Capítulo 3

– ¿Te has enterado de lo que le va a pasar al antiguo vivero? -preguntó Dee, mientras caminaban hacia su carísimo coche italiano.

No quería admitir lo que sabía sobre las naves industriales, porque ya la había fastidiado bastante.

– Hay alguien trabajando allí -se limitó a decir.

– Entonces deben de haber conseguido todos los permisos -Dee suspiró y agitó la cabeza-. Ya te lo advertí. Esta casa no va a valer nada a menos que la vendas de prisa.

– Si hubiera podido venderla de prisa, lo habría hecho.

– No, querida, no lo habrías hecho. Has estado retrasando lo inevitable con la vana esperanza de que sucediera un milagro o algo así, para no tener que moverte de aquí.

– Eso no es verdad. No tengo suficiente para jugar a la lotería.

Dee la miró sorprendida.

– ¿Tan mal van las cosas? Oye, por favor…

– ¡No!

– De acuerdo, de acuerdo -dijo, dando marcha atrás en la oferta de dinero que estaba a punto de hacer-. Pero sabes lo que quiero decir. Tú no te quieres ir de esta casa. Todo eso de querer arreglar los destrozos que Mike le hizo a la casa no es más que una excusa. Tienes que dejar que el pasado se vaya…

Stacey tomó a su sobrino en brazos y lo metió en el coche, fingiendo no oír lo que su hermana le decía.

– ¿Estás bien, Harry? -Harry sonrió-. Eres una dulzura -retrocedió-. Me encantaría tener un pequeño como tú.

– ¿Sientes que vuelve a despertarse tu espíritu maternal? -Preguntó Dee-. Cásate con Lawrence y estoy segura de que él cumplirá.

– ¿De verdad? ¿Tiene que ser un pacto permanente? Porque yo me sentiría feliz solo con el bebé.

– Como si no tuvieras ya suficientes problemas -pero su hermana se llevaba impresa en la cara una sonrisa sospechosa. Estaba convencida de que las hormonas de Stacey se encargarían de hacer el trabajo sucio-. Te traeré el vestido.

– De acuerdo.

– No me dirás que no en el último momento, ¿verdad?

– No puedo prometer que vaya a ser «la noche de Lawrence», pero… -pensó una vez más en la sugerencia de su hermana de que las niñas se quedaran con Harry, bajo los cuidados de Ingrid, y se dio cuenta de que podía tener una nada inteligente interpretación. No era posible que hiciera algo así a cambio de nada. Tenía que buscarse su propia niñera-. Pero no te fallaré. No te olvides de poner un cartel en el tablón de anuncios de la universidad.

– ¿Estás segura de que quieres hacer esto? Puede resultar un inquilino insoportable.

– Siempre y cuando pueda pagar la renta, me vale.

Stacey le dijo adiós a su hermana que se alejaba con el coche, en nada convencida de que fuera a poder fiarse de ella en cuanto a lo del cartel. Su hermana tenía unos planes completamente diferentes. Quería que se casara con alguien que le pagara a sus hijas un colegio privado y que les proporcionara una casa con todo tipo de lujos, una casa en la que los estantes los hubiera colocado un carpintero.

Sabía que sus intenciones eran buenas.

Stacey se volvió a mirar a su casa. La adoraba, pero tenía que admitir que era una ruina.

Sin duda, necesitaba un buen arreglo desde que Mike la había heredado de su tío. Por desgracia, él no había sido el hombre adecuado para semejante trabajo.

Mike solo había sido bueno en una cosa. Pero un padre y un marido necesitaba algo más que un diez en sexo.

– ¿Qué miras, mami?

Stacey volvió al presente y se puso de cuclillas junto a Rosie.

– Algún pájaro ha hecho su nido bajo las tejas. ¿Lo ves?

– ¡Guau!

– Si crían ahí, volverán cada año -no se trataba de un huésped de alquiler, pero era igualmente bienvenido-. Corre a buscar a Clover, que quiero ir al centro. Por si acaso Dee no quería arriesgarse a que algún inoportuno estudiante le estropeara sus planes, Stacey había decidido poner un anuncio en la tienda antes de perder los nervios.

Y, cuando regresara, cortaría el césped. Bueno, al menos cortaría las margaritas, que era todo lo que su cortadora podía hacer.

Los estudiantes universitarios seguramente no se darían ni cuenta, pero no podía arriesgarse a decepcionar a nadie.

Querido Nash:

Mamá dice que tengo que esperar hasta que encuentres mi pelota, pero eso puede tardar toda la vida si no sabes que la he perdido. Así que te pido que me la lances a través del muro otra vez. Lo siento.

Con cariño, Clover.

PD. Por favor, no le digas a mamá que he escrito esto. Se supone que debo ser paciente y esperar.

Nash vio la nota en una de las grietas del muro al salir de su tienda al amanecer. Tardó un poco en encontrar el balón, pero no le importó. Había estado esperando una oportunidad para poder conocer más a fondo a Stacey O’Neill. Esperaba que las fresas lo ayudaran.

No había respondido directamente, pero el bizcocho sugería que no le iba a importar que se asomara al otro lado del muro para decir hola. El sonido de una cortadora de césped decrépita era la excusa que necesitaba.

Stacey estaba llenado el depósito de gasolina de la insaciable cortadora, cuando algo le hizo levantar la cabeza. Nash Gallagher estaba sentado en la parte superior del muro, observándola. Sus increíbles piernas parecían esperar una invitación para saltar y sentirse en su jardín como en casa.

– ¿Necesita ayuda? -le preguntó.

– Lo que necesito es una nueva cortadora -dijo ella, con el rostro congestionado y el cuerpo inclinado sobre la máquina-. Solo espero tener suficiente gasolina para terminar de cortarlo todo.

Las seis pulgadas de altura que tenía la hierba no ayudaba mucho.

Él saltó al jardín sin esperar más invitación y se aproximó al artefacto. Lo empujó, como si probara algo.

– ¿Tiene una llave?

– Sí, claro que sí -dijo ella y él esperó a algo-. ¿Quiere que la traiga?

– Puede ser una buena idea. A menos que la tenga entrenada para que venga cuando le silba -su boca se torció lateralmente en algo que era mucho más que una sonrisa.

¡Cielo santo! Aquel hombre era su tipo. Se había casado con uno de ellos pero, al parecer, seis años de vida con un embelesador al que se le iban los ojos detrás de las mujeres no la habían inmunizado.

– No hace falta -dijo ella rápidamente-. De verdad, me las puedo arreglar.

– Hasta que se quede sin gasolina -alzó los ojos y se protegió del sol con la mano-. Si se siente en deuda por ello, siempre podrá hacerme otro bizcocho.

– Ya sabía que el bizcocho provocaría un mal entendido. Ese fue un regalo de Clover, en agradecimiento por haberle devuelto la pelota.

– ¿De verdad? -no parecía decepcionado. Se volvió hacia Clover-. Estaba muy rico, Clover. ¿También sabes hacer té?

Clover se rió.

– Mamá hizo el bizcocho. Yo solo lo puse en el muro para darle las gracias. Pero hacer té es muy fácil.

– Pues estoy seguro de que tu madre agradecería una taza. Y, puesto que vas a prepararlo, el mío me gusta con tres cucharadas de azúcar.

Clover se rió de nuevo. Stacey trató de no reírse con ella. Clover tenía una excusa: contaba con solo nueve años de vida. Pero a los veintiocho, a Stacey se le presuponía cierto juicio.

Agradeció la escapada al garaje para buscar la caja de herramientas, porque eso le dio la oportunidad de controlar sus gestos.

– He traído la caja -dijo, dejándola en el césped, junto a él. La habían heredado con la casa y no había nada que tuviera menos de cincuenta años-. Seguro que hay algo que sirve.

Él se inclinó, abrió la caja y rebuscó dentro, y probó un par de llaves.

– Bien, manos a la obra -dijo. Stacey lo observó, sin poder evitar morderse ansiosa el labio inferior, mientras veía cómo desmontaba la cortadora. Mike solía empezar así, con mucha confianza en sí mismo. Nash la miró y notó su expresión de preocupación-. No se preocupe. Luego volveré a poner las piezas en su sitio.

Stacey tragó saliva. Mike también solía decir eso.

– Bien, yo… seguiré cortando los bordes del césped.

Él se limitó a sonreír y continuó desmontando su preciada cortadora. No podía soportar la visión. Así que se puso a trabajar con unas tijeras podadoras que, demasiado tarde, descubrió que estaban sin afilar. La verdad era que no estaba muy centrada en la apariencia que deberían tener los bordes del césped.

Luchaba por disimular su inquietud ante lo que Nash estaba haciendo.

Había aprendido a morderse la lengua antes de hacer determinadas peticiones como, «realmente necesitaría un estante» o «¿has visto la grieta que hay en el baño?» o «vamos a decorar el comedor».

Mike se lanzaba ciegamente a todo, pero su entusiasmo y su capacidad no se correspondían. Cuando las cosas empezaban a fallar, su entusiasmo se desvanecía. Pero su marido había muerto hacía tres años, y había perdido la costumbre de enfrentarse a alguien así.

Miró por encima del hombro a Nash. Si le estropeaba la cortadora, iba a tener un terrible problema. No se trataba de mantener el jardín impecable, pero sí de tener un lugar en el que las niñas pudieran jugar. La hierba no dejaba de crecer porque la cortadora no funcionara.

Clover dejó una taza de té justo detrás de su madre y le llevó la otra a Nash. Se quedó a su lado viendo lo que hacía.

– ¡Clover, no molestes! -le dijo ella.

– No molesta en absoluto -Nash le hizo un gesto de que se sentara a su lado y comenzó a explicarle lo que era cada pieza y para qué servían. Rosie, que no quería quedarse fuera, se sentó también a su lado-. Esto es una arandela y esto es una tuerca -se las fue mostrando para que las miraran con detenimiento-. Este tornillo pasa por aquí, ¿lo veis? Después hay que poner la tuerca al final. ¿Quieres hacerlo tú, Rosie? -Rosie se rió-. Tú eres Rosie, ¿no?

– Su verdadero nombre es Primrose -dijo Clover-. Pero nadie la llama así.

– Me gusta Primrose -protestó Rosie.

– Seguro que tu cumpleaños es en marzo.

– Pues sí, lo es -dijo ella, sobrecogida por la atención que le prestaba.

– De acuerdo, Primrose -le pasó la arandela y ella la puso donde él le había indicado-. Ahora la tuerca va ahí. Clover, ¿puedes tú hacer eso por mí? -Clover enroscó la tuerca cuidadosamente en su sitio-. Haremos esto enseguida.

Stacey miraba a sus hijas sintiendo un cierto dolor. Así deberían de haber sido las cosas para ellas. Su padre no había tenido nunca tanta paciencia.

Nash alzó la vista y la vio observándolos. Levantó las cejas en un gesto interrogante de «¿lo que estoy haciendo está bien?». Stacey forzó una sonrisa y, luego, apartó el rostro y continuó cortando los bordes del césped.

– Mamá, el té se te está enfriando.

– Lo siento -se detuvo, alcanzó la taza y no pudo evitar volver a mirar-. ¿Tienes niños, Nash? -la pregunta la formularon sus labios antes de que ella pudiera pensar.

– No, no tengo niños, ni mujer -le pasó a Clover otra tuerca y alzó la vista-. Me paso la vida viajando. Nunca he parado en ningún sitio lo suficiente como para formar una familia.

Ella recordó que él había dicho que había estado en sitios peores que aquel vivero abandonado.

– ¿Dónde?

– En todas partes -debió de leer la siguiente pregunta en sus ojos, o quizá ya sabía lo que estaba a punto de llegar-. Empecé como voluntario en el sudeste de Asia.

– Sí, he oído hablar de ello -había pensado en haber hecho algo parecido después de la universidad. Pero conoció a Mike y nada le pareció tan importante como estar con él.

– Estuve un par de años con ellos antes de meterme en un proyecto con Oxfam. Luego me trasladé a Sudamérica. He vivido allí durante cinco años.

– Y ahora ha vuelto a casa.

Pensó en ello durante un momento.

– Sí, supongo que sí -parecía sorprendido, como si él mismo no se lo pudiera creer-. Bien, chicas, creo que esto ya está casi terminado. Vamos a probarlo.

Guardó las herramientas en la caja y puso la cortadora en marcha. De pronto funcionaba sin aquel espantoso ruido que tenía antes, que ella había asumido se debía a la vejez del aparato y que se trataba de algo con lo que, sencillamente, tenía que vivir.

– Suena diferente -le dijo Stacey-. ¿Qué le ha hecho?

– Nada excepcional. Había algo enganchado en las aspas. Lo he limpiado. Ya no tendrá más problemas -miró las tijeras de podar-. Si quiere se las puedo afilar. Tengo un buril -señaló hacia el muro y el pelo le cayó sobre la frente. Se lo apartó dejándose una marca de grasa sobre la frente. Ella tuvo que contener las ganas de estirar la mano y limpiársela.

– Bueno…

– Si usted quiere…

Tenía la incómoda sensación de que su boca estaba abierta.

– No quiero causar problemas.

– No es un problema -sonrió él-. Lo puedo hacer ahora, mientras termina de cortar el césped.

Ella temía que le pudiera ofrecer aquello. No porque ella tuviera ninguna aversión a que la ayudaran, sino porque, sencillamente, no estaba habituada a que nadie se ofreciera.

Sus padres habían preferido retirarse a un lugar alejado de sus nietos y, aunque su hermana le ofrecía dinero de vez en cuando, Dee estaba demasiado ocupada en su vida de ejecutiva como para ponerse un mono y aparecer por su casa con una brocha en la mano y dispuesta a ayudar.

Hacerlo todo una misma era realmente solitario. Quizá Dee tenía razón. Necesitaba a un hombre en la casa.

Nash tomó las tijeras podadoras.

– Solo tardaré un momento. Gracias por el té, Clover -puso las tijeras sobre el muro y, acto seguido, saltó él, con un movimiento fluido y pasó al otro lado.

De pronto, el jardín pareció realmente vacío sin él.

– ¿Se podría quedar a cenar Nash, mami? -le preguntó Rosie.

– Supongo que estará ocupado -respondió Stacey. Seguramente demasiado ocupado como para pasar la noche con una mujer que no se aplicaba crema de manos y que necesitaba kilos de crema hidratante para mantener la piel mínimamente fresca.

Con lo atractivo que era, seguro que tenía a todas las mujeres solteras del vecindario, agitando las pestañas a su paso. Seguramente, algunas no solteras, también.

– Pero se lo vas a pedir, ¿verdad? -le preguntó Clover.

Era una tentación. Después de todo, ella era humana. Pero había aprendido lo que era tener un poco de sentido común a lo largo de los años. Al menos, el suficiente para no caer por segunda vez en la trampa de unos pantalones bermuda. Debía ser razonable, aunque, tal vez, no le gustase, pero el no serlo ya le había causado ya demasiados problemas.

– Ya veremos -dijo ella y se puso a segar el césped zanjando así la conversación.

Acababa de terminar, cuando él reapareció en lo alto del muro.

– Nash, mamá dice que te puedes quedar a cenar si tú quieres -dijo Clover antes de que Stacey pudiera detenerla.

– Por favor, di que sí -le rogó Rosie.

Nash miró a Stacey y se dio cuenta de que Clover había puesto a su madre en un compromiso. Había pensado, sencillamente, devolver las tijeras y luego regresar a su lugar. No quería molestarla. Era una viuda con dos niñas y era normal que desconfiara de un extraño que había plantado su tienda en el jardín de al lado.

– ¿De verdad? -preguntó él, no dejándole otra opción que la de confirmar la invitación de su hija. No se sentía orgulloso de sí mismo, pero tenía que tomar lo que le dieran. No pensaba estar allí durante mucho tiempo.

– No he hecho nada excesivamente excitante -dijo ella rápidamente-. Son espaguetis a la boloñesa -luego, al darse cuenta de que no había sonado precisamente entusiasmada, rectificó-. Pero es el plato favorito de las niñas.

– El mío también. Pero no quiero ser una molestia. Solo había venido a dar las gracias por el bizcocho -eso sí que había sido un golpe bajo. Ella no tendría más remedio que repetir la invitación.

– Y me ha arreglado la cortadora. Funciona como si fuera nueva.

Él se encogió de hombros.

– No ha sido nada. Cuando estás siempre a dos días de la ciudad más próxima, aprendes a arreglar las cosas.

¿Así era como funcionaba?

– Bien, le estoy muy agradecida. De verdad, será bienvenido si quiere quedarse a cenar con nosotras.

Stacey pensó que realmente lo era, claro que solo porque estaba tratando de ser una buena vecina. Si él se hubiera trasladado a la casa de al lado no se lo habría pensado dos veces. Pero quizás era el momento de que empezara a pensarse las cosas antes de abrir la boca. Claro que su hermana estaría en desacuerdo con todo aquello… Aquel pensamiento fue más que suficiente para incitarla a sonreír.

– ¿Le gustaría quedarse?

– ¿La verdad? Me encantaría. No he tomado una comida casera desde hace meses. ¿A qué hora?

– Alas seis.

– No llegaré tarde -le dio las tijeras afiladas, relucientes y recién engrasadas. Su hermana, definitivamente, tenía razón. Tener un hombre habilidoso en la casa no sería tan mala idea, siempre y cuando fuera el hombre que ella eligiera.

Stacey se miró las manos, gruñó y agarró la lima, mientras se hacía la promesa de portarse bien y utilizar guantes en el jardín. También empezaría a aplicarse la crema que le había regalado su hermana. De verdad que estaba dispuesta a hacerlo, en cuanto pudiera encontrarla.

Se miró en el espejo y se quitó la goma que le retiraba el pelo de la cara. Gruñó otra vez. ¿Por qué no había utilizado una de las gomas de Rosie? ¿Aquella que tenía un puñado de margaritas? ¿O la de las mariposas? ¿En qué demonios estaba pensando cuando se había recogido el pelo con una figura de plástico de un pato con un traje de marinero?

Pues no había estado pensando en nada. La verdad era que no pensaba en sí misma como una mujer. No había pensado en ella como mujer desde hacía mucho tiempo. Era una madre. Y una mujer loca que plantaba malas hierbas en su jardín y las ponía en tiestos, esperando que la gente las comprara. Pero, eso sí, tenía un jardín muy especial…

Pero estaba totalmente desacostumbrada a pensar en sí misma como en una mujer.

Mientras se quitaba los restos de hierba de los dedos, se dijo que tenía que intentarlo. Olvidándose de Nash Gallagher, tenía que darse cuenta de que si Lawrence Fordham la veía así el sábado por la noche, saldría huyendo a toda prisa en dirección al bar, con vestido de diseño o no.

¡Estaba hecha un desastre! Se lavó las manos y se pasó los dedos húmedos por el pelo. Se lo había lavado aquella misma mañana, pero no se había preocupado por echarse un poco de acondicionador. Se acercó al espejo. Se notaba. Bueno, era muy tarde ya. Así que se lo recogió con una goma de terciopelo. No era exactamente sofisticada, pero cualquiera sería mejor que la del pato.

¿Y qué se iba a poner?

Se estiró y miró su propio reflejo en el espejo.

– ¿A quién crees que estás engañando, Stacey O'Neill? -se preguntó-. Da exactamente igual que no te hayas cuidado las uñas desde hace meses. Da igual que no te hayas puesto suavizante en el pelo. Nash Gallagher no lo va a notar.

Además, se moriría de vergüenza si él notaba que ella había hecho un esfuerzo especial. Lo último que quería era que pensara que se había fijado en él. Seguramente acabaría por avergonzarlo más de lo que ella estaba.

No era más que un hombre amable que le había reparado la cortadora de césped, en agradecimiento por un bizcocho. Clover y Rosie lo habían acorralado y obligado a quedarse a cenar. Al menos, podrían comer pronto, de modo que él podría escapar a tiempo de poder seguir con su vida.

Unos vaqueros. Eso era lo que debía ponerse. Se pondría sus vaqueros buenos. Lo de «buenos» no significaba «sexys y de diseño», sino los únicos que no estaban destrozados. Estaría bien, porque así podría ocultar sus rodillas de jardinera. Pero ese era un gesto vanidoso. No, no era vanidad, sino amabilidad. Sus rodillas podrían llegar a quitarle las ganas de comer espaguetis.

Se pondría los vaqueros con una camiseta ancha. Perfecto.

Pero tenía las piernas irritadas por el sol, y los vaqueros le picaban y se sentía incómoda.

Bien. No había problema. En algún lugar tendría una falda, una cosa un tanto vieja, de color crema, pero que estaba limpia. Sin embargo, quedaba muy mal con la camiseta.

Tenía un suéter rojo que Dee le había pasado. No estaba mal. Quizás un pequeño toque de máscara en las pestañas. No quería que pensara que no había hecho un esfuerzo, no sería educado por su parte. Pero, desde luego, nada de carmín. Nada. Se miró al espejo.

Bueno, un poquito de brillo.

Mientras se pintaba los labios, vio en sus mejillas un fugaz rubor.

Era representativo de la tensión que sentía en la boca del estómago, la urgente necesidad de tragar saliva.

– ¡Clover, Rosie! -las llamó, al llegar a la cocina. Aparecieron a una velocidad sospechosa, demasiado dispuestas a colaborar. Las dos sabían que tenía todo el derecho a estar enfadada con ellas, pero no lo estaba. Solo estaba enfadada consigo misma-. ¿Podéis poner la mesa, por favor?

– Ya la hemos puesto -Dios santo, la habían puesto. Y se habían molestado en sacar la mejor mantelería y la porcelana. Incluso habían colocado las servilletas de tela. Bueno, tal vez no importaba. Quizás él pensara que siempre comían así-. ¿Podemos cortar unas flores? -preguntó Rosie. ¿Flores? No tendría por qué pensar que ella estaba «barriendo hacia dentro» solo porque hubiera unas flores en la mesa-. Por favor -le rogó la niña.

Clover se unió a la súplica de su hermana.

– Podemos cortar unas rosas silvestres?

– «Rosa canina» -la corrigió su madre.

Definitivamente tenía que decir que no.

– Te vas a pinchar con las espinas, y se te caerán los pétalos antes de llegar aquí. Será mejor que pongas algo más colorido y alegre. Puedes usar el jarrón de cerámica.

Tenía un aspecto un tanto infantil que estuviera de acuerdo con la promotora de la idea.

Las niñas salieron a toda prisa, mientras Stacey se ponía el delantal, llenaba el cazo de agua y lo ponía al fuego para hacer los espaguetis. La salsa ya la tenía hecha en la nevera. Esperaba que cundiera lo suficiente. Sería mejor que prepara la tarta que tenía prevista para el día siguiente. Sacó un litro de leche de la nevera y empezó a hacer una crema pastelera.

El reloj del recibidor marcó la hora. ¡Maldición! Se le había hecho muy tarde con tanto vestirse y tanto maquillaje. Tendría que darle conversación mientras terminaba la comida. ¿De qué hablaban dos personas adultas?

Si al menos hubiera tenido alguna bebida que ofrecerle. Pero solo había una botella de licor de jengibre que le había tocado en una tómbola. La única alternativa era el mosto sin azúcar, que evitaba la caries. De pronto, presintió algo y levantó la vista.

Nash ya estaba en el jardín. Llevaba unos vaqueros y una camisa oscura. Se sentía como si tuviera diecisiete años otra vez, como cuando Mike la esperaba con la moto a la puerta y su padre lo miraba con un gesto tan agrio que podría haber cortado la leche.

– Cuidado -le dijo a Rosie, mientras llenaba de agua el jarrón en el fregadero. Pero continuó dándole vueltas a la crema, sin apartar los ojos de Nash que atravesaba el jardín. Se detuvo a mirar unas hierbas que ella tenía plantadas.

Luego, se volvió y la pilló con una estúpida sonrisa dibujada en el rostro. El sonrió también confirmando con su gesto que tenía unos dientes estupendos.

Detrás de ella, se oyó un grito y un quebrar de loza.

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