Stacey miró el trozo de cristal brillante que tenía sujeto entre los dedos y sintió que se ruborizaba.
No podía creer que había hecho aquello. Y, ¿qué debía hacer a continuación?
A pesar del hecho de que era totalmente incapaz de mirarle a los ojos, él debió de darse cuenta de qué era lo que pensaba, pues la agarró de la muñeca con una mano firme y le quitó el cristal de entre los dedos. Después lo arrojó al suelo y lo hundió en la tierra con el tacón.
– Gracias -dijo ella, con la voz temblorosa.
– Creo que soy yo el que debo darle las gracias a usted -seguía agarrándole la muñeca, transmitiéndole un calor que le derretía los huesos. Durante un rato, la mantuvo prisionera hasta que, de pronto, la soltó, como si se hubiera quemado. Se pasó la mano por el pelo para mantenerla ocupada. Luego, se miró la mano.
– ¿Lo ve? Siempre hago esto. Podría haberme cortado.
Ella se encogió de hombros.
– Es por culpa de ser madre -comenzó a decir ella-. Una no puede evitarlo -tragó saliva y trató de ignorar el peligroso cosquilleo que sentía en aquel lugar en que sus dedos habían tocado su muñeca. No sentía nada precisamente maternal. No, claro que no-. Me he permitido recolectar algunas fresas -dijo ella, sacando el tema antes de que él lo hiciera-. Espero que no le importe.
– Me ha parecido muy precavida al no llenar la cesta. ¿Están ricas?
¿Había estado allí, observándola? Se ruborizó una vez más.
– ¡Mami! -otra desesperada súplica.
– Creo que la capitana del equipo quiere seguir adelante con el juego -le dijo él, ofreciéndole la pelota.
– ¿Cómo? ¡Ah, no! Esa es Rosie. Tiene solo siete años. Clover la pone en la portería, pero no es muy buena -alcanzó el balón y se lo puso bajo el brazo-. Trataré de mantenerlas bajo control, pero cuando han estado en el colegio todo el día…
– No se preocupe. Estaré por aquí un par de días. Si la pelota vuelve a caer, me dan un grito desde el jardín y yo se la lanzo.
– Puede que se arrepienta de haber propuesto eso -se obligó a distanciarse de él y se negó a ceder a la tentación de quedarse mirándolo. Pero él camino a su lado y ella se dirigió hacia el muro.
¿Iba a ofrecerle ayuda para saltar al otro lado? Trató de no pensar en lo que podría ser sentir sus manos alrededor de la cintura, su respiración en el cuello.
– ¿Qué le va a suceder a este lugar? -le preguntó rápidamente para distraerse-. ¿Lo sabe? -miró hacia atrás-. He oído que iba a ser vendido a uno de esos horribles constructores -él no respondió-. ¡Oh, Dios santo! ¿Es usted?
– ¿Sería eso un problema? -la comisura de su labio se alzó en una sonrisa y él la miró de reojo.
Ella deseó en aquel momento tener mejor aspecto, no haberse limitado a sujetarse el pelo con una de las gomas de las niñas. Se podría haber puesto un poco de máscara en las pestañas, haberse pintado los labios.
«¿Todo eso para pintar una puerta? Vamos. Stacey, sé realista. Este tipo es un tiarrón y tú no eres más que una madre viuda con dos niñas», se dijo ella.
– Nos va a quitar las vistas -dijo ella rápidamente. No es que aquello le fuera a importar a ella durante mucho tiempo. Un prado de flores silvestres en el colegio público no podía considerarse una carrera profesional. Tenía que dejar de engañarse con la idea de que algún día podría llegar a hacer de aquella pasión que sentía por las flores silvestres un negocio lucrativo, y de que llegaría a arreglar la casa para poder venderla. Miró al jardín que se elevaba por la colina-. Quizá no consigan los permisos para construir.
– Ya los tienen.
– Vaya -se lo esperaba pero, a pesar de todo, no dejó de sentirse descorazonada. ¿Casas? -preguntó esperanzada.
– Naves industriales.
– Vaya -repitió-. ¿Trabaja usted para la constructora?
El negó con la cabeza.
– Trabajo para mí mismo. Soy Nash Gallagher -dijo, presentándose y tendiéndole la mano para estrechársela. Pero, entre la pelota y las fresas, tenía ambas ocupadas. Probablemente, era lo mejor. Todavía no se había recuperado del tacto de sus dedos sobre la muñeca. Si encima se trataba de juntar palma contra palma, aquello iba a hacer que la cabeza empezara a darle vueltas, y le iba a resultar imposible escalar el muro.
Pero no podía negarse a decirle su nombre.
– Stacey O'Neill. Y, seguramente, ya habrá deducido que esas dos «molestias» son Clover y Rosie.
– Bien, me alegro de haberla conocido. Como ya he dicho, me quedaré aquí durante unos días. Lo digo por si, al ver luz, piensan que pasa algo y se les ocurre llamar a la policía.
– ¿Se va a quedar? ¿Va a acampar? ¿Aquí? -vio que en un rincón había una tienda de campaña de una sola plaza y se preguntó si tendría permiso. Luego decidió que eso no era asunto suyo.
– Esto resulta de lo más lujoso si lo comparo con algunos de los lugares en los que he estado -le aseguró él, mal interpretando, claramente, su preocupación-. Tiene agua corriente y esas cosas…
Ella se contuvo, y no preguntó a qué tipo de sitios se refería, y se preguntó si habría entrado en la oficina para utilizar el agua y los servicios. ¿Qué más daba?
– Pero va a dormir en la tienda. Supongo que se estará bien, siempre y cuando no llueva. Esta ha sido una primavera muy lluviosa.
– ¿Está sugiriendo que este repentino buen tiempo no va a durar? -le preguntó él, con un toque de ironía en la voz y levantando las cejas.
– Ya lleva así toda la semana, y en este verano, eso ha sido todo un récord -inmediatamente, dio marcha atrás-. Aunque según el hombre del tiempo, no tendrá que preocuparse en un par de días.
Alzó la vista y miró al cielo limpio de nubes.
– Esperemos que así sea.
– ¡Mami!
– Se están impacientando -lanzó la pelota por encima del muro-. Trataré de que no vuelva a caer aquí.
– No hay problema si ocurre, de verdad.
Quizá no, pero ella sí tenía uno. Mientras saltaba por encima del muro, tratando de mantener su dignidad intacta, él se quedó allí mirando sus piernas pálidas por la falta de sol del invierno, un blanco moteado por las salpicaduras azules de la pintura de la puerta, por la rozadura de un ladrillo polvoriento, y un toque verdoso de plantas aplastadas en las rodillas, de haber agarrado las fresas.
Miró las frutas que llevaba en las manos y se arrepintió de no habérselas dejado a los insectos. Por su causa, tendría que pasar por encima del muro con una mano o tirarlas.
– ¿Puedo ayudarla? -se ofreció él. Otra vez.
Se imaginó aquellas dos grandes manos levantándola, o dándole un empujón en el trasero.
– Pues… -aquello empezaba a resultar realmente ridículo. Estaba ya demasiado cerca de los treinta. Tenía dos niñas. Solo las adolescentes se ruborizaban… -. Tal vez podría sujetarme las fresas mientras escalo -le sugirió.
Él no hizo el más mínimo amago de recogerlas. En lugar de eso, unió las manos y se las colocó a la altura del pie para que las usara de escalón. Ella se sintió momentáneamente decepcionada, pero reaccionó de inmediato y puso la playera sobre sus manos. Se agarró al muro y logró llegar a la cumbre sin la raspadura de rodilla habitual.
– Gracias -dijo ella.
– De nada -respondió él, mientras ella pasaba las piernas al otro lado-. Pásese cuando quiera.
Ella fingió que no lo había oído, y descendió apresuradamente hasta su jardín, acabando de aplastar definitivamente la dedalera, y no sin mancillar la deliciosa apariencia de las fresas. A pesar de la ayuda, se las había arreglado para convertirlas en zumo.
Nash Gallagher observó cómo su adorable vecina pasaba las piernas por encima del muro hacia el otro lado, y desaparecía rápidamente. Era evidente que había estado pintando. Tenía restos de pintura azul en las piernas, en la ropa y en los dedos. Al fijarse en el protector modo con que sujetaba las fresas, había notado también el azul de sus cutículas. ¿Es que le divertiría hacer ese tipo de cosas?
Con un «papá» en el cielo, daba la impresión de que no le quedaba mucha elección.
Stacey estaba triturando las fresas para mezclarlas con helado y dárselas a Clover y a Rosie como postre, cuando el picaporte de la puerta, aún colgante y medio atornillado, decidió caerse al suelo con gran estruendo.
Clover, que acababa de tomarse la última cucharada de judías blancas, lo miró.
– Lo que esta casa necesita es un hombre habilidoso -dijo la niña. Stacey le retiró el plato y le puso el helado delante-. O un hombre con mucho dinero.
– ¡Clover!
– Es verdad -añadió Rosie-. Eso es lo que dice la tía Dee.
Dee tenía toda la razón, pero ella, personalmente, habría preferido que se reservara su opinión para sí misma. O, al menos, que no lo promulgara a voces delante de las niñas.
Pero su hermana estaba empeñada en buscarle un marido, alguien que encajara en la idea que ella tenía de lo que era adecuado para su hermana, y no confiaba en que ella misma tuviera la capacidad de elegir bien. Necesitaba alguien estable. Alguien que, bajo ninguna circunstancia se dedicara a montar en moto.
Un administrativo, por ejemplo. O, aún mejor, un actuario de seguros, como su marido. Un hombre genéticamente programado para no arriesgar su vida innecesariamente.
Por desgracia, aunque le caía muy bien su cuñado, no le atraía en absoluto la idea de casarse con su clon. Su pensamiento se dirigía más bien al campamento montado por aquel extraño en un rincón del jardín y se sorprendió a sí misma con una sonrisa en los labios. Había cosas que no podía sustituir el dinero.
Pero, mientras le daba Stacey el helado, se prometió a sí misma que, para cuando llegara a comer el sábado, ella ya tendría la puerta bien pintada y los muebles en su sitio.
La verdad era que su encuentro con Nash Gallagher le había dado una idea. Bueno, más de una, pero se refería a la única realista. Hacer el amor ente un montón de fresas estaba muy bien cuando se era joven y libre, pero no era adecuado para una madre responsable. Las madres necesitaban tener sentido común.
Se libró de la fantasía y se centro en lo que era razonable. Tal vez su casa no fuera, precisamente, la viva imagen de las que aparecen en las revistas de decoración, pero era habitable. Y tenía una habitación de sobra. Dos, si consideraba el ático. A Nash podía no importarle dormir en una tienda, pero la mayoría de la gente no le hacía ascos a un baño con agua caliente y a unas sábanas limpias. Quizá podría alquilarle las habitaciones a un par de estudiantes.
Al paso que iba, tardaría algún tiempo en conseguir que la casa tuviera un aspecto aceptable y dos estudiantes le ayudarían a pagar sus facturas. Y si fueran un par de muchachos o de chicas que supieran la diferencia entre el mango del destornillador y lo que destornilla, mejor que mejor. Estaría muy contenta de darles, a cambio, comida casera. Dos estudiantes podrían traerle los mismos beneficios que un hombre habilidoso, sin las desventajas del tipo de marido que una mujer de casi treinta años, con dos niñas, solía atraer.
Nash se encontró a sí mismo sonriendo, mientras limpiaba los restos de cristales rotos, al recordar el modo en que Stacey se había ruborizado cuando la había sorprendido con las fresas en la mano. Habría jurado que las mujeres modernas ya no se ruborizaban.
Debería haberse sentido culpable por haber avergonzado de aquel modo a una joven viuda con dos hijas.
Se sintió mal, pero aquel rubor había merecido la pena.
Luego, su sonrisa se esfumó, mientras lo miraba.
Naves industriales.
Iban a ser naves bajas. En papel no había sonado tan mal. No le había parecido tan duro lo de apartarse de sus raíces. No sentía un apego especial hacia el pasado. Su infancia no había sido de esas que uno echa de menos.
Pero estando ahí, rodeado de un montón de hermosos recuerdos, le resultaba mucho más complicado sentir despego por todo aquello.
– No es que vayas siendo cada vez más joven, precisamente, y los niños son un lujo caro.
– Graba un disco. Te evitará un daño en las cuerdas vocales -dijo Stacey sin rencor alguno. Sabía que su hermana lo decía con buena intención.
– Lo haría si supiera que lo ibas a escuchar. Necesitas un marido y las niñas necesitan un padre.
– Yo no necesito un marido. Solo necesito un manitas. Y las niñas tienen un padre. Nadie puede sustituir a Mike.
– No -Dee, que se disponía a hacer algún comentario al respecto, de pronto dudó-. Pero Mike ya no está, Stacey -dijo con un tacto del que solía carecer, lo que le hizo sospechar a Stacey que iba detrás de algo-. Tienes que encontrarles a alguien que represente la figura paterna -dijo ella rápidamente-. Alguien que les aporte ciertas cosas -Stacey empezó a limpiar la mesa, tratando de no oír lo que venía inmediatamente después-. Lawrence Fordham, por ejemplo.
Así que aquella era una de aquellas charlas en las que va implícito un «haz lo que debes hacer».
– ¿Lawrence? -repitió ella-. ¿Quieres que me case con tu jefe?
– ¿Por qué no? Es un hombre estupendo. Estable, de confianza, maduro -adjetivos que no habrían podido aplicarse a Mike. Pero a los dieciocho años aquello había sido algo que no importaba. Además, ella tampoco los tenía-. Es un poco tímido, eso es todo.
– Solo un poco -afirmó ella. La habían sentado recientemente al lado de él en una comida en casa de su hermana. Así que de aquello se trataba. Ella no estaba dispuesta a hacer ningún esfuerzo, de modo que su hermana lo iba a hacer por ella. Debería haberle resultado divertido. Pero una vez que a su hermana se le metía una idea en la cabeza, era muy difícil quitársela-. Hay que sacarle las palabras con cuenta gotas.
– No es justo que digas eso. Una vez que se le conoce…
– Es un hombre encantador -si a uno le divertía hablar de la producción de quesos y yogures-. Pero no era mi intención llegar a nada más íntimo.
– De acuerdo, no es precisamente excitante, pero seamos realistas, ¿cuántos hombres que se mueran por ti están haciendo cola a tu puerta, suspirando por una cita?
– ¿Está suspirando? -Preguntó Stacey con cierta maldad-. ¿Lawrence?
– ¡Claro que no! -Dijo Dee-. ¡Sabes a lo que me refiero!
Claro que lo sabía. Ella ya había tenido al hombre de sus sueños y solo tocaba uno así por vida, nada más. Seguramente, era justo. Sabía que tenía que empezar a ser razonable. Pero la perspectiva vital de salir con hombres como Lawrence el resto de su vida, o, aún peor, acabar compartiendo su vida con alguien así, le resultaba realmente deprimente.
– Es una persona sólida, Stacey. Jamás te dejaría en una mala situación.
Lo que significaba que si fuera lo suficientemente desconsiderado como para morirse, no la dejaría con una casa que se tragaba el dinero y dos niñas a las que criar ella sola, sin muchas posibilidades económicas.
– No podría decepcionarme, Dee, porque solo somos «conocidos», nada más -añadió ella, para dejar clara su postura.
– Pero eso está a punto de cambiar -dijo Dee, sin considerar cuál era la posición de su hermana en todo aquello-. Le he dicho que serías su pareja en la cena de empresa del próximo sábado.
– ¡Que has hecho qué! -Stacey no esperó a que su hermana repitiera lo que había dicho-. ¡Tienes que estar de broma!
– Por qué? Es muy presentable. Tiene todavía todo el pelo, tiene dientes y no tiene malos hábitos -Stacey se preguntó si su hermana estaría preparada para garantizarle eso por escrito, pero no quería prolongar la conversación-. Sería, exactamente, el marido que necesitas.
– ¿Marido? Pensé que estábamos hablando de una cita.
– De eso estamos hablando. Pero los dos sois personas maduras. Tú serías estupenda para Lawrence, lo sacarías de la rutina que tiene, y él sería bueno para ti. No le importaría que convirtieras su jardín en un collage -porque, probablemente, no se daría cuenta-. Tú sola lo estás haciendo lo mejor que puedes, pero no me niegues que no es una lucha continua que no te lleva a ninguna parte -Stacey estaba a punto de negarlo, pero no tenía sentido, porque Dee podía ver lo que pasaba con toda claridad-. Vendrás el sábado, ¿verdad?
– Pero Dee…
– Por favor – ¿por favor? ¿Estaba tan desesperada? -. Prometo no volver a hablar de ello en un mes si vienes -le prometió.
– Dios santo, es tentador. Pero no tengo nada que ponerme -dijo Stacey.
– Puedes ponerte mi vestido negro.
– ¿Tu vestido negro? -debía de haberse imaginado que su hermana iba a ofrecerle una solución a cuantas excusas pudiera imaginar. Se quedó boquiabierta-. ¿No te referirás a «tu vestido» negro?
– Por supuesto que me refiero a él -dijo Dee con calma, y Stacey soltó una carcajada.
– Ahora sí que estoy realmente preocupada. Dime, ¿es que te van a dar una enorme bonificación si le consigues una cita a Lawrence para esa cena?
Dee levantó las cejas.
– ¿Lo harías si así fuera?
– ¿Lo repartirías conmigo? -De inmediato rectificó-. No me respondas. No quiero que me tientes.
– Venga, Stacey, se trata solo de salir una noche. Un maravilloso restaurante, comida deliciosa, un acompañante rico. ¿Cuántas ofertas como esa recibes al día? -no muchas. Realmente, ninguna-. Es un hombre entrenado para estar en casa, te lo aseguro -pero ella no quería nada así. Lo que quería era alguien como Nash Gallagher. De acuerdo, no «alguien como él», sino que lo quería a él-. Estarás a salvo. Tim y yo estaremos allí.
La noche prometía. Una velada en compañía de don correcto, doña generala y don aburrido.
– Si tu vas a la cena, yo no tendré a nadie con quien dejar a las niñas -había muchas ocasiones en las que ella habría agradecido que sus padres no se hubieran retirado y se hubieran marchado a envejecer en España, pero aquella no era una de ellas. Y Vera, su vecina, que cuidaba de las niñas muy de vez en cuando, trabajaba los sábados por la tarde en la gasolinera.
– Clover y Rosie se pueden quedar en nuestra casa -respondió Dee, con toda la firmeza de una mujer de negocios que no estaba dispuesta a aceptar un no por respuesta-. Ingrid está deseando tenerlas -dijo con la seguridad de una mujer de negocios que ha llegado a lo más alto y que tiene una aupair que es una joya-. Y también te voy a llevar a que te hagan una limpieza de cutis y una manicura.
– Eso es tentador -dijo Stacey. Se miró las manos, y se quitó una mancha de pintura azul que se había quedado impresa sobre la uña. Su hermana le había regalado, hacía tiempo, una carísima crema de manos para jardineros; tal vez ya era hora de que la usara. Y quizás Dee tenía razón. Después de tanto trabajar, se merecía que la trataran bien.
Una comida que no tendría que cocinar ella, una manicura y la posibilidad de ponerse un vestido de diseño eran reclamos tentadores.
– ¿De verdad que me prestarías tu vestido negro?
– Te lo traeré mañana.
– Pero Dee, la cena no es hasta el próximo sábado.
Dee sonrió.
– Lo sé. Tiempo suficiente como para que te inventes una docena de excusas. Pero una vez que tengas el vestido en el armario, ya no vas a ser capaz de resistirte a la tentación de ponértelo.
– Eso es cruel -pero quizás, podría ponérselo y hacer que Clover lanzara la pelota al otro lado del muro. La voz de Dee la sacó de su ensoñación.
– Haré lo que sea para sacarte de esta casa -sonrió-. Puedes regalarme alguna de esas fresas o las guardas para las niñas. Miró a donde estaban Clover y Rosie, en el césped, adornando a su primo pequeño, Harry, con margaritas.
– Tómatelas todas. Las niñas han comido ya un montón.
Dee se sirvió la fruta en un tazón.
– Son las mejores que he probado este año. ¿De dónde las has sacado?
– Pues… de un vecino -Stacey notó que se ruborizaba. No había visto a Nash desde la tarde que había escalado el muro y la había pillado con las manos llenas de fresas. Pero el resplandor de una hoguera que había visto por la noche, le decía que él estaba allí.
Antes de irse a la cama, Clover había lanzado una bola al otro lado del muro una vez más. Pero ella estaba orgullosa de su determinación de no pedirle a Nash que la buscara. Claro que, en aquel momento, no tenía la promesa de un vestido de Armani.
No. Estaba decidida. No estaba buscando a don perfecto, y ya había tenido la experiencia de vivir con don error y tenía consecuencias suficientes para lo que le quedaba de vida. Las niñas tendrían que esperar a que él se diera cuenta. Y, si tardaba, Clover aprendería a ser más cuidadosa.
Pero no tardó.
Clover, muy pronto, se encontró la bola en una bolsa, enganchada en la rama de un manzano, junto con un paquetito lleno de fresas.
Dee abrió los ojos sorprendida.
– ¿Un vecino? ¿Qué vecino? -la mirada inquisitorial de su hermana solo empeoró las cosas-. Pensé que eras tú eras la única que tenía este tipo de cosas por aquí. ¿Por qué te ruborizas?
Stacey se cubrió las mejillas con las manos.
– No seas tonta, es solo el calor -dijo rápidamente-. Y he estado pensando…
– ¿Pensando? -Dee alzó las cejas.
– He estado pensando -repitió Stacey, ignorando el tono sarcástico de su voz-. Podría alquilar una de mis habitaciones a un estudiante. ¿Qué te parece?
Stacey sabía exactamente lo que su hermana iba a pensar. Pero tenía que cambiar de tema rápidamente.
Creo que deberías vender la casa por lo que te dieran. Con un poco de suerte, los futuros compradores se quedarán tan sorprendidos con tu rosal, que no se fijarán en que la pintura se cae a trozos -hizo una pausa-. Si cortaras el césped, ayudaría.
– Si alquilo habitaciones a un par de estudiantes -continuó Stacey-, mi situación financiera cambiaría radicalmente. Sería capaz de arreglar la casa y, si decido venderla… bueno, cuando decida venderla -se corrigió a sí misma rápidamente-. Conseguiré un precio más alto.
– Llevas diciendo eso desde que Mike murió.
– Lo sé. Pero es que hay mucho que hacer.
– Eso no te lo discuto -se encogió de hombros- De acuerdo, ya he fastidiado bastante por hoy -se levantó-. Creo que estás loca, pero vamos a ver qué puedes ofrecer.
Su hermana estaba sacudiendo la cabeza ante un montón de baldosines caídos en el baño, cuando Stacey vio a Nash al otro lado del muro. Llevaba una carretilla llena de basura hacia un lugar del que salía una tímida columna de humo. El sol se reflejaba sobre su piel sudorosa y resaltaba la curva de sus bien esculpidos bíceps. Como si hubiera presentido su mirada, se volvió y sus ojos se encontraron.
– Sí, tienes razón -dijo, y sacó a su hermana del baño. Sabía, exactamente, qué opinión le merecería Nash Gallagher a su hermana. Era el tipo de tentación sobre dos piernas por la que ya había perdido la cabeza una vez-. Yo me cuido mucho de no salpicar, pero no puedo esperar que los demás lo hagan -miró por última vez a la ventana-. Ya veré lo que hago. ¿Podrías poner un cartel en la universidad cuando vayas hacia casa?
– Si insistes. Quizá también deberías poner uno en la tienda. O tal vez en el periódico… -Dee recordó, de pronto, que tenía otros planes para Stacey-. ¿O casarte con Lawrence y no volver a preocuparte por el dinero nunca más?
– ¿Por qué piensas que él querría casarse conmigo? No soy precisamente un «premio» para un hombre de su posición -la maligna sonrisa de su hermana le dijo que no era la única a la que estaban manipulando. Casi sentía tentaciones de sentir cierta empatía por él, pero ella tenía sus propias preocupaciones.
Por ejemplo, le preocupaba qué habría hecho Nash con el bizcocho que Clover le había dejado sobre el muro a modo de regalo de agradecimiento por haberle devuelto la pelota. En realidad el bizcocho lo había hecho para Archie.
Para cuando se dio cuenta de que el bollo había desaparecido y Clover admitió lo que había hecho, ya era demasiado tarde.