta nueva.
– Dejadla ahí. -Señaló con un gesto de la cabeza al suelo, junto a él-. Yo recogeré para su señoría. Hay otros que necesitan ayuda.
Los chicos sonrieron y salieron zumbando, ansiosos por ver dónde andaban sus amigos.
Gyles se acabó la ciruela y alzó la vista hacia su esposa.
– ¿Os parece bien?
Ella se rió y se estiró para coger más ciruelas. Había en marcha un concurso para ver qué grupo recogía el primero todas las ciruelas de un árbol. Edwards era el árbitro. Cuando los vítores anunciaron que un grupo creía haber acabado, llegó hasta allí a pesadas zancadas, examinó el árbol para ver si se habían dejado algún fruto y luego los declaró ganadores del concurso.
El grupo vencedor vitoreó y bailó. Los demás les jalearon y volvieron rápidamente a acabar con sus árboles, para luego correr las escaleras a la siguiente fila.
Había veinticuatro ciruelos en el huerto, viejos y nudosos ejemplares todos ellos, mantenidos en excelente estado por los atentos cuidados de Edwards. El carromato hizo un par de viajes a las cocinas, chirriando bajo el peso de las cestas, antes de que llegaran a los últimos árboles.
El sol asomó por detrás de las nubes grises, y sus rayos se filtraban entre las ramas mientras, un grupo tras otro, remataban su último árbol. Se recogieron las escaleras. Cook y la señora Cantle reunieron a las criadas de cocina y corrieron a la casa. Pensando ya en la merienda que se avecinaba, los que ya habían terminado se congregaron para ayudar a los que estaban aún recolectando.
Diez minutos más tarde, justo cuando se había recogido la última ciruela, Cook y la señora Cantle reaparecieron a la cabeza de una procesión de criadas, cargada cada una con una bandeja repleta de brioches, mantequilla recién batida y los últimos restos de la mermelada de ciruela del año anterior. Las seguían dos lacayos portando dos enormes recipientes de té.
Se elevaron vivas, que se hicieron aún más fuertes al entrar la comitiva, precedida por Cook, en el huerto. Francesca bajó de su escalera, Gyles la tomó de la mano, y fueron al encuentro de Cook.
Ella hizo una reverencia y les sirvió. Los dos tomaron un brioche, lo untaron de mantequilla y lo cubrieron generosamente de mermelada. Entonces Francesca se volvió hacia la multitud expectante. Sonriendo, alzó su brioche ante ellos.
– Gracias a todos: por el día de hoy y el de mañana.
– Y gracias de mi parte también. -Gyles elevó su brioche bien alto-. ¡Por Lambourn!
Los vítores que se alzaron hicieron que los pájaros salieran volando de las ramas. Con un gesto de la mano, Gyles invitó a todos a acercarse a las bandejas. Intercambiando una mirada, Francesca y él se retiraron a donde la señora Cantle estaba sirviendo a su madre, Henni y Horace.
Los tres estaban profusamente manchados de zumo de ciruela. Lucían sonrisas radiantes.
– Querida, éste ha sido un acontecimiento maravilloso.
– Tendremos que repetirlo el año que viene.
– Todos los años.
Gyles se inspeccionó; aparte de unas pocas salpicaduras, había salido bien librado. El vestido de Francesca estaba totalmente embadurnado por las caderas y el pecho, donde se había limpiado descuidadamente los dedos sucios.
Dos mozos de cuadra sacaron unas flautas. Mientras iban dando cuenta de los brioches, un aire de fiesta fue dominando el ambiente. Gyles y Francesca, codo con codo, se pasearon entre su gente, dando las gracias y recibiéndolas.
– No hace falta que se den prisa en volver a la casa -le dijo Gyles a Wallace, ignorando el rojo zumo que escurría por el rostro de su atildado asistente-. Ya está todo hecho. Merecen disfrutar un rato.
– La noche pondrá fin naturalmente a la cosa. -Francesca se recostó en el brazo de Gyles y sonrió a Wallace.
Él le devolvió la sonrisa.
– Sin duda, señora. Hemos coronado nuestra labor y podemos, por así decirlo, dormirnos en nuestros laureles.
– Disfrutemos de nuestros laureles -murmuró Gyles siguiendo camino-. Mañana es para la hacienda, pero las ciruelas son la cosecha del castillo. Ésta es la celebración del castillo. -Deslizó y apretó el brazo en torno a la cintura de Francesca; se lanzó con ella dando vueltas a la danza campestre que en aquellos momentos daba comienzo, haciendo las delicias del personal.
Francesca rió y bailó, siguiendo su guía, sus instrucciones. La gente aplaudía y les jaleaba para que no pararan; dieron vueltas hasta que ella estuvo mareada y sin aliento, embriagada de felicidad.
– ¡Oh! -Se derrumbó sobre Gyles, cuando él finalmente la sacó de entre la muchedumbre.
– Mamá se marcha.
Despidieron a lady Elizabeth, Henni y Horace y les vieron irse paseando por el parque. La luz del sol iba escaseando, se disipaban los últimos rayos por el oeste, y a pesar de todo la fiesta del huerto estaba aún en pleno bullicio.
Gyles inclinó la cabeza y murmuró al oído de Francesca:
– Creo que deberíamos dejarles a su aire. Si nos quedamos, les recordaremos sus deberes.
Francesca se recostó contra él, plegando las manos en torno a las suyas, sobre su cintura.
– Si ven que nos marchamos, se sentirán obligados a recogerse también.
– En ese caso, lo que nos toca es desaparecer sin que nos vean, e irnos a otro sitio que no sea a casa.
El seductor murmullo le hizo cosquillas en la oreja. Sonrió.
– ¿Dónde sugerís?
Se escurrieron entre los árboles, y sólo Wallace les vio marchar. Gyles le indicó por señas que hiciera como si nada. Francesca no se sorprendió cuando, llevándola de la mano, Gyles tomó el camino que bajaba zigzagueando por el risco. Hacia el saliente en que se levantaba el capricho.
Ella sentía el corazón ligero; se reía y se dejaba arrastrar por él. Su mundo era del mismo color rosa que el cielo de poniente. Había hecho bien en refrenar su temperamento, en poner sordina a su impaciencia, en callar todas sus exigencias; en resistir el impulso de presionarlo y dejar que él llegara a amarla a su manera, a su propio tiempo.
Había practicado la disciplina más de lo que lo había hecho nunca antes en su vida, y estaba ahora obteniendo su recompensa. En disposición de recolectar la única cosecha que había anhelado jamás. Él era tan fuerte, tenía tanto control y tanta resistencia… y, sin embargo, estaba casi persuadido. Pronto lo estaría del todo, y su sueño se haría realidad.
No quedaba una sola nube oscura en su horizonte. Llegaron al saliente cuando el sol ya se ocultaba y la franja de cielo entre las nubes y el horizonte ardía con el color de las guindas. Se detuvieron a mirar; ella separó los dedos de los de Gyles, deslizó el brazo en torno a su cintura y se apoyó en él. Él volvió la mirada de la puesta de sol a su rostro, y luego más abajo. Inclinó la cabeza; sus labios rozaron la espiral de su oreja.
Ella se giró. Sus miradas se cruzaron, y luego ella bajó los párpados y estiró el cuello mientras los labios de él cubrían los suyos. Se besaron largamente, demorándose, luchando por mantener a raya el ímpetu creciente del deseo.
Pero sin acabar de conseguirlo.
– Venid al capricho.
Sus palabras, su brazo en torno a ella, urgían a sus pies a seguirle. Sus labios se tocaron de nuevo, se restregaron; se detuvieron otra vez a festejar.
Para cuando finalmente llegaron al capricho y abrieron la puerta, eran por completo presa del deseo. Francesca sonrió, sintiéndose como un gato con un tentador plato de nata; ella lo condujo al interior, hasta el centro de la habitación.
Había ido allí a menudo, atraída por la privacidad y el silencio, por el aroma de la emoción allí propagado. Éste era un lugar de alegrías calladas y placeres compartidos; el pasado lo había hecho así; ahora era de ellos. Ella se volvió y le tendió los brazos. Él cerró la puerta, la contempló y luego se le acercó lentamente.
Sus ojos se veían muy oscuros; ella le sonrió y llevó las manos a su fular. Él bajó la vista hacia sus pechos; sus dedos encontraron los lazos a ambos lados del vestido.
– Habéis reorganizado la habitación.
– Un poco. -Había desplazado a un rincón el tapiz abandonado de su madre. Éste era su sitio, pero no tenía por qué estar en el lugar central, donde él no pudiera dejar de verlo-. Le dije a Irving que hiciera traer aquí el diván. -Con un gesto de la cabeza, llamó su atención sobre el ancho diván, colocado mirando a las vistas-. Será un placer tumbarnos aquí en verano y relajarnos.
Dejó que el tono de su voz transmitiera lo que en realidad quería decir. Él levantó fugazmente los ojos hacia los de ella: los tenía turbulentos, tormentosos. Ella captó un brevísimo destello de sus intenciones, un relámpago sobre el iris gris, antes de que los dedos de él se colaran entre los lazos aflojados de su vestido y se deslizaran por sus costillas.
Soltó una risa inquieta. Riéndose, intentó apartarse: tenía muchas cosquillas, y él lo sabía. No la soltó, y el jugueteo experto de sus dedos la dejó pronto hecha un guiñapo retorcido de risa. Ella trató de escapar, pero se vio atrapada contra el diván.
– ¡Oh, parad! -Se aferró a la cabecera del diván buscando apoyo, medio doblada sobre los cojines, intentando recuperar el aliento.
Él se detuvo. Por la espalda, cerró los brazos en torno a ella, sujetándola fuerte, apretándola contra sí. Sin dejar de reír, sollozando casi, ella dejó que la enderezara, que acoplara los muslos a sus caderas. Dejó que se apretara más contra ella haciéndole sentir la potencia de su erección.
– ¿Y en otoño, qué me decís? -Su grave susurro le acarició el oído-. ¿Creéis que sería agradable tendernos aquí ahora -apretó aún más sus caderas contra ella- y relajarnos?
Imprimió a sus palabras un matiz sexual mucho más acusado que el de ella.
– Sí. -A juzgar por lo que estaba sintiendo, pronto estaría sollozando por muy distinta causa. La perspectiva hizo correr un fuego plateado por sus venas. Se pasó la lengua por los labios-. Podríamos contemplar la puesta de sol.
Sintió que él alzaba la vista, y luego le oyó murmurar, en el mismo tono pícaro y oscuro:
– Sí que podríamos.
La tenía atrapada entre él y el diván. Su vestido estaba ya desabrochado. Notó que él se encogía. Girando la cabeza, vio su chaqueta aterrizar sobre una silla cercana.
Unos brazos envueltos en suave lino se cerraron en torno a ella, las duras manos extendidas sobre sus curvas.
– Creía que ibais a observar cómo cambia el cielo. Ella volvió a mirar el horizonte. Él agachó la cabeza y le pasó los labios por la nuca. Luego rozó con labios y dientes la larga línea de su garganta, y con las manos recorrió su cuerpo.
La conocían bien, aquellas manos aviesas, libertinas, sabían hacerla estremecer, temblar, sabían cómo hacer que floreciera para él bajo sus faldas. Su toque no era delicado, sino posesivo, cada caricia más primitiva que la anterior. La hacía ansiar más, desear con un nivel de desesperación que bloqueaba la respiración en su garganta.
Tenía los pechos ya hinchados y tensos, aunque él no le había bajado aún el vestido abierto para tomarlos entre sus manos. Sentía un hormigueo en los pezones; su estómago estaba hecho un nudo de imperiosa urgencia. Él parecía saberlo; con una mano, posesivamente extendida sobre su estómago, lo acariciaba provocativamente. Con la cabeza reclinada sobre el hombro de él, gimió presionándolo con las caderas. Él deslizó la mano hacia abajo; apretándole la falda entre los muslos, la frotó una y otra vez con el canto de la mano, despacio, con toda la intención, hasta que creyó volverse loca.
– Ya… -hubo de hacer una pausa para tragar saliva-… ya he visto bastante de la puesta de sol.
– Pero aún no ha oscurecido.
Ella alzó los párpados, le pesaban. Un pálido tinte de color se estaba disolviendo rápidamente en el azul de la noche-. Sí, lo suficiente.
– ¿Estáis segura?
No había humor en la pregunta. Si le cabía alguna duda sobre quién estaba detrás de ella, si era su ávido señor y dueño o el elegante amante de suaves modales, su tono lo dejaba claro. Los brazos de acero que la sujetaban, el duro cuerpo tras el suyo, no dejaban lugar a la gentileza. Su cópula sería ardiente, furiosa: primitiva. La perspectiva, la promesa en su voz, en su cuerpo, hizo que la excitación la atravesara.
– Sí.
Las manos de él se cerraron alrededor de su cintura y la levantaron hacia delante.
– De rodillas, señora mía.
Su grave ronroneo hizo que una oleada de calor la recorriera. Él la colocó sobre el diván, con las rodillas cerca del borde. Le separó las pantorrillas, manteniendo las rodillas más o menos juntas.
– Inclinaos hacia delante. Sujetaos al borde del diván.
Así lo hizo. El diván era más ancho que una chaise longue, pero llegaba.
Él le levantó las faldas, subiéndoselas junto con la camisa interior por encima de la cintura, desnudando su trasero y sus piernas. El aire fresco acarició su carne ardorosa; la expectación la quemaba. Entonces él curvó las palmas de sus manos casi con reverencia sobre sus nalgas, acariciándolas suavemente antes de descender por la parte de atrás de sus muslos desnudos. Una se despegó de ella; ella lo imaginó desabrochándose los pantalones mientras con la otra mano volvía a ascender lentamente, trazando la cara interior de sus muslos con los largos dedos, más y más arriba… Se detuvo antes de tocarla.
Su cuerpo reaccionó como si lo hubiera hecho.
Se le acercó más. La aferró por las caderas con las manos.
La rotunda cumbre de su erección hizo presión entre sus muslos, tentando su carne hinchada.
Ella se habría retorcido para engullirlo, pero él le anclaba las caderas, sujetándola en el sitio mientras tanteaba y hallaba su entrada; entonces la penetró.
La tenía inmovilizada. Inexorablemente, fue empujando, llenándola centímetro a centímetro, abriendo la suavidad de su carne, reclamándola como suya. Ella creyó que había llegado tan al fondo como podía cuando la pelvis del hombre topó con sus nalgas, pero él entonces la embistió, y ella soltó una exclamación ahogada.
Él retrocedió y volvió a llenarla lentamente, arremetiendo de nuevo al final, entrecortándole la respiración. Luego adoptó un ritmo lento de empuje y retirada; al cabo de un minuto, ella se derretía.
Su cuerpo se conmocionaba con cada embestida, cada vez que, posesivamente, él la hacía suya.
Trató de separar sus rodillas, de ganar algo de iniciativa en aquella danza. Las rígidas columnas de las piernas de Gyles no cedieron ni un centímetro. Le mantenía las rodillas atrapadas, juntas, mientras irrumpía en ella, a su capricho. Como queriéndolo confirmar, empezó a aumentar el ritmo para luego, justo cuando ella pensaba que se iban a desatar las llamas del placer absoluto, volver a ralentizarse hasta alcanzar aquel mismo ritmo regular, placentero pero que no llegaba a colmarla.
Poco podía hacer ella para influir en el guión decidido por Gyles. Únicamente, cerrar su cuerpo como un guante en torno a él y entregarse a su posesión.
Así lo hizo, y sintió que él tomaba una inspiración profunda antes de soltar sus caderas, apartar el escote de su vestido abierto, liberar su combinación, desabrochársela y cerrar las manos alrededor de sus pechos desnudos.
El calor la inundó. El roce era imperioso, codicioso incluso, como el de alguien con derechos absolutos sobre ella. El fuego fluía de sus pechos a su vientre, donde ambos se juntaban.
Él la llenaba una y otra vez, sin cesar, meciéndole las caderas con las suyas, cercándole los pechos con las manos.
La lava de su volcán interior se puso en marcha, se extendió e hizo erupción en un espasmo de ardor y deseo, como una sensación de calor al rojo vivo que surcaba hasta la última de sus venas y carbonizaba cada uno de sus nervios.
Francesca lanzó un grito y lo oyó como una canción lejana, y entonces todo lo que sentía, todo lo que sabía, se fundió en una única y exquisita sensación.
Gyles la mantuvo allí, con las manos firmemente aferradas a sus pechos mientras seguía acometiéndola con más fuerza, más a fondo, más deprisa.
Ella sintió cómo él se estremecía al fluir el poder a través suyo, sintió que se rendía y que se reunía con ella en aquel lugar donde van los amantes.
El corazón de Gyles retumbaba mientras se regodeaba en la indescriptible sensación de su cuerpo vaciándose en el de ella, tan prieto, tan caliente, tan acogedor. La sostuvo en sus brazos, llenas las manos con la plenitud de sus pechos, encendidas las ingles contra sus nalgas desnudas.
Un estremecimiento de triunfo primitivo le conmocionó los sentidos.
Ella era la cosecha que acababa de recoger. Nada en su vida le había hecho sentirse mejor, nunca.
Yacieron por fin, relajados, sobre el diván, pero ahora era noche cerrada en el exterior. Ninguno de los dos sentía el menor deseo de moverse, satisfechos en el calor del abrazo del otro.
La cabeza morena de Francesca reposaba sobre el pecho de Gyles. Él la acariciaba, deslizando los dedos entre los sedosos rizos negros. Sonrió con desprecio de sí mismo al recordar su visión original de ella como una mujer a la que sería peligroso seducir. Una mujer a la que debía temer, dada su habilidad innata para traspasar su máscara civilizada y comunicarse directamente con el bárbaro que escondía.
En eso había acertado. Eso era exactamente lo que ella hacía. Pero ya no tenía miedo de su habilidad: se regocijaba en ella.
Ignoraba por qué el destino se había compadecido de él y le había enviado a una de las pocas mujeres -la única que él hubiera conocido jamás- que no hacía ascos a sus instintos más bajos, o aún más, que parecía disfrutar con dichos instintos. No podía sino celebrar que no le hubiera quedado más opción que casarse con ella.
La mera idea de no tenerla como esposa bastó para hacerle tensar los brazos; ella murmuró algo y se revolvió; él aflojó su abrazo.
Bajó la vista hacia ella, y no pudo ya recordar por qué le había parecido tan importante mantener a buen recaudo a su auténtico yo, en otro tiempo. Había sido su forma de funcionar durante tantos años… Como si anular sus verdaderas emociones, su verdadera naturaleza, resultara esencial para llevar su vida adelante, para vivirla.
Ocultarle a ella ese lado de sí mismo no había sido nunca una opción; había dejado de preocuparse por ello en su noche de bodas. Estando con ella, ser él mismo, su verdadero yo, sencillamente no importaba…
Contempló la noche tras las ventanas.
Ése era el motivo por el que, con ella, se sentía completo. Tan entero. Ser él mismo, con ella, era permisible, y aun deseable. Ella se complacía en convocar al salvaje que llevaba oculto, se complacía en arrojarse a sus brazos…, se satisfacía en ofrecerse a un bárbaro entregado al saqueo y la rapiña. Y no podía importarle menos que en aquellos momentos él resultara discordante.
Sus labios se curvaron en una sonrisita complaciente. La misma discordancia en ella era elocuente: intentar entablar el mínimo grado de conversación durante la cópula era malgastar esfuerzos. No tenía más que tocarla, y se transformaba en un ser totalmente sensorial: la única vía de comunicación que a ella le interesaba era por el tacto y la sensación física.
Fijó la vista en su rostro.
Ella era un campo que labraría gustosamente durante el resto de sus días.
No creía que ella estuviera en desacuerdo.
Deslizando la mano desde su cabeza a su pecho, siguió acariciándola. Ella emitió un sonido velado, como un ronroneo, y cambió insinuantemente de postura. Él sonrió y la levantó cruzándola sobre sí.
Era el momento de volver a sembrar.
Para poder recoger otra vez la cosecha de su amor.