“Bien”, pensó Stacey en mitad del silencio que siguió a la partida de su hermana. En las últimas horas había tenido todo tipo de consejos, la mayor parte de ellos contradictorios: no abandones tus sueños, tíralos a la basura, déjate llevar, toma control de la situación. Alcanza la luna.
Desde su habitación vio un resplandor lejano, más allá del muro del jardín y pensó en sus sueños. Pero Nash se iba a marchar en cuestión de dos días. Quizás había llegado el momento de que ella también lo hiciera.
Quizás debería escribir una lista. A Dee le encantaban las listas. Debería escribir lo que era realmente importante para ella. Las cosas pequeñas. Las cosas grandes. Lo absolutamente imposible. Lo totalmente estúpido.
De acuerdo, eran las cuatro de la mañana y tenía que dormir para estar hermosa al día siguiente, pero estaba amaneciendo y estaba completamente despierta. Podía tratar de poner su vida en orden.
Buscó un cuaderno que se había comprado para escribir todos esos pensamientos que a uno le asaltan en mitad de la noche.
Lo abrió por primera vez en meses, preguntándose qué ideas la habían asaltado en el pasado.
«Comer más arroz y pasta», vio escrito. ¿Acaso eso era tan importante como para escribirlo en mitad de la noche?
Después de leer unas cuantas cosas, llegó a la nota final: un recordatorio de que debía comprar leche. Arrancó las hojas y, sobre una nueva, escribió:
PLAN DE VIDA
1- Acostarme con Nash Gallagher antes de que se vaya.
Bien, aquello era absoluta y totalmente estúpido, pero era lo primero que tenía en mente, así que debía escribirlo.
– Quedarme con la casa.
– Terminar el baño para poder alquilar una habitación.
4 – Alquilar una habitación, para poder quedarme con mi casa.
5 – Casarme con Lawrence Fordham, solo si acepta vivir aquí para poder quedarme en mi casa.
6 – Comenzar mi negocio de plantas silvestres.
Se detuvo ahí, y miró la lista. Tenía que tachar dos de aquellas cosas: la que era completamente estúpida y la que era completamente imposible. Así que trazó una línea sobre la número uno y la número cinco.
Eso la dejaba con la clara determinación de que no iba dejar su casa, y el reconocimiento de que sus sueños no se iban a esfumar, no importaba cuánto insistiera su hermana mayor.
Por eso, decidió rescribir la opción número uno antes de ir a ver cómo estaban los gatos.
– ¿Puedo pasar sin peligro?
Stacey cerró rápidamente el cuaderno cuya lista había adoptado proporciones épicas en las últimas horas.
El sonido de su voz fue suficiente para causar todo tipo de estragos en su estómago, un sentimiento que le creaba graves conflictos con su firme propósito de mantener los pies sobre la tierra, mientras trataba de alcanzarla luna.
Hizo lo que pudo por ignorar aquellas sensaciones. Pero no debía de estar tan sujeta a la tierra como ella quería creer. Una simple sonrisa de Nash Gallagher era suficiente para que sintiera el calor del deseo recorriéndole todo el cuerpo.
– ¿Sin peligro? ¿Qué peligro? -preguntó, en un tono de voz que se presuponía debía de ser amigable y ligero. La cuestión era que, aunque había vacilado respecto a la primera opción, sus hormonas eran las que mandaban.
Nash se apartó un mechón de pelo de la frente y eso le obligó a utilizar toda su fuerza de voluntad.
– Tu hermana no parecía muy contenta con mi visita en mitad de la noche -dijo él, con una sonrisa en los ojos-. Pensé que tal vez habría traído un perro guardián para alejar cualquier tentación.
Así que pensaba que era irresistible. Bueno, tal vez tenía razón.
– Creo que a Dee no le gustarías a ninguna hora del día -y Stacey empezaba a pensar que su hermana tenía razón. Nash Gallagher no iba a ocasionarle más que problemas. A pesar de todo, no le resultaba fácil resistirse a sus encantos-. Pero no te preocupes. Se ha marchado a París. Iba camino al aeropuerto y ha parado aquí solo para dejarme el coche.
– ¿Va a estar mucho tiempo fuera? -le preguntó.
– Lo siento, pero mañana mismo estará de vuelta. Ha habido una crisis en su estrategia de ventas de yogur -él levantó las cejas-. Es la directora comercial de Fordham Foods.
– ¿Sí? Bueno, la verdad es que no me sorprende.
Stacey se encogió de hombros.
– Ella es el cerebro de la familia.
«Mientras que yo soy la que se deja embobar por unos músculos», pensó Stacey, mientras le daba una llave de la puerta trasera, con mucho cuidado de que sus dedos no se rozaran. Fue inevitable: se tocaron, y surgieron todo tipo de urgentes deseos en pugna con todo tipo de razones para no dejarse llevar. Se cuidó muy mucho de no mirarlo, para no acrecentar las sensaciones que le había provocado un simple roce.
– He llevado a la gata al sótano. Está bien alimentada y tiene todo lo que necesita -no sabía si él recordaba la promesa que le había hecho de cuidar de la gata-. Si puedes, ven a verla de vez en cuando. Yo volveré antes de que las niñas salgan del colegio.
– ¿Vas a estar fuera todo el día?
– No tengo el coche de mi hermana muy a menudo, así que tengo que aprovechar. ¿Querías algo?
Sus ojos le dijeron exactamente lo que quería.
– Iba a aceptar esos huevos revueltos que me habías prometido.
– Sin problemas. Hazte lo que quieras -dijo ella-. Están en la nevera.
Los dos sabían que no era a eso a lo que se refería. Pero ella tomó sus bolsas, las llaves y se dirigió hacia la puerta, antes de tener tentaciones de ofrecerle un desayuno en la cama.
– Hay té en la tetera.
– Stacey -ya casi estaba a salvo y en la puerta-. Si te tienes que ir ahora, quizá podríamos hacer algo esto noche.
¿Algo? ¿Qué clase de «algo»?
– ¿Qué te parece si compro algo de comida y vengo más tarde?
¿Más tarde? Es que le estaba pidiendo que saliera con él. O más bien le estaba pidiendo que se quedara en casa con él.
Él continuó.
– Pudo venir después de que hayas metido a Clover y a Rosie en la cama -añadió, para que Stacey no tuviera ninguna duda de qué era lo que él quería.
La vida no era justa. Aunque, quizás, la vida y su hermana trataban de decirle lo mismo.
– Los siento Nash, pero voy a salir esta noche.
– ¿Vas a salir? -dijo él claramente celoso, lo que hizo que sus hormonas femeninas se alteraran particularmente.
– No es nada excitante. Una recepción en Maybridge -le habría encantando poder decirle que, sin duda, prefería la opción que él le proponía, pero que no había ningún futuro en su propuesta-. Quizás en otro momento.
Los dos sabían que no habría otra oportunidad.
Y Stacey se sentía realmente frustrada. Llevaba tres años siendo viuda y ni en una sola ocasión en todo aquel tiempo se había sentido atraída por nadie.
Sin embargo, una sola mirada por parte de Nash era suficiente para desencajar toda la maquinaria. Le resultaba tan difícil marcharse. Pero tenía que seguir con su vida. Ya la había fastidiado una vez con un hombre que le provocaba aquel tipo de sensaciones. Repetir otra vez el mismo error era realmente estúpido.
– Hay un pastel en el frigorífico -le dijo ella-. Sírvete lo que quieras.
Él frunció el ceño.
– Stacey, ¿acaso hice algo malo ayer?
– Ayer fue… -ella contuvo la respiración-. Ayer fue ayer. Lo siento, pero me tengo que ir o voy a llegar tarde.
Cerró la puerta rápidamente.
Nash vio cómo se marchaba y pasaba por delante de la ventana. Se estaba alejando de él. Bien. Eso era lo que él quería, ¿no? No quería compromisos. Se sirvió una taza de té y se frió un par de huevos. Recogió y fue a comprobar que la gata estaba bien.
Estaba a punto de marcharse, cuando alguien llamó a la puerta. Era una chica de unos diecinueve o veinte años, con el pelo rubio y mirada inteligente.
– He oído que alquilan una habitación aquí. Espero no haber llegado demasiado tarde -todo en ella era una invitación y, en otro tiempo, nunca había evitado aquel tipo de fiestas. Pero no respondió a mirada interesada y a su sonrisa dispuesta. Solo quería a Stacey-. Estoy un poco desesperada.
– Pues, lo siento, no puedo ayudarte. Tendrás que volver cuando regrese la señora O'Neill. Estará aquí a eso de la cuatro.
– ¿Puedo dejar mi número de teléfono? Quizá pueda llamarme -algo le decía que la sugerencia no tenía nada que ver con la habitación.
Él se encogió de hombros y miró la nota.
– De acuerdo
Cerró la puerta y todo lo que pudo hacer fue preguntarse cómo iba a pasarse el resto del día sin Stacey.
A Stacey le hicieron una limpieza de cutis, la peinaron y le hicieron la manicura.
Una vez que estuvo lista, se pasó por el banco a ver qué opinarían de darle un crédito para empezar un negocio de flores silvestres.
Puede que fuera el pelo, o la manicura, pero algo la ayudó a que el director del banco al menos no se riera. Tampoco es que se mostrara entusiasmado, pero le dio un montón de papeles sobre cómo iniciar un negocio y le dijo que volviera cuando tuviera un plan de empresa. Un plan de vida no era suficiente.
Se comió un sandwich y luego se fue a visitar a Archie. Tenía un aspecto muy frágil, pero se alegró mucho de verla.
– ¿Has conseguido hacer algo de dinero, muchacha?
– No, por desgracia. ¿Por qué?
– Porque no has venido en tu bicicleta. No puede ser, si tienes ese aspecto.
– Es que mi hermana me ha prestado el coche.
– Maldición. Tenía la esperanza de que hubiera un nuevo hombre en tu vida.
– Pues siento decepcionarlo -dijo ella.
– Los hombres de hoy en día son tan lentos en darse cuenta de dónde hay algo bueno. Yo no habría dejado escapar a una viuda guapa y joven como tú -el anciano se rió y, una vez más, su carcajada se convirtió en una tos seca-. Bueno, bueno. ¿Y cómo está mi jardín?
– La verdad es que cada vez tiene mejor aspecto.
– ¡Vaya! -el hombre alzó la cabeza y Stacey pudo ver una chispa de interés en sus ojos.
– ¿Qué pasa, Archie? ¿Es verdad que van a construir naves industriales ahí, o es solo un rumor?
– ¿Un rumor?
– He preguntado en la oficina del ayuntamiento, y han aprobado un plan para la construcción de una serie de naves -su silencio parecía una aserción-. Entonces, ¿por qué hay alguien limpiando los caminos, abonando los frutales y volviendo a organizar todo aquello?
– ¿Es eso lo que está sucediendo? -su rostro arrugado se arrugó aún más con una sonrisa-. Bien, bien, bien.
– Tú sabes lo que pasa allí, ¿verdad?
– ¿Te preocupa que pongan naves industriales allí?
– No me entusiasma la idea. Pero es algo más que eso. Si el vivero va a ser abierto otra vez, me gustaría saberlo. Estoy buscando una salida comercial porque me he decidido entrar en el negocio de las plantas silvestres.
– Te gustaría alquilar el terreno, ¿es eso?
– Bueno, me parece una opción un poco ambiciosa. Pero tal vez podríamos llegar a algún tipo de acuerdo…
– No hay nada malo en ser ambiciosa. Si vas a meterte en un negocio serio, necesitarás espacio, probablemente más del que hay en los viveros. Pero lo siento Stacey, no es algo que esté en mis manos. Tendrás que preguntárselo a la persona que está trabajando allí. ¿Cómo se llama?
– Nash Gallagher -esperó alguna reacción que no obtuvo-. Ya le he preguntado y se limita a decirme que está limpiando el lugar -lo que era cierto-. ¿Puedo preguntarte a quién le has vendido el vivero? Así podré averiguar qué está pasando.
– No lo he vendido, Stacey.
– Pero…
Un cuidador apareció en aquel momento.
– Ya se ha terminado el tiempo de visitas, Archie. Es la hora del baño.
– Vete a ver al señor Gallagher otra vez. Pregúntale qué es, exactamente, lo que está haciendo allí. Después, vuelve y me cuentas lo que te ha respondido -dijo el anciano mientras se alejaba en su silla de ruedas.
No lo entendía. Si Archie no había vendido el jardín entonces, ¿qué?
El sudor le corría por la cara, pero ya casi había terminado. Nash abrió una botella de agua y dio un par de tragos. Luego se la echó por la cabeza. En ese momento, oyó las voces de Rosie y Clover que acababan de llegar del colegio.
– Mamá, ¿va a venir Nash a merendar esta tarde? -preguntó Rosie, mientras mecía a uno de los gatitos en sus brazos.
«Se están acostumbrando a él demasiado deprisa», pensó Stacey. Esperan que esté aquí. Hacía bien en no complicar más las cosas.
– Hoy no. Voy a salir, ¿recordáis? Ya os lo dije.
– ¿Tienes que irte?
– Os lo pasaréis bien. Vera va a venir a cuidaros. Dice que tiene una nueva película de Walt Disney que os va a encantar.
– Quizás Nash pueda venir a verla con nosotras.
«Vera seguro que estaría encantada», pensó Stacey y subió las escaleras a toda prisa, dispuesta a cambiarse de ropa.
Se quitó la falda y se desabrochó la camisa. Abrió la puerta del baño y se detuvo de golpe.
Estaba todo amarillo, el tipo de amarillo que hacía juego con las margaritas que Nash había cortado para ella. Y los muebles estaban todos blancos, bien pintados.
Nash se había dado la vuelta al sentir que la puerta se abría, y estaba esperando algún tipo de comentario. Difícil, cuando ella estaba sin habla…
– Nash, es maravilloso. No me lo esperaba. No tenías porqué…
– Lo sé -dijo él y tragó saliva-. Pero es que el pastel estaba muy bueno.
– ¿De verdad? -se rió ella-. No tendrías que haber estado trabajando.
– Eso es lo que he estado haciendo. Está casi terminado. Vendré mañana y te pondré los baldosines -agarró unas cuantas brochas y unos botes de pintura-. Ahora me marcho, para dejar que te prepares para tu fiesta -la miró de arriba abajo-. Aunque, personalmente, para mi gusto estás perfecta así.
Ella bajó la vista y gimió avergonzada. Rápidamente, se cubrió con la camisa que llevaba en la mano.
Él se rió.
– Trata de no salpicar
Nash se pasó las manos por la cara. Estaba cansado. Había estado despierto casi toda la noche, primero buscando a la gata, luego en el veterinario. Luego, se había pasado todo el día haciendo algo por Stacey, para que cada vez que entrara en el baño se acordara de él, se acordara del modo en que la había besado.
Estaba agotado, pero inquieto al mismo tiempo.
Sí, le había tomado el pelo por su inesperada desnudez pero, en realidad, no había sido algo gracioso, sino profundamente perturbador. Nunca había deseado a una mujer del modo en que la deseaba a ella.
Dio un sorbo de la botella de agua y se echó el resto sobre la cabeza, en un esfuerzo de aclarar su mente. No lo ayudó en exceso. No hizo sino certificarle que era algo más profundo que un deseo pasajero.
Si solo era sexo lo que quería, podría haber aceptado su tácita invitación.
De acuerdo que quería sexo, pero aquello era algo más, mucho más. Se preocupaba por Stacey, le importaba lo que le pudiera ocurrir. Quería verla. Se puso de pie y miró al muro. Apretó el puño dentro del bolsillo, en un gesto de frustración porque ella se iba.
¡La estudiante! Se le había olvidado decirle lo de la estudiante. Aunque fuera a salir, seguro que querría saber que alguien estaba interesado en alquilar la habitación.
Stacey no estaba segura de si ponerse o no el traje de seda. Tampoco estaba muy convencida de su pelo. Se parecía demasiado a su hermana así. No parecía ella misma.
Bueno, quizás eso fuera una buena cosa, después de todo.
Estaba segura de que a Lawrence no le gustaría que fuera descalza, con sus rizos alborotados malamente recogidos en una goma de niña.
El timbre sonó. Se miró por última vez al espejo y decidió que no había forma de que pudiera hacer bien el papel de «señora Stepford».
Lawrence estaba en la puerta, con un ramo de rosas rojas en la mano. Seguro que su hermana le había dicho que las comprara para causarle buena impresión. Puede que hasta hubiera interrumpido alguna reunión importante para hacer el pedido ella misma por él.
Stacey lo rescató, agarrándoselas.
– Gracias -dijo él agradecido, y claramente aliviado por no habérselas podido entregar sin más preámbulos, totalmente ajeno al hecho de que debería de haber sido ella la que diera las gracias, y no a la inversa.
– Has llegado un poco pronto, Lawrence. La niñera aún no está aquí.
– Lo siento -se disculpó-. No sabía exactamente dónde vivías y no quería llegar tarde -miró al reloj-. La recepción es a las siete.
– Tenemos mucho tiempo -le aseguró-. No conoces a mis hijas, ¿verdad? Son Clover y Rosie.
– Me llamo Primrose -la corrigió Rosie-. Mi madre nos puso nombre de flores silvestres. Mamá las cultiva, ¿lo sabía?
– ¿Sí? -Les habló en ese tono paternalista que usan los hombres que no están acostumbrados a los niños-. Si hubierais sido niños, ¿qué habríais hecho?
– Si hubiéramos sido niños nos habría llamado Lou sewort y Frogbit.
Stacey miró a las niñas en silencio, advirtiéndoles que se comportaran y luego sonrió a Lawrence.
– Vente a la cocina y cuéntame qué es exactamente lo que pasa esta noche -dijo ella, para salvarlo de sus hijas. Estaba claro que no le perdonaban que las hubiera privado de la compañía de Nash.
Llenó un jarrón con la intención de hacer que aquellas flores tan tiesas tuvieran un aspecto medianamente natural. Hizo lo que pudo y se volvió a él.
– Ha sido un detalle muy bonito, Lawrence…
Las palabras murieron en su boca al ver apostado en la puerta a Nash.
Tenía el pelo y la camisa mojados, los pantalones cortos sucios y las botas llenas de pintura amarilla. El contraste con la pulcra apariencia de Lawrence era innegable.
Lo único que ambos hombres tenían en común era su expresión de sorpresa, mezclada con la de desaprobación.
– Nash -dijo ella-. ¿Has venido a ver a la gata?
El apartó la vista de Lawrence y la miró a ella.
– Bonitas flores -afirmó, queriendo decir «caras, aburridas y predecibles». Exactamente lo mismo que ella pensaba-. Y te has arreglado el pelo. Antes no me di cuenta. Supongo que estaba distraído.
Se ruborizó por completo al recordar que era lo que lo había distraído.
– ¿Stacey? -Lawrence le tocó el codo como si tratara de darle seguridad, pero no ayudó en absoluto.
Ella no sabía qué hacer.
– ¿Qué quieres, Nash?
Le mostró un trozo de papel.
– Nada. Había venido a darte esto. Alguien vino esta mañana a ver la habitación -dijo él, con un la voz afilada como el filo de un cuchillo.
Ella no hizo ni el más mínimo amago de ir a por el papel, así que él se acercó y se lo puso en la mano.
Olía a tierra mojada y a césped y a pintura y ansió poder apretar su cuerpo contra el suyo y haber hecho que la besara y que el mundo desapareciera para siempre.
– Dejó su nombre y su número de teléfono.
– Nash -la cosa cada vez iba a peor-. Estaba buscando a alguien para mucho tiempo. Tú dijiste que estabas de paso.
– No necesito explicaciones, Stacey. Fue un error -miró a Lawrence-. Veo, exactamente, cómo son las cosas -se sacó las llaves del bolsillo-. Aquí están tus llaves.
– No.
– No voy a poder cuidar de la gata mañana.
Se dio la vuelta y salió.
– ¡Nash! -ella lo siguió, apartándose de Lawrence, sin importarle qué pensara.
Necesitaba explicarle a Nash lo de la habitación y lo de su cita.
– ¡Nash, maldito seas! -él no se volvió-. Yo soy la que tiene que cuidar de la gata, cuando procede de tu jardín.
Él se detuvo y se volvió, como si fuera a retroceder. Pero no lo hizo.
Miró por encima del hombro y vio a Vera aparecer por un lado de la casa con un vídeo y paquete de patatas.
– Si no te las arreglas bien, llévala al refugio de animales.
– ¡Jamás haría eso! -Stacey estaba furiosa.
Vera la miraba boquiabierta, mientras Lawrence miraba el reloj, claramente ansioso de haber podido estar en otro lugar en aquel momento.
Ella no tuvo más opción que dejarlo, al menos por el momento. Más tarde, iba a hacer que la escuchara.
– ¿Nos vamos? -le dijo a Lawrence.
El le abrió la puerta del coche, un Mercedes, por supuesto. Sabía que debía sentirse impresionada, pero no lo estaba. Le daba lo mismo.
Prefería caminar con Nash que disfrutar de todo el lujo del mundo con Lawrence, que no olía a otra cosa más que a colonia cara.
Quería aire fresco y ropa cómoda, y se sentía terriblemente mal porque Nash pensaba que iba a haber algo entre Lawrence y ella. Tal vez eso era lo que estaba en la agenda de su hermana, pero no en la suya.
Lawrence se aclaró la garganta.
– Todavía hace mucho calor, ¿verdad? No vendría mal un poco de lluvia para limpiar el aire.
¡Cielo santo! Estaba hablando del tiempo. El tema favorito de un convencional hombre inglés. Bueno, al menos no iba preguntarle quién era Nash. No. Era demasiado correcto.
– Supongo que no habrás oído el pronóstico del tiempo, ¿verdad?
– Pues no. Me lo he perdido – ¡maldición! Tenía que acordarse de oírlo para el sábado. Le daría un tema de conversación para la cena-. ¿Te importaría que abriera la ventana?
– No hace falta -le dio a un botón y la temperatura bajó a toda prisa-. Hay aire acondicionado-Stacey había sido capaz de darse cuenta de eso por sí misma. Cuando se disponía a explicarle que prefería abrir la ventana, él intervino una vez más-. Sé cuanto os molesta a las mujeres que se os revuelva el pelo.
No sabía nada.
Ella necesitaba que se le revolviera el pelo. Quería la cara libre de maquillaje, quería quitarse los zapatos y aquellas malditas medias, y tumbarse en el césped frío.
Pero no con Lawrence Fordham.