– ¿Está realmente mal? -Nash miró a través de la ventana las explanadas meticulosamente cuidadas de la residencia.
– ¿Quieres que te lo diga con toda sinceridad, Archie? ¿De verdad? -Se volvió a mirar al frágil hombre que estaba sentado en una silla de ruedas-. Ya sabes lo que les pasa a los jardines cuando se descuidan.
– Ya lo sé. Pero no estaba seguro de que tú lo supieras. Y no solo les ocurre a los jardines. La gente también necesita cariño y cuidado. ¿Va a haber melocotones este año?
Su abuelo estaba tratando de despertar sus recuerdos. Él se negaba a ceder a la tentación.
– No si pasan las apisonadoras.
– Eso es verdad -el viejo se rió-. Pero, esa no es una decisión mía -la risa degeneró en un espasmo de tos-. Siempre insistías en probar el primero. ¿Te acuerdas?
– Sí, claro que me acuerdo -recordaba el modo en que lo levantaba, para que alcanzara la fruta aterciopelada con sus manos. Clover y Rosie disfrutarían mucho haciendo eso. Y Stacey. Se preguntó qué sentiría besándola, a qué sabría el dulce jugo de sus labios, como sentiría su piel, cálida por el sol, bajo sus manos. Y luego se preguntó si se estaba volviendo loco-. ¿Tienes que vender la tierra a unos constructores?
– ¿No quieres que lo haga? Puedes impedirlo cuando quieras.
Sí. Pero solo si estaba dispuesto a jugar a los juegos de su abuelo. A hacerlo todo a su modo. Su abuelo era tan manipulador como su padre, cuando le ofrecía un puesto en la junta directiva. No había dinero suficiente para eso.
Su abuelo sabía que había solo una cosa que lo podría hacer volver al hogar de su infancia: aquel jardín en el que tanto tiempo había pasado. Pero si se dejaba tentar, le ocurriría como a la mosca con el frasco de miel. Terminaría atrapado.
– Un montón de naves industriales arruinarán el paisaje del pueblo -dijo él.
– Quizá los residentes de la zona estén más preocupados por tener trabajo que por tener buenas vistas -dijo su abuelo, mientras se acercaba en la silla de ruedas-. ¿O es que estás pensando en alguien en particular? Dime, ¿es que esas niñas siguen lanzando su pelota por encima del muro? -Nash no respondió-. Su madre solía ayudarme cuando yo estaba muy ocupado.
– ¿Sí? -Nash se preguntó si también saltaría el muro cuando iba a trabajar.
– Tiene los dedos verdes. ¿Has visto su jardín?
– Cultivar malas hierbas no te pone los dedos así -dijo él.
– Una mala hierba no es más que una flor que crece en el lugar equivocado. Su jardín no está en el lugar equivocado. Si lo has visto, que sé que lo has hecho, te habrás dado cuenta de eso.
– Quiere comercializar plantas silvestres. ¿Tú crees que eso es una buena idea?
– Especializarse es el único modo en que puede sobrevivir el pequeño comerciante. Especializarse y vender por correo, estar en Internet -Nash sentía la mirada de su abuelo fija en él. Su cuerpo podría estar destruido, pero su mente estaba intacta.
– Eso suena demasiado grande para Stacey.
– Solo necesita a alguien que la anime. Alguien que le dé confianza en sí misma. Su marido se mató en un accidente de moto algún tiempo atrás. Quizá te lo ha contado -Nash ni lo confirmó ni lo negó-. Se quedó destrozada durante un tiempo. Seguramente, le vendría bien un trabajo tan cerca de casa…
– Habla de mudarse.
– Ya -aquella única palabra contenía más conocimiento sobre la naturaleza humana que un libro entero-. Las cosas le deben estar yendo muy mal, entonces. La casa está en ruinas, pero ella no dejaría su jardín a menos que no tuviera más remedio que hacerlo.
– No será fácil de vender si hay un polígono industrial justo al lado -en cualquier caso, no era fácil de vender. Su abuelo tenía razón. Aquella casa estaba en ruinas.
– Bueno, es tu decisión.
– O me convierto en el nieto pródigo o vendes aquel lugar. Menuda decisión. Soy botánico, no jardinero.
– Lo único que haces es huir, Nash. La selva no es un lugar para un hombre joven como tú.
– Menos aún para un nombre viejo -respondió él-. Hace falta algo más que un chantaje sentimental para hacer que me quede aquí. Si me voy, no regresaré. Así que, ¿porqué habría de preocuparme por lo que le ocurra a este lugar?
¿Si? Hasta hacía una semana era un hecho…
– Porque lo adoras, por eso.
– Lo adoraba, abuelo, lo adoraba -había sido su refugio, el único lugar en el que nunca nadie estaba enfadado-. Ya no soy un niño. Además, aunque quisiera, que no quiero, no podría llevar un vivero.
– Es una pena. La jardinería es una nueva forma de sexo, o al menos eso es lo que he leído en el periódico -Archie sufrió un nuevo ataque de tos-. Es una pena que esté tan enfermo y no pueda aprovecharme -dijo con una mueca-. Podrías contratar a alguien para que te ayudara.
– ¿Qué sentido tendría?
– Dímelo tú, que eres el que tiene esa cara tan rancia -miró los documentos que había sobre la mesa junto a é-. Dime qué es lo que quieres y lo haré. Te quedas o te vas. Es tu decisión.
Sí, era su decisión y debía haberla tomado el fin de semana pasado, negándose a dejarse afectar por emociones que venían del pasado. Entonces, ¿por qué no la había tomado?
– Debías de haberle dado la tierra a mi madre. Es tu pariente más próxima.
– Eso es lo que ella insiste en recordarme -él sonrió-. Una vez que te lo haya cedido a ti no habrá nada que te impida hacerlo tú. Te aseguro que ella no se va a poner sentimental por un trozo de tierra con árboles frutales. Tampoco le importa en exceso el paisaje.
– Yo no… No -su madre no sabía el significado de esa palabra-. Tú no quieres que haga eso, ¿verdad?
El viejo se encogió de hombros como si le diera igual, pero no logró engañar a Nash ni por un segundo.
– ¿Cuándo te marchas?
– No me voy hasta el jueves. Me han pedido que dé una charla en la universidad mientras esté aquí. De hecho, me han pedido que acepte la nueva cátedra de botánica.
– ¿De verdad? -si hubiera tenido alguna esperanza de impresionar al viejo, estaba claro que se habría sentido tremendamente decepcionado. Tomó los papeles y se los guardó en el bolsillo-. En tal caso, esto puede esperar. Vuelve cuando hayas tomado una decisión. Y tráete una botella de whisky.
– ¿Te permiten beber whisky?
– No, pero no te preocupes, hace falta mucho más que eso para matarme.
Se detuvo en la tienda del pueblo para comprar un poco de pan y leche. Estaba cerrada, pero el anuncio que vio en el escaparate le llamó la atención.
Habitación de alquiler. Adecuada para un estudiante. Contactar con Stacey O'Neill, en el Lodge, Prior's Lañe.
Solo podía haber dos razones por las que no se lo había dicho. No se fiaba de él, o no se fiaba de sí misma. Y él se había portado muy bien aún cuando los ojos de ella le habían rogado en silencio que se portara mal.
Quizá debería parar en su casa y preguntarle cuál de las dos razones era. Aceptar aquella invitación.
No, claro que no debía hacerlo. Sabía que no debía.
Si hubiera estado preparada para alquilarle una habitación se lo habría dicho cuando se lo había preguntado.
Pero no sería amable por su parte avergonzarla, no lo sería.
Pero, al diablo con ser amable, cuando se había pasado un montón de noches en el duro suelo, dando vueltas de un lado a otro, preocupado por las dificultades que ella tendría para vender la casa, si él le robaba las vistas.
Eso, además del desconcertante efecto de la idea de encontrarse a la señora O'Neill a primera hora de la mañana, con el pelo revuelto y los ojos vulnerables. Eso era suficiente para darle a cualquier hombre todo tipo de extrañas ideas.
Se montó en su Harley, y ya estaba a mitad de camino por Prior's Lañe, cuando recordó que se iba a marchar el jueves, justo después de la charla. Si le decía a Stacey que le dejara aquella habitación, sabía que no se marcharía a ningún sitio en mucho tiempo.
El suelo podía ser duro y su saco de dormir solitario, pero para un hombre dispuesto a evitarse complicaciones, era mucho más seguro.
Stacey estaba lijando la pintura de la ventana, cuando oyó una moto que se aproximaba. El corazón se le encogió y levantó la cabeza para escuchar ese sonido especial que hacía el motorista al cambiar de marcha.
Pero la moto redujo la velocidad antes de acercarse a la casa. Seguro que era alguien que se había equivocado.
Algún tiempo atrás solo el sonido de una Harley habría sido suficiente para que se pusiera a llorar. Sin embargo, en aquella ocasión se limitó a seguir lijando.
Había querido a Mike. Lo había querido mucho más de lo que él la había querido a ella. Había sido un inútil, un marido infiel, y un padre no demasiado bueno. Ella había madurado. Él no. Pero nunca había renunciado a seguir intentándolo y, durante un tiempo lo había echado de menos. Pero su hermana tenía razón. Había llegado el momento de dejar escapar el pasado.
Desde la ventana, pudo ver lo que ocurría al otro lado del muro. Nash acababa de entrar en jardín con una gran Harley. ¿Había sido aquella la moto que había oído?
Ella lo observó, sabiendo que él no era consciente de ello, mientras se desabrochaba la cazadora. Recordó el olor a cuero y a gasolina, a hombre dispuesto a amar. Nash era uno de esos hombres por los que una mujer podía perder la cabeza.
Pero ninguna mujer en su sano juicio volvería a cometer el mismo error.
Miró al jarrón lleno de margaritas que se había llevado hasta el baño para que la inspiraran. Lawrence Fordham no le regalaría margaritas. Seguro que era uno de esos individuos que regalaban las tradicionales rosas rojas, si es que regalaba flores. Y estaba segura de que no le iba a gustar que su acompañante tuviera las manos más rudas que las de él. Suspiró y se puso los guantes.
Nash se quitó la cazadora y sacó una cerveza de la nevera portátil, le quitó la arandela y se sentó dispuesto a enfrentarse a sus opciones. Pero el fresco aroma de un jardín frutal lo embriagó.
Después de haber limpiado la base de los árboles, no había podido evitar seguir adelante.
Le había dicho a su abuelo que no era un jardinero, pero seguro que habría aprendido algo de él durante todos aquellos años en los que lo había seguido a lo largo de su santuario, haciendo pequeños trabajos que él le encargaba.
La verdad era que había aprendido mucho. Su abuelo siempre le había respondido a cuantas preguntas le había hecho.
Si se quedaba, aquel jardín centenario sería suyo. No tenía otra atadura que la promesa de cuidar de aquel santuario.
Pero, ¿cómo podría hacer eso si estaba en el otro extremo del mundo?
En Centro América podría encontrar la inmortalidad. Le daría su nombre a alguna especie milagrosa de planta. Aparecería en los periódicos científicos, y en las listas de los grandes buscadores de plantas de todos los siglos. Una semana atrás estaba convencido de que aquello era lo que quería.
Pero es que una semana atrás aún no había conocido a Stacey.
Quizás debería sugerirle a Archie que le diera el jardín a ella. Seguro que lo apreciaría más que nadie. También se lo podía dar él una vez que estuviera en su poder. La idea le resultaba realmente atrayente. Podría hacer realidad su sueño…
Aunque se sentía muy atraído por la idea, tuvo que volver a la realidad. Ya tenía bastantes problemas. Restaurar un lugar así costaba mucho dinero. Por supuesto, no había ningún motivo que le impidiera hacer eso por ella. Tenía todo el verano para hacerlo. Podría arreglar la oficina, instalar un ordenador y contratar a alguien para que le diseñara una página Web. Podría poner una puerta en el muro.
Comenzó a darle vueltas a la idea. Se levantó y se dirigió hacia el invernadero
No estaban tan mal. Podrían estar restaurados en unas cuantas semanas. Le dio una patada a un baldosín suelto, que había sido levantado por la incontrolable fuerza de una planta, que había aprovechado una grieta para fijarse. Se arrodilló y la colocó en su lugar. No estaba tan mal. Se puso de cuclillas y pensó sobre ello. Poco a poco fue tomando conciencia del maullido de los gatitos.
Stacey se arrepintió de haber empezado. Prefería mil veces cavar en la tierra antes que lijar. Y estaba aún en la parte fácil.
Clover y Rosie ya la habían abandonado. Había empezado con mucho entusiasmo, pero se habían aburrido. En cuanto empezaron a hacer una cadena de margaritas para dársela a Nash, entendió que las había perdido y las mandó a recoger guisantes.
Se levantó el borde de la camiseta y se quitó el sudor de la cara. Cuando alzó la vista vio que Nash había dejado una caja de cartón encima del muro. El sol resplandecía como oro sobre sus hombros. ¿Es que aquel hombre nunca se ponía camiseta? ¿No sabía el efecto que provocaba sobre una mujer su torso desnudo?
Claro que lo sabía. Mike incluso paseaba con el torso desnudo cuando estaba todo nevado.
Daba muy mal ejemplo saltando de arriba abajo sin camiseta. Si pensaba visitarlas a menudo, tendría que ponerse camiseta y entrar por puerta principal, como todo el mundo. Se lo iba a decir.
Pero no en aquel preciso instante. Estaba demasiado ocupada. Tenía que seguir lijando la madera y obviarlo a él y a su caja con lo que contuviera. Seguro que lo que pretendía era que lo volvieran a invitar a tomar té. Pues no iba a conseguirlo.
– Stacey -Nash estaba de pie bajo la ventana, con la caja en la mano-. ¡Stacey! -la llamó de nuevo, negándose a ser ignorado.
– Estoy muy ocupada, Nash. Y si lo que tienes ahí son más flores, te diré que ya no tengo jarrones.
– No son flores. Mira, ¿puedes bajar? Tengo un problema – ¡vaya, tenía un problema! Tendría que probar a vivir un día de su vida. Se iba a enterar-. Necesito tu consejo.
¡Seguro! ¿Es que parecía tan tonta?
Ella lo ignoró, pero él no esperó una respuesta. Entró en la casa como si fuera suya.
¡Qué cara! Porque le hubiera arreglado la cortadora… porque lo hubiera invitado a té…
Se apartó de la ventana y se dirigió a la cocina. Para cuando llegó, Nash no solo estaba allí, sino que estaba sacando la leche del frigorífico.
– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó. Y entonces los vio. Eran tres… no, cuatro bolitas de pelo, arropadas en su camiseta que maullaban desesperadas.
– Lo siento, pero no tenía leche. ¿Crees que debería calentarla?
– ¿La leche? -Ella levantó la cabeza-. ¿Dónde está su madre?
– No lo sé. Pero no la he visto desde ayer. Iré a buscarla. Pero estas cositas están realmente hambrientas. ¿Tendría que calentar la leche? -repitió.
– Sí… no… -Se apartó unos mechones de pelo de la cara-. Solo templarla un poco. Sacó a uno de los gatitos de la caja. Era de color pardo y blanco, con un una marca negra en la nariz-. ¡Qué dulzura! Es precioso.
– Mami, ¿ha venido Nash? -Clover entró en la cocina con una cesta llena de guisantes, seguida de Rosie. Se detuvieron de golpe al ver a Nash. Rápidamente repararon en la caja llena de gatitos-. ¡Guau!
Stacey intercambió una mirada con Nash. «Esto va a ser una catástrofe», decían los ojos de ella. «Lo siento, no pensé qué…», decían los de él. Sabían exactamente lo que estaban pensando. Ese era un mal signo.
– Todavía son muy pequeños -dijo ella rápidamente-. ¿Tú crees que sabrán beber solos?
– No lo sé -su boca sonreía, pero sus ojos estaban haciendo otra cosa. Algo que le provocaba un vuelco en el estómago-. No se lo he preguntado.
¡Maldito! ¿Cómo se atrevía a hacerle aquello? No podía entrar en su casa con una caja llena de problemas. Si no podían beber solos y la madre estaba muerta en alguna carretera, los pequeños no sobrevivirían y a Rosie y a Clover se les partiría el corazón.
– Averigüémoslo -dijo ella, quitándole la leche y echándola en un cazo.
Les llevó un buen rato, un montón de intentos con los dedos impregnados de leche y mucho líquido esparcido hasta que el instinto y el hambre los llevó a beber del plato.
Finalmente, una vez satisfechos, limpios y exhaustos, fueron devueltos a su caja donde se durmieron.
Nash miró a Stacey.
– Van a sobrevivir, ¿verdad?
– Puede que sí. Lo que no sé es si yo voy a poder ocuparme de ellos. Tengo que salir mañana -tenía que ir a la peluquería por la mañana. Ir a ver a Archie y luego salir con Lawrence por la noche. Ni siquiera le había preguntado a Vera si podría quedarse con las niñas.
– Estarán dormidos la mayor parte del tiempo, y yo puedo vigilarlos si me dejas una llave – ¿una llave? Ese era un gran paso-. O quizá prefieras que me los lleve conmigo al invernadero.
– ¡No! -no le sorprendió que a Rosie y Clover no les gustara la idea.
– Supongo que estarán mejor aquí -dijo ella-. Si de verdad no te importa ocuparte tú de ellos.
– Puesto que te he molestado con todo esto, te daré algo a cambio -él sonrió-. Quizá pueda ofrecer fruta en pago por tu hospitalidad -Stacey se rió-. ¿Qué? Hay muchísima, y pensé que…
– Sé exactamente lo que pensaste. Pensaste que tal vez podría hacer un pastel e invitarte.
– Esa idea jamás se me pasó por la imaginación.
– ¿No?
Él la miró como si se sintiera ofendido, lo que no la engañó a ella ni por un momento.
– Pero si me invitaras, no te diría que no. Es imposible hacer pastelería en una hoguera.
– ¡Nash! Estoy pintando el baño. No tengo tiempo de ponerme a hacer repostería.
– ¿Estás pintando? Bueno pues, entonces, nada -se levantó a toda prisa y ella se encontró con sus maravillosas piernas, una visión que la privó momentáneamente de la capacidad de hablar, aunque su cerebro estaba gritando: «no seas idiota, dile que se quede».
Llegó hasta la puerta, pero, una vez allí, se dio la vuelta y se aproximó a ella.
– A menos… -dijo él, mirándola a los ojos. No era justo. Se estaba aprovechando de la situación-. A menos que tú hagas un pastel mientras yo pinto.
Podía decorar el baño entero, el recibidor, decorar lo que le viniera en gana, si seguía mirándola con aquellos ojos azules. Podía, incluso, pintarla a ella, toda entera, de arriba abajo, con una sedosa emulsión de azafrán amarillo… Frenó de golpe la imaginación.
– Pensé que tendrías algo importante que hacer hoy -dijo ella, tratando de sonar firme, pero no lo consiguió. Seguía en el país de los sueños, fantaseando sobre la pintura.
– Ya he terminado. Soy todo tuyo -ella no lo dudó ni por un momento. Estaba recibiendo el mensaje alto y claro. Sería todo suya hasta que la atracción que sentía por su pastelería se desvaneciera y fuera en busca de otra atracción mayor.
Podía leer su pensamiento como si se tratara de un libro abierto.
– ¿Estás seguro?
– Un par de horas pintando a cambio de un par de horas cocinando. A mí me suena a un buen trato.
– Es más de un par de horas. Todavía estoy lijando.
– Lijar es mi trabajo favorito -dijo él, con un gesto sereno.
«¡Dios santo!», pensó Stacey. ¿Qué tipo de trato estoy sellando? Y, lo que era peor, a qué estaba diciendo que sí.
Él estiró el brazo y la tomó de la mano. Ella sintió que estaba en el cielo.
– ¿Por qué no me enseñas lo que quieres que haga? -la ayudó a levantarse.
Sin poder decir nada, le permitió que continuara tomándola de la mano y, subieron las escaleras.
Stacey había empezado a lijar, pero quedaba mucho.
– ¿Qué vas a hacer con esto?
– Pintarlo… -dijo Stacey una vez que consiguió desenredar la lengua-. Va a ser todo amarillo y blanco, como las margaritas.
Las flores estaban atadas entre sí, formando una cadena. Aquella era la idea que tenían Clover y Rosie de lo que era ayudar. Las agarró, mientras Stacey le explicaba sus planes, le contó que había comprado baldosines y algo sobre una cortina.
Una de las cadenas de flores estaba atada formando un círculo, una especie de corona que él tomó en sus manos.
Ella miró a las flores nerviosamente.
– Como verás, aquí tienes mucho más trabajo del que tienes al lado. No tienes por qué hacer esto, de verdad…
– Sí, sí que tengo que hacerlo -levantó la corona de margaritas y se la puso sobre el pelo. Ella iba a quitársela, pero él le sujetó la muñeca-. Déjatela. Es perfecta. Tú eres perfecta.
La tomó de la cintura, acercó su cuerpo e hizo lo que había deseado hacer desde la primera vez que la había visto.
Dejó a un lado la «sensatez» y la «cordura», y todas esas palabras tras las que se había estado ocultando durante demasiado tiempo, y la besó, con suavidad y con pasión.