Nash llegó hasta el final del jardín de Stacey. Pero estaba temblando de tal manera, que no podía escalar el muro, así que se vio obligado a enfrentarse a sus sentimientos. No tenía ninguna duda de cuáles eran.
Estaba celoso. Y, de no haberse salido cuando lo hizo, habría acabado dándole un puñetazo al tipo de la camisa almidonada en el momento que le había tocado el codo.
Luego, le habría dicho que no necesitaba peluquerías, ni maquillajes ni trajes de seda para estar hermosa.
Estaba maravillosa con el pelo sujeto atrás en con una goma de Rosie, con una camiseta corta y unos pantalones anchos, y las uñas llenas de pintura azul.
Pero seguro que no quería saber nada de eso.
Teniendo en cuenta el claro esfuerzo que había hecho con su apariencia, estaba claro que estaba haciendo el gran número para el hombre de la camisa almidonada.
¿Y por qué no? Después de todo, estaba claro que tenía dinero.
El dinero era un fuerte incentivo. Su padre seguro que se había casado con su madre por dinero, pues había muy poco amor en su relación.
Pero él había pensado que Stacey quería algo más. Claro que el tipo de la camisa almidonada podría darle a Rosie y a Clover un montón de cosas caras, pero eso no podía sustituir al amor. Él era un experto en el tema.
Evidentemente, aquella recepción no era tan simple como ella le había dicho. Iba a haber muchos peces gordos.
Dio un puñetazo a la pared y ni siquiera notó el dolor, pues el de su corazón era el único con el que podía enfrentarse su cabeza.
Se había pasado toda la vida tratando de evitar aquello. Pero dicen que uno nunca oye la flecha cuando se va aproximando.
La verdad era que eso no era cierto. Había sabido que la herida era mortal desde el momento en que la había mirado por primera vez. Desde entonces, no había estado más que tratando de engañarse, diciéndose que podía manejar la situación.
Se tendría que ir al día siguiente. Alquilaría una habitación en la ciudad, daría su charla en la universidad y le diría adiós a Archie. Dejaría que construyeran las naves industriales o lo que quisieran. A Stacey le daría lo mismo, y a él también, ya que ella tenía otros planes.
Él se iba a marchar del país en cuanto tuviera la oportunidad.
Finalmente, Stacey tuvo que admitir que la noche no había resultado tan desastrosa como ella había esperado.
Lawrence encontró una versión femenina de sí mismo, que procedía de Bruselas, y que sentía el mismo entusiasmo que él por los productos lácteos, mientras que ella charlaba con el director de su banco.
En un terreno neutral, parecía mucho más proclive a darle esperanzas. Incluso le presentó al director de la revista Maybridge. Le dio su tarjeta y le dijo que, cuando iniciara el negocio, lo llamara, para que hicieran algo.
Quizás, después de todo, Dee tenía algo de razón, pues la noche había sido muy productiva. Para cuando Lawrence anunció que era ya hora de irse, se dio cuenta de que la noche había acabado mucho más deprisa de lo que se habría imaginado nunca.
Pero tenía ganas de volver a casa y dormir durante diez horas.
También necesitaba hacer las paces con Nash, pero, dormir era una prioridad. Iba a necesitar tener la cabeza bien clara para enfrentarse a él.
Nash estaba fuera de la tienda, tumbado en su saco de dormir.
Hacía demasiado calor dentro. Aún en el exterior la atmósfera era opresiva y no hacía falta oír al hombre del tiempo para saber que estaba a punto de cambiar. Definitivamente, había llegado el momento de cambiar.
Oyó el coche fuera de la casa de Stacey.
Momentos después el automóvil se alejó.
Había estado conteniendo la respiración, mientras se preguntaba si le ofrecería pasar a su casa para tomar un maravilloso trozo de su tarta, con el que probarle que sería una buena esposa.
Pero no había habido tiempo para nada.
Diez minutos después, la luz de la habitación de Stacey ya estaba encendida. Luego la del baño. Ella estaba en casa, a salvo y durmiendo sola. Cerró los ojos.
¿Y si ponía todas las cartas sobre la mesa, le explicaba la situación, le ofrecía el jardín… y le pedía que lo esperara?
Una ráfaga de viento lo despertó. La puerta de la tienda se había soltado y agitaba el aire bruscamente. Mientras se metía en el interior grandes gotas de lluvia comenzaron a caer.
Stacey se despertó sobresaltada, y se sentó en la cama antes de haberse podido despertar del todo.
Había visto una lívida ráfaga de luz…
El estallido de un trueno justo encima de la casa le reafirmó que no era más que una tormenta de verano.
Las cortinas se agitaban con fuerza y, al llegar a la ventana para cerrarla, descubrió que la moqueta estaba mojada.
La lluvia se deslizaba por los cristales y ella apoyó la cara en el cristal, mientras se preguntaba qué tipo de daños ocasionaría aquel diluvio en su pobre y vieja casa.
Hubo otro rayo, que iluminó su jardín y se reflejó sobre el césped húmedo.
Unos pocos segundos después hubo otro trueno y pensó en Nash. Se preguntó si estaría bien. Estúpida pregunta. Estaría empapado.
Era posible que todavía no quisiera hablar con ella, pero no estaba dispuesta a dejarlo allí fuera, mojándose.
Se puso los pantalones del chándal, comprobó que Rosie y Clover estaban bien. Rosie estaba profundamente dormida, pero Clover medio se despertó.
– ¿Qué ha sido ese ruido mamá?
– Hay una pequeña tormenta, cariño. Nada de lo que preocuparte. Está lloviendo con mucha fuerza, y voy a ver si Nash quiere venirse a dormir aquí. ¿Os quedáis un momento solas?
– Sin problema -a pesar de los truenos, Clover cerró los ojos y volvió a dormirse.
Stacey no se preocupó por ponerse un chubasquero, se limitó a buscar una linterna que había detrás de la puerta.
La lluvia caía con fuerza, pero no tenía tiempo de preocuparse por eso. Atravesó el jardín corriendo, calándose de agua hasta los huesos antes de llegar al muro. No se había imaginado nunca que fuera posible mojarse tanto fuera de la ducha.
– ¡Nash! -le gritó-. ¡Nash!
No hubo respuesta, pero no estaba segura de que pudiera oírla con el sonido de la lluvia.
Se enganchó la linterna en el brazo y saltó al otro lado del muro.
Sus dedos fríos y húmedos resbalaban sobre la piedra, pero al fin logró alzarse encima. Agarró la linterna, la encendió e iluminó en dirección al campamento. No veía la tienda.
– ¡Nash! -volvió a gritar. Seguro que la habría oído o la habría visto. No podía estar durmiendo con la que estaba cayendo.
Agitó la linterna enérgicamente, tratando de sujetarse al muro con fuerza. Durante un momento pensó que había visto algo moverse y miró para abajo. Nada. De pronto, al mismo tiempo que un rayo atravesaba el cielo, el muro comenzó a moverse y, antes de que se diera cuenta, se estaba desmoronando.
– Eres una irresponsable -Stacey estaba en una ambulancia que la llevaba al hospital local-. ¿Qué estabas haciendo?
Nash estaba lleno de barro. Tenía la cara manchada y las manos con sangre, pero le estaba acariciando la frente, y se sentía bien.
– Estaba lloviendo -dijo ella-. Pensé que te ibas a pillar una neumonía o algo así.
– ¿Te importa lo que me ocurra?
– Por supuesto que me importa -pero al sentir que sonada demasiado como una declaración añadió-. Me habías prometido terminarme el baño mañana. ¿O es ya hoy?
De pronto sintió pánico y trató de moverse, pero el enfermero la contuvo.
– Será mejor que no se mueva, señora O'Neill, hasta que no sepamos qué está roto.
¿Roto? La intervención del enfermero la había distraído momentáneamente de su preocupación.
– ¿Con quién están Clover y Rosie?
– Con Vera. Estaba mirando la tormenta desde la ventana y fue ella la que llamó a la ambulancia antes de venir a ayudar a sacarte de entre los escombros.
– ¿Sí? Me veo haciendo pasteles durante el resto de mis días.
– No vas a hacer absolutamente nada en un par de semanas. No hace falta una radiografía para saber que te has fracturado el tobillo.
Ella protestó.
– Dee no me lo va a perdonar. Tengo que ir a una cena con Lawrence el sábado. Me ha prestado su vestido de Armani…
– No te preocupes de eso ahora.
«¡Dios! Seguro que piensa que estoy delirando», pensó ella.
– Lo digo en serio.
Nash le apretó la mano y ella se dio cuenta de que llevaba un rato haciéndolo y de que le provocaba una cálida y reconfortante sensación.
– Estoy seguro de que lo comprenderá. ¿Quieres que lo llame?
– ¿A Lawrence? ¡No!
– ¿Y a tu hermana? ¿Estará ya en casa?
– No lo sé. Pero no tiene sentido que la llamemos en mitad de la noche. Lo único que hará será echarme la bronca por estropearle sus planes.
¿Sus planes?
– No lo hará. Si va a gritarle a alguien, será a mí.
– Entonces, definitivamente no vas a llamarla. No quiero que se divierta con todo esto -comenzó a reírse, pero la carcajada se convirtió en tos-. ¿Estás seguro de que no es más que mi tobillo?
– Te has librado de milagro, porque podía haber sido realmente grave.
Y Nash pensó que no podría haberse perdonado a sí mismo si así hubiera sido.
La ambulancia se detuvo a la puerta del hospital.
– ¿Me voy a tener que quedar aquí, Nash? -le preguntó-. Alguien tendrá que cuidar de Clover y de Rosie, y de la gata y los gatitos.
– Yo lo haré -dijo él y se lo repitió a sí mismo, mientras se la llevaban en una silla de ruedas.
Le pareció que habían pasado horas la siguiente vez que la vio.
– Solo tiene una fractura de tobillo y unas pocas contusiones -dijo la enfermera-. Pero va a estar dolorida durante unos cuantos días, señora O'Neill. Estamos tratando de conseguirle una cama, pero no hay ninguna libre. El problema es que el hospital está lleno.
– Yo no quiero una cama, quiero irme a mi casa.
– ¿Tiene alguien que la cuide allí?
– Me las arreglaré.
La enfermera no parecía muy convencida. Miró a Nash buscando algún tipo de confirmación.
Pero aquello no sería un problema. Después de todo, si no llega a ser por él, el accidente no habría sucedido.
– No se preocupe. Yo me quedaré con ella hasta que pueda andar.
– Pero…
Nash la cortó.
– Venías a ofrecerme una habitación cuando te sucedió esto. Bueno, eso espero, porque el viento se había llevado mi tienda.
– ¿Lo has perdido todo?
– No. Me llevé todo a la oficina antes de que empezara a soplar con demasiada fuerza.
– Así que ahora te sientes culpable y por eso insistes en cuidarme. Pues no tienes por qué hacerlo. Tú querías irte…
– Y tú querías alguien para mucho tiempo -dijo él-. Pero, si quieres, puedo compartir la habitación con la estudiante, y así tendrás a alguien permanente cuando me haya ido.
– ¡Pero si es una chica!
– No pensarías que iba a compartir una cama doble con un hombre -el auxiliar de clínica llegó para llevarla hasta la salida-. ¿Qué me dices?
– ¿Idiota? -respondió ella.
– Tomaré eso como un sí -miró a la enfermera-. Entonces, ¿la puedo llevar a su casa? ¿Dónde puedo organizar lo del transporte?
– Sígame y le muestro donde -salieron de la sala y la mujer lo miró con cierta distancia. Nash se encogió de hombros.
– Lo de la estudiante no era más que una broma, ¿de acuerdo?
La enfermera no se mostró en absoluto impresionada.
– ¿Quiere decir que no le bastaría con decirle a la señora O'Neill que está enamorado de ella?
– ¿Enamorado? ¿Como en «hasta que la muerte os separe»?
Nash tuvo, de repente, la misma sensación que debió de sentir en el preciso instante en que el muro se desplomaba: algo así como un «esto no puede estarme sucediendo a mí».
Pero sí, claro que le estaba sucediendo.
Aquello no le gustaba. No podía estar allí, en la cama, por la mañana, mientras todos los demás corrían de un lado a otro.
– Mamá, ¿dónde están mis pantalones cortos?
– En la cesta de la ropa para planchar.
– ¿Quieres decir que no están planchados? -Bajó las escaleras a toda prisa-. ¡Nash, hay que plancharlos! ¿Sabes planchar?
– ¡Rosie, te los puedes poner sin planchar! -gritó ella mientras su hija bajaba las escaleras-. ¡Nash, no hace falta que se los planches!
Pronto oyó que sacaba la tabla y gruñó.
Acto seguido, escuchó la voz de su hermana, y trató de esconderse debajo de las sábanas al oír que subía las escaleras.
No funcionó.
– ¿Qué demonios está pasando aquí? Ese hombre dice que te has roto un tobillo. ¿Sabes que está en la cocina planchándole los pantalones cortos a la niña?
– No tenía por qué hacerlo.
Dee se sentó al borde de la cama y la miró.
– ¿Qué ha pasado?
– Tuve una pequeña caída el lunes por la noche.
– ¿El lunes? ¿Todo esto pasó el lunes? Estoy fuera un par de días, y todo se derrumba.
– Todo no, solo el muro. Y no ha sido nada, de verdad.
– He visto el muro. No pareció que hubiera sido «nada». Además, tienes un ojo morado.
– Gracias, necesitaba saber eso -había estado durmiendo todo el martes y todavía no se había acercado a un espejo.
– ¿No deberías estar en el hospital?
– No tenían camas suficientes.
– ¡Pero eso es espantoso!
– No, de verdad, estoy bien. Tenía dos opciones, que me pusieran en una camilla en mitad de un pasillo o que Nash me trajera a casa.
– ¡Deberías haber llamado a Tim! Mira, te vamos a llevar a casa de inmediato. Ingrid se puede encargar de las niñas, mientras yo estoy trabajando…
– No, Dee.
– Sé razonable.
– No me voy a mover de aquí. Estoy bien. Nash lo está haciendo muy bien. Me va a llevar abajo cuando las niñas ya estén en el colegio, para que pueda desayunar en el jardín.
– ¿Y qué va hacer aquí ese hombre?
– Su nombre es Nash Gallagher, Dee. Me va a poner los baldosines del baño -se movió ligeramente. Sentía todo el cuerpo dolorido-. Las llaves de tu coche están en el cajón.
Dee se levantó.
– Vendré luego. Si es que estás segura de que te encuentras bien -no se marchó-. ¿Quieres que te traiga algo?
– Unas uvas -estaba ansiosa de que su hermana se marchara.
– ¿Nada más?
– Nada.
– Bueno, si estás segura -finalmente, preguntó lo que estaba ansiosa por preguntar-. ¿Conseguiste ir a la recepción?
– Sí, Dee. Lawrence me trajo unas rosas rojas, tal y como tú le indicaste, y lo pasamos bien.
– ¿Bien?
Sin duda se había excedido en su comentario.
– Dejémoslo en que fue una noche muy útil. Él se pasó toda la noche hablando con una mujer belga sobre lácteos, y yo me pasé la noche con el director del banco. Deberías estar orgullosa de ambos.
Dee la miró con desconfianza y se dirigió hacia la puerta.
– Te veré más tarde -abrió el bolso y volvió-. Toma, por si lo necesitas -era su móvil-. Por si acaso.
Estuvo tentada de preguntarle por si acaso qué, pero ya sabía la respuesta.
– No seas tonta, Dee. Si me quedo con tu móvil me voy a pasar toda la mañana contestando llamadas para ti.
– Puedo desviar las llamadas.
– ¿De verdad? Qué lista eres. Te lo agradezco, pero de verdad que no lo necesito. Nash ya me ha dejado el suyo -dijo ella, y se lo enseñó. Era pequeño y muy moderno.
– Vaya -dijo Dee.
– ¿Qué puedo hacer por ti?
– Quiero que me saques de esta cama. Necesito lavarme los dientes, entre otras cosas.
– De acuerdo. Pon el brazo alrededor de mi cuello -se inclino para que pudiera agarrarse y se sentó. Dijo unas cuantas palabras mientras se levantaba, motivadas por el dolor de los golpes que tenía en todo su cuerpo-. Eso ha sido muy instructivo.
– Cállate y ayúdame a levantarme.
El camisón se le subió por detrás.
– Tu trasero está tomando un color muy interesante.
– No quiero saberlo. Y no deberías estar mirando.
– Lo siento -dijo, mientras la llevaba en brazos hasta el baño. Cortó un trozo de papel y se lo puso en la mano. Ella estuvo a punto de decirle que se las podía arreglar, pero se dio cuenta de que eso, de entrada, era engañarse a sí misma.
– Grita cuando hayas terminado y vendré para ayudarte a lavarte.
– No hace falta.
– De acuerdo, como quieras. Vendré a recogerte del suelo cuando te hayas lavado. ¿O prefieres ir a casa de tu hermana?
– Está bien, te llamaré, te llamaré.
No tuvo otra elección. No podía levantarse.
Tal vez, debería de haber sido una situación embarazosa, pero no lo era. Se sentía muy cómoda, como si lo conociera de toda la vida. Mientras ella estaba sentada, él llenó el lavabo con agua. Le lavó la cara con una esponja, luego el cuello, la espalda, los brazos, mientras ella se tapaba los senos con una toalla.
– Es como ser una niña -dijo ella, mientras él le pasaba de nuevo la esponja enjabonada para que ella misma se ocupara de partes más íntimas. Luego la ayudó a ponerse un camisón limpio y a levantarse para poderse lavar los dientes.
Le hizo la cama y, a pesar de su insistencia en que quería bajar al jardín, ella se sintió muy cómoda en el momento en que se vio en la cama limpia y ordenada.
La peinó cuidadosamente.
– ¿Quieres que te recoja el pelo?
– Sí, por favor. Encontrarás una goma en la cómoda.
Entre un montón de cosas, encontró la foto de un hombre muy atractivo con una camiseta de rugby, que se reía de algo.
– ¿Era tu marido? -le mostró la foto para que la viera desde la cama.
– Sí, ese era Mike.
– Debes echarlo de menos -hubo un largo silencio-. Lo siento. Seguramente no quieres hablar de él.
– No hay problema. En realidad, para quien es más duro es para Clover y Rosie -dijo-. Les cuesta eso de no tener un padre. Sé que muchos niños están viviendo con uno de los dos padres. Pero las mías ni siquiera tienen el consuelo de ir a ver al otro a otra casa, alguien que les malcríe y compita por su amor.
– Créeme, es terrible.
– ¿Tus padres se separaron?
– ¡Oh, no! No eran gente tan civilizada. Se limitaron a vivir juntos y hacerse la vida imposible.
– Lo siento, Nash.
– No te preocupes. En el fondo tuve suerte. Tenía un abuelo al que recurrir cuando las cosas se ponían realmente mal -puso la foto de nuevo en su sitio-. Y ahora, dígame, señora mía. ¿Quiere el pato, las margaritas o las rosas?
– Las margaritas, por favor.
– ¿Y para desayunar?
– Ya no recuerdo la última vez que desayuné en la cama.
– Pues aprovecha. ¿Un huevo pasado por agua y tostadas?
Ella se rió, pero se contrajo ante el dolor de sus heridas.
– Estoy feliz -dijo con una mueca-. En serio.
Él le recogió el pelo cuidadosamente, pasándole la mano y levantándoselo de la nuca.
Estaba absolutamente feliz.