Capítulo 3

No podía quitársela de la cabeza. No podía sacarse su sabor -tan salvajemente apasionado- de la boca, no podía liberar sus sentidos de su hechizo.

Era la mañana del día siguiente, y seguía obsesionado.

Trotando por el bosque, Gyles dio un bufido de furia. Con un poco más de persuasión, podía haberla poseído bajo aquel maldito manzano. De por qué ese hecho le irritaba tanto, no estaba del todo seguro: ¿por lo fácil que había resultado seducirla? ¿O porque no había tenido la lucidez de aprovechar su ventaja? De haberlo hecho, tal vez no seguiría atormentándole, como una espina clavada en su carne, como un picor que no podía dejar de rascarse.

Por otro lado…

Apartó la fastidiosa idea de su mente. Ella no significaba tanto para él; era sólo una hechicera que se le resistía y le planteaba un desafío descarado, flagrante, y él había sido siempre incapaz de resistirse a un desafío. Eso era todo. No estaba obsesionado con ella.

Por ahora.

Dejó que esa advertencia se disipara de su pensamiento. Era demasiado viejo y tenía demasiada experiencia para dejarse atrapar. Por eso estaba allí, organizando su matrimonio con una mosquita muerta, mansa y apacible. Recordando ese hecho, repasó su situación antes de tomar el próximo camino de herradura en dirección a la mansión Rawlings.

Llegó más temprano que el día anterior; se la encontró cuando salía de la perrera. Le recibió con una sonrisa radiante y un «Buenos días, señor Rawlings. ¿Por aquí otra vez?».

Él respondió con una sonrisa, pero la observó con atención. Dio por hecho, después de lo del día anterior y del informe que sin duda le habría transmitido la gitana, que Francesca sabría ya quién era.

Si así era, era una gran actriz; ni sus ojos, ni su expresión ni su actitud mostraban indicios que la delataran. Arqueando una ceja para sus adentros, lo aceptó. Después de rumiarse la situación, no halló razones para informarle de su identidad… No en aquel momento. No conseguiría sino ponerla nerviosa.

Como la vez anterior, pasear a su lado le resultó fácil. Sólo cuando hubieron llegado al otro lado del lago y ella se detuvo a admirar un árbol y le preguntó de qué especie pensaba que era, se dio cuenta de que no le había prestado atención. Salvó la falta sin problemas: el árbol era un abedul. Después de eso, estuvo más atento. Sólo para descubrir que su futura esposa era, en efecto, la elección perfecta para sus necesidades. Tenía la voz clara y etérea, no ahumada y sensual; carecía del poder de cautivar su pensamiento. Era dulce, recatada e insulsa: se pasó más rato mirando a los perros que a ella.

Si hubiera estado paseando con la gitana, habría tropezado con los perros.

Sacudió la cabeza -deseando que pudiera expulsar así de ella todas las imágenes de la hechicera, especialmente las visiones mortificantes que lo habían mantenido despierto la mitad de la noche- y trasladó su atención de vuelta a la joven que se encontraba a su lado en aquel momento.

No le inspiraba la menor chispa de interés sexual; el contraste entre ella y su compañera «italiana» no podía ser más acusado. Ella era exactamente la dócil novia que necesitaba: una damisela que no excitara en modo alguno su naturaleza apasionada. Cumplir con sus deberes sería bastante fácil; engendrar en ella una o dos criaturas no constituiría una gran hazaña. Puede que no fuera una belleza, pero era lo suficientemente aceptable, agradable y carente de pretensiones. Si ella se avenía a su proposición, si lo aceptaba sin amor, les iría bastante bien juntos.

Entre tanto, dado que la gitana y su futura esposa eran amigas, sería sensato constatar cómo era de profunda su amistad antes de seducir a aquélla. La idea de una escenita dramática entre su esposa y él porque tuviera a su amiga por mantenida era lo más cercano a la execración que hubiera podido imaginar, pero dudaba que fueran a llegar a eso.

¿Quién sabía? Su amistad podía incluso resultar fortalecida; tales arreglos no eran infrecuentes en la nobleza.

En su cabeza volvió a sonar aquel aviso fastidioso; esta vez, le hizo más caso. Sería sensato no correr riesgos con la gitana, al menos hasta que tuviera aseguradas su esposa y su vida conforme a sus designios.

La gitana era salvaje e impredecible. Hasta que su matrimonio fuera un hecho, se mantendría a salvo de la tentación que suponía.

Como la vez anterior, dejó a su futura novia en el parterre. Ella aceptó su partida con una sonrisa, sin mostrar la menor inclinación a pegarse a él o exigir más de su tiempo. Enteramente satisfecho con su elección, Gyles se dirigió a las caballerizas.

Josh lo estaba esperando; corrió a buscar el zaino. Gyles miró a su alrededor. Enseguida estuvo de vuelta. Se tomó su tiempo para montar y se entretuvo todo lo que pudo antes de tomar el camino a medio galope y girar por el sendero a Lindhurst.

Acababa de decidir que evitaría a la hechicera: sería ilógico sentirse decepcionado por el hecho de no verla.

Entonces apareció, y su corazón dio un vuelco. Surgió como un destello de gracioso movimiento a lo lejos, por un trayecto desierto. Antes de haberlo pensado dos veces, ya había soltado rienda al zaino y galopaba hacia ella.

Ella aminoró la marcha al final del sendero, dudando cuál de dos caminos tomar, y entonces oyó el retumbar de los cascos del zaino y volvió la vista atrás.

En su rostro se abrió una sonrisa, dentro de un espectro cambiante, de la bienvenida a la euforia. Con una carcajada exuberante, le lanzó una mirada de descarado desafío y se alejó por el camino más cercano.

Gyles fue en pos de ella.

El zaino que montaba era un animal excelente, pero el caballo gris que montaba la muchacha era mejor. Además, él era un jinete más pesado, y no conocía los senderos por los que ella guiaba a su montura con tanta presteza. Pero siguió su estela obstinadamente, a sabiendas de que, a la larga, dejaría que la alcanzase.

Ella se volvía a mirarlo mientras pasaban como un rayo bajo los árboles; él alcanzó a ver de pasada su sonrisa burlona. La pluma de su mínima gorra ondeaba al compás de su serpenteado galopar, al echarse a un lado y a otro mientras su rucio tomaba las curvas a toda velocidad.

Luego salieron del bosque para desembocar en un extenso prado limitado sólo por más árboles. Con un «¡epa!», Gyles soltó sus riendas y siguió conduciendo al gran zaino sólo con las rodillas y las manos, acuciándolo. Acortaron distancias con la rauda gitana. Aunque seguía galopando a gran velocidad, a él le alivió observar que iba refrenando a su rucio. El enorme caballo había de ser una de las monturas de Charles, criado para la resistencia y la caza. En aquel terreno, era la apuesta más rápida y segura, especialmente si corría con sólo una fracción del peso que acostumbraba a cargar, como era el caso.

La hechicera oyó que se le acercaba. Le dedicó una carcajada por encima de su hombro.

– ¿Queréis más?

No esperó a que le respondiera, sino que lanzó al rucio por otro sendero.

Doblaron y giraron y atravesaron otro prado a la carrera; a Gyles le zumbaban los oídos de excitación. Hacía años que no sentía un vértigo tal, años que no se entregaba tan completamente a la pura emoción de la velocidad, al traqueteo implacable de los cascos del caballo, a su eco en las venas.

Ella también lo sentía, también lo conocía: estaba allí, en sus ojos centelleantes, que se cruzaron con los de él, compartiendo aquel instante, antes de salir disparada una vez más.

Seguirla no requirió una decisión consciente; como uno solo surcaban el bosque. Éste les envolvía, les acogía en su verde seno como si galoparan por un lugar más allá del tiempo.

Pero el tiempo seguía corriendo.

Gyles montaba a caballo desde los tres años; poseía un sentido interno que percibía las fuerzas de su animal, el tiempo que llevaban forzando la marcha. Llegó un momento en que hizo el cálculo. A su montura le quedaba aún un buen trecho que recorrer; yendo y volviendo de la mansión había ido sólo a medio galope.

Esa reflexión lo llevó a pensar en el caballo. Habría apostado la camisa a que el de la gitana llevaba desbocado desde que había salido de las cuadras.

Empezó a preocuparse.

Sentía un sobresalto cada vez que doblaban a ciegas por un sendero; contenía la respiración a cada tramo desigual que ella sobrevolaba. Imágenes de ella caída y herida, tropezando con un tronco, yendo al suelo sobre su preciosa cabeza, con el cuello torcido en un ángulo imposible, se agolpaban desatadas en su mente…

No podía librarse de tales visiones.

Los árboles ralearon. Irrumpieron en otro claro. La llamó para que diera la vuelta, pero ella ya estaba espoleando al rucio de nuevo. Su cara resplandecía… Echó atrás la cabeza y se rió, luego fijó la mirada al frente, recogió las riendas…

Gyles miró más allá.

Una valla, vieja y decrépita, entreverada de arbolillos, dividía el prado en dos. Ella preparó al rucio para saltarla.

– ¡Noooo!

Su grito se mezcló con el tronar de los cascos, los del rucio y los del zaino. Ella estaba demasiado lejos para captar su atención. Luego estaba demasiado cerca de la valla para arriesgarse a distraerla.

Todavía a muchos metros por delante de él, el rucio se elevó. Rezó en su corazón. Los pesados cascos superaron la valla fácilmente. El rucio aterrizó y entonces tropezó.

Ella dejó escapar un chillido.

Gyles la perdió de vista al caer el animal, e inmediatamente el rucio se levantó de nuevo…, sin amazona.

Con el corazón en la boca, alteró su trayectoria para salvar la valla a unos metros de donde ella había caído y luego giró…

Estaba tendida de espaldas con los brazos y las piernas extendidos, en mitad de una mata de aliaga.

A juzgar por su gesto contrariado y el tamaño de la mata, estaba ilesa.

El pánico que le había atenazado la garganta no remitió de inmediato.

Trotó hasta el matorral, tiró de las riendas y la contempló desde el caballo. Respiraba agitadamente; el esfuerzo de la cabalgada le hacía sentirse como si hubiera corrido dos kilómetros.

Estaba de humor para ponerla de vuelta y media.

Ella iba a sonreírle cuando advirtió la forma en que la miraba, con los ojos entornados.

– ¡Hembra descerebrada! -Hizo una pausa para que la furia que traslucían sus palabras calara en ella-. Me ha oído gritar. ¿Por qué demonios no se ha parado?

Los ojos de ella despidieron llamaradas verdes; su barbilla adoptó un gesto de tozudez.

– ¡Os he oído, pero me habría sorprendido que incluso un caballero sofisticado como vos hubiera podido adivinar que aquí había una mata de aliaga!

– Su problema no era la aliaga. -Ella trató de levantarse, pero la aliaga no ayudaba mucho. Él bajó de un salto de su zaino.

– Maldita sea… No debería salir a montar, en cualquier caso no de esa forma endiablada, si no es capaz de medir el esfuerzo de su montura. El rucio estaba cansado.

– ¡No lo estaba! -Se debatió aún con más rabia por levantarse.

– Tenga. -Le tendió la mano. Al verla dudar, mirando su mano y a él con ojos esquinados, añadió:

– O coge mi maldita mano o la dejaré aquí a pasar la noche.

La amenaza no estaba mal: la aliaga estaba en flor, bien repleta de punzantes espinas.

Con un gesto altivo digno de una verdadera princesa, extendió una mano enguantada. Él la agarró y tiró hacia sí; entonces la tuvo en pie delante de él.

– Gracias.

Su tono sugería que hubiera preferido aceptar la ayuda de un leproso. Levantando la nariz, hizo un remolino con sus pesadas faldas de un altanero golpe de caderas y se volvió hacia el rucio.

– No está cansado. -Entonces cambió de tono-. Caballero… ¡Vamos, muchacho!

El rucio alzó la cabeza, enderezó las orejas y se acercó pausadamente.

– No puede subirse a la silla.

Ante estas palabras contundentes, tajantes, Francesca le dedicó una mirada desdeñosa por encima del hombro.

– No soy una de esas pusilánimes señoritas inglesas suyas que son incapaces de montar sin ayuda.

Él permaneció un instante en silencio antes de replicar:

– Muy bien. Veamos hasta dónde llega.

Ella cogió las riendas de manos del caballero y, al recogerlas, aprovechó la acción para camuflar otra mirada a su casi prometido. Estaba de pie, con los brazos cruzados, observándola. No mostraba intención de tomar las riendas de su zaino.

Su expresión era pétrea, y de tranquila espera.

Francesca se detuvo. Lo miró fijamente.

– ¿Qué?

Él se tomó su tiempo para responder.

– Ha caído encima de la aliaga.

– ¿Y qué?

Tras otro intervalo exasperante, preguntó él:

– ¿En Italia no hay aliaga?

– No. -Frunció el ceño-. No como ésta… -Cayó en la cuenta del asunto; con ojos desorbitados, se lo quedó mirando, luego se retorció para verse la falda por detrás. Estaba cubierta de espinas arrancadas. Se echó las manos a los largos rizos, pasándoselos por encima de los hombros. También estaban adornados con espinas-. ¡Oh, no!

Lo fulminó con una mirada que le decía lo que pensaba de él, y acto seguido se inclinó a arrancarse las espinas de la falda. No podía ver; a algunos sitios, apenas llegaba siquiera.

– ¿Desea que la ayude?

Levantó la vista en dirección a él. Estaba plantado a menos de un metro. Había formulado la pregunta en un tono completamente neutro. Sus ojos no decían nada de particular; su expresión era indiscutiblemente anodina.

Ella apretó los dientes.

– Por favor.

– Dese la vuelta.

Así lo hizo; luego miró por encima de su hombro. Él se agachó detrás de ella y empezó a arrancar espinas de su falda. No sentía más que algún tirón ocasional. Tranquilizada, centró su atención en los rizos que le colgaban por la espalda hasta la cintura; tiraba y arrancaba, se estiraba y retorcía… Él le decía con gruñidos que se estuviera quieta, pero por lo demás se aplicaba a su falda en silencio.

Con la mirada concentrada en el terciopelo esmeralda, Gyles intentaba no pensar en aquello que cubría. Difícil. Se esforzaba aún más en no pensar en las emociones que lo habían sacudido en el instante en que ella había caído.

Nunca, jamás se había sentido así; por nadie ni por nada. Durante una fracción de segundo había sentido como si el sol se hubiera apagado, como si la luz se hubiera desvanecido de su vida.

Era ridículo. La había visto por vez primera dos días antes.

Trató de decirse que había sido por un cierto sentido del deber… cierta noción de responsabilidad hacia alguien más joven que él, cierta lealtad hacia Charles, a cuyo cuidado estaba presumiblemente la gitana. Trató de decirse muchas cosas…, pero no consiguió creerse ninguna.

La repetitiva labor de retirar las espinas le dio tiempo para empujar aquellas emociones indeseadas tras el muro desde detrás del cual habían saltado. Estaba decidido a mantenerlas allí, a buen recaudo.

Arrancó la última espina, se levantó y estiró la espalda. Ella había acabado con su pelo un rato antes y esperado en silencio a que él completara la tarea.

– Gracias.

Lo dijo con suavidad; lo miró un momento y luego se dio la vuelta y agarró las riendas.

Él se situó a su lado y, sin mediar palabra, le ofreció sus manos entrelazadas; sabía que ella se mordería la lengua antes que pedírselo.

Con una leve inclinación de cabeza, colocó la bota en sus manos. Él la alzó con facilidad; pesaba realmente poco. Frunciendo el ceño, volvió hacia su zaino y se encaramó ágilmente a la silla.

Ella encabezó la marcha de regreso al camino.

Él la seguía, enfrascado en sus pensamientos.

Una vez que alcanzaron la vereda, golpeó los flancos del zaino y se adelantó para seguir a su lado.

Francesca era consciente de que estaba allí, pero mantuvo la mirada fija al frente. La irritación que había sentido en un principio, con todo el derecho, ante su arrebato se iba disipando, reemplazada únicamente por un mínimo indicio de alarma. Este era el hombre con el que podía ser que se casase en breve.

Tras sus palabras secas, sus movimientos casi violentos, había asomado un temperamento tan orgulloso como el de ella. En su sentir, aquello contaba en su favor: prefería con mucho tratar con un devorador de fuego que con un hombre con hielo en las venas. Era su posible -ahora probable- actitud respecto a sus maneras de amazona lo que la llenaba de preocupación. En los dos años que llevaba viviendo en Inglaterra, este cauteloso país, montar había constituido la única vía de escape para la vena salvaje que era parte integral de su espíritu.

Parte integral de ella: si no le daba rienda suelta, si no la manifestaba de vez en cuando, se volvería loca. Y, en Inglaterra, a una joven dama como Dios manda, cabalgar como el viento era la actividad más salvaje que se le podía tolerar.

¿Qué pasaría si su esposo -aquel a quien prestaría voto de obediencia, y que tendría el control de todos los aspectos de su vida- le prohibiera cabalgar? Cabalgar desbocadamente: para ella no había otra forma.

Veía avecinarse el problema y, sin embargo, antes de caerse, le había sorprendido el entusiasmo de él. No había olvidado su euforia mutua, el gozo compartido. Él se había deleitado en aquel desenfreno tanto como ella.

Las verjas de la mansión aparecieron al frente; conforme reducían el paso, Francesca le lanzó una mirada. Su expresión severa no le anunciaba nada bueno.

– ¿Qué ocurre?

Él volvió hacia ella la mirada, aún molesta, aún tormentosa.

– Estoy considerando si entrar a informar a sir Charles de que no debería dejarle montar sus caballos de caza.

– ¡No!

– ¡Sí! -El zaino se encabritó. Él lo dominó, implacable-. Es usted una amazona excepcional, eso es innegable, pero no posee la fuerza necesaria para manejar caballos de caza. Si ha de correr desbocada, le iría mejor uno árabe, una yegua. Una ligera y ágil, pero más receptiva a su guía. Con el rucio, o aquel castaño que montaba el otro día…, si el caballo se desboca no será capaz de controlarlo.

Ella desafió su mirada con callada beligerancia, resistiéndose a dejarse someter. Desafortunadamente, en este caso, sabía que él tenía razón. Si uno de los caballos de raza de Charles se desmandaba, todo lo que podría hacer sería aferrarse y rezar. Se sostuvieron la mirada, ambos calculando, sopesando las diversas posibilidades…

– De acuerdo. -Bajando la vista, recogió sus riendas-. Hablaré con Charles.

– Hágalo. -Su tono se acercaba mucho al de una orden-. Nada de caballos de caza de ahora en adelante. -Hizo una pausa, sin dejar de mirarla-. ¿Prometido?

Ella le dirigió una mirada que pregonaba una advertencia.

– Prometo que hablaré con Charles esta noche.

Él asintió.

– En tal caso, la dejaré aquí.

Vaciló un instante y luego le hizo una reverencia que era la máxima expresión de la gracia y el refinamiento; subido a un caballo, una proeza nada desdeñable. Con una última mirada, hizo girar a su zaino y prosiguió camino abajo a medio galope.

Francesca examinó su espalda al alejarse y a continuación, curvando los labios en una sonrisa de aprobación, encaminó al rucio por el sendero de la mansión.

Su pretendiente se había redimido. Se había esperado que forzase el pulso para prohibirle que montara desenfrenadamente, aunque él hubiera disfrutado también el desenfreno. También lo había entendido, al parecer: había sido lo bastante inteligente como para evitar el riesgo. Considerando su táctica, decidió que, básicamente, le había preocupado su seguridad.

Con esa reflexión en mente, se dirigió al trote hacia las cuadras.

Más tarde, aquella noche, sujetando un chal de lana sobre su camisón, Francesca se encaramó a la butaca situada junto a su ventana y se instaló entre los cojines.

Durante todo el pasado año, había estado buscando un marido adecuado, esperando contraer un matrimonio respetable. La habían educado con ese objetivo; había deseado tener un marido, un hogar y una familia desde cuando le alcanzaba la memoria. Sabía lo que quería de la vida. Para ser feliz, para estar satisfecha, necesitaba una relación que fuera en gran medida como había sido la de sus padres: la suma de una pasión profunda y un amor perdurable. Sin aquello, su vida no estaría completa; era su destino. Lo había sabido durante años.

A los cuatro meses de quitarse el luto, había comprendido que no iba a hallar su destino entre la vecindad de la mansión Rawlings.

La primera vez que sugirió acometer la cuestión, Charles le había explicado que los de la casa permanecían recluidos porque, aunque pudiera no parecerlo, Frances, su hija, su prima, a quien todos llamaban Franni, estaba delicada de salud y necesitaba llevar una vida tranquila, ajena a las exigencias de la vida social.

Ella había aceptado la restricción sin reservas. No sólo le debía gratitud a Charles, sino que había llegado a quererlo con ternura; no haría nunca nada que le disgustara. También apreciaba a Ester, la cuñada de Charles, la hermana mayor de la difunta madre de Franni. Ester vivía en la mansión desde hacía años y había ayudado a criar a Franni… También Ester merecía su consideración.

Y estaba Franni, que era simplemente Franni: dulce, un poco simple, más bien desvalida. Aunque tenían la misma edad, no se parecían en nada y, sin embargo, se tenían cierto cariño, si bien algo distante.

Se había guardado su creciente abatimiento para sí, pero, no obstante, la perspectiva de vivir su vida en soledad, enterrada en el bosque, la atormentaba. La mansión Rawlings había empezado a parecerle una prisión.

De forma que la oferta de Chillingworth había llegado como caída del cielo, fuera de la índole que fuera. Un matrimonio concertado con un noble adinerado la liberaría de su aislamiento.

¿Deseaba ser la condesa de Chillingworth?

¿Qué joven dama no querría una posición de tal rango, con todas sus posesiones y recursos asegurados, y con un marido extraordinariamente apuesto por añadidura? Un matrimonio así, con la posibilidad de desarrollar una relación, sería una oferta envidiable.

No era eso, sin embargo, lo que el conde le había ofrecido.

Había dejado perfectamente sentado que no deseaba una verdadera relación con su esposa. No había otra forma de interpretar sus condiciones. Y a pesar de las horas que habían pasado juntos, a pesar del vínculo que sentía que existía entre ellos, no había dado señales de querer replantear su oferta.

Era un hombre apasionado, de sangre caliente, no fría, y, no obstante, su oferta había sido el no va más del cálculo y la sangre fría.

No tenía sentido.

¿Por qué había hecho él, precisamente él -el hombre que la había sostenido con proximidad excesiva junto a los macizos, que la había besado en el huerto y había cabalgado sin freno junto a ella por el bosque-, una oferta tan inusitada?

Reviviendo sus encuentros, llegó a aquel momento en el bosque en que se hallaba tumbada y desasistida en la aliaga y él de pie ante ella con los ojos encendidos de furia ciega. Ella había reaccionado a las palabras que esa furia le habían dictado. Pero ¿qué había provocado que aflorara de aquella forma el auténtico hombre, que bajara la guardia?

Su caída había agrietado de algún modo los muros tras los cuales escondía sus emociones. Ella -su cuerpo, su persona, incluso sus ojos- podía suscitar su pasión, pero él se sentía más cómodo de esa manera, más seguro manteniendo el control.

En el bosque, le había disgustado lo que ella había hecho. Le había disgustado que le hiciera sentir aquello que había sentido, fuera lo que fuese. Por eso sus palabras y sus ojos habían restallado como un látigo.

Y si su reacción había sido de rabia, ¿qué emoción era la que había suscitado en él? ¿Miedo, acaso?

Como una posibilidad, consideró el hecho de que las palabras acaloradas y las reacciones violentas provenían a menudo de la estima, del temor a la pérdida, del temor por un ser querido. Su padre se había enzarzado en discusiones vehementes, y con frecuencia irracionales, al oponerse a alguno de los caprichos potencialmente peligrosos de su madre. ¿Podía ser que Chillingworth hubiera sentido el mordisco de ese látigo en concreto?

Dado que ella y él ya habían sentido el azote referido de pasión recíproca, ¿por qué no?

Y si así era…

La perspectiva de encontrar su destino, todo lo que precisaba de la vida, en su matrimonio era tentadora. Era lo que siempre había deseado, su objetivo último, y era posible: los ingredientes estaban ahí. Su madre siempre le había asegurado que, cuando se dieran, lo sabría.

Ahora lo sabía. Chillingworth y ella podían ser una pareja tan apasionada como lo habían sido sus padres, consagrados el uno al otro hasta el final. Era lo que deseaba, el único premio con el que finalmente se conformaría: un amor apasionado y duradero.

Pero ¿y si no resultaba así por parte de él?

¿Y si la razón por la que se había obstinado en concertar un matrimonio a sangre fría estaba tan arraigada que no daba su brazo a torcer? Era un riesgo, verdaderamente. Él no era ni maleable ni dócil; recibiría de él lo que estuviera dispuesto a darle, nada más.

¿Estaba preparada para asumir el riesgo y las posibles consecuencias?

Si no conseguía obtener lo que necesitaba de su matrimonio, un arreglo como el que Chillingworth había propuesto la dejaría libre para alcanzar su destino, para buscar el amor que necesitaba, fuera del tálamo. No era esa su primera elección, pero la vida le había enseñado ya a inclinarse con el viento dominante y buscar lo que necesitara allá donde pudiera.

Con Chillingworth, o si no con él con algún otro caballero, ella tomaría de la vida lo que necesitaba.

Al día siguiente por la tarde, aceptaría a Chillingworth. No: daría las oportunas instrucciones a su tío para que le aceptara, si era así como Chillingworth quería que la escena se representara.

La brisa que llegaba del bosque era fresca. Se levantó de la butaca junto a la ventana y se dirigió a su cama, asintiendo para sus adentros.

Él era quien era: por más que dijera otra cosa, no podía desear aún, de corazón, una relación calculada, sin amor. No ahora que la había conocido. Besado. Podría atenerse obstinadamente al papel que había escrito para sí mismo; podría aferrarse a esa ficción ante Charles, ante ella… incluso ante sí mismo. Pero eso no podía ser lo que su verdadero yo deseaba.

Francesca se detuvo junto a su cama y ladeó la cabeza, pensando en su futuro: pensando en él. ¿Un desafío?

Apretando los labios, dejó su chal a un lado y se encaramó entre las sábanas.

La posibilidad estaba allí -de eso estaba convencida-, pero para obtener lo que quería de su matrimonio, iba a necesitar mucho más de lo que él le había ofrecido hasta el momento.

Iba a necesitar su corazón.

Que se lo entregara abierta y libremente, sin reservas.

¿Querría él ofrecérselo alguna vez?

Con un suspiro, cerró los ojos y puso su destino en manos de los dioses. En su mente adormecida, cobró forma una fantasía lejana…, de ella atravesando las colinas que, según había leído, se hallaban justo al norte de su castillo, cabalgando una yegua árabe de cascos raudos. Con él a su lado.

Al otro lado del bosque, Gyles se encontraba sentado contemplando la noche. Con una copa de coñac en la mano y la ventana abierta frente a su silla, cavilaba acerca de su alma y sus inclinaciones. No le gustaba lo que veía; no se sentía cómodo con las posibilidades.

La gitana era peligrosa. Demasiado peligrosa para arriesgarse a seducirla. Un hombre prudente sabía cuándo alejarse de la tentación.

Había decidido rehuirla y, sin embargo, en el instante en que la había visto se había lanzado a por ella. Sin pensarlo. Sin dudar.

La gitana le tenía tomada la medida.

En cuanto a lo que había sentido en el momento en que cayó…

Había hecho una proposición a Francesca Rawlings. Mañana se presentaría en la mansión Rawlings y recibiría la aceptación de su mano. Lo dispondría todo para casarse con ella -esa perfecta, mansa, afable mosquita muerta- tan rápidamente como fuera posible.

Después se marcharía.

Su mano apretó la copa, luego apuró su contenido y se puso en pie.

No volvería a encontrarse con la gitana.

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