A la mañana siguiente despidieron a los huéspedes. Cuando el carruaje de Charles hubo tomado la curva del paseo, Francesca suspiró. Gyles la miró, complacido porque el suspiro fue de satisfacción.
– Estaba pensando en ir a caballo a echar un vistazo al puente. -Esperó a que ella levantara la vista y sus ojos se encontraran para preguntar:
– ¿Os gustaría venir?
Esperaba ver brillar sus ojos ante la perspectiva; no quedó decepcionado. Pero luego ella compuso un mohín de contrariedad; la luz se apagó.
– No… Hoy no. He hecho tan poca cosa estos tres últimos días que tengo trabajo que recuperar. Falta sólo una semana para la fiesta de la cosecha, y tengo empeño en que todo salga perfecto.
Él vaciló antes de decir:
– No es necesario que vaya a ver el puente hoy. ¿Puedo ayudaros en algo?
La decepción en los ojos de Francesca se disipó. Sonriendo, le cogió del brazo para volver a entrar en la casa; iba mirando al suelo.
– Si pudierais refrescar vuestra memoria y decirme todo lo que consigáis recordar del día de la fiesta de la cosecha, me sería de gran ayuda: qué se hacía, cuándo, etcétera. Cook sabe algunas cosas, la señora Cantle sabe otras, y vuestra madre y vuestra tía aún recuerdan otras partes, pero no encuentro a nadie que tenga recuerdos de infancia del día. -Le miró-. Pero vos deberíais. Hay muchos niños en la hacienda, y quiero que el día esté repleto también de cosas para ellos.
– Si no es así, tendremos que andar pescándolos del estanque y la fuente. Eso era lo que pasaba siempre que la chiquillería se aburría.
– Andar mojado en esta época del año no es nada prudente, así que debemos asegurarnos de que los más pequeños no se aburran.
– A mí mojarme nunca me hizo daño. -Gyles la condujo hacia su despacho.
– Eso -afirmó ella al traspasar el umbral- no es lo que dijo vuestra madre.
Pasaron el resto del día organizando su fiesta de la cosecha: la primera en veintiocho años. Gyles le contó sus recuerdos, y luego añadieron los acontecimientos mencionados por lady Elizabeth, Henni y Horace.
Después de comer, convocaron a Wallace, Irving, la señora Cantle y Cook. A última hora de la tarde ya tenían un plan de batalla.
Gyles se sentó en un sillón a observar a «la generala» Francesca sentada tras su escritorio mientras trazaba las líneas maestras de su campaña. Sus tropas estaban desplegadas por la habitación en sillas, asintiendo y, ocasionalmente, intercalando una sugerencia o una corrección. Un entusiasmo palpable flotaba por el cuarto.
– Sé dónde podemos encontrar barriles del tamaño adecuado para el juego de las manzanas -se ofreció Irving. Wallace asintió.
– Y tendremos que hablar con Harris para que se ocupe de la cerveza.
– Sí, desde luego. -Francesca garabateó una nota-. A ver, Cook: ¿aconsejaría que le encargáramos los pastelitos a la señora Duckett? -Sí: mi pan es tan bueno como el suyo, pero nadie en los alrededores tiene tan buena mano como ella para la repostería. Y estará emocionada de volverlo a hacer, además.
– Muy bien. -Francesca garabateó un poco más y luego levantó la vista-. Veamos, ¿hemos olvidado algo?
Todos sacudieron la cabeza. Contrayendo los labios, Gyles aventuró:
– Edwards.
Todos se quedaron parados e intercambiaron miradas; al cabo, Wallace se aclaró la garganta.
– Si quisierais que la señora Cantle y yo nos ocupemos de Edwards, señora, creo que podemos organizar todos los arreglos sin ocasionar molestias innecesarias.
Francesca bajó la vista para ocultar su sonrisa.
– Desde luego, puede que eso sea lo mejor. Muy bien. -Dejando la pluma, les dirigió una mirada general-. Pues ya está; si todos hacemos la parte que nos toca, estoy segura de que resultará un día maravilloso y más que memorable.
– Despertad, dormilona.
Francesca se arrebujó más bajo la sábana de seda y trató de liberarse de la mano que la agarraba por el hombro, sacudiéndola suavemente.
– Son más de las ocho y hace una mañana despejada -le susurró al oído una voz familiar-. Venid a montar conmigo.
Ella frunció el ceño.
– Ya lo hemos hecho, ¿no?
Él se rió, con el pecho contra su espalda, mientras la balanceaba.
– Quiero decir por las colinas, montando a Regina. Debe echar de menos vuestras carreras.
– Ah. -Desperezándose, Francesca se echó atrás el pelo. Gyles estaba repantigado en su cama, vestido ya pero sin fular ni chaqueta. Sentándose más erguida, atisbó más allá de él, por la ventana.
– ¿De verdad hace buen día?
– Todo lo bueno que se puede esperar en esta época del año. -Se levantó y se encaminó a su habitación, dirigiéndole una mirada retadora-. Vámonos.
Francesca salió de la cama haciendo acopio de voluntad. Para cuando apareció Millie con su agua y se hubo lavado y puesto el traje de montar, la perspectiva de despejarse con una galopada ya le avivaba la sangre. Millie había dejado los guantes y la fusta sobre la cama; los recogió con presteza y miró a su alrededor.
– ¿Y mi gorro?
Millie tenía la cabeza enterrada en el ropero.
– Sé que estaba aquí con la fusta y los guantes, pero no lo encuentro.
Francesca oyó ruido de zancadas en el pasillo, y a continuación llamaron a la puerta.
– No importa. Ya rebuscarás más tarde.
Gyles aguardaba en el pasillo. Le dio un repaso completo con la mirada antes de volverla a fijar en su pelo.
– No lo encontramos ahora mismo.
Él le hizo seña de ponerse en marcha y echó a andar a su lado; su mirada volvía recurrentemente a posarse en su cabeza descubierta.
– He de admitir que me he acostumbrado a esa pluma tan coqueta.
Ella le dirigió una sonrisa y empezó a bajar las escaleras.
– No necesito una pluma.
Él correspondió a su mirada y bajó detrás de ella.
– Tampoco yo.
Llegaron al patio de las cuadras y allí encontraron al rucio de Gyles ya ensillado y dispuesto, pero ni rastro de Regina. Entraron a las cuadras y se dirigieron al compartimiento de la yegua, del que se oía salir la voz de Edwards canturreando.
Él les oyó y salió a su encuentro.
– No me preguntéis cómo ha sido, pero se le ha metido una piedra. La tenía bien hincada en uno de los cascos traseros, la pobrecita. Se la acabo de quitar. -Les mostró el afilado guijarro.
Gyles torció el gesto.
– ¿Cómo es posible? No han podido meterla en el compartimiento sin que nadie lo advierta.
– No, pero ahí está, más claro que el agua. -Jacobs sacudió la cabeza-. Lo único que se me ocurre es que algún mozo agranujado no pusiera atención y una piedra se le colara con la paja. Hablaré con todos ellos, podéis estar seguro, pero ahora mismo, y lo siento en el alma, señora, la yegua no está para que la montéis.
Francesca había entrado en el compartimiento para echarle un vistazo a su pequeña; asintió y volvió a salir.
– Sí, tiene usted razón. Salta a la vista que ese casco está resentido.
Jacobs parecía incómodo; su mirada saltó de ella a Gyles.
– No estoy seguro de que tengamos otra montura adecuada, señora.
Francesca echó una rápida ojeada a los enormes caballos de caza y luego le enarcó una ceja a Gyles.
Él suspiró.
– Si prometéis no salir disparada, más veloz que el viento sobre las colinas, entonces supongo que…, considerando que estaréis conmigo…
– Gracias. -Francesca le obsequió con una sonrisa radiante, y luego a Jacobs-. Ése de ahí, creo.
Gyles miró al caballo negro que había elegido y asintió, ignorando la mirada atónita de Jacobs.
– Wizard, al menos, es razonablemente dócil.
Francesca le dedicó una mueca burlona. Salieron caminando al patio otra vez. Al cabo de un minuto, Jacobs salía tirando del caballo negro, aún con cara de no tenerlas todas consigo.
Con la mano en su cintura, Gyles la instó a avanzar. Ella se detuvo a un lado del negro y él la aupó a la silla. Jacobs sujetó al caballo mientras ella se acomodaba. Gyles montó y agarró sus riendas, observó la pequeña figura encaramada encima del enorme caballo de caza e hizo girar a su montura. Ella llevó al caballo a su altura conforme abandonaban el patio al trote.
– ¿Es posible pasar por la aldea y luego subir a las colinas desde allí?
– Sí. -Le lanzó una mirada-. ¿Por qué?
– Tenemos que hablar con la señora Duckett y con Harris de los suministros para la fiesta; he pensado que podíamos matar dos pájaros de un tiro.
Él asintió. En lugar de tomar el camino de la escarpadura, la llevó dando la vuelta alrededor de la casa, corriendo bajo los árboles del parque hasta desembocar finalmente en el paseo de entrada.
Cuando redujeron la marcha y atravesaron traqueteando las verjas de la finca, Francesca rompió a reír.
– Una galopada preciosa. Siguieron al trote hasta la aldea.
Francesca entró en la panadería a hablar con la señora Duckett. Gyles se acercó al Pichón Rojo, acordó el suministro de cerveza con Harris, y volvió luego a rescatar a Francesca de las garras de la señora Duckett, ya que la buena señora se había sentido tan honrada y complacida como Cook había predicho.
Subidos ambos de nuevo a las sillas, Gyles condujo la marcha calle arriba hacia la iglesia. Detrás del edificio había un sendero a las colinas. Cinco minutos más tarde, coronaban la escarpadura, y los caballos hollaban el vasto paraje despoblado de árboles con evidente excitación ante la perspectiva.
El negro respingó; Francesca contuvo al enorme castrado, a la espera de que Gyles indicara una dirección.
Él la miró.
– ¿Alguna preferencia?
Un recuerdo fugaz le vino a la cabeza.
– ¿Qué tal aquellos túmulos que mencionó Lancelot Gilmartin? Deben de estar cerca.
– A unas cuantas millas. -Gyles la examinó, y luego añadió-: Yo, personalmente, no los calificaría de románticos.
– Bueno, podéis conducirme allí y dejarme juzgar por mí misma. -Francesca miró a su alrededor, mientras el negro se revolvía impaciente.
– ¿Hacia dónde?
– Al norte.
Gyles espoleó al rucio y ella lo siguió. Hombro con hombro, los formidables caballos de caza atravesaban como un trueno las verdes ondulaciones del terreno. Con la carrera, el aire azotaba los rizos de Francesca empujándolos hacia atrás; la euforia cantaba en sus venas.
El cielo era de un gris pizarra y no lucía el sol y, sin embargo, su corazón brillaba mientras avanzaban como una exhalación. Una y otra vez, sentía la mirada de Gyles detenerse en su rostro, en sus manos, controlar su postura. No se trataba de una carrera; aunque avanzaban a buena velocidad, controlaban estrictamente el galope, sin llegar tampoco a sentirse reprimidos, concediéndose el apurar dentro de los límites de la seguridad.
Era reconfortante sentirse tan protegida, saber que él estaba allí, con ella.
Alcanzaron la cima de una pequeña elevación y Gyles redujo la marcha. Ella lo imitó, refrenando al negro. El castrado seguía estando retozón, con ganas de correr todavía. Ella le dio unas palmaditas en el cuello reluciente mientras se acercaba a Gyles al trote.
Él señaló con la cabeza al frente.
– ¿Veis aquellas lomas?
Ella vio un grupo de lomas terrosas como a una milla de distancia.
– ¿Eso es?
– Me temo que sí.
Detectó un tono de alarma en su voz; lo miró y vio que escrutaba un punto mucho más a mano. Otro jinete, oculto previamente en una hondonada, se acercaba cabalgando hacia ellos.
– ¿Lancelot Gilmartin?
– Efectivamente.
Lancelot les había visto. Lo aguardaron. Gyles tranquilizó a su rucio mientras Lancelot se aproximaba retumbando con excesiva furia.
Tiró de las riendas de su zaino, frenándolo demasiado en seco; resoplo, reculó, retrocedió.
El negro se sobresaltó y se movió nerviosamente; Francesca sentía fuertes tirones en los brazos cada vez que sacudía la cabeza.
Gyles hizo girar al rucio, acercándosele. La presencia de un caballo más avezado calmó al negro.
Para entonces, Lancelot ya había dominado a su vistoso zaino.
– Lady Chillingworth. -Le dedicó una teatral reverencia, y luego hizo una inclinación de cabeza a Gyles-. Milord. -Antes de que ninguno de los dos pudiera replicar, fijó su encendida mirada en el rostro de Francesca-. Sabía que no podríais resistiros al encanto de los Túmulos. Iba hacia allí cuando os vi y di la vuelta. -Miró a Gyles-. Milord, sería un placer escoltar a la condesa más allá. Sin duda tendréis muchos asuntos que atender.
Francesca intervino rápidamente antes de que Gyles pudiera fulminar a Lancelot.
– Señor Gilmartin, está usted confundido. Realmente, no podía imaginar que…
– Bah, tonterías. Insisto. Mirad si no: os echo una carrera.
Lancelot hizo girar al levantisco zaino hasta alinearse con ellos; el caballo se movía de lado a trompicones. Chocaron las grupas; la montura de Lancelot empujó al cada vez más nervioso caballo negro contra el rucio de Gyles.
– ¡No! -Francesca sintió que el negro se agitaba con un temblor de pánico, notó debajo de sí la contracción de sus poderosos músculos-. Estése quieto -le espetó a Lancelot.
El zaino tenía otras ideas. Reculó y se revolvió. Lancelot casi se cayó de la silla. Levantó el brazo izquierdo y fue a pegar fuerte con la fusta en la grupa del negro.
El negro salió lanzado al galope.
Gyles se estiró para pillar las riendas y falló. Una mirada a Francesca dando botes extraños sobre el lomo del negro bastó. Perdía el equilibrio y estaba destinada a caerse.
Maldiciendo a discreción, dirigió a Lancelot una mirada flamígera.
– ¡Maldito imbécil! -Lanzó al rucio en persecución del negro, dejando a Lancelot luchando aún por dominar su montura.
Gyles no dedicó ni un pensamiento más a Lancelot, ni siquiera a su castigo, ni a nada que no fuera la pequeña figura que iba dando botes mientras luchaba por mantenerse encima de la silla. Montada a mujeriegas sobre un caballo de caza, no tenía margen para el error. Pegando tumbos como iba, tampoco esperanza alguna de dominar a una bestia tan fuerte. Los alrededores de las colinas eran un terreno desigual; los pasos tonantes del caballo la sacudirían de arriba abajo, retorciéndole los brazos, debilitando su sujeción de las riendas.
Hasta hacerla caer.
Gyles se negó a pensar en ello: a pensar en las rocas incrustadas aquí y allá entre la hierba. Se negó a pensar en su padre, tumbado, tan inmóvil, en el suelo.
Cerrando su mente, se entregó a la persecución. Y rezó por que ella tuviera sangre fría y fuerzas para aguantar sobre la silla.
Francesca apretaba los dientes, tratando en vano de evitar perder el aliento a cada paso que daba el negro. Tenía un plan para el caso de que alguno de los caballos de caza de Charles se desbocara con ella encima: aferrarse a él hasta que se agotara. Lo que podía haber funcionado en el bosque, donde los caminos eran llanos pero quebrados, obligando a los caballos a reducir la marcha cada tanto y cansándolos rápidamente. Aquí, en las colinas despejadas, el negro no hacía sino coger su ritmo: podía correr sin restricciones.
Las hondonadas y los repliegues significaban poco para el caballo; mucho más para ella, en cambio. Sentía como si le fueran a arrancar los brazos de cuajo, y el caballo seguía volando como una exhalación. Sólo su bota, firme en el estribo, y su pierna asegurada en torno a la perilla de la silla le permitían mantenerse sobre ella.
Pero no iba a resistir mucho más.
Ese pensamiento cristalizó en su cabeza. En el mismo instante, oyó el pesado golpeteo de unos cascos detrás de ella, aproximándose poco a poco.
Gyles.
Apretó los dedos con más firmeza en torno a las riendas, intentó equilibrar su propio peso y paliar las sacudidas que a cada paso la agitaban como si fuera una muñeca de trapo.
Ya era incapaz de tomar una inspiración completa: sus pulmones habían olvidado cómo se hacía. El pánico había hecho presa en su garganta. El calor le ascendía por la nuca.
Mirando al frente, vio una serie de repliegues como sombras sobre el verde del terreno. Arriba y abajo, arriba y abajo… Nunca lo lograría. No conseguiría atravesar aquello sin caerse de la silla.
El rucio seguía aproximándose. No podía arriesgarse a mirar atrás para ver a qué distancia se encontraba.
Tomando aire, echó el resto de las escasas fuerzas que le quedaban para tirar de las riendas. En vano. El negro llevaba la cabeza proyectada hacia delante, y ella no tenía fuerza para resistirle.
La cabeza del rucio asomó por un costado.
– Soltad el pie del estribo, ¡ya!
Escuchó la orden de Gyles; desechó la idea de que si soltaba el pie se caería seguro, e hizo lo que le decía.
En el mismo instante en que su pie se apartó de las tiras de cuero, sintió el brazo de él en su cintura, y también sintió que la aferraba. Soltó las riendas y se impulsó fuera de la silla, estirando los brazos hacia él.
Él la levantó en vilo, la giró en el aire, atrayéndola hacia sí.
Ella se agarró, se aferró, sollozando mientras se sujetaba firmemente, cogiéndose de uñas a su camisa. Se arrebujó en su regazo, apretándose contra él, con la mejilla sobre su pecho, con las botas y la falda colgando sobre su duro muslo.
A salvo.
Gyles fue frenando a su rucio gradualmente: sin espectaculares paradas abruptas que pudieran desestabilizar a Francesca. Todo lo que quería era sostenerla y dejar que la realidad se posara sin peligro sobre sus huesos. Dejar que su pánico y su miedo remitieran y volvieran a hundirse bajo la línea de sus defensas.
Otra vez. Sólo que esta vez había sido mucho peor.
Ella respiraba aún entrecortadamente cuando detuvo al rucio; estaba temblando del susto, igual que él. La envolvió en sus brazos, puso la mejilla contra su pelo y la abrazó; luego apretó los brazos brevemente en torno a ella antes de relajar su abrazo y tratar de mirarla a la cara…
– ¡Oigan! -Lancelot paró derrapando su caballo junto a ellos-. ¿Va todo bien?
Gyles levantó la cabeza.
– ¡Zoquete inconsciente! Si tuviera dos dedos de frente…
Francesca se limitó a escuchar. El tono de Gyles estaba lleno de desdén, sus palabras eran como latigazos. Ella las suscribía todas y cada una. Daba gracias de que él estuviera allí para pronunciarlas, porque a ella le faltaban las fuerzas y el aliento para hacer justicia a la ocasión. So concentró en respirar, en escuchar cómo su corazón, y el de él, se apaciguaban. Se concentró en la idea de que los dos estaban enteros todavía. Todavía juntos.
Cuando los temblores que la sacudían se fueron mitigando, giró la cabeza, registrando la deriva de la filípica de Gyles, aprobando su cambio de registro: hablaba ahora del sentido común y la responsabilidad que Lancelot debiera haber mostrado, de que en vez de eso había sido escandalosamente irresponsable, de que con su comportamiento pueril y estúpido la había puesto a ella en un peligro considerable.
Miró a Lancelot…, y comprendió que los comentarios de Gyles, pese a lo demoledores que eran, estaban resbalando sobre la autosuficiencia de Lancelot.
Lancelot esperó a que Gyles acabara de hablar, y entonces hizo un gesto displicente.
– Sí, muy bien, pero no ha sido mi intención que esto pasara. Lady Chillingworth sabe que no. Y tampoco es que haya acabado herida.
Francesca alzó la cabeza.
– Estoy ilesa porque lord Chillingworth estaba conmigo. ¡De no ser así, y merced a su estupidez, podría muy bien estar muerta!
Lancelot palideció. Francesca prosiguió:
– Es usted un niño, Lancelot; juega a ser adulto, pero no es más que una máscara, una pose. -Señaló a la elevación de donde venían-. Estando allí, escuchó usted sólo lo que quiso escuchar y se portó como el mocoso malcriado que es. Ahora, otra vez, vuelve a hacer lo mismo, considerando nuestras palabras indignas de su atención. Se equivoca. Nuestra conducta importa. Quiénes somos de verdad, bajo la máscara, importa. Nunca triunfará en la vida, y menos aún en la alta sociedad, mientras no preste atención a lo que son las cosas, en vez de representar una charada afectada. -Le despachó con un gesto de la mano-. ¡Ahora váyase! No deseo volver a ponerle los ojos encima, al menos hasta que haya ganado en madurez.
Con una máscara nueva en el rostro, ésta más frágil que su consabida imitación de Lord Byron, Lancelot recogió sus riendas.
– Una palabra de advertencia. -El tono de Gyles era una advertencia en sí mismo-. No intente siquiera pasar de visita por el castillo hasta que yo, o mi mujer, se lo autoricemos.
Lancelot miró a Gyles. Y palideció. Hizo una inclinación de cabeza, dio media vuelta con su caballo con aire circunspecto, y partió a medio galope.
Francesca soltó una exhalación y reclinó de nuevo la cabeza en el pecho de Gyles.
– Es un cabeza hueca, éste.
– Eso me temo. -Durante un largo rato, se quedaron sentados, dejando pasar el tiempo. Luego Gyles dijo-: A propósito, no volveréis a montar uno de mis caballos de caza.
Francesca se recostó para mirarlo a la cara.
– No siento el menor deseo de volver a montar ninguno de vuestros caballos de caza, ¡nunca jamás!
Gyles resopló.
– Habremos de conseguiros una segunda montura.
– No; Regina me basta. No es probable que vaya a salir a montar a diario, así que si tenemos otro caballo sólo para mí, alguien tendrá que sacarlo a hacer ejercicio. -Se revolvió para quedar mirando al frente, sentada entre los muslos de Gyles.
– ¿Estáis segura?
– Sí. Y en cuanto al caballo negro, ¿qué vamos a hacer?
– Volverá él solo. Si no está de regreso en una hora, Jacobs mandará a un mozo de cuadras a buscarlo. -Asiendo firmemente con un brazo la cintura de Francesca, Gyles puso al rucio a medio galope de vuelta hacia la escarpadura.
Cruzaron las colinas sinuosas sin pronunciar palabra, luego tomaron un sendero que desembocaba en la carretera aneja a las verjas del castillo. Cuando entraron en el parque y los árboles les rodeaban, Gyles dejó que el rucio fuera al paso. Las hojas crujían bajo sus pesados cascos. Por encima de ellos, las ramas desnudas formaban una cúpula esquelética contra el cielo gris.
Habría de sentirse estremecido hasta la médula. En vez de eso, se sentía victorioso, íntimamente satisfecho, con su mujer sana y salva y cálida en sus brazos. Observó su cara, estudió su perfil.
– ¿Seguro que estáis bien?
Ella alzó la vista, con sus ojos esmeralda abiertos de par en par, y sonrió.
– Estaba asustada y conmocionada, pero ahora… -Su sonrisa se ensanchó. Llevando una mano a la mejilla de Gyles, se giró en sus brazos y le hizo acercar los labios hasta tocar los de ella. Lo besó larga y dulcemente, demorándose. Después se echó atrás y lo miró a los ojos.
– Gracias por salvarme.
Él le sonrió. Mirando al frente, hizo girar al rucio hacia las cuadras.
A la mañana siguiente, Gyles salió a cabalgar solo, dejando a Francesca dormida, caliente y saciada en su cama. Cabalgó siguiendo el río hasta llegar al puente, inspeccionó los nuevos cuchillos de la armadura y luego cabalgó hasta las colinas.
Había quien calificaba el paisaje de inhóspito: milla tras milla de terreno yermo con sólo el trinar de las alondras allá en las alturas para puntuar su soledad. Hoy, aquello le venía al pelo: necesitaba tiempo para pensar. Tiempo para reflexionar sobre los cambios que se habían producido en su vida, para tratar de entenderlos.
No había contado con que el matrimonio fuera a provocar tales cambios, una convulsión interior de tal magnitud. El matrimonio con Francesca lo había hecho. Había sabido desde el momento en que la vio que era potencialmente desestabilizadora, pero no era desestabilizado como se sentía. Ella le hablaba -al hombre, no al conde; al bárbaro, no al caballero- y él, contra todo pronóstico, se había llegado a acostumbrar a aquello. No estaba seguro de la medida en que el hecho de que hubiera entrado en su vida estaba afectando a su yo más salvaje. Quizás ella estuviera domesticando al bárbaro.
Resopló para sus adentros, y pensó en lo ocurrido el día anterior.
Pensó en todo lo que había sentido al verla dando tumbos descontrolados sobre el lomo del caballo negro desbocado. Su viejo temor había despertado, cerval, intenso: el miedo a verla caer y morir como su padre. Y, sin embargo, esta vez el miedo había surgido acompañado de una determinación firme, la de salvarla, y de la convicción de que podía hacerlo y lo haría.
Y lo había hecho.
Ayer había vivido la diferencia entre tener treinta y cinco años, y ser fuerte, y tener siete y saberse inerme. Sentía como si hubiera derrotado a viejos demonios. Era una ironía que le debiera aquello a la estupidez de Lancelot Gilmartin.
Hizo reducir la marcha al rucio conforme se fue acercando a la escarpadura. Llevó al enorme caballo a tomar el sendero que conducía al castillo, bajando por la cuesta a medio galope. Casi de inmediato, percibió un pateo extraño en sus andares. Tiró de las riendas, deteniéndolo, y desmontó. Una inspección somera confirmó que una de las herraduras de atrás estaba suelta.
Le dio al caballo unas palmadas en el cuello y le pasó las riendas por encima de la cabeza.
– Venga, viejo amigo; vamos a caminar. -Las cuadras no quedaban demasiado lejos, y él tenía aún muchos temas sobre los que meditar Como el amor, y el amar.
El día de ayer había demostrado cuan profundas eran las aguas en las que se había aventurado, pero aún sacaba la cabeza por encima de las olas. Ella le importaba, desde luego, y parecía por su parte con tentarse con aquello, con las concesiones que le había hecho. Le había permitido entrar en su vida… Hizo una pausa y lo reconsideró: ella se había abierto paso hasta su persona trecho a trecho, si había de hacer honor a la verdad. Habían alcanzado un arreglo amistoso, que no llegaba a comprometerle a amarla.
¿Era suficiente? ¿Bastaba para que ella siguiera amándolo a el Avanzando por el sendero, mirando al suelo, admitió que no lo sabía. La resolución que ella había tomado en las almenas la mañana después de la boda resonaba aún en su cabeza.
Una cosa sí sabía: él quería su amor, quería que ella lo amara ahora y siempre. El salvaje interior había agarrado ese trofeo y no estaba dispuesto a soltarlo.
La imagen de la primera vez que la había visto, el hecho de que la hubiera deseado desde aquel instante, lo había llevado a su error, a su percepción inicial de Franni; al hecho de haber sido tan idiota como para imaginar que ella hubiera resultado una esposa adecuada hasta el punto de pensar que era con ella con quien se casaba.
Dios no lo quiso. Afortunadamente, el destino lo había impedido Había sido tan arrogantemente estúpido como Lancelot en su enfoque a la hora de elegir esposa, pero el destino se había compadecido de él, desbaratando sus maquinaciones para acabar plantando junto a él, ante el altar, a la candidata idónea. Y arreglando las cosas de tal forma que, pese a su fuerte carácter, ella accediera a desposarle. Accediera a amarlo.
Se había equivocado tanto con su esposa… ¿Se equivocaba también al negarse a amarla? ¿Al no permitir que lo que podía haber entre ellos, lo que ella quería que hubiera entre ellos, creciera?
El destino había acertado de lleno en la elección de su esposa. ¿Se atrevía a confiar de nuevo al destino la naturaleza de su matrimonio? Exhalando largamente, tomó la curva que enfilaba el último tramo del sendero. A su lado, el rucio se detuvo. Gyles levantó la vista.
A un paso de distancia, una tira de cuero estaba tendida de lado a lado del camino, un poco por encima de la altura de la rodilla, atada a sendos troncos de árbol por ambos extremos.
Era una brida de los arreos de algún carro. Gyles se detuvo delante. Tiró de ella: no estaba totalmente tensa, pero tampoco cedía mucho. Miró al rucio, calculando a qué altura habría tropezado con la tira. Comprobó el cuero, comprobó los nudos con que estaba fijado. Pensó en lo que habría pasado si hubiera llegado por el camino a medio galope.
O si hubiera venido desde el otro lado galopando.
Frunciendo el ceño, desató la tira de uno de los troncos, y cruzó hasta el árbol del otro lacio enrollándosela en la mano.
Él era el principal usuario del camino. Aparte de él, sólo Francesca cabalgaba por allí. Para llevar a los caballos a hacer ejercicio, sus mozos utilizaban el sendero que corría a lo largo del río, donde los llevaban a medio galope bajo la atenta mirada de Jacobs.
Las intenciones eran evidentes. «¿Quién?» y «¿por qué?» no lo eran tanto.
No tenía enemigos, que él supiera, por la vecindad…, excepto, tal vez, Lancelot Gilmartin. Miró la tira de cuero que llevaba enrollada en la mano y se la guardó en el bolsillo; luego tomó las riendas del rucio y continuó camino abajo.
Pese a la estupidez del muchacho, no podía creer que hubiera sido Lancelot. Tanta sangre fría parecía impropia de él…, y seguro que se le habría ocurrido que podía ser Francesca la que cayera en la trampa, cosa que sin duda no querría. Por otro lado, dada la disección verbal que había hecho ella de su carácter… ¿podía su adolescente adoración haberse convertido en odio tan rápidamente?
Pero si no había sido Lancelot, entonces ¿quién? Él estaba involucrado en intrigas políticas a las que había quien se oponía con vehemencia, pero no podía imaginarse a nadie del campo contrario recurriendo a semejantes tácticas. Eso era demasiado descabellado para siquiera expresarlo en voz alta.
Se sacó la brida del bolsillo y volvió a examinarla. Estaba húmeda. Había llovido la noche pasada, pero no desde el amanecer. La brida llevaba allí tendida como mínimo desde antes del anochecer. Posiblemente más tiempo. Trató de recordar la última vez que alguien había utilizado ese camino. Charles y él habían salido a cabalgar la mañana del día en que llegaron de visita. Después de aquello, Francesca y él habían utilizado otros senderos.
Gyles llegó al patio de las cuadras.
– ¡Jacobs!
Jacobs llegó a la carrera. Gyles esperó a que le hubiera confiado el rucio a un mozo antes de enseñarle la rienda.
– Podría ser una de las nuestras; sabe Dios que las tenemos a montones tiradas por ahí. -Jacobs tensó el cuero entre sus manos-. Realmente, no podría decirlo. ¿Dónde estaba?
Gyles se lo contó.
Jacobs puso una expresión sombría.
– Les diré a los muchachos que estén al tanto. Quienquiera que la haya puesto allí podría volver para comprobarla.
– Es posible, pero lo dudo. Si usted o los muchachos ven algo o a alguien que se salga de lo normal, hágamelo saber inmediatamente.
– Sí, milord.
– Y durante la fiesta de la cosecha, quiero que las cuadras permanezcan cerradas y vigiladas.
– Sí; me ocuparé de ello.
Gyles se dirigió a la casa, tratando de arrinconar la idea que le había venido a la cabeza. El enigma de cómo se le había incrustado una piedra en un casco a la montura de su esposa si no habían sacado al caballo. De forma que la siguiente vez que había salido, Francesca había tenido que coger uno de sus caballos de caza, que no podía manejar fácilmente.
El había ido con ella y habían cabalgado por una ruta distinta, piro las cosas bien podían haber transcurrido de otra forma. Podía haber salido ella sola y cogido el sendero de la escarpadura.
Encogiendo los hombros, trató de apartar la visión resultante de su mente. No había ocurrido así, y todo seguía bien.
Eso, intentó decirse, era lo único que importaba.
Llegó a zancadas a la puerta lateral, la abrió y entró.