Capítulo 13

– ¡Vaya, querida! Está claro que la vida de casada te sienta bien.

Francesca sonrió, radiante. Poniéndose de puntillas, besó a Charles en la mejilla, y luego se giró para saludar a Ester.

– ¡Qué contenta estoy de que hayan podido venir. Ya sé que no ha pasado mucho tiempo, pero os he echado de menos.

– Y nosotros a ti, querida. -Ester y Francesca se rozaron las mejillas, y luego aquella dio paso a Franni.

Francesca buscó los pálidos ojos azules de Franni; su prima sonrió con aire despreocupado, dio un paso adelante y la besó. Entonces miró a su alrededor.

– La casa es enorme, ¿no? La última vez casi no vi nada.

Se hallaban en el porche de entrada. El carruaje de Charles estaba en el patio frontal; algunos lacayos descargaban su equipaje.

– Te llevaré a dar una vuelta para enseñártela, si quieres. -Francesca miró a Ester y Charles, haciéndoles extensiva la invitación.

– ¿Por qué no? -Charles, que estaba estrechándole la mano a Gyles, se giró hacia ella-. Me encantaría hacer una visita guiada al hogar de mis antepasados.

– Vamos al piso de arriba para dejarles instalados, y después será ya la hora de comer. Luego les enseñaré el castillo.

Francesca hizo ademán de juntar a Ester y Franni, pero Franni se escurrió y fue a ponerse delante de Gyles. Le hizo una reverencia solemne. Gyles vaciló, luego le cogió la mano y la hizo enderezarse.

Franni lo miró a la cara y sonrió.

– Hola, primo Gyles.

Gyles le dirigió una suave reverencia.

– Prima Frances… -Le soltó la mano y les indicó a todos que pasaran al interior. Franni se unió a Francesca y a Ester, mirando a su alrededor entusiasmada mientras atravesaban el inmenso recibidor.

– Una casa enorme -repitió Franni, mientras subían por las escaleras.


– … De forma que nos quedaremos sólo tres noches. -Charles sonrió a Francesca, Era ya la última hora de la tarde, y se hallaban todos reunidos en el salón familiar, esperando a que anunciaran la cena-. Gracias por ser tan comprensiva.

Estaban de pie junto a la chaise longue. Ante la chimenea, Gyles charlaba con Ester, mientras Franni lo escuchaba, pendiente de cada palabra.

– Qué tontería. -Francesca le apretó el brazo a Charles-. Si las aguas de Bath de verdad ayudan a Franni, por supuesto que deben aprovechar la oportunidad y volverla a llevar. -Charles le había avisado mediante una carta de última hora de que iban a abreviar su visita; acababa de explicarle por qué. Los manantiales sulfurosos de Bath le habían dado a Franni más energías; pero mientras que Charles y Ester estaban deseosos de volver allí, sólo habían conseguido que Franni accediera asociando el viaje a su visita a Lambourn.

– Desde luego -prosiguió Francesca-, si en el futuro desean volver a llevarla allí, deben escribirme y hacérmelo saber. Aquí siempre serán bienvenidos. -Sonrió-. Para quedarse las noches que quieran.

– Gracias, querida mía. -La mirada de Charles se posó en Franni-. Confieso que estamos más esperanzados. Tanto a Ester como a mí nos preocupaba que tu partida y la excitación de la boda resultaran ser demasiado, o incluso precipitar un agravamiento del estado de Franni. En cambio, desde que se recuperó del láudano, el día después de la boda, parece que no ha hecho más que mejorar. Ha sido un alivio.

Francesca asintió. Nunca había entendido cuál era la cuestión de fondo del «estado» de Franni, pero si Charles y Ester estaban aliviados y esperanzados, ella no podía sino alegrarse.

Irving entró y anunció que la cena estaba servida, lo que hizo las delicias de Franni. Gyles, como correspondía, les ofreció un brazo a ella y otro a Ester; Charles y Francesca les siguieron.

Se sentaron a la mesa en el comedor familiar. Francesca observaba mientras Irving y los lacayos servían la comida. Franni parecía encantada con todo. Le estaba largando a Gyles una perorata sobre todo lo que habían visto durante su prolongada excursión por el castillo. Gyles había comido con ellos y luego se había retirado a su despacho; no pareció que a Franni le preocupara. Ahora, bajo el comportamiento ingenuo de su prima, Francesca no llegó a detectar signo alguno de intranquilidad, disgusto o decepción.

Debía haber interpretado mal las cosas, y Gyles no debía ser el caballero que había visitado a Franni, después de todo.

Charles, que estaba a su derecha, preguntó por un plato; Francesca contestó. Charlaba con su tío y con Ester, a su izquierda. Franni estaba sentada más allá de Charles, a la izquierda de Gyles: una disposición dictada más por el protocolo que por deseo de Francesca. Pero su preocupación por la posible sensibilidad de su prima parecía ser infundada. Si así era, daba gracias por ello y, sin embargo…

Se volvió hacia Ester.

– ¿Franni sigue levantándose muy temprano?

Ester asintió.

– Puede que quieras advertir al servicio.

Francesca tomó mentalmente nota de que debía comentarle el hecho a Wallace.

– Querida mía, tienes que pasarme esta receta para que pueda llevársela a nuestra cocinera.

– Por supuesto. -Francesca se preguntó si Ferdinando sabría escribir en inglés.


– Buenos días, Franni.

Franni, en un extremo de la terraza, se giró bruscamente, con la boca abierta; luego, mientras Francesca se unía a ella, se relajó y sonrió.

– Hace una mañana preciosa ¿no? -dijo Francesca.

– Sí. -Franni se volvió de nuevo hacia las vistas-. Aunque la casa es tan grande que resulta silenciosa. Pensaba que habría más ruido.

– Ahora mismo sólo vivimos aquí el servicio, Gyles y yo. La última vez, estaban todos los invitados a la boda. -Francesca se apoyó en la balaustrada; no le sorprendió que Franni no dijera nada más. Dejó que el silencio se prolongara, consciente de que eso la ayudaría, puesto que pretendía conducir los pensamientos de Franni por otros derroteros.

Al cabo de unos minutos, preguntó:

– Franni, ¿te acuerdas de lo que me contaste acerca de tu caballero… el caballero que paseó contigo un par de veces?

Franni frunció el ceño, más desconcertada que a la defensiva.

– ¿Te lo conté?

– Sí, en la posada. Me preguntaba… ¿sabes quién es?

Con la vista fija en el horizonte, Franni se limitó a sonreír.

Admitiendo que no iba a obtener esa respuesta, Francesca probó con su siguiente pregunta:

– ¿Te ha visitado últimamente…, desde que estuviste aquí la última vez?

Franni sacudió la cabeza casi violentamente, pero sonreía; a Francesca le pareció que se estaba riendo.

Armándose de valor, habló pausada y regularmente, como hacían todos cuando hablaban con Franni.

– Franni, sólo quiero asegurarme de que no has confundido a Chillingworth con tu caballero. Yo…

Se interrumpió al sacudir Franni la cabeza otra vez, sonriendo aún de oreja a oreja.

– ¡No, no, no! -Franni se volvió de cara a Francesca; los ojos le bailaban… Estaba casi riéndose-. Lo tengo todo claro, ¡claro que sí! Mi caballero se llama de otra manera. Viene y pasea conmigo, y me escucha y habla conmigo. Y no es Chillingworth. No, no, no. Chillingworth es un conde. Se ha casado contigo por tus tierras. -Un brillo un tanto malicioso despuntó en los ojos de Franni-. Yo no soy como tú. El conde se casó contigo por tus tierras. Yo no tengo el tipo de tierras que se precisan, pero mi caballero quiere casarse conmigo; estoy segura de que sí.

Se apartó de golpe y echó a caminar, poco menos que a saltitos, por la terraza.

– Se casará conmigo, ya lo verás.

Al final. Francesca la vio irse; entonces volvió al interior. El caballero no era -nunca había sido- Chillingworth. ¿Quién era, entonces?


Terminado el desayuno, Franni se fue a pasear por el parque, con un lacayo siguiéndola.

Después de ocuparse de sus deberes domésticos, Francesca se reunió con Ester en el salón familiar.

Ester levantó la vista de su labor de bordado, con una sonrisa. Francesca correspondió con otra.

– Me alegro de tener un momento a solas con usted, tía Ester. Se acercó a la silla junto a la chimenea y se acomodó en ella. Ester la observaba, arqueando las cejas.

– ¿Tienes algún problema…?

– No… No se trata de mí. -Francesca examinó los ojos de Ester, azules como los de Franni y, sin embargo, tan distintos-. Esto me resulta difícil, porque es algo que Franni me contó en lo que se podría calificar como una confidencia, si no fuera porque Franni no piensa en esos términos.

– No, querida, así es. Y si es algo que tenga que ver con Franni, entonces sí que me lo tendrías que contar, decididamente, sea una confidencia o no.

Había tal determinación en el tono de Ester que Francesca dejó a un lado cualquier vacilación.

– En la posada, cuando veníamos a Lambourn…

Relató todo lo que Franni le había dicho, tanto en la posada como aquella misma mañana, en la terraza.

– Me tenía preocupada que fuera Chillingworth: él paseó con ella un par de veces, efectivamente. Pero dice que apenas le dirigió unas palabras, con lo que parecía raro que Franni sacara alguna conclusión de eso y, sin embargo…

– Sin embargo, con Franni nunca sabe una. -Ester asintió-. Entiendo que pensaras eso, especialmente después de su reacción durante la ceremonia. Pero si dice que no era él, entonces…

– Precisamente. Podría ser algún otro… Alguien que se haya visto con ella cuando pasea por la mansión Rawlings. No sería difícil que eso ocurriera sin que nadie los viera. Y ella heredará las propiedades del tío Charles, después de todo.

– Desde luego. -Ester había contraído los labios-. Querida mía, gracias por contármelo: has hecho exactamente lo que debías. Déjame el asunto a mí. Hablaré con Charles, y nos ocuparemos de ello.

Francesca sonrió, sinceramente aliviada.

– Gracias. Sólo espero que todo vaya bien.

Ester no replicó. Frunciendo el ceño, retomó de nuevo su bordado.


– ¿Aquí es donde os escondéis?

Gyles se giró, sobresaltado. Estaba de pie junto a la ventana de la biblioteca, consultando una lista de juicios. En la entrada de la galena interior vio a la prima de Francesca, sonriendo con aire de suficiencia. Ahora recorría las estanterías con la mirada.

– Tenéis un montón de libros.

La observó acercarse, haciendo piruetas, para escudriñar la habitación.

– Debe de haber miles y miles.

– Sí. Así es.

Ella se detuvo enfrente de él, con la cabeza ladeada y una mirada distante. Al cabo de un momento, dijo:

– Se está muy tranquilo, aquí.

– Sí. -Al no decir ella nada más, preguntó él-: ¿Ha disfrutado del paseo?

– Sí, pero me gustó más ver el castillo. Francesca se portó mal: no nos trajo aquí.

– Hay algunos sitios que Francesca debe considerar privados.

Podía haberse ahorrado la saliva; Gyles tuvo serias dudas de que Franni escuchara nada que no deseara escuchar.

Seguía de pie, en silencio, con la vista al frente. Haciendo memoria, Gyles recordó sus conversaciones en la mansión Rawlings.

– Tenemos muchos árboles, aquí.

Ella dirigió la vista a la ventana. Se acercó a ella a mirar.

– ¿Son abedules?

– No. La mayoría son robles.

– ¿Ningún abedul?

– Por aquí cerca no. Hay algunos, más hacia el interior del parque.

– Los buscaré cuando dé mis paseos.

Enlazando las manos a la espalda, se plantó ante la ventana como si pensara estudiar las copas de los árboles. Gyles miró al boletín que sostenía en las manos.

– Me temo que debo dejarla: tengo trabajo que hacer. -Su intención era haberlo hecho allí, pero su despacho parecía de pronto una elección más sabia. En el recibidor siempre había lacayos; tomó nota mental de que debía decirle a Wallace que no deseaba ser molestado por sus invitadas.

Franni asintió, y luego se giró hacia él súbitamente, mirándolo a los ojos por primera vez.

– Sí -dijo-, puede que sea buena idea. -Sonrió; sus ojos claros brillaron-. Francesca no vería bien encontrarnos aquí juntos, si apareciera.

Seguía sonriendo. Gyles la examinó durante un instante y luego, con expresión impasible, dio un paso atrás, le hizo una inclinación de cabeza y la dejó.


Los relojes daban las cuatro cuando Francesca llegó a la puerta de su dormitorio: demasiado temprano para vestirse para la cena, pero antes podía permitirse el lujo de darse un largo baño. Abrió la puerta y entró…

Había alguien en su cama, sentada entre las sombras teñidas de esmeralda.

Entonces la figura se volvió, y pudo reconocer el pelo claro, el rostro pálido.

Soltando el aire, Francesca cerró la puerta y llegó hasta la cama.

– Franni, ¿qué estás haciendo aquí?

Estaba sentada en la cama, más o menos en medio. Pegó un brinco.

– He entrado a mirar. Los criados me dijeron que no podía subir aquí, pero sabía que a ti no te importaría. -Levantando la manta, Franni se frotó la mejilla con ella; luego extendió el brazo y pasó los dedos por las cortinas de seda recogidas en torno a las columnas. Entonces frunció el entrecejo-. Qué lujoso es todo.

– La madre de Chillingworth lo hizo hacer para mí. -Francesca se sentó en la cama-. ¿Te acuerdas? Te leí sus cartas allí en la mansión Rawlings, antes de que viniéramos para la boda.

Franni frunció más el ceño, con la vista fija en la colcha esmeralda, y luego aún bajó las cejas un poco. Miró a Francesca.

– ¿Él duerme aquí contigo? ¿En esta cama?

Francesca dudó antes de asentir.

– Sí. Por supuesto.

– ¿Por qué «por supuesto»? ¿Por qué lo hace?

– Bueno… -No sabía en qué medida Franni comprendía, pero su expresión obstinada confirmaba que no iba a dejar que sorteara ese punto-. Es necesario que duerma conmigo si quiere que conciba a sus hijos.

Franni pestañeó; la intensa expresión se disipó de su rostro, dejándolo más en blanco de lo habitual.

– Oh.

Francesca se puso en pie; con una sonrisa de disculpa, le indicó el camino de la puerta.

– Ahora me voy a dar un baño, Franni, así que debes irte.

Franni volvió a pestañear, luego miró la puerta y se incorporó para levantarse de la cama.

– Ven -dijo Francesca-. Te acompañaré de vuelta al ala principal.


Francesca había organizado una pequeña cena festiva para aquella noche, aprovechando la oportunidad de empezar a invitar a los vecinos y entretener de paso a Charles y Ester. Se reunieron en la sala de estar a esperar a los invitados. Lord y lady Gilmartin y su descendencia llegaron los primeros, y sir Henry y lady Middlesham poco después, Francesca hizo las presentaciones, y luego dejó a Charles y Ester con los Middlesham mientras ella iba junto a lady Gilmartin a sentarse y escuchar una relación de las habilidades de Clarissa. Gyles charlaba con lord Gilmartin. Franni, entretanto, había desarrollado un interés instantáneo por Clarissa y le hablaba, más que dialogar con ella, sin parar; Clarissa parecía ligeramente aturdida. Lancelot se puso aparte, de pie junto a una ventana, en una pose dramática que fracasó estrepitosamente a la hora de atraer la atención, dado que todo el mundo estaba entretenido con algún otro.

Lady Elizabeth y Henni, acompañadas por Horace, que venía de un humor comunicativo, llegaron antes de que Francesca languideciera definitivamente bajo la acometida de lady Gilmartin; con la ronda de presentaciones, cambió la composición de los grupos.

Sir Henry y Horace, viejos amigos, atrajeron a lord Gilmartin a su grupo. Gyles los dejó enzarzados en una discusión sobre los escondrijos de las piezas de caza en la espesura. Echó un vistazo general a la habitación. Su madre había entablado conversación con Charles y Ester, mientras que Henni había relevado a Francesca junto a lady Gilmartin. Francesca charlaba con lady Middlesham; mientras las observaba, Clarissa se unió a ellas. Lancelot seguía rumiando junto a la ventana. Con lo cual quedaba…

Un instinto de autoprotección despertó en él.

– Buenas noches, primo Gyles. ¿Os gusta mi traje?

Franni había dado la vuelta a la habitación para llegar junto a él. Gyles se giró y examinó brevemente su vestido de muselina azul.

– Muy bonito.

– Sí que lo es. Claro que, más adelante, tendré trajes como los de Francesca, todos de seda y satén: trajes dignos de vuestra condesa.

– Desde luego. -¿Cómo era que un minuto en compañía de Franni bastaba para hacerle anhelar verse libre de ella y salir corriendo?

– Me gusta esta casa; es grande, pero acogedora, y vuestro personal parece bien adiestrado.

Gyles asintió con actitud distante. No resultaba ni empalagosa ni maliciosa; no adoptaba ninguna de las actitudes habituales que él deploraba. Su aversión era primitiva, instintiva; difícil de explicar.

– No obstante, sí que hay un hombrecito que no me gusta. Va vestido de negro, no de librea; no me permitió acceder a vuestras habitaciones.

– Wallace. -Gyles miró a Franni fijamente-. En mis habitaciones no entra nadie, salvo quienes tienen derecho a estar ahí.

Hablaba muy despacio, vocalizando: igual que hacían Francesca y Charles cuando le hablaban a esta extraña joven.

Su expresión se tornó levantisca.

– ¿Se le permite entrar a Francesca?

– Si es su deseo, naturalmente. Pero no creo que haya entrado.

– Bueno, su habitación es preciosa, toda en seda y satén esmeralda. -Franni le lanzó una mirada indescifrable-. Pero vos ya lo sabréis, porque dormís en su cama.

Ésta era, sin ninguna duda, la conversación más extraña que jamás hubiera sostenido con una joven dama.

– Sí. -Mantuvo un tono calmado y bajo-. Francesca es mi esposa, así que duermo en su cama. -Alzando la vista en busca de ayuda, vio a Irving que entraba en la habitación-. Ah… Creo que la cena está servida.

Ella lo miró, sonriente.

– ¡Oh, estupendo! -Se volvió hacia él, claramente esperando que le ofreciera el brazo.

– Si tiene la bondad de excusarme, debo conducir a mi tía a la mesa. Lancelot la acompañará a usted. -Gyles hizo una seña al joven para que se acercara. Éste acudió con bastante presteza, claramente dispuesto, tras sus momentos de aislamiento, a mostrarse pasablemente agradable.

El rostro en blanco de Franni -tan absolutamente desprovisto de expresión- seguía en la mente de Gyles mientras, con Henni del brazo, encabezaba la procesión hacia el comedor. Para sus adentros, colmó de alabanzas la morena cabeza de su mujer. Con tantos invitados añadidos, a Franni le tocaría sentarse hacia el centro de la mesa, bien lejos de él.

Mientras llevaba de la mano a Henni hasta la silla junto a la suya, musitó:

– La hija de Charles, Frances… ¿qué le parece?

– No he tenido apenas oportunidad de formarme una opinión. -Henni miró a lo largo de la mesa hasta dar con Franni.

– Cuando la tenga, hágamela saber.

Henni le enarcó una ceja.

Gyles sacudió la cabeza y se volvió para saludar a lady Middlesham, que se había sentado a su otro lado.


El ritual del oporto, que él prolongó deliberadamente -una hazaña no muy meritoria dadas las dotes para la conversación de Horace, sir Henry e incluso lord Gilmartin en tan cordiales circunstancias- libró a Gyles de tener que vérselas con la prima de Francesca en la sala de estar. A pesar de ello, no se le pasó por alto la ansiosa expresión de los ojos de la joven cuando él condujo a los caballeros de vuelta allí, justo por delante del carrito del té. Ni tampoco el hecho de que su mirada adoptara un aire de confusión, y luego de frustración, cuando los dispares grupos se reunieron a charlar en torno a las tazas de té.

Al levantarse sus huéspedes para marcharse, él no se separó de Francesca, refugiándose en los dictados del protocolo. Cuando pasaron al recibidor, Ester se detuvo junto a Francesca y le susurró algo al oído. Francesca asintió y sonrió. Mientras Irving y los lacayos traían los abrigos y las bufandas, por encima de la confusión, Gyles vio a Ester llevarse a Franni escaleras arriba.

Se dio cuenta de que relajaba la guardia, sonriendo mientras estrechaba manos e intercambiaba despedidas, y finalmente plantando cara al fresco del exterior junto a Francesca, para decir adiós con las manos a los carruajes que partían.

Charles les esperaba al volver al recibidor. Cogió a Francesca de las manos.

– Ha sido una noche sumamente entretenida. Gracias. -La besó en la mejilla-. Hacía tanto tiempo que no acudíamos a recepciones…

– Vaya. -Dio un paso atrás, se giraron y emprendieron la ascensión de las escaleras-. Casi se me había olvidado cómo era. Lo agradable que puede resultar una noche así.

La sonrisa de Francesca era radiante.

– No hay razón para que no organicen recepciones a esta escala en la mansión Rawlings también. Franni parece que ha disfrutado.

Charles asintió.

– Desde luego. Hablaré con Ester del asunto. -Se detuvo en la parte superior de las escaleras-. ¿Quién sabe? Puede que resulte una buena idea, después de todo.

Con una inclinación de cabeza y un «buenas noches», les dejó.

Gyles, con la mano en la espalda de Francesca, la condujo a su ala privada, escuchando su voz, feliz.


A la mañana siguiente Francesca se escurrió del calor de los brazos de Gyles tan temprano como pudo, pero no lo bastante como para pillar a Franni antes de que saliera de la casa.

Envolviéndose los hombros con el chal, Francesca salió a la terraza que dominaba los jardines del castillo. El aire estaba limpio y frío, pero brillaba el sol y los pájaros cantaban; el día invitaba a salir.

Fue tranquilamente hasta las escaleras y bajó a la hierba. Buscando a Franni, paseó hasta la muralla; de ahí descendió al nivel inferior y a su asiento favorito. No se sentó, pero se quedó el tiempo suficiente para embeberse del paisaje, para concienciarse del hecho de que aquellas tierras -las tierras de Gyles- las sentía ya como su hogar.

Pensando en eso, volvió al césped y empezó a caminar describiendo un amplio círculo en torno a la casa. Wallace había dicho que Franni había salido a pasear; no podía estar lejos.

Al llegar a los prados de delante de las cuadras, Francesca vio una figura vestida de cambray avanzando a zancadas bajo los árboles. Eran los reconocibles andares de Franni, rígidos, un tanto saltarines. Iba envuelta en un chal grueso, que le daba un aspecto extrañamente abultado por encima de la cintura. Francesca cambió de dirección para salirle al paso. Franni la vio cuando se le acercaba.

– ¿Estás disfrutando de la mañana? -le preguntó.

Franni sonrió con su toque habitual de hermetismo.

– Sí. Hasta ahora ha sido una mañana preciosa.

– ¿Has estado viendo los caballos?

Al llegar hasta ella, Francesca echó a caminar a su lado.

– Son muy grandes; más grandes que los de papá. ¿Los montas?

– No. Gyles me dio una yegua árabe como regalo de bodas. Es el caballo que monto ahora.

– ¿Eso hizo? -A Franni se le extravió la expresión, y luego murmuró-: ¿La montas? -Una sonrisa lenta bañó su rostro-. Qué bien. Supongo que galopa rápido.

– Sí, la verdad. -Francesca se había acostumbrado a los humores fluctuantes de Franni.

– ¿Y sales a montar a diario?

– Casi a diario. No necesariamente todos los días.

– Bien. Bien. -Asintiendo, Franni avanzaba junto a Francesca, a pasos más largos, un tanto hombrunos.

Siguieron caminando en silencio hasta que llegaron al límite del parque con los campos más cercanos. Francesca dio la vuelta.

Franni siguió andando, virando hacia el camino que avanzaba entre los campos.

Francesca se detuvo.

– ¿Franni? -Con una sacudida impaciente de la cabeza, Franni continuó caminando-. Franni, por ahí no hay nada más que campos. -Al no reducir Franni el paso, añadió-: Van a servir el desayuno enseguida.

Sin volver la vista atrás, Franni sacudió la mano diciendo adiós.

– Quiero seguir por aquí un rato. Quiero pasear sola. Volveré pronto.

Entre la casa y la escarpadura no había nada que pudiera suponer un peligro. Francesca dudó que Franni llegara mucho más lejos una vez que alcanzara el tramo empinado.

Se dio la vuelta y emprendió el camino de vuelta a la casa. Franni estaría perfectamente a salvo, y si no había vuelto al cabo de una hora, enviaría a un mozo de cuadra a por ella. Entretanto, gracias a la inclinación de su marido por los juegos al amanecer, a ella le estaban rugiendo las tripas. Desayunar le parecía muy buena idea.


Durante el desayuno, Francesca, Charles y Ester acordaron dar un paseo a través del parque para visitar la casa de la viuda. Lady Elizabeth les había hecho llegar la invitación la noche anterior.

Francesca miró al otro lado y le arqueó una ceja a Gyles. Él sacudió la cabeza. Tenía que seguir documentándose. ¿Qué mejor ocasión que con la casa para él solo?

Ester se volvió hacía Franni, que se había unido a ellos hacía poco.

– Te gustará ver la casa de la viuda. ¿Te acuerdas? Pasamos por allí en el carruaje, al cruzar la verja.

Franni puso una expresión totalmente neutra, como si se hubiera quedado absorta intentando localizar el recuerdo. Lentamente, sacudió la cabeza.

– No quiero ir. Me quedo aquí.

Charles se inclinó hacia ella y puso la mano sobre la suya.

– Disfrutarás del paseo a través del parque, bajo los árboles.

Franni sacudió la cabeza. Su rostro mostró unos signos de terquedad que Charles, Ester y Francesca conocían bien.

– No. Me quedo aquí.

Charles volvió a reclinarse hacia atrás, lanzando una mirada a Ester y Francesca. Francesca le dirigió una sonrisa tranquilizadora. Miró a Franni:

– No pasa nada. Puedes quedarte aquí, desde luego, pero si salieras a pasear acuérdate de llevar contigo a un lacayo, por si acaso te perdieras.

Franni la miró pestañeando, luego asintió y volvió a su plato de arroz con pescado y huevos duros.

Ester suspiró. Francesca se volvió hacia ella.

– ¿Cuánto tardaremos en salir?

Charles se acabó el café de un sorbo.

– Dadme cinco minutos para cambiarme de chaqueta.

– Puedes tomarte diez. -Ester echó atrás su silla-. Yo he de ponerme un traje de paseo, y Francesca querrá hacer otro tanto.

Se levantaron al mismo tiempo y dejaron el salón de desayunar. Gyles salió tranquilamente con ellos. Al llegar a la parte de arriba de las escaleras, Francesca miró hacia atrás y vio a Gyles dudando en el recibidor, mirando de refilón hacia el salón del desayuno. Luego giró sobre sus talones y se dirigió a su despacho.

Al cabo de diez minutos, ella, Charles y Ester descendían por la escalinata de la entrada y avanzaban por el patio frontal.

– Qué hermosa, la disposición de estos árboles. -Ester examinaba los seis cipreses de Nueva Zelanda alineados de forma especular a ambos lados del paseo-. Y estas jardineras rematan el conjunto espléndidamente. Qué bonitas son estas cosas viejas.

La sonrisa interior de Francesca era aún más amplia que la que dibujaban sus labios. Las jardineras habían sido desenterradas sin contratiempos y limpiadas con destacable esmero.

– Están tan bonitos los cólquicos, así de apiñados…

Tras ellos, la puerta principal se abrió y volvió a cerrarse. Se giraron todos a mirar.

Gyles bajaba por las escaleras. Llegó hasta ellos.

Francesca pestañeó.

– Creía que teníais trabajo.

Gyles le dedicó una sonrisa encantadora, consciente de que, aun que podía engañar a Charles y a Ester, su mujer era inmune a sus fingimientos.

– Es que hace un día magnífico, y no disfrutaremos ya de muchos así. La oportunidad de dar un paseo es demasiado buena para dejarla pasar, y hay un punto o dos que me gustaría contrastar con Horace. Así que la obligación puede, en estas circunstancias, ceder justificadamente ante la devoción.

Charles y Ester aceptaron sus excusas sin cuestionárselas. Francesca escrutó sus ojos, pero se abstuvo de formular las preguntas que él veía formarse en los suyos. Le ofreció el brazo, y ella lo tomó. Charles ofreció a Ester el suyo, y se pusieron todos en marcha bajo las ramas casi desnudas.

Pasaron una mañana muy agradable con lady Elizabeth, Henni y Horace, y luego atravesaron de vuelta el parque a tiempo para llegar a comer. Franni no se unió a ellos.

– Está durmiendo -les informó Ester al sentarse a la mesa.

– Tanto mejor -replicó Charles-. Aquí está paseando incluso más que en casa. Aunque lo disfruta, nos vamos mañana, así que más vale que descanse.

Durante la comida, Charles y Gyles hablaron de la administración de las tierras, mientras Francesca se ponía al día con las noticias de la mansión Rawlings.

– A mí tampoco me vendría mal una siesta -le confió Ester cuando salían del comedor-. Me cuesta dormir en el coche, con tanto traqueteo, y el viaje de mañana hasta Bath será largo.

Francesca observó a Ester subir las escaleras. A su espalda, en el recibidor, oía a Gyles dando instrucciones a Edwards, que se había presentado a requerimiento suyo. Charles deseaba visitar los invernaderos. Francesca se volvió a ver a su tío partir a zancadas tras Edwards.

Su marido avanzó en dirección a donde ella estaba y sus ojos se cruzaron. Ella le sonrió, y fue a dirigirse al salón familiar.

Él la cogió del brazo, y se detuvo. Él aflojó la mano; sus dedos se enlazaron con los de ella. Sorprendida, se volvió a mirarlo.

Él le sostuvo la mirada, y entonces dijo:

– Me preguntaba… Si no tenéis algo urgente que hacer, ¿podríais ayudarme con mi investigación?

Ella trató de contener los saltos de alegría que le dictaba su corazón, o de evitar al menos que se le notara.

– ¿Vuestra investigación parlamentaria?

– Hay un centenar de referencias que debo comprobar y contrastar. Si no estáis ocupada…

Ella sonrió, notando que él ya había cerrado firmemente los dedos en torno a los suyos.

– No estoy ocupada. Será un placer asistiros.


Francesca pasó toda la tarde con Gyles. Tenía una lista de libros con notas acerca de lo que necesitaba en cada uno. Repasaron la lista, libro por libro, Gyles sentado ante el escritorio, leyendo y tomando apuntes, mientras ella buscaba el siguiente volumen o, una vez encontrado, se sentaba en una silla junto al escritorio y localizaba la información que él buscaba.

Cuando él acababa con un libro, ella se lo cambiaba por el siguiente, señalándole la parte del texto que interesaba. Él tomaba el libro nuevo y empezaba a leer mientras ella volvía a colocar el anterior en su lugar de la estantería. En los primeros intercambios, él se leía la sección entera, pero al cabo de poco ella notó que se concentraba directamente en los pasajes que le indicaba. Sonrió para sus adentros. La investigación avanzaba más rápidamente.

Charles pasó a verles unas horas más tarde. Vio en qué estaban ocupados y se interesó por las iniciativas de Gyles. Ello derivó en una discusión amistosa, que duró hasta que Ester, fresca tras su siesta, se les unió, y se hizo la hora del té de la tarde.

Francesca llamó y dio instrucciones a Wallace para que el té les fuera servido en la biblioteca.

– ¿Y Franni? -preguntó, mirando a Ester.

– Está despierta, pero soñolienta; ya sabes cómo se pone. Alegre como unas castañuelas, pero nada le gusta más que remolonear en la cama. Ginny está con ella, y sabe arreglárselas para que esté lista para la cena, así que todo está en orden.

Ginny era la anciana doncella de Franni. Había sido su niñera, y vivía consagrada a su cuidado. Dado que esta vez Francesca no venía con ellos en el coche, se habían traído a Ginny para que echara una mano con Franni, que se ponía un poco maniática si la atendían doncellas que no conocía.

Francesca sirvió el té. Lo tomaron todos sentados. La tarde transcurrió plácidamente.


Maria vergine! Impossibile!

Gyles estaba en su habitación vistiéndose para la cena; oyó las exclamaciones y la torrencial parrafada en italiano que las siguió, procedente de una voz masculina inconfundible.

Wallace, que sostenía el fular de Gyles, se paró en seco.

– Ferdinando. -Dejó la banda de lino a un lado-. Me lo llevaré de allí inmediatamente.

– No. -Gyles alzó una mano indicando a Wallace que se detuviera; aunque no entendía lo que decía, oía que Francesca estaba hablando-. Quédese aquí.

Gyles se acercó a la puerta que daba al dormitorio de Francesca. La abrió y vio a Millie de pie en mitad de la habitación, con la vista fija en la puerta que conducía al cuarto de estar de Francesca, por la que llegaba otra parrafada desenfrenada en italiano.

Millie se sobresaltó al entrar Gyles en el cuarto. Él cruzó hasta la puerta abierta, ignorándola.

En medio de su cuarto de estar, estaba Francesca de pie, envuelta en una bata, con los brazos cruzados y esperando a que Ferdinando se quedara sin aliento.

Cuando esto ocurrió y paró un momento, habló ella en un tono que puso con eficacia fin a sus esperanzas.

– Se supone que es usted un chef con gran experiencia. Escapa a mi comprensión que sea, como dice, incapaz de llevar a la mesa una comida de cierto mérito antes de las ocho, pese a habérsele avisado esta mañana de que hoy la cena sería a las siete.

Él respondió con otro torrente de italiano; una vez que hubo comprendido lo que básicamente quería decir, Francesca lo hizo callar levantando una mano.

Con expresión severa, lo examinó primero y luego asintió.

– Muy bien. Si no es usted capaz de cumplir con sus obligaciones, Cook se ocupará de todo. Estoy segura de que ella sabrá arreglárselas para dar de comer a su señor de forma adecuada a las siete.

– ¡No! No podéis… -Ferdinando ahogó aquellas palabras-. Bellisima, os ruego…

Francesca lo dejó parlotear un poco más antes de cortarlo con un gesto seco de la mano.

– ¡Ya basta! Si es la mitad de buen cocinero de lo que usted se cree, tendrá una comida magnífica lista para servir -echó un vistazo al reloj de la repisa de la chimenea- antes de una hora. -Volviendo a mirar a Ferdinando, le señaló la puerta-. ¡Ahora váyase! Y una cosa. Nunca más se le ocurra venir a buscarme aquí. Si desea hablar conmigo, consulte con Wallace, como procede. No consentiré que perturbe el trabajo de los empleados de mi marido: está usted viviendo en Inglaterra y debe atenerse a las costumbres inglesas. Ahora, fuera. ¡Fuera! -Con un gesto intensamente italiano, le despachó.

Abatido, Ferdinando se retiró con el rabo entre las piernas, cerrando la puerta tras de sí.

Francesca contempló la puerta y luego asintió enérgicamente. Giró sobre sus talones y se dirigió de vuelta a su dormitorio, aflojándose de camino el cinturón de la bata. Se aproximó a la puerta…, y sólo entonces reparó en que Gyles estaba plantado bajo el marco.

Repasando mentalmente algunos de los pasajes más apasionados del parlamento de Ferdinando, Francesca se lamentó para sus adentros. No había necesidad de preguntarse mucho por los motivos de la expresión pétrea de su marido. Entendía el italiano lo bastante bien como para haber traducido lo peor de los histrionismos de Ferdinando. Gyles había apartado de ella su mirada, dura como el granito.

– Podría mandarlo de vuelta a Londres. -Volvía a mirarla a la cara-. Si lo deseáis…

Ella ladeó la cabeza y reflexionó. Consideró el hecho de que Ferdinando había puesto en riesgo, sin ser consciente de ello, su puesto de trabajo. Consideró la revelación de que su marido era un hombre extraordinariamente celoso. No había bajado la mirada a pesar del hecho de que su bata se había abierto y ella llevaba debajo únicamente un fino camisón corto. Sacudió la cabeza.

– No. Si habéis de ejercer alguna influencia en los círculos políticos, tendremos que dar cenas, y ahí nos serán de utilidad las habilidades de Ferdinando. Es mejor que se acostumbre a que podemos salirle con requerimientos inesperados aquí, ahora, que más adelante, en Londres.

Gyles no apartaba la mirada de su rostro. Su expresión no se había suavizado en absoluto, pero tuvo la impresión de que había acertado en lo que había dicho: lo suficiente como para apaciguar el ánimo posesivo que acechaba tras sus ojos. Entonces él ladeo la cabeza.

– Si pensáis que será capaz de adaptarse, puede quedarse. Ella dio un paso adelante. Él bajó la mirada, como una cálida caricia, hacia sus pechos, su estómago y sus piernas desnudas.

Retrocedió un paso permitiéndole pasar al dormitorio. Desvió la mirada hacia Millie.

– Una cosa. -Había bajado la voz de forma que sólo ella pudiera oírle. Sus ojos se encontraron al girarse ella-. No debe volver a poner el pie en esta ala.

– ¿Habéis oído todo lo que he dicho?

Él asintió.

– Entonces ya sabéis que no lo hará.

Él le sostuvo la mirada un instante más, y luego asintió adustamente. Miró a Millie.

– Dejaré que acabéis de vestiros.


Gyles estaba sentado a un extremo de la mesa dispuesta para cenar, con Henni a su izquierda y Ester a su derecha, y trataba de permanecer atento a su conversación. Trataba de evitar que su mirada se desviara hacia su esposa, al otro extremo de la mesa, con ese aspecto glorioso vestida de seda moteada. Trataba de evitar que volviera a infiltrarse en su cabeza la escena que había presenciado en su cuarto de estar.

Le había pillado desprevenido el ánimo posesivo que se había apoderado de él, poderoso, contundente y perturbador. Igual de desprevenido que la calma con que ella había actuado, la sangre fría con que había tratado al italiano, y la lealtad, sólida como una roca, inquebrantable, que había percibido bajo sus palabras.

¿Era eso lo que el amor significaba? ¿Lo que contar con su amor significaría? ¿No tener nunca que preocuparse, que hacerse preguntas, que dudar de hacía dónde se inclinaba su lealtad?

Trató de despejarse la cabeza, pero sin conseguirlo. Contestó distraídamente a una pregunta de Henni, incapaz de apartar sus pensamientos de aquel trofeo.

Ella había hablado en términos de «nosotros». Lo había hecho instintivamente, sin segunda intención: así era como ella pensaba de verdad, como les veía a ellos, y sus vidas.

El bárbaro que llevaba dentro quería eso, quería hacerse con el trofeo y regodearse en él, en tanto que el caballero se había persuadido de que nunca desearía semejante cosa en absoluto.

– Gyles, deja de pensar en las musarañas.

Se centró, y rápidamente se puso en pie al ver que Henni, Ester y las demás damas se levantaban.

Henni sonrió. Le dio unas palmaditas en el brazo al ir a salir.

– No te entretengas tanto con el oporto esta vez. Tengo una respuesta para tu pregunta.


La única pregunta que Gyles podía recordar era su deseo de conocer la opinión de Henni sobre Franni. Eso no era incentivo suficiente para hacerle abreviar el tiempo que estuvo en la acogedora compañía de Charles y Horace para precipitarse a la sala de estar, donde se vería expuesto una vez más a la perturbadora presencia de Franni.

Nadie más parecía encontrarla inquietante; un poco rara sí, pero no inquietante.

Al cabo de cuarenta minutos, vació su copa y se inclinó ante lo inevitable.

Desde la entrada de la sala de estar, recorrió con la mirada la reunión de las damas y localizó a Francesca hablando con Henni junto a la chimenea. Charles y Horace fueron tranquilamente a reunirse con lady Elizabeth y Ester, que estaban sentadas en la chaise longue.

Franni estaba en un sillón al lado de Ester; Gyles percibió su pálida mirada azul al acercarse junto a Francesca, pero no dio señal de haber reparado en ella.

– ¡Bueno, aquí estás! -Henni se volvió hacia Francesca-. Vas a tener que meterle en cintura, querida: se han entretenido demasiado con el oporto para tratarse de una simple reunión familiar. -Henni sacudió la cabeza en una clara señal de desaprobación-. No podemos permitir que desarrolle malos hábitos. -Le dio a Francesca unas palmaditas en la mano y fue a reunirse con las que estaban en la chaise longue.

Gyles la observó marchar y luego miró a los ojos color esmeralda de Francesca.

– ¿Tenéis intención de meterme en cintura, señora? Ella le sostuvo la mirada, y al cabo sus labios se curvaron en una sonrisa. Con una caída de párpados, se inclinó hacia él, y bajó la voz hasta aquel tono ahumado y sensual que a él le prendía directamente el fuego en el cuerpo.

– Os meto en cintura todas las noches, milord. -Le miró a los ojos y luego arqueó una ceja-. Pero tal vez debierais recordármelo esta noche. No quisiera que desarrollarais malos hábitos.

Los dedos de él se habían encontrado con los de ella; le acarició la palma de la mano. Se la llevó a su boca.

– Os lo recordaré, podéis estar tranquila. Hay un hábito o dos que tal vez queráis probar.

Ella alzó las cejas en ladina consideración, y luego se giró al unírseles Horace. Gyles se enteró de que había sido Horace quien había informado a Francesca de dónde se habían escondido las urnas y jardineras del patio de entrada. Viéndola camelarse a su tío, tuvo que rendirse ante la evidencia de su habilidad: Horace no era en absoluto sensible a los halagos y, sin embargo, se mostraba más que dispuesto a hacerle el juego a Francesca.

El gesto de echar un vistazo en torno a la habitación, dando un repaso a sus huéspedes, fue puramente reflejo. Todos estaban charlando; todos menos Franni. La mirada de Gyles se detuvo en ella: había supuesto que la encontraría aburrida, tal vez de morros. En cambio…

Tenía una expresión de suficiencia, no había otra forma de describirla. Sólo le faltaba abrazarse a sí misma en un rapto de autocomplacencia. Tenía la vista puesta en Francesca y él, pero no les estaba viendo, en realidad: no había reparado en que él la estaba mirando. Sus labios dibujaban una sonrisa peculiar, distante. Su expresión entera hablaba de pensamientos recónditos y figuraciones placenteras.

Gyles se acercó más a Francesca. La expresión de suficiencia de Franni se acrecentó. Estaba observándoles, no cabía ninguna duda al respecto.

Frances Rawlings era una mujer sumamente extraña. Horace se volvió hacia Gyles.

– ¿Cómo va el puente?

Francesca empezó a escuchar la respuesta de Gyles, luego le apretó los dedos, se soltó de su mano y se acercó tranquilamente a Franni.

– ¿Estás bien? -Con un frufrú de faldas de seda, se sentó en el brazo del sillón de Franni.

– ¡Sí! -Franni se reclinó, sonriendo-. Ha sido una visita encantadora. Estoy segura de que ahora vendremos más a menudo.

Francesca correspondió a una sonrisa. Llevó la conversación al tema de la mansión Rawlings, evitando toda mención a Bath.

Charles y Ester se les unieron; Francesca se puso en pie para que pudieran hablar más fácilmente. Entonces Ester se sentó en el brazo del sillón para hablar mejor con Franni. Charles puso la mano sobre el brazo de Francesca. Ella se volvió a mirarlo.

– Querida mía, ésta ha sido una estancia tan agradable… He de decir que me ha hecho sentir que tenía toda la razón al apremiarte a aceptar la oferta de Chillingworth. Verte tan bien adaptada me ha tranquilizado del todo.

Francesca sonrió.

– Estoy feliz y muy contenta de que hayan venido y llegado a conocer a lady Elizabeth, Henni y Horace: somos parientes, después de todo.

– Desde luego. Es una pena que estemos tan poco en contacto.

Francesca no dijo nada de sus planes, sus propósitos familiares. Ya habría tiempo cuando los pusiera en marcha. Pero estaba sinceramente contenta y aliviada por lo bien que había transcurrido la visita en general. Era, en cierto modo, una primera pluma en su sombrero social.

Ester se levantó, y la conversación derivó hacia su viaje del día siguiente. Franni hizo un comentario quejumbroso sobre el desvío a Bath; Charles se sentó en un extremo de la chaise longue para tranquilizarla al respecto.

Ester le arqueó una ceja a Francesca, y luego murmuró:

– Ojalá no se niegue a tomar las aguas cuando estemos allí.

– ¿De verdad la ayudan?

Ester miró a Franni, y luego dijo en voz baja:

– Franni se parece mucho a su madre… Elise murió, como sabes. No podemos estar seguros, no obstante, pero Charles vive con esa esperanza.

Antes de que Francesca pudiera introducir su siguiente pregunta, Ester dijo:

– Todavía no le he hablado a Charles del caballero de Franni. Lo haré cuando lleguemos a casa. No hay por qué preocuparse antes del tema. Pero sí que hablé con Franni, y me dijo que el caballero existía, pero que definitivamente no se trataba de Chillingworth. -Ester miró a Francesca a los ojos-. Eso debió de desazonarte tanto…, me alegra que al menos hayamos aclarado eso.

Francesca asintió.

– Ya me escribirá usted para contarme…

– Por supuesto. -Ester volvió a mirar a Franni, a Charles inclinado cerca de ella, hablándole despacio y claramente-. Ha mejorado, ¿sabes? -Al cabo de un instante añadió suavemente-: Quién sabe… Tal vez pasarán las nubes.

El tono de voz de Ester, mezcla de vulnerabilidad y tristeza, hizo que Francesca se tragara sus preguntas.

Al otro extremo de la chaise longue, Gyles hizo un aparte con Henni.

– Vamos al grano. ¿Qué respuesta tiene para mí?

Henni miró hacia donde Franni estaba desplomada en su sillón, con Charles inclinado sobre ella.

– Es rara.

– Lo sé -replicó Gyles con toda intención.

– Estaría tentada de decir que es algo boba, o, por usar una expresión vulgar, aunque muy apropiada, que está un poco tocada de la chaveta, y, sin embargo, tampoco es eso. Es perfectamente lúcida, aunque un poco simple, pero, después de estar un rato hablando con ella, la miras a los ojos y te preguntas si realmente está allí, y con quién has estado hablando.

– Ah, del todo: no es peligrosa, lo mires por donde lo mires. Es más un caso de ausencias. -Henni miró a Francesca-. No hay nada parecido por la parte de los Rawlings: Frances debió heredarlo de su madre, aunque Ester es cabal a más no poder. -Henni miró a Gyles-. En nuestra rama de la familia siempre hemos tenido la cabeza muy dura, y por todo lo que he podido oír de la madre de Francesca, era una mujer de carácter fuerte; tanto como para acogotar al viejo Francis Rawlings. Dudo mucho que algún rasgo de Frances vaya a pasar a esta rama de la familia por Francesca.

Gyles pestañeó. Miró a Francesca, que ahora intercambiaba cotilleos con su madre.

– Eso ni se me había pasado por la cabeza. -Al cabo de un momento, sin haberle quitado los ojos de encima a Francesca, murmuró-: No hay ni un componente de su comportamiento que quisiera cambiar.

Por el rabillo del ojo, vio sonreír a Henni. Luego, ella le dio unas palmaditas en el brazo y dijo rezongando:

– Horace no para de decir que eres un tipo afortunado: por lo que a mí respecta, estoy de acuerdo con él.

Gyles la miró.

– Gracias por su opinión.

Henni lo miró con ojos muy abiertos.

– ¿Cuál de ellas?

Gyles sonrió. Echó a andar, tirando de Henni, y volvieron a las conversaciones generales. Él fue a situarse junto a Charles, para compartir algunas palabras cordiales, ignorando la mirada desorbitada de Franni.

Se irían al día siguiente por la mañana; por Francesca, soportaría las rarezas de Franni una hora más, la última.

Загрузка...