Capítulo 4

Nash se detuvo al entrar y vio el desastre: un jarrón roto, flores y agua por todas partes, y Rosie a punto de llorar.

– ¿He llegado demasiado pronto?

Stacey, en condiciones normales, habría previsto el posible desastre en el que desembocaría el que una niña de siete años pusiera flores en la mesa. Tendría que haberla estado observando de cerca. Claro que no podría haberse imaginado nunca que una araña se le posaría sobre la mano mientras atravesaba la cocina con el jarrón en la mano.

– Puedo darme una vuelta por el jardín y fingir que no he visto nada de esto, si lo prefiere.

Stacey, que estaba recogiendo meticulosamente los restos de cerámica rota, alzó la vista. No debería de haberse molestado en impresionarlo. Los niños tenían la facultad de bajarte a la tierra siempre.

– No, pase. Si puede encontrar algún lugar seguro en el que posar el pie.

– ¿Puedo ayudar en algo? -debió notar la sorpresa de ella-. Puedo manejar una fregona.

– ¿De verdad? -aquel hombre era como una fantasía femenina hecha realidad. ¿Encima podía usar una fregona? Stacey se sintió momentáneamente tentada a hacer la prueba, pero controló la inyección de hormonas que la revelación le había provocado-. No, gracias, no hace falta -se levantó y tiró los trozos de jarrón roto en la basura, mientras que ayudaba a Clover a recoger las flores-. Ya casi estamos. Me acabo de dar cuenta de que no tengo nada de beber, a menos que quiera mosto -dijo, preguntándose si se le notaba lo nerviosa que estaba-. Es una de esas bebidas estupendas, con vitamina C.

– Es una oferta tentadora -dijo él-. Pero he encontrado esto en mi bodega y me preguntaba si querría compartirlo conmigo antes de que caduque.

Señaló una botella de vino tinto que había dejado sobre la mesa.

Vino. Eso era tan… adulto. Había estado viviendo en un mundo infantil durante tanto tiempo, que se le había olvidado en qué consistía.

Vino. ¡Cielo santo! Trató de controlar el pánico. Tenía un sacacorchos en algún lugar. Pero no recordaba dónde lo había visto por última vez.

– ¿Tiene una bodega en la tienda? -preguntó, mientras ganaba tiempo para pensar.

– ¿No la tiene todo el mundo? -Nash sacó una navaja múltiple, la abrió y apareció un sacacorchos.

Era evidente que era un hombre preparado para enfrentarse a cualquier imprevisto. Las hormonas gritaban desesperadas contra los barrotes de la cárcel, ansiosas por ser liberadas.

– Nosotras también tenemos una bodega -dijo Rosie-. Pero está vacía. Solo hay arañas -la niña se estremeció.

– Ha sido una araña la causante de la catástrofe de las flores -le explicó Stacey-. A Rosie no le gustan.

– Pero las arañas no tienen nada malo, Primrose. Son muy beneficiosas -la niña no pareció muy convencida-. De entrada, se comen a los mosquitos. Cuando estaba en la selva… -sacó un par de latas de cola de su bolsillo y miró a Stacey-. ¿Pueden tomarla?

Propio de un hombre, preguntar cuando la cosa ya no tiene remedio. Era inútil que protestara, así que tuvo que decir que sí. Tenía que sentirse agradecida por cualquier signo de que no era perfecto. Aunque su cabeza le decía continuamente que la perfección no existía, no por ello su cuerpo parecía convencido del hecho.

– Solo por esta vez -le advirtió. No porque pensara que aquello volvería a ocurrir.

Antes de que pudiera decir «no bebáis de la lata», Clover ya le había dado un trago, se había limpiado la boca con la mano y miraba a Nash intrigada.

– ¿De verdad que estuviste en la selva, Nash?

– Sí, claro que sí. Y, cuando estaba allí, una araña me salvó la vida -continuó él.

– ¿Cómo? -preguntó Rosie en un susurro. Era como si le fueran a sacar un diente dolorido: horrible pero irresistible.

Nash sacó el corcho y dejó la botella sobre la mesa.

– ¿Estás segura de que puedes con esta historia? La araña era muy grande.

– ¿Cómo de grande? -preguntó Clover.

Nash dibujó un círculo en el aire.

– Tan grande como un plato -respondió. Al notar que Rosie se estremecía, rectificó sobre el tamaño-. Bueno, era como un plato de café y se llamaba Roger.

Maravilloso, domesticado, con visión de las cosas y capaz de pensar muy rápido… ¿Cómo podría nadie tener miedo de una araña llamada Roger?

– ¿Cómo sabes que se llamaba Roger? -Preguntó Stacey, animándolo a que siguiera por el mismo camino-. ¿Te lo dijo él?

– No, claro que no. Las arañas son unas criaturas muy reservadas y tienen su protocolo respecto a estas cosas. Un loro nos presentó -Clover se rió y Rosie también-. Le encantaban los sándwiches de queso.

– ¿A quién? ¿A Roger?

– No -la miró por un momento y fue como si estuvieran solos en el planeta. Conocía aquel sentimiento. Le había ocurrido antes. De haber estado solos, la comida se le habría quemado-. Al loro.

– Ya -dijo ella. Estaba confusa y tenía la garganta reseca. Había olvidado lo que se podía sentir…

– Me gustan los loros -dijo Rosie, apartándose de la puerta.

Stacey se dio la vuelta, metió las flores en un jarrón de porcelana y lo puso en mitad de la mesa. Luego sacó un par de vasos del armario. Tenía el pulso firme.

¿Cómo podía ser, cuando el resto de su cuerpo temblaba como un flan?

Nash sirvió el vino y le dio un vaso a ella.

Su pulso también era firme, como el de una roca. Pero, ¿qué le estaría pasando por dentro?

Tragó saliva. No tenía ni idea y, realmente, prefería no saberlo.

– ¿Podríamos tener un loro? -preguntó Clover.

– No. No podríamos -dijo Stacey, demasiado secamente. Luego, rectificó-. Quizás un periquito australiano o una cacatúa, cuando nos cambiemos de casa.

Si lo decía muchas veces en alto, tal vez acabaría acostumbrándose a la idea.

– ¿Se van a cambiar de casa? -preguntó Nash.

– ¡No! -Rosie la miró-. Claro que no. Vamos a quedarnos aquí para siempre.

Stacey tragó saliva. Ya había estado pensando sobre eso ella misma, y odiaba la idea de tener que trasladarse a un piso pequeño en la ciudad, abandonando el jardín y su pequeño invernadero, y a ese nuevo extraño que había aparecido en su vida… Ese era un problema que no había previsto. Ya tenía más de los que podía asumir.

Realmente, no necesitaba a Nash Gallagher haciendo estragos en sus hormonas.

– ¿Tienes alguna mascota, Primrose? -le preguntó Nash, tratando de apaciguar la tensión creciente.

Clover se rió y Rosie la miró.

– No. Papá quería un perro, pero les tenía alergia -dijo ella-. ¿Tú crees que tendrá un perro ahora que está en el cielo?

Nash sintió que Rosie era una niña que necesitaba que le dieran mucha seguridad. Perder a su padre debía de haber sido realmente doloroso.

Clover parecía mucho más dura.

– No sé por qué no -dijo con toda seguridad-. No creo que en cielo se sufran alergias.

Miró a Stacey, pero ella apartó la mirada rápidamente, antes de que él pudiera captar su expresión. ¿Todavía penaba por la muerte de su marido? Ella dejó el vaso sobre la mesa y se levantó a comprobar si los espaguetis ya estaban cocidos.

Nash se preguntó cuánto tiempo haría que él había fallecido.

– Enseguida está la comida -dijo Stacey-. Que se siente todo el mundo mientras tanto.

– ¿Hay algo que yo pueda hacer? -preguntó él.

– No, gracias -ella se volvió con una sonrisa-. No estoy acostumbrada a tratar con hombres «domesticados».

– En mi caso ha sido pura necesidad. ¿Quizá podría ayudar a fregar?

– Puede volver otra vez -dijo ella y, de inmediato, se ruborizó. No mucho, solo un ligero rubor en las mejillas y un inesperado acaloramiento.

Lo más razonable sería poner cierta distancia entre ellos, cuanto antes. Ella no dejaba de ser una joven viuda con dos niñas y demasiadas complicaciones para un hombre al que le gustaba viajar continuamente.

Pero había algo respecto a Stacey que le había llamado la atención desde el primer momento. Desde el instante mismo en que la había visto descender por el muro, no había podido quitársela de la cabeza.

Stacey no podía creer que le había dicho lo que le acababa de decir. ¡Pero si casi parecía que estaba flirteando! Definitivamente, había llegado el momento de cambiar de tema.

– Siento que tengamos que comer en la cocina -dijo ella-. Pero el comedor lo estamos redecorando.

Clover la miró sorprendida. Estaba a punto de decir que siempre comían en la cocina, cuando vio la mirada de advertencia de su madre y cambió de opinión.

– ¿Tienes perro, Nash?

– Nunca estoy en un mismo sitio el tiempo suficiente como para tener animales -dijo él-. Tuve uno cuando tenía tu edad.

– ¿Qué raza?

– Un chucho, pero con mucho de dálmata.

Rosie suspiró.

– Me encantan los dálmatas -dijo.

– En realidad, lo que le gusta es la película -rectificó Stacey.

– ¿Podemos verla después de cenar? ¿Te gustaría verla?

– Seguro que el señor Gallagher tiene cosas mejores que hacer, que ver una película contigo.

– Llámame Nash, ¿de acuerdo? -dijo él. Luego sonrió-. No hay nada que me impida estar un rato con ella. No me importa si tú quieres seguir decorando.

– ¿Decorando?

– El comedor.

No había duda, Nash Gallagher era un bromista. Bromeaba con las niñas y también con ella. Pero, ¿cuántos años pensaba él que tenía ella? Aquel tipo de cosas estaba bien cuando se era joven y simple y no había que preocuparse de dónde sacar el dinero para pagar el recibo de la luz.

Estaba bien si buscabas diversión sin ataduras. Ella tenía que ser razonable y pasar de largo delante de Nash.

Él estaba en su mejor momento mientras que ella… Bueno, las mujeres envejecen antes.

Por supuesto que era atractiva. De hecho, si se pasaban por alto sus manos de jardinero y el hecho de que sus senos ya no estuvieran tan turgentes como antes de tener bebés, todavía tenía muchos atractivos.

Era muy trabajadora, independiente y, gracias a Clover, le había demostrado que no cocinaba nada mal.

Quizá por eso estaba tan decidido a convencerla de que estaba domesticado. Quizás, veía las ventajas: una mesa bien puesta en el hogar de una alegre viuda era una buena perspectiva a disfrutar mientras estuviera allí.

¡Encima pensaría que le agradecía las atenciones!

Dee tenía razón. Debería estar buscando más en un hombre que un cuerpo de escultura griega y una sonrisa que derretía el hielo. Haría un esfuerzo por ser agradable con Lawrence el sábado, se lo prometía a sí misma.

– ¿Parmesano? -dijo ella, ofreciéndole el queso que Dee le había traído de sus vacaciones de primavera en Italia, junto con la cuchara para que se lo sirviera.

Nash se dio cuenta de que estaba abusando de su suerte. Durante unos momentos había conseguido que ella se divirtiera con el juego. Luego la había hecho sentir culpable. Una madre viuda no podía divertirse.

Supo que eso era lo que estaba pensando en el momento en que ella le pasó el queso.

– Esto está delicioso -le aseguró después de unos segundos de incómodo silencio. Incluso las niñas parecían haberse dado cuenta de que era mejor que se mantuvieran calladas y concentradas en la comida.

– Gracias. Clover, por favor, ¿quieres echarte el refresco en el vaso? -se volvió hacia él-. Y dime, Nash, ¿qué es lo que has estado haciendo en Sudamérica?

Su tono de voz cambió por completo. Su actitud corporal se hizo tensa, y la acompañó una repentina y brusca cortesía. Había dejado de ser dulce y amable, y se había empezado a comportar de repente como la anfitriona de una fiesta. La vulnerabilidad que había intuido, y a la que había respondido como las flores le responden al sol, había sido suprimida. Estaba siendo profesionalmente amable y educada.

¿Tan vulnerable era?

– Estaba buscando plantas.

– ¿Buscando plantas? -lo miró interesada. Bueno, estaba claro que era una entusiasta de la flora del lugar.

– Soy botánico. La selva tropical está llena de plantas que nadie ha clasificado jamás. Yo estaba recolectando ejemplares.

– ¿Durante cinco años?

– Es un lugar muy grande -él se dio cuenta de que ella trataba de unir la idea de él como botánico con la del hombre que, trabajaba en el terreno de al lado.

Alcanzó la botella y le llenó el vaso.

– La botánica no está bien pagada -dijo él.

Ella levantó una ceja en un gesto escéptico.

– Obviamente no lo debe estar, si tiene que trabajar en lo que trabaja.

Así es que no lo creía del todo. Bueno, eso no era un problema.

– Es peor que eso. Nadie te contrata hasta que no tienes experiencia y no puedes tener experiencia hasta que no te contratan. Por eso hice trabajo voluntario.

– A pesar de todo, seguro que podrías conseguir un trabajo mejor.

– Probablemente. Mi padre dice que debería dejar de andar de arriba abajo y conseguirme un empleo como es debido.

– ¿Y en qué tipo de trabajo piensa?

– Pues cosas serias y razonables -ella se rió. Estaba claro que ella entendía que eso era imposible. Él sabía que ella lo entendía-. Mi padre es una de esas personas siempre serias y razonables -de hecho, se había casado por dinero, no por amor. Eso era serio y razonable-. Piensa que debería prestarle más atención al futuro, hacerme un plan de pensiones.

– Yo tengo una hermana que es también así. Puede que tengan razón.

– Puede, pero a mí me gusta estar al aire libre.

– Pues eso es una ventaja, teniendo en cuenta que estás durmiendo en una tienda de campaña.

– Es que no hay ningún sitio en el que me pueda quedar por aquí. A menos que conozcas a alguien que pudiera compadecerse de un botánico sin casa.

– Me temo que no -dijo Stacey a toda prisa, antes de que Clover le ofreciera la habitación que tenían libre. A primera hora del lunes iría a la tienda y quitaría el anuncio que había puesto para que no lo viera. Podría arreglárselas con un estudiante, peor no con Nash paseándose en pantalón corto-. Si me entero de algo, se lo diré.

– Gracias -ella dio un sorbo de vino, revolvió los espaguetis con el tenedor y se ruborizó ligeramente.

«¿Acaso piensa que le estoy rogando por una cama?», se preguntó Nash. «¿O que me estoy ofreciendo a llenar la suya de matrimonio?».

Bueno, tal vez lo estuviera haciendo. La idea de meterse entre las sábanas de una blanda y dulce cama, provocaba en su cuerpo efectos nada adecuados para una cena familiar.

– ¿Y tú, Stacey? -le preguntó él en un esfuerzo por distraerse-. ¿Trabajas?

– Soy jardinera.

– Sí, ya veo que el tema te gusta. No sabía que eras una profesional.

– Bueno, no llego a tanto -se encogió de hombros-. Empecé a estudiar horticultura, pero la vida me impidió seguir.

Matrimonio y niños. O quizá fuera al revés.

– Deberías volver a la universidad y terminar lo que empezaste. Podrías conseguir una beca, ¿no?

– Quizás. Pero… No puedo volver. Y ya he podido aplicar todo lo que aprendí. Ya he empezado a vender algunas de mis plantas. Pero necesito una vía adecuada de comercializarlas. Las prímulas y las violetas se venden muy bien en la tienda del pueblo -pero con lo que sacaba no llegaba ni a cubrir los gastos del agua-. Pero es un mercado muy limitado.

Stacey se detuvo. Se iba a cambiar a una casa pequeña en la ciudad, conseguiría un trabajo en una oficina y renunciaría a sus estúpidos sueños.

– ¿Flores silvestres? -le preguntó Nash.

– Es mi sueño -un sueño estúpido. Sonrió-. Quizás tú encuentres alguna especie protegida de flor silvestre y no puedan construir allí.

Hubo un pequeño silencio.

– Mantendré los ojos bien abiertos.

Ella lo miró, interrogante ante su repentina gravedad. Él no estaba sonriendo. Al menos, no parecía estar sonriendo.

– ¿Cómo van las cosas? ¿Se sabe ya cuándo van a empezar a trabajar?

– No, todavía no.

Lo peor era que aquello era divertido. Clover y Rosie parecían subyugadas, Stacey avergonzada y Nash… bueno, Nash se arrepentía de no haber podido vencer el impulso de dejarles las fresas con el balón, y de haberle reparado la cortadora.

Stacey, por su parte, se maldecía en silencio. Lo único que había hecho Gallagher había sido ser amable, y ella no hacía sino sacar las peores conclusiones, darle a sus acciones los peores motivos. Vació el vaso y forzó una sonrisa.

– Come -le dijo animadamente-. Hay pastel de grosellas de postre.

Nash se levantó.

– Estaba todo riquísimo. Muchas gracias.

– De nada.

– Vamos, Clover, Primrose. Vamos a recoger la cocina y hacerle a vuestra madre una taza de café.

– No hace falta, de verdad.

– No estoy de acuerdo. De hecho, creo que deberías ir al salón y sentarte allí tranquilamente, mientras nosotros fregamos.

– Pero…

– Hazme caso, soy doctor.

– ¿Doctor?

– Sí, tengo un doctorado.

¿Y estaba trabajando en el terreno de al lado? Sí, claro. Que no le tomara el pelo. No estaba segura de si sentirse halagada porque trataba de impresionarla o de si enfadarse por la mentira.

– ¿Cuenta un doctorado en filosofía? -preguntó ella, sin molestarse en ocultar su incredulidad.

Él sonrió, sin sentirse, aparentemente, ofendido.

– Bueno, es más que suficiente para lavar los platos. Mientras nosotros fregamos, prepara el vídeo. Enseguida iremos para allá.

Protestar con más fuerza sería absurdo. Para cuando logró encontrar la película y ponerla en el vídeo, Nash ya estaba allí con una bandeja con sus mejores tazas y una cafetera llena de café recién hecho.

Se sentó en el sofá, esperando que las niñas se acercaran a ella y se acurrucaran a su lado, tal y como hacían siempre. Pero Nash se le adelantó. Puso la bandeja en la mesita pequeña y se sentó a su lado. Hacía mucho que no compartía un sofá con un hombre. Encima, aquel viejo diván tenía la desfachatez de empujarlos al uno contra el otro. Nash olía a aire limpio, como una colada de ropa limpia.

– ¿No preferirías sentarte en sillón, Nash?

Él miró hacia donde ella señalaba y luego la miró a ella de nuevo.

– Veo mejor desde aquí.

Rosie y Clover no la ayudaron, pues agarraron los cojines y se sentaron a sus pies.

Así debería de haber sido si Mike hubiera seguido vivo: los cuatro juntos. Quizás. Su mirada se apartó de la pantalla y se posó en el hombre que tenía al lado, ese hombre de pelo rubio con un cuerpo de ensueño. Él se inclinó y sirvió el café, rozándole el brazo.

– ¿Leche? -le preguntó-. ¿Azúcar?

Sin duda, su sonrisa podía derretir el hielo.

– Solo leche -respondió ella. Él le dio la taza-. Gracias.

– De nada -se sentó tranquilamente, sintiéndose totalmente como en casa, con el café en una mano, su otro brazo estirado sobre el respaldo del sofá, pero sin tocarle los hombros.

Ella trató de imaginarse a Lawrence Fordham sentado en aquel mismo lugar, viendo una película de Walt Disney con Rosie y con Clover, riéndose juntos, disfrutando de la malvada Cruella de Ville…

Su imaginación se negó a hacer el cambio.

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