– Lo hemos hecho muy bien esta noche, ¿verdad?
Acababan de llegar al edificio donde vivía Hope y se estaban despidiendo en la entrada.
– No te sorprendas tanto -dijo Sam, sonriendo con expresión pensativa-. Lo mejor fue cuando atacaste el pie de Charlene, que me estaba subiendo por la pierna…
– Pero como estabais lejos, creo que también le di un golpe a Ed en la rodilla. Aunque, en cualquier caso, mereció la pena.
– Y la expresión que puso ella cuando se encontró con tu pierna…
Hope recordaba perfectamente el momento y había tenido que ponerse a trabajar en el ordenador a la vuelta para olvidarse de la sensación que tuvo al tocar la pantorrilla de Sam con sus pies.
– Sí, mereció la pena -repitió-. Por otra parte, sus orquídeas eran preciosas.
La risa de Sam fue como chocolate caliente en aquella noche fría.
– Así que gracias por esta interesante noche -se despidió Hope.
Sam agarró la mano de ella y se la apretó cariñosamente.
– Confío en que haya más.
– Poco a poco. De momento, esta noche ha salido bien. Ahora te toca acompañarme a mí.
– Claro, ¿cuándo?
– El miércoles que viene por la noche. Mi jefe y su mujer van a celebrar una gran fiesta.
– ¿Vas a llevar máscara? -al decirlo, torció la boca.
Hope deseó que dejara de hacer ese tipo de cosas. Tenían un efecto muy extraño en ella. Provocaban una sensación turbadora en su interior.
– Por supuesto que no. ¿Por qué…? Ah, lo dices por la mascarilla facial -la presión de la mano de él le hizo sentir calor en todo el brazo. Una sensación que le subió por el hombro hasta el cuello y le bajó luego hacia los senos-. No. La mascarilla solo me la pongo los jueves y domingos.
– Pero…
– No empieces a criticar mi horario.
Tenía que haber un modo de recuperar su mano sin hacer una escena, se dijo. Aunque en realidad el contacto con Sam era muy agradable.
– Así que buenas noches, Sam. Nos vemos el miércoles -al soltarse de él, se sintió aliviada.
Pero enseguida sintió frío.
– Te recogeré en tu casa -afirmó él con expresión indecisa-. Hiciste un gran trabajo hoy. No creo que haya ningún manual de buenas maneras… -la miró a la cara-. No, me imagino que no.
Sam entonces se metió en la limusina y, antes de desaparecer tras el cristal ahumado, dirigió a Hope una sonrisa traviesa.
Hope se volvió hacia el portal y notó cómo le apretaban los zapatos. Era curioso que solo se hubiera dado cuenta de ello en el momento en que Sam se había ido.
– Buenas noches, Rinaldo -saludó al portero, dirigiéndose hacia el ascensor.
Mientras subía, pensó que había sido muy divertido aparentar ser la novia de Sam por una noche. Era un hombre atractivo, inteligente y tenía una meta en la vida. Se había destapado como un conversador brillante durante la cena y la mujer de su jefe no había sido la única que la había mirado con envidia.
De pronto, ya no le parecía tan mal el que fueran a ir juntos a las fiestas de sociedad a las que los invitaran a ambos.
Pero tenía que controlar sus emociones. Cuando sus rodillas se habían chocado, cuando sus hombros se habían rozado, cuando Sam la miraba con su sonrisa maravillosa, ella se había preguntado si podría soportarlo durante mucho tiempo. ¿Qué mujer no se rendiría ante él? Sam era un nombre apuesto y muy viril.
Recordó una vez más cuando le había pasado el brazo por detrás de los hombros y cuando la había acariciado. Incluso en ese momento le parecía sentir su aliento, haciéndole revivir el deseo que había provocado en ella. Un deseo que la había dejado preocupada, sobre todo, en relación a la propuesta de él respecto al sexo. Él no había vuelto a sacar el tema. Quizá se le había olvidado. ¡Ojalá se le olvidara cuanto antes a ella!
En cuanto abrió la puerta de su apartamento, la recibió la imagen de los rascacielos de Nueva York y la hizo sentirse serena y feliz.
No encendió las luces enseguida. Quería prolongar la sensación de quietud y darse tiempo para recordar la velada… y a Sam.
Tiró su maletín sobre el sofá como siempre hacía y se agachó para quitarse los tacones. Entonces oyó el golpe seco del ordenador contra el suelo de madera.
Con mano temblorosa, encendió la luz y dio un grito. ¡Había allí alguien vestido completamente de oscuro!
Un segundo después, se apoyó contra la puerta, resoplando. ¡Gracias a Dios! Era ella a quien estaba viendo reflejada en un espejo que había al lado de la ventana y que aquella mañana no estaba.
El sofá tampoco estaba. O sí estaba, pero en un sitio diferente.
Maybelle había empezado a trabajar. Pero no parecía que se hubiera llevado nada, sino al contrario, había añadido cosas.
Entonces se dio cuenta, muy sorprendida, de que se había olvidado del ordenador. Se quitó los zapatos apresuradamente y corrió a buscar el maletín, con el que se fue al sofá.
Lo encendió y vio que el aparato hacía sus habituales sonidos y encendía sus luces como siempre. Una vez comprobó que tenía almacenado el trabajo que había hecho aquella noche, soltó un suspiro que llevaba conteniendo desde hacía horas. Dio gracias a las estrellas por haber protegido su carísimo ordenador y dio otro suspiro, recostándose en el sofá. Luego miró hacia el salón.
Frunció el ceño. El sofá estaba colocado en diagonal, de cara al pequeño vestíbulo. Eso era absurdo, se dijo. La gente venía al apartamento a ver la vista, no la puerta. Y los otros dos sillones que flanqueaban el sofá también estaban de cara a la entrada.
Menos mal que las dos sillas, las que había comprado en una tienda de antigüedades a precio de oro, donde le habían dicho que no eran para sentarse, sí daban a la ventana.
Enfadada, Hope se levantó del sofá y se fue a sentar en una de las sillas. Luego se sentó en la otra para cerciorarse. Sí, las dos daban a sendos espejos que flanqueaban el enorme ventanal y que no solo la reflejaban a ella, sino la puerta de entrada. Y la de la cocina. Y la del dormitorio.
¿En qué consistiría todo ese fetichismo con las puertas?
Se quedó sentada muy rígida durante un minuto, que era lo que sabía que podía uno estar en aquellas magníficas y antiguas sillas, y luego se puso más cómoda. Se apoyó en sus brazos de madera tallada y colocó la cabeza contra el respaldo tapizado.
Permaneció unos segundos preguntándose por qué el dueño de la tienda de antigüedades le habría aconsejado que no se sentara. Luego fue a su pequeño despacho, donde vio que el contestador estaba parpadeando. Pulsó el botón para ponerlo en marcha.
– ¡Hola, cariño, soy Maybelle!
Pero Maybelle era una persona que no necesitaba identificarse al teléfono. Hope bajó el volumen para oír el mensaje.
– He empezado con buen pie -continuó la voz aguda de la decoradora-. Pero no he pasado del pasillo, porque me llamó la policía…
Hope se puso rígida.
– … para que hiciera unos retoques en el despacho del jefe del departamento.
Hope se relajó. ¿El jefe de policía de Nueva York seguía las directrices del feng shut? Hope confió en que el Daily News no se enterara de ello.
– Te cuento: he comprado los espejos en un taller de unos amigos, así que solo me he gastado cincuenta dólares. No te preocupes, ya lo hablaremos. Espero que no seas una de esas personas que lo primero que hace al entrar en su casa es tirar las cosas al sofá, porque lo he cambiado de sitio. De todas maneras, no es bueno tirar cosas en los muebles. Ya hablaremos de ello.
La alegre mujer hizo una pausa antes de continuar.
– Bueno, ahora descansa. En cuanto termine con el despacho del jefe de policía y un par de clientes más, volveré y te arreglaré el dormitorio y haré que duermas fenomenal. ¿Y podrías decirle al portero que la próxima vez que vaya no me ponga tantos inconvenientes para entrar? Buenas noches, cariño.
Hope se fue al dormitorio, se quitó la ropa y se puso una cómoda bata de franela. Luego miró la disposición del dormitorio. La cama también daba a la ventana. El Manhattan nocturno la miraba igual que en el salón. En esos momentos, la ciudad ya estaba decorada con los adornos típicos de la Navidad que se acercaba.
Cuando iba a meterse en la cama, se detuvo. Aunque estaba muy cansada, pensó que sería muy agradable tener el café preparado al despertarse. Sí, y se lo tomaría en el sofá, leyendo el periódico.
Dejó preparada la cafetera y activó el dispositivo para que se pusiera en marcha por la mañana. Y luego, consciente de que no tenía mucho sueño, decidió hojear una revista en el sofá antes de irse a la cama.
Se colocó una manta de lana en los pies y la almohada en la cabeza.
Le pareció que había pasado un segundo cuando se despertó al oír el golpe del New York Times contra la puerta y el olor del café recién hecho. Se estiró plácidamente y sintió algo raro. Entonces se dio cuenta de que había estado soñando con Sam.
El lunes por la tarde, su ordenador comenzó a darle problemas y Hope, resignada, decidió telefonear para que se lo arreglaran.
– Departamento de Informática, dígame -contestó una voz lacónica.
– Le di un golpe a mi ordenador y me está dando problemas desde entonces.
– ¿Nos lo puede traer?
– ¡Espere!
– ¿Sí?
– No se lo puedo llevar, lo necesito -le estaba entrando un ataque de pánico solo de pensarlo.
– Entonces debería cuidarlo mejor -la señorita dio un suspiro-. Tráiganoslo, guardaremos la información en un disco y le dejaremos otro ordenador mientras le echamos un vistazo al suyo.
– Oh, muy bien. ¡Espere! -gritó dé nuevo.
– ¿Qué?
– ¿No se supone que tienen que venir ustedes para revisar los ordenadores y…?
– ¿Cuándo lo necesita?
– Cuanto antes.
– Entonces es mejor que nos lo traiga usted.
Ella nunca aceptaría un trato así de ninguno de sus compañeros, pero cuando se trataba del departamento de Informática, compuesto por un grupo de cretinos de pelo verde y pantalones ceñidos, todo era diferente. Eran unos genios.
Así que, con el ceño fruncido, Hope se puso los zapatos de tacón, se alisó la falda negra y la blusa y recogió su portátil. Cuando llegó a Recepción, vio que los administrativos parecían muy ocupados. De acuerdo, lo llevaría ella misma.
– ¿Este es el que me prestan? -dijo con incredulidad, mirando el viejo ordenador.
El maletín que acababan de dejar en el mostrador para ella estaba cubierto de pelo de gato.
– Sí -le contestó Slidell-. Está bien. No se lo dejamos a cualquiera. Aunque su ordenador parece que lo han tirado al suelo -añadió, mirándola acusadoramente.
– Fue un trágico accidente, por circunstancias que yo no…
Hope se calló prudentemente.
– Pesa dos veces más que el mío -añadió a continuación, sin embargo-. Y es una generación más vieja.
– El señor Quayle no se quejó cuando lo utilizó.
– ¿Benton Quayle usó este ordenador?
– Así es. Hasta que arreglamos el suyo.
– ¿Lo tenía en este maletín?
Hope señaló los pelos rojizos pegados a la funda.
– No, es que la gata tuvo sus cachorros en el maletín.
– ¿Tenían una gata aquí? -preguntó asombrada.
– ¿Lo pregunta por algo en especial?
– Bueno, me gustaría verla. Estaba pensando en comprarme un gato y si ha tenido gatitos…
– Los cachorros han sido asignados a casas donde sabemos que van a cuidarlos bien. A las personas que tratan los ordenadores como usted no se les pueden confiar animales.
Humillada, Hope volvió a su despacho, preparada para la tarea de copiar los archivos del disco al ordenador que le habían dejado.
Recordó las palabras de su profesor del Master de Administrativo: «convierte cada reto en una oportunidad».
No pasaba un día que no se sintiera agradecida hacia su profesor Kavesh. Aquellas palabras, sin ir más lejos, le habían dado un empujoncito más de una vez y la habían ayudado a llegar donde estaba.
Así que, en ese momento, en vez de quejarse por su ordenador estropeado, lo que hizo fue repasar sus archivos y eliminar los que ya no le servían.
El primer directorio que abrió fue uno llamado Magnolia Heights, que consistía en el trabajo que hizo para que Palmer consiguiera la contrata de las cañerías del proyecto Magnolia Heights.
Magnolia Heights era un proyecto de una constructora para hacer viviendas en el Bronx. Palmer había examinado la situación y había llegado a la conclusión de que, aunque no había mucho dinero de por medio, les serviría para aumentar su fama y su clientela.
Hope estaba orgullosa de haber contribuido a la operación en cuestión. Las cañerías que había puesto eran de plástico de muy buena calidad, prácticamente indestructible. Un material que había costado a Palmer muchos años de investigación.
En teoría, las viviendas de Magnolia Heights no iban a tener ningún problema durante muchos años, pero en realidad hubo problemas con las cañerías desde que el primer propietario abrió el grifo.
El siguiente archivo estaba relacionado con la empresa donde trabajaba Sam: Brinkley Meyers. Era un resumen del caso contra Palmer.
Hope empezó a leerlo y creyó que iba a desmayarse. Los propietarios de las viviendas habían hecho una protesta contra el ayuntamiento de Nueva York. A ello siguió una denuncia contra la empresa que había construido los edificios, a la que siguió una contra la empresa contratista de las cañerías, que enseguida denunció a Palmer, que, por supuesto, denunció a todo el mundo.
Cuatro empresas implicadas, millones de dólares en juego y todo por unas cuantas manchas en los techos de ciertas viviendas.
Hope dio un suspiro. Podía haber sido mucho peor. Le daban pena las personas que se habían ido a vivir a las viviendas del proyecto Magnolia con grandes expectativas que no se habían visto cumplidas. Desearía saber si podría haber hecho algo diferente, pero…
Se contuvo para no mirar el inventario del material en sí. Esa cañería era indestructible. Nada podía haber salido mal.
En ese momento, el ordenador le indicó que acababa de recibir un e-mail. Eso quería decir que Slidell, al menos, la había conectado con el mundo exterior. Sus ojos se abrieron de par en par cuando leyó:
Reúnete conmigo a las seis donde siempre. Es urgente.
Iba dirigido a Benton y procedía de Cwal@BrinkleyMeyers.com.
¿Correspondería Cwal a Cap Waldstrum?
Instintivamente, miró a su alrededor antes de abrir el mensaje. Sabía que no podía permitir que Benton lo supiera. Un segundo después, se dio cuenta de que al abrirlo, Benton no lo leería jamás.
Era vergonzoso, pero prefería que Benton no leyera el mensaje a admitir que ella lo había abierto. La próxima vez pondría más atención, se dijo, y no abriría ningún mensaje que no fuera suyo.
En ese momento, la gente del departamento de Informática se había ido a su casa, así que tendría que enmendar el error al día siguiente. Aunque, ¿cómo iba a decirle a Slidell que le había dado acceso al correo de Benton? Porque al hacerlo, sería como admitir que había leído el mensaje.
No sabría decir qué la distrajo de repente, ni qué la hizo mirar por la ventana a la tarde ya oscura de diciembre, ni qué fue lo que le hizo desear irse de repente a su casa.
Todo lo que tenía que hacer, podía hacerlo allí. Podía recoger su portátil, los disquetes y el material con el que tenía que trabajar para la presentación del viernes, y ponerse a trabajar cómodamente en el despacho de su apartamento. O mejor aún, en el sofá.
Incluso podía… No, eso sería demasiado complicado. O quizá no. Podía pasarse por Zabars a comprar algo de cena. Eso sería mejor que las bandejas de aluminio de comida preparada que tenía en el congelador. Incluso podía abrir una botella de vino y tomarse una copa.
Y todavía sería mejor que alguien la llamara para decirle que cenaran juntos. Y si ese «alguien» fuera Sam, sería ya inmejorable.
Ya estaba soñando de nuevo. Seguramente, lo que le pasaba era que en algunos momentos se sentía… sola.
Pero en cualquier caso, se iría a casa dos horas antes de lo que normalmente se iba un lunes. Y sin ningún motivo especial. Sin duda, era algo que debería comentarles a Faith y Charity.