Capítulo 8

Era completamente de día cuando Gyles se despertó y alargó los brazos hacia ella.

Y se dio cuenta de que ya no estaba acostada a su lado.

Abrió los ojos de par en par y miró medio aturdido al espacio revuelto en que su reciente y ávida esposa debería haber yacido, cálida y suave y lista para ser excitada…

Contuvo un gruñido, se tendió sobre la espalda y se tapó los ojos con un brazo. ¡Condenada mujer!

Al cabo de medio minuto, levantó el brazo, levantó la cabeza y echó un vistazo por la habitación.

Se incorporó, luego apartó las sábanas bruscamente y se dirigió a zancadas a la puerta de la salita de estar. La abrió con violencia. La habitación estaba vacía. Ni siquiera una doncella a la que poner histérica.

Blasfemando, cerró la puerta, atravesó la habitación y puso derecha la silla que su amante esposa había colocado ante la puerta que daba a su habitación, con la cruel intención de no dejarlo entrar. El recuerdo de la discusión que había dado lugar a ese suceso lo siguió hasta su alcoba.

Cinco minutos más tarde, completamente vestido, avanzaba a zancadas por el césped en dirección a las cuadras, ya no tan seguro acerca de su victoria de la noche anterior. Una y otra vez la había infravalorado, había juzgado mal el modo en que funcionaba su cabeza. Había creído que la noche pasada habría allanado su camino, pero ¿era así? ¿O se había hundido más en el fango?

Si ése era el caso, y dado su carácter, dada su determinación, ¿qué podría hacer ella?

Llegado a las cuadras, fue rápidamente pasillo abajo hasta el compartimiento de la yegua. La yegua estaba dentro; levantó la cabeza y lo miró.

– ¿Os ensillo el caballo, milord?

Jacobs, el jefe de cuadras, llegaba trotando desde el cuarto de los arreos.

– ¿Ha salido alguien esta mañana? -Jacobs nunca se imaginaría que lo preguntaba por su recién casada.

– No, pero tengo entendido que la mayor parte de los huéspedes se ha ido.

– La mayor parte, sí. Me preguntaba si habría salido el tío de la condesa. Debe de estar dentro. -Gyles dio permiso a Jacobs para retirarse y caminó de regreso a la casa.

Trató de ponerse en la piel de «la condesa», trató de imaginar dónde iría si fuera ella. En vano: no tenía ni idea de lo que pudiera estar pensando o sintiendo. ¿Estaría contenta con su matrimonio, displicentemente satisfecha después de anoche? ¿Dispuesta a sacar lo mejor de la situación, serenamente resignada a los hechos? ¿O estaría triste, desolada o incluso angustiada, porque sus esperanzas no habían de cumplirse?

Dio de lado por irrelevante la idea de que nunca antes en su vida hubiera dedicado ni un minuto a preocuparse por los pensamientos de ninguna mujer, y mucho menos por sus sentimientos. Se encogió de hombros. La gitana era su esposa: era distinta.

Se detuvo al final del camino de los tejos para tomar una inspiración profunda, para acallar el absurdo temor que empezaba a atenazarle el corazón. Con las manos en las caderas, echó la cabeza atrás.

Y la vio.

En las almenas de la torre más cercana.

Llegó hasta la casa en cuestión de segundos y fue corriendo por los pasillos hasta la escalera de la torre. Para entonces, una astilla de cordura había aguijoneado su miedo. La gitana no era ni débil ni frágil. ¿Cómo se le había ocurrido aquello?

Subió por las escaleras a un paso normal, sin esforzarse en resultar silencioso. Al margen del hecho de que las almenas eran bastante seguras, no quería asustarla apareciendo repentinamente a su lado.

Estaba inclinada sobre las almenas con un brazo apoyado en el remate de piedra, contemplando el parque. Volvió la cabeza al abrir él la puerta de la habitación de la torre y salir a la plataforma de madera. No sólo no se alarmó, sino que le dio la impresión de no sorprenderse al verlo.

El sorprendido fue él.

No la había visto hasta entonces con un vestido común: como la vería cada día durante el resto de su vida. Mientras registraba la imagen del sencillo vestido de paño, observando con qué hermosura ofrecía a la vista sus numerosos encantos, cómo el suave tejido acariciaba sus caderas y muslos, con un único volante coqueteando por sus tobillos, era punzantemente presente el cuerpo que el vestido ocultaba. El cuerpo lujurioso que había disfrutado durante toda la noche.

Al fijarse en los negros rizos recogidos de cualquier manera encima de la cabeza, caídos desordenadamente sobre las orejas y la nuca, al fijarse en lo grandes y vividos que eran sus ojos, en lo perfecto de sus pestañas, al fijarse de nuevo en la exuberancia de sus labios, se preguntó qué habría hecho, o dicho, cómo habría reaccionado de haberla visto así antes de casarse con ella. Tuvo que poner en tela de juicio su cordura por haberse casado con ella.

Y supo que no lo cambiaría por nada del mundo.

– Me preguntaba dónde estaríais. -Caminó hacia ella, y se detuvo a un paso de distancia.

Ella volvió a mirar al paisaje perfilado de árboles.

– He subido aquí buscando las vistas y el aire fresco. -Al cabo de un instante, añadió-: Parecía un buen sitio para pensar.

Él no estaba muy seguro de querer que pensara, ni de que le fuera a gustar lo que estaba pensando.

– Las tierras del condado se extienden más allá al este y al oeste, supongo.

– Sí. Por el norte, el límite es la escarpadura.

– ¿Y la heredad Gatting se encuentra al este?

– Sureste. -Esperó un poco antes de añadir-: Os llevaré alguna vez a verla, si lo deseáis.

Ella inclinó la cabeza; luego señaló a donde un resplandor de plata marcaba el curso del río.

– El puente que se llevó el agua, ¿estaba por allí?

– Un poco más lejos, río arriba.

– ¿Quedó destrozado?

– La mayor parte ha desaparecido. El único arco que queda en pie está muy debilitado. Hay que reconstruirlo completamente, pero entretanto hemos improvisado un sistema de poleas para hacer llegar lo imprescindible a las granjas del otro lado. Debería ir a inspeccionar el avance de las obras… Tal vez más tarde, cuando se hayan ido los demás.

Ella empezó a pasearse tranquilamente, tamborileando con los dedos sobre la piedra. Él la siguió con la misma lentitud mientras daba la vuelta a la torre.

– ¿Cuántos son «los demás»? ¿Quiénes quedan?

– La mayoría son parientes demasiado ancianos para irse inmediatamente después del banquete. Se irán por la tarde. Vuestro tío sigue aquí, por supuesto. Me dijo que pensaba volver a casa por otro camino y que quería salir antes del almuerzo. Diablo y Honoria se fueron anoche; me pidieron que os explicara que, siendo aún tan pequeño su último hijo, sentían que debían darse prisa en volver.

Diablo lo había visto al dejar el salón de baile y había articulado una palabra para que la leyera en sus labios: cobarde. Le había sonreído, no obstante, y luego había interceptado con mucho estilo a un tío de Gyles que estaba a punto de pegarle la hebra, permitiéndole escapar libre de obstáculos.

– Sí; me lo dijo Honoria. -Francesca lanzó una mirada fugaz atrás, sus ojos se encontraron muy brevemente-. Nos ha invitado a visitarles en Somersham.

– Puede que vayamos dentro de unos meses. Desde luego, les veremos en la ciudad.

– ¿Hace mucho que conocéis a Diablo?

– Desde Elton.

Ella seguía paseando, dejando que él estudiara su espalda…, y se preguntara qué estaba pasando exactamente. Por dónde pensaba salirle ella. Que se preguntara por qué ella, que se había mostrado tan directa hasta entonces, estaba siendo tan esquiva. Ella salió de la sombra de la torre y pasó al parapeto.

– De acuerdo: me rindo. ¿Qué demonios estáis pensando?

Ella le dirigió una mirada de reojo.

– ¿A propósito de qué?

– Nuestro matrimonio. -Gyles se detuvo. Finalmente, ella también, aunque mirando hacia otro lado todavía, a dos pasos de él-. Soy consciente de que, con anterioridad al día de ayer, vuestras expectativas no coincidían con las mías.

Ella volvió la cabeza y lo miró. Tenía los ojos bien abiertos, pero su mirada fue demasiado breve para que pudiera interpretar su expresión. Volviéndose de nuevo hacia el paisaje, escrutó los remates del patio delantero que se hallaba a sus pies.

– Eso era antes de casarnos. -Él percibió claramente el tono sensual de su voz, pero transmitía tan poco como sus palabras-. Acabaríamos antes, creo, si dejáramos el pasado atrás y consideráramos más bien lo que cada uno desea ahora de nuestro matrimonio.

Él estaba más que dispuesto a dejar el pasado atrás.

– ¿Lo que deseamos ahora?

– Sí. Así que… ¿que deseáis de mí en tanto que vuestra esposa?

Echó a pasear de nuevo. Él dudó, viendo contonearse sus caderas, y volvió a caminar en pos de ella. Su pregunta era razonable y sensata. Su razonamiento era la encarnación de la racionalidad. Las tablas de madera bajo sus pies se notaban firmes. ¿Por qué, entonces, sentía que estaba pisando terreno peligroso?

– Mis requerimientos no han cambiado: necesito que ejerzáis el papel de condesa, para lo que estáis a todas luces muy capacitada. Necesito que me deis herederos, dos concretamente, para que no quede posibilidad de que la herencia recaiga en Osbert. Aparte de esto, seréis libre de vivir vuestra vida como os plazca.

Ella no dijo nada en un rato, mientras seguía caminando lentamente delante de él; luego repitió suavemente:

– Como me plazca.

Él deseó poder verle la cara, los ojos. Podía deducir muy poco de su voz, aparte de que no sonaba tan fuerte como de costumbre.

– Decidme, milord. -Se detuvo junto al parapeto y miró hacia abajo. Él se paró a unos pies de distancia, observándola-. ¿Estáis diciendo que, una vez os haya dado vuestros herederos, no será necesario que os sea fiel?

La idea lo conmocionó. Le llevó algún tiempo formular una respuesta, una que pudiera forzarse a pronunciar.

– No os estoy animando a ser infiel, pero si, después de brindarme los herederos que necesito, deseáis establecer relaciones de ese tipo, será exclusivamente cosa vuestra.

– Siempre que sea discreta.

Creyó ver que sus labios esbozaban una sonrisa sardónica cuando volvió a mirar al frente y echó a andar de nuevo.

– Esperaría de mi condesa que fuera discreta en toda circunstancia.

– ¿Y vos? ¿Seréis siempre discreto cuando persigáis esas relaciones que supongo queréis permanecer libre de perseguir? Siempre había murmullos, rumores.

– Pongo todo el cuidado de que soy capaz en ser siempre discreto.

– Pero yo…, vos esperáis que yo consiga siempre ser discreta. -Antes de que él pudiera responder, continuó-. Decidme, milord: ¿cuándo empezaría esta discreción recíproca?

Él frunció el ceño.

– Una vez que me hayáis dado los herederos que requiero…

– No creo que ésa sea una opción viable. ¿Quién sabe a cuántas chicas podéis dejar encinta? Es posible que yo nunca llegue a tener ocasión de ejercitar mi discreción, aunque estoy bastante segura de que vos no dejaréis de ejercitar la vuestra.

No tenía ganas de discutir ese punto, y estaba realmente hartándose de hablarle a su espalda.

– No creo que eso sea justo. Lo que yo propongo es que los dos acordemos permanecemos fieles hasta el momento en que nos conste que estoy embarazada de vos. Desde esa fecha convenida, seguiremos cada uno su camino, hasta que yo dé a luz. Entonces, de nuevo, volvemos a guardarnos fidelidad, y así sucesivamente, hasta que tengáis a vuestros herederos. Una vez alcanzado ese objetivo, ambos quedaremos libres para establecer en adelante cuanta relación o contacto discreto nos plazca.

Él se detuvo en seco.

No se había dado cuenta de lo cerca de la superficie que estaba el salvaje. De repente, se alegraba mucho de que ella estuviera mirando en dirección contraria. Con los puños cerrados a ambos lados, luchó por contener su reacción. Le llevó al menos un minuto sofocar la furia que le había provocado, el impulso instintivo de gritar «¡no!».

Pasaron treinta segundos más antes de que fuera capaz de decir:

– Si eso es lo que deseáis…

Ella notó el cambio, la corriente de violencia que subyacía en su voz. Se detuvo, se irguió; alzó la cabeza. Entonces habló, en un tono en que él no la había oído hablar antes.

– Tengo mis propios deseos, necesidades y exigencias, que vos habéis decidido no satisfacer en el seno de nuestro matrimonio. Sólo trato de asegurarme de que, mientras cumpla con vuestras exigencias, seré libre de perseguir mis propios objetivos. -Bruscamente, se dio la vuelta para darle la cara, erguida la cabeza, con una expresión que rebelaba una determinación tan terca como la suya-. Eso es lo que exijo yo de nuestro matrimonio. Y no creo que sea algo que me podáis negar.

Tenía los ojos brillantes, pero velados. La distancia que los separaba había aumentado a unos cuantos pasos; él se alegró de que así fuera. Le estaba haciendo falta todo el autocontrol de que era capaz para quedarse quieto, para resistirse a agarrarla, para resistirse a…

Cuando estuvo seguro de poderse arriesgar a moverse, asintió con la cabeza.

– Muy bien, señora. Tenemos un acuerdo.

Si su tono cortante la había molestado, no lo manifestó en absoluto. Fríamente, Francesca correspondió con otra inclinación de cabeza; luego se dio media vuelta y continuó caminando con aire despreocupado hacia la puerta de la segunda torre.

– Supongo que pronto servirán el desayuno.

Él hubo de tomar una inspiración profunda antes de poder decir:

– Si lo deseáis, podéis permanecer en nuestros aposentos. -Echó a andar detrás de ella-. Nadie esperará vernos esta mañana, o incluso en todo el día.

Francesca abrió la puerta y se giró hacia Gyles mientras se aproximaba. Sus ojos se encontraron con los de él y luego pasaron de largo. Con una ceja arqueada, su expresión reflejaba tranquila reflexión. Entonces sacudió la cabeza, se dio la vuelta y entró en la torre.

– No creo que esconderse sea buena idea. Pienso que es mejor que empiece tal y como pienso seguir.

Aguantando la puerta, Gyles la observó cruzar la habitación de la torre y empezar a bajar las escaleras. Ni una vez volvió la vista atrás. Gyles cruzó el umbral, cerró la puerta y la siguió escalera abajo.

Francesca había accedido a ser todo lo que él esperaba de una esposa. Al cabo de una hora, se le había notificado que podría cumplir con su parte del trato holgadamente, y que lo haría.

Por qué aquello la había puesto de mal humor era lo que no entendía. Tal vez porque significaba que, una vez que hubiera quedado embarazada, asumir los condicionantes derivados del hecho de ser su condesa no iba, evidentemente, a ser para ella un reto tan difícil como para distraerla de la tarea de perseguir sus propios, y hasta ahora no declarados, objetivos.

No es que le hiciera falta oírselos declarar: podía imaginar cuáles eran.

Luego, sentado a la cabecera de la mesa del desayuno, con una taza de café en la mano, mientras hacía como que escuchaba las batallitas de la guerra de su tío abuelo Mortimer, Gyles se maldecía para sus adentros por no haber acordado nada. Al otro extremo de la mesa, separada de él por dieciséis ancianos y muy atentos parientes, su esposa dispensaba serenamente calma y cortés orden entre taza y taza de té.

Francesca podía sentir su mirada clavada en ella, podía sentir su descontento con el acuerdo que habían alcanzado. No era el acuerdo que ella hubiera deseado, pero era un acuerdo que aceptaría. No estaba segura de que él fuera a aceptar su propuesta, su plan alternativo, pero ahora que lo había hecho, los dos sabían el terreno que pisaban, y se trataba ya sólo de seguir viviendo.

Y de conseguir resignarse a su segunda opción.

– Bueno, querida mía… ¿O debería decir «milady»?

Francesca alzó la vista y vio a Charles sonriéndole mientras sacaba la silla vecina a la suya. La prima lejana que la había estado ocupando acababa de irse a supervisar la preparación de su equipaje.

– Tío. -Impulsivamente, se puso en pie y besó a Charles en la mejilla.

Él, radiante, le dio unas palmaditas en la mano.

– Así, ¿qué? ¿Todo bien?

– Por supuesto. -Con una breve sonrisa, Francesca se sentó. Mientras Charles tomaba asiento, echó un vistazo a su alrededor-. ¿Va a bajar Ester?

– Enseguida. -Charles desplegó la servilleta que le había traído un lacayo-. Franni sigue durmiendo.

– ¿Durmiendo? -Franni solía levantarse con el alba. -Ayer tuvimos que darle algo para que se calmara, lo necesitaba.

A Franni le daban láudano a veces, cuando se alteraba mucho. Francesca mordisqueó su tostada mientras Charles hacía su selección de las fuentes que los lacayos le presentaban.

– ¿Se despertará pronto, Franni? -preguntó al retirarse el último lacayo.

– Eso espero.

– Me gustaría hablar con ella antes de que os vayáis.

Charles sonrió.

– Por supuesto. Estoy seguro de que no querrá irse sin decirte adiós, al menos.

No era en el adiós en lo que pensaba Francesca, pero la distrajo lord Walpole: Horace, como había insistido él en que le llamara. Se paró junto a ella y le dio unas palmaditas en el hombro.

– Mi querida Francesca, estás radiante. Nada como el matrimonio para poner brillo en los ojos de una joven, es lo que digo siempre.

– Siéntate, Horace, y deja de intentar sacarle los colores a la muchacha. -Poniéndose a su lado, Henni le dio con el dedo en las costillas y lo empujó para que se corriera un poco. Sonrió a Francesca-. No le hagas ni caso. Los viejos depravados son los peores.

Francesca correspondió a su sonrisa. Al girarse, descubrió que se había perdido la entrada de Ester. Mientras se acomodaba en una silla dos sitios más allá de Charles, Ester advirtió que la miraba y le sonrió.

– ¿Franni? -silabeó Francesca con los labios.

– Durmiendo aún -respondió Ester de igual forma.

Francesca sirvió a Ester una taza de té, y luego se volvió hacia el anciano primo sentado a su otro lado. Sus deberes de anfitriona la tuvieron ocupada un rato, hasta que Charles le tiró de una manga.

– Querida, pensamos irnos dentro de dos horas; antes del almuerzo. Espero que sepas que tengo toda la confianza del mundo en tu capacidad, y en tu matrimonio, si no no me retiraría de esta manera. Pero ya veo que estás en buenas manos. -Su sonriente inclinación de cabeza aludía no sólo a Chillingworth, sino también a lady Elizabeth y Henni-. Siento que puedo dejarte con la conciencia tranquila.

– Oh, desde luego. -Francesca le apretó la mano-. Estoy contenta.

– Bien. -Charles cerró la mano en torno a la suya-. Hemos decidido continuar viaje a Bath. Es posible que las aguas le vayan bien a Franni. Dado que estamos ya en la carretera, como quien dice, hemos pensado en llevarla allí.

– Me pareció que disfrutaba del viaje en coche.

– Más de lo que yo esperaba. Es una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar, pero quiero salir con buen pie, así que nos despediremos pronto.

Francesca correspondió a la presión de sus dedos.

– Estaré allí para deciros adiós mientras salís.

– Como condesa de Chillingworth. -Soltándole finalmente la mano, Charles se levantó. Francesca sonrió brevemente; su sonrisa se marchitó al mirar a la figura sentada al otro extremo de la mesa. -Desde luego.

Las palabras de Charles resultaron proféticas: «adiós» fue todo lo que Franni fue capaz de decir. De mascullar. Mientras la ayudaban a bajar por la gran escalera, Ester a un lado y Charles a otro, Franni estaba todavía tan drogada que no acertó a centrarse en otra cosa delante de Francesca.

Cualquier esperanza que tuviera Francesca de averiguar qué había sido lo que había trastornado a Franni estaba condenada.

Se vio obligada a sonreír, intercambiar abrazos y buenos deseos, y dejar a un lado su preocupación por lo que Franni pudiera haber imaginado. Chillingworth estaba allí, dándole la mano a Charles, mostrándose encantador con Ester…, y haciendo una reverencia muy correcta y adecuada sobre la mano de Franni.

Franni le sonrió aturdida; no dio signos de que viera en él otra cosa que no fuera un apuesto caballero que era ahora el marido de Francesca.

Mientras estaban aún en el porche despidiendo a los viajeros con la mano, Francesca intercambió una mirada con Gyles. El cochero dio la orden a los caballos; el carruaje dio una sacudida y luego salió rodando. Agitaron la mano flanqueados por lady Elizabeth y Henni. Ester les decía adiós de la misma manera. Otra manita blanca salió por la otra ventanilla agitándose también, lánguidamente.

– Sobreexcitada, eso es todo.

Francesca oyó el murmullo de Gyles.

– Eso parece.

El resto de la compañía se reunió para el almuerzo, una comida ligera, concebida para digestiones seniles a punto de emprender un viaje. Lady Elizabeth y Francesca se habían puesto juntas a prepararlo y habían dado con una selección de platos que, a juzgar por la avidez con que fueron acogidos, estuvieron a la altura de las expectativas.

Las primeras horas de la tarde las pasaron entre partidas, un flujo constante de viejas damas bien vestidas y caballeros parlanchines que pasaban por el salón recibidor, evitando montañas de equipaje y lacayos que combatían con baúles y sombrereras.

A las cuatro se fue el último carruaje, retumbando. Quedaron cinco personas de pie en el porche cuando el coche tomó la curva del camino y desapareció de la vista. Cinco pares de hombros se relajaron pesadamente.

Gyles fue el primero en enderezarse y romper la formación.

– Tengo que coger el caballo y acercarme al puente para ver cómo van los trabajos. -hizo el comentario para todos, pero su mirada se cruzó con la de Francesca; corrió a buscarla.

Ella asintió.

– Por supuesto. -Dudó antes de añadir-: Os veremos en la cena.

Con una inclinación de cabeza, bajó las escaleras y echó a andar hacia las cuadras.

Horace se dirigió al interior de la casa.

– Voy a la biblioteca a echar una siesta.

– Te despertaré para la cena -replicó Henni secamente.

Francesca sonrió, al igual que lady Elizabeth. Siguieron a los otros hacia el recibidor.

– Creo que nos merecemos una relajante taza de té. -Lady Elizabeth arqueó una ceja mirando a Francesca.

Ella estuvo a punto de dirigirla hacia el salón, pero se contuvo.

– ¿El salón trasero?

Lady Elizabeth sonrió.

– Sí, querida.

Francesca echó un vistazo a su alrededor.

– ¿Wallace?

– ¿Señora? -El atildado hombrecillo emergió de las sombras.

– Té, por favor. En el salón trasero.

– De inmediato, señora.

– Y comprueben que lord Walpole no necesita nada.

– Desde luego, señora.

Francesca, en compañía de lady Elizabeth y Henni, se encaminó al salón trasero, la habitación que utilizaba la familia cuando no tenían visitas. Aunque elegante, como lo eran todas las habitaciones que Francesca había visto hasta el momento, el salón trasero estaba decorado pensando más en la comodidad que en el estilo. Algunas de las piezas eran muy viejas, trabajo de carpintería bellamente pulido hasta darle un tono lustroso, cojines que mostraban las dentelladas del tiempo.

Con sendos suspiros idénticos, lady Elizabeth y Henni se desplomaron en las que eran a todas luces las butacas que solían ocupar; a lady Elizabeth entonces se le agrandaron los ojos. Hizo ademán de levantarse.

– Querida mía, debería haberte preguntado…

– ¡No, no! -Indicándole que volviera a sentarse, Francesca cruzó hasta un, diván-. Esto es más mi estilo. -Se sentó elevando las piernas y se relajó contra los hinchados almohadones.

– Muy adecuado -dijo Henni con una sonrisa-. ¿Qué sentido tiene no darse una todo el descanso que pueda?

Francesca se ruborizó.

Wallace trajo la bandeja con el té y la depositó en una mesita cerca de Francesca. Ella lo sirvió, y Wallace repartía las tazas; luego con una sonrisa y unas palabras corteses le indicó que podía irse. Él hizo una suave inclinación y se marchó.

– Hmm. -Henni miraba la puerta por la que había salido Wallace-. Es muy reservado, pero creo que le gustas.

Francesca no dijo nada, consciente de que ganarse la aprobación y por tanto el apoyo de su numeroso personal sería esencial para mantener la casa en perfecto funcionamiento. Lady Elizabeth puso su taza a un lado.

– No creo que vayas a encontrar dificultades. Wallace será el que te cueste más ganarte, pero si te hubiera cogido aversión, habríamos reconocido ya los síntomas. Los demás son muy dóciles, y Dios sabe que tú sabrás manejarte con Ferdinando mucho mejor que yo.

– ¿Ferdinando?

– El chef de Gyles. Viaja entre Londres y Lambourn, dondequiera que Gyles esté residiendo. Ferdinando es italiano, y en ocasiones cambia a su lengua natal. -Lady Elizabeth meneó la cabeza-. Yo rara vez puedo seguirle el ritmo. Le dejo desbarrar sin más, hasta que se agota y retomo el asunto en inglés en el punto en que me haya quedado. Hablando el italiano como lo hablas, podrás tratar con él directamente.

Francesca se recostó.

– ¿De quién más debo saber algo?

– Todos los demás son de aquí. Conociste a la señora Cantle brevemente ayer.

Francesca asintió, recordando a la muy correcta gobernanta vestida de negro.

Te acompañaré a dar una vuelta por la casa y te presentaré al resto mañana por la mañana. Hoy todos tenemos que sentarnos y recuperar el aliento, pero mañana todo el mundo estará deseando conocerte, y puesto que nos iremos un poco más tarde, será mejor que reservemos la mañana para el grand tour.

– ¿Os iréis? -Francesca las miró sorprendida, primero a lady Elizabeth, luego a Henni; las dos asintieron-. Si Gyles os ha pedido…

– ¡No, no! -le aseguró lady Elizabeth-. Esto es únicamente idea mía, querida. A Gyles ni se le pasaría por la cabeza decirme cuándo tengo que marcharme.

Henni resopló.

– Habría que verlo intentarlo. Pero sólo nos vamos a la casa de la condesa viuda… Está al otro lado del parque.

– Podéis visitarnos tranquilamente… Venid siempre que queráis. -Lady Elizabeth gesticuló con las manos-. Nosotras estaremos allí, nos guste o no.

– Lo que quiere decir -dijo Henni- es que estaremos más que encantadas de enterarnos de las novedades, siempre que haya algo que quisieras compartir.

Francesca sonrió ante los esperanzados rostros de las dos mujeres.

– Las visitaré con frecuencia.

– Bien. -Lady Elizabeth se reclinó en la butaca. Henni dio un sorbo a su té.

Francesca se relajó sobre los almohadones del diván, conmovida, un tanto aliviada. Apenas consolada.

Se había sentido un poco traicionada. Por Chillingworth, aunque eso no podía justificarlo, al menos no con palabras; desde un principio, había dejado clara su posición, y, pese a todas sus esperanzas, no había cambiado de postura. Ni en lo más mínimo. Más traicionada se había sentido por lady Elizabeth. La condesa viuda se había mostrado tan amable, tan… afín. Le había escrito con tanto afecto, tan de corazón y con tales expresiones de bienvenida, que Francesca había, al principio inconscientemente, luego más bien demasiado conscientemente, empezado a tejer sueños.

Dejando caer la cabeza sobre los cojines, permitió que su mente volviera a eso, a su sueño, al más capital de sus sueños, el sueño que ahora ya no se cumpliría, por primera vez desde que bajara de la torre.

Al cabo de un rato, por el rabillo del ojo vio moverse a lady Elizabeth, vio a la viuda intercambiar con Henni una mirada inquisitiva y de preocupación. Francesca levantó la cabeza y vio sus nudillos blancos en torno al asa de su taza. Se había relajado, y se le había caído la máscara. Aflojó los dedos.

Lady Elizabeth se aclaró la garganta.

– Querida mía -su voz era muy afectuosa-, pareces algo… delicada. ¿Va todo bien?

Conjurando una sonrisa educada, Francesca miró fugazmente a los intranquilos ojos de ambas.

– Sólo estoy un poco cansada. -No era así, estaba decepcionada. La conciencia de ese hecho le picaba. Si quería entender a su marido…, y ni lady Elizabeth ni Henni merecían sus evasivas. Apretando los labios, las miró-. Os ruego que me disculpéis, pero siento que os lo he de preguntar: ¿sabíais que Gyles deseaba, y desea todavía, un matrimonio de conveniencia?

Henni se atragantó, y luego resopló.

A lady Elizabeth se le pusieron los ojos redondos, y luego más redondos todavía.

– ¿Qué? -preguntó, alzando el tono de voz. Luego se recompuso y, en un tono más propio de una condesa viuda, sentenció: – Eso es una solemne tontería. ¿A quién le habéis oído eso?

– A él.

Henni le hizo una seña con la mano a su cuñada para llamar su atención.

– Horace mencionó algo acerca de eso anoche -dijo, casi sin aliento-. Que si Gyles se iba a organizar un matrimonio de conveniencia y que al final nada de eso.

– ¡Pero eso es ridículo! ¡Un matrimonio de conveniencia, estaría bonito! -Dos manchas de color afloraron en las mejillas de lady Elizabeth. A Francesca no le cupo duda de que, si su errante hijo hubiera entrado en ese momento, le hubieran leído la cartilla con severidad. Entonces lady Elizabeth miró a Henni.

– ¿Pero has dicho que al final no había nada de eso?

– Horace dijo que nada de eso. Es bastante fácil adivinar por qué lo pensaría. Pero en cuanto a lo que piense Gyles, sospecho que Francesca lo sabrá mejor que Horace.

– Lo hemos discutido esta mañana -dijo Francesca-. Se mantiene firme en que así ha de ser.

Lady Elizabeth le hizo un gesto imperioso con la mano.

– Cuéntamelo. Si he criado un hijo tan ignorante como para tirar por ese camino, merezco enterarme.

Ateniéndose fielmente a sus palabras, Francesca repitió las especificaciones de Gyles respecto a su matrimonio. Omitió cualquier mención a su error: eso quedaba estrictamente entre ellos dos. Lady Elizabeth y Henni estuvieron pendientes de cada palabra. Cuando Francesca concluyó su recitado, ellas se miraron, con los ojos brillantes y los labios fruncidos, y luego, para asombro suyo, las dos prorrumpieron en carcajadas.

Ella se las quedó mirando, perpleja.

– Te ruego que nos excuses, querida mía -acertó a articular lady Elizabeth-. Puedes estar segura de que no nos reímos de ti.

– Ni de tu situación -añadió Henni, enjugándose los ojos.

– No, ciertamente. -No sin esfuerzo, lady Elizabeth recuperó la compostura-. Es sólo que… Bueno, querida, de la forma que te mira…

– Que te vigila -corrigió Henni.

– Exacto. Da igual lo que diga o lo que piense… -Lady Elizabeth gesticuló, mirando a Francesca con expresión esperanzada, y luego hizo una mueca-. ¡Demonio de chico! ¿Cómo puede ser tan arrogante y tan estúpido?

– Es varón. -Henni se acabó el té.

– Cierto. -Lady Elizabeth suspiró-. Son todos iguales, me temo. Se les embota el cerebro directamente cuando descubren que han de vérselas con una verdadera mujer.

Francesca frunció el ceño.

– ¿Estáis diciendo que, pese a sus intenciones declaradas, puede que no esté…?

– Lo que decimos es que no hay razón para suponer que él sea distinto. Es terco como una mula, eso os lo garantizo, pero al final verá la luz. Les pasa a todos, ¿sabéis? No hay motivos para perder la esperanza.

– Puede que pierdas algo de sueño. -Henni le sonreía-. Pero considéralo una inversión. Ojo -añadió poniendo su taza a un lado-, yo no intentaría discutirlo con él. Con eso no conseguirás más que irritarlo, y conociendo a Gyles, se volvería aún más intratable.

Lady Elizabeth asintió con la cabeza.

– Déjalo a él solo, y acabará entrando en razón. Ya verás.

Desconcertada, Francesca se quedó pensando; en ellas y en sus palabras. Sin duda conocían a su marido mejor que ella, pero el repentino brote de esperanza surgido de lo que estaba obligada, por puro contraste, a reconocer como desesperación, la había dejado inquieta. Y sí se equivocaban, ¿qué?

Se hundió más en los cojines del diván,

– Habladme de él: de su infancia, de cómo era.

– Nació y se crió aquí -se apresuró a contestar lady Elizabeth-. Era un muchacho alegre…, no se pasaba de bueno ni de listo, pero era un chico simpático y cariñoso. -A juzgar por su tono, la condesa viuda estaba evocando sus recuerdos; Francesca permaneció en silencio, pendiente de sus palabras-. Fue nuestro único hijo, desgraciadamente, pero estaba siempre dispuesto a hacer las típicas diabluras…

Francesca la oía retratar a un muchacho inocente y despreocupado que ella, desde luego, no había reconocido en el hombre en que se había transformado. Entonces una nube ensombreció el rostro de lady Elizabeth, y titubeó.

– Luego murió Gerald.

– ¿Su padre? -preguntó Francesca con presteza.

Lady Elizabeth asintió, y le dirigió una sonrisa llorosa.

– Lo siento, querida, pero todavía me afecta. -Se sacó un pañuelo de la manga y lo desplegó de una sacudida-. Fue tan inesperado…

– Un accidente a caballo. -Henni retomó el relato, ásperamente-. Gerald tenía una salud de hierro; nadie se podía imaginar que nada pudiera hacerle daño. Había salido a montar con Gyles cuando ocurrió. El caballo de Gerald tuvo un mal tropiezo y Gerald se cayó y se abrió la cabeza contra una roca. No llegó a recuperar la conciencia. Falleció a los cinco días.

La habitación quedó en silencio. Francesca casi podía sentir, a través de la distancia del tiempo, la conmoción que semejante muerte debió de suponer, especialmente en el seno de una familia tan privilegiada. Al cabo de un momento, preguntó:

– ¿Y Gyles?

– El vino a caballo con la noticia. Todavía me acuerdo de su carita, toda blanca… Tenía siete años, por aquel entonces. Entró a la carrera, llorando, pero nos dijo lo que había pasado y dónde… -Lady Elizabeth miró a Henni-. Me quedé tan desconsolada, después…

– Nosotros vinimos de inmediato -dijo Henni-. Entonces no vivíamos aquí, aunque aquí vivimos desde entonces. Yo pasaba con Elizabeth la mayor parte del tiempo… Fue un golpe tremendo para todos nosotros. Gerald era tan fuerte… Pero, bueno, le tocó a Horace tomar a Gyles bajo su protección, y eso hizo.

– Gyles estaba destrozado -prosiguió lady Elizabeth-. Adoraba a Gerald…, estaban muy unidos. Gyles era el hijo único y heredero de Gerald, pero además de eso, compartían muchas aficiones: montar, disparar, esa clase de cosas.

– Recuerdo -dijo Henni- cuando llegamos, con los caballos sudando… Gyles salió a recibirnos. Estaba tan conmocionado y, sin embargo, dominándose…, tan obviamente hecho trizas y temblando por dentro. Horace se quedó con él.

Lady Elizabeth suspiró.

– Fue una época terrible, pero Gyles no dio nunca problemas. De hecho, estaba siempre muy callado, por lo que yo recuerdo.

– ¿Sabéis? -dijo Henni, absorta en el pasado-, creo que nunca he visto llorar a Gyles, ni siquiera en el funeral.

– No lo hizo -dijo Elizabeth-. Se lo comenté a Horace después del funeral, y él dijo que Gyles se había portado muy bien, guardando la compostura y las formas. Justo lo que le correspondía hacer ahora que era Chillingworth, el cabeza de familia. -Se sorbió la nariz-. Yo hubiera preferido con mucho que llorara, tenía siete años, al fin y al cabo, pero ya sabéis cómo son los hombres.

– Gyles se volvió bastante silencioso a partir de aquello, pero luego le llegó el momento de ir a Eton. Eso pareció sacarle de su caparazón.

– Desde luego. -Lady Elizabeth se sacudió la falda-. Fue a caer con Diablo Cynster y esa carnada, y desde entonces la cosa ha sido más o menos según lo acostumbrado: irse a Oxford, luego a la ciudad…

– Y luego todo lo demás. -Henni hizo gestos de dejar el tema-. Pero no hace falta que le des vueltas a esas cosas. Todos los varones Rawlings han sido notablemente fieles, al margen de cómo se hubieran portado antes de plantarse ante el altar.

– Muy cierto -confirmó lady Elizabeth-. Lo que nos devuelve al punto de partida y a esta estupidez de Gyles y su matrimonio de conveniencia. -Pronunció la expresión con altivo desprecio-. Lo cierto, querida mía, es que puede que lo diga, puede incluso que píense que se lo cree, pero es tan absolutamente contrario a su naturaleza que de ninguna manera podrá vivir esa ficción mucho tiempo.

Henni soltó un bufido.

– Yo lo suscribo. Va a ser muy divertido ver cómo trata de forzarse a seguir esa ridícula línea de conducta.

– Sí, pero, desafortunadamente, no lo veremos de primera mano. -Lady Elizabeth se quedó mirando a Francesca con aire pensativo-. Esta información refuerza aún más mi determinación de trasladarnos a la casa de la viuda a la mayor brevedad.

Francesca le devolvió la mirada.

– ¿Porqué?

– Para que la única persona con la que Gyles comparta esta enorme casa, la única compañía que encuentre aquí, seas tú. Necesita pasar tiempo contigo, sin otras distracciones; el que sea necesario para que entre en sus cabales. -Lady Elizabeth se levantó, con una mirada severa en sus ojos grises-. Y cuanto antes lo haga, mejor.

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