Capítulo 5

– De acuerdo, niñas. Ya es hora de dormir -no faltaron las habituales súplicas y excusas de que era sábado y que no tendrían colegio al día siguiente. Pero Stacey se mantuvo firme-. Dadle las buenas noches a Nash. Tenéis cinco minutos para asearos y meteros en la cama.

– Buenas noches, Nash -Rosie se abrazó a él. Nash se levantó con ella en brazos y la llevó hacia las escaleras, la subió y la dejó en el escalón de arriba.

– Buenas noches, dulzura.

Clover, al ser mayor, parecía más reacia a mostrar sus sentimientos.

– ¿Vendrás otra vez mañana, Nash? Podríamos jugar al fútbol.

– ¡Clover! -la invitación de la niña estaba acompañada de una sonrisa brillante, pero detrás de aquel gesto había una patente necesidad-. Seguro que Nash tiene cosas más importantes que hacer que jugar al fútbol.

Pero Clover tenía el tipo de sonrisa que podía con todo, incluida su madre. La pequeña quería un padre… lo que no era lo mismo que querer un hombre.

– No hay nada que me gustaría más que jugar contigo al fútbol, pero mañana no puedo porque tengo que visitar a alguien.

Clover pareció decepcionada.

– ¿El lunes, entonces?

– Clover -dijo Stacey otra vez-. No seas pesada. Y no te olvides de cepillarte los dientes.

Las niñas se marcharon desganadas y dejaron a Stacey a solas con Nash.

– Lo siento, por favor no… -comenzó a decir ella.

– No te preocupes, no lo haré -dijo él, antes de que ella pudiera terminar. ¿Qué era lo que no iba a hacer? Su expresión le resultaba difícil de leer. ¿No iba a permitir que Clover lo manipulara? ¿O le estaba prometiendo que no se convertiría en una molestia? -. Me marcho, para que puedas meter a las niñas tranquilamente en la cama. Gracias, Stacey, ha sido una velada muy agradable.

Algo dentro le decía que no tenía por qué acabar. Quería que se quedara. Podría meter a las niñas en la cama, preparar un poco de café y, tal vez, podrían probar el licor de jengibre.

Pero su boca no dijo nada de eso.

– Eres fácil de complacer.

– ¿Eso crees?

Hubo una extraña pausa en la que cualquier cosa podría haber sucedido y Stacey se encontró a sí misma ansiando un beso de Nash, un deseo que se vio seguido del pánico de que pudiera cumplirse.

Había pasado tanto tiempo desde la última vez. No habría sabido qué hacer, cómo reaccionar…

– ¡Mamá! ¡No hay pasta de dientes!

El momento se evaporó gracias a la mundana intervención, pero la profunda decepción que sintió fue lo suficientemente ácida como para que no le quedara duda de cuál de los dos sentimientos había sido más fuerte.

– Vete a ver, Stacey. Yo me iré solo.

No la había tocado y, sin embargo, sentía como si sus dedos le hubieran tocado la mejilla. No la había besado y, sin embargo, sentía su boca caliente y palpitante. Se le había olvidado lo que era el deseo, lo que hacía, y el modo en que te robaba la razón y te convertía en una necia.

Nash se tumbó, metido en su saco de dormir, mientras contemplaba las estrellas del cielo preguntándose qué demonios estaba haciendo. Siempre se había propuesto tener una vida sin complicaciones.

Después de una niñez vivida con unos padres que disfrutaban haciéndose infelices el uno al otro, tenía cierta aversión a las complicaciones, y había llegado hasta los treinta y tres sin encontrar motivo alguno para cambiar de opinión.

Estaba allí de paso, eso era todo. Iba a pasar un día o dos con su abuelo, haciendo las paces con él antes de que el hombre se marchara. Pero por lo que había visto, estaba claro que si aceptaba liderar el viaje a Sudamérica, no volverían a verse otra vez.

Sin embargo, su abuelo no estaba todavía tan mal como para morir de inmediato. Tal vez estaba frágil, pero no por eso dejaba de divertirle controlar las cosas, manipular a la gente. Y Nash había sido indulgente con él, le había permitido que creyera que tenía el control. Era lo mínimo que podía hacer por un anciano como él…

– Tienes que pasarte por el vivero, Nash. Alguien debe hacerlo. Solo para decir adiós. Me sacaron de allí en una camilla -el viejo sabía cómo mover los hilos del corazón-. Pensó Nash y sonrió para sí mismo. Luego su abuelo añadió- Yo iría si pudiera, pero no me dejan salir de aquí -Nash estuvo tentado de ofrecerse a sacarlo a hurtadillas, pero pensó que era mejor que el viejo no viera el modo en que el jardín se había deteriorado sin su constante amor y atención-. Vuelve el domingo y cuéntame cómo está. Entonces firmaré los papeles.

Nunca nada era tan simple. Desde luego no para su padre. Por supuesto, no lo había engañado. Podía leer el subtexto con toda facilidad: «Cuando vuelvas de haber visto el pasado, firmaré esos papeles de compromiso con una constructora. Pero no te voy a dejar escapar tan fácilmente. Quiero que, antes de tomar una decisión, te enfrentes con el pasado».

Sabía lo que le esperaba pero, a pesar de todo, le resultó realmente impactante enfrentarse a ello. ¿Cuánto tiempo habría pasado allí, regodeándose en la nostalgia del pasado, si Stacey O'Neill no hubiera saltado el muro y se hubiera encontrado a sí mismo hundiéndose en ese par de ojos de color miel?

Los melocotones podrían haberle tocado alguna fibra sensible, un deseo de recobrar un tiempo pasado mucho más simple, en un lugar en el que había sido feliz. Pero los ojos de Stacey y su sonrisa, su rubor, lo habían tentado con la idea de que tal vez podría volver a ser feliz otra vez.

Sabía que era complicado. Realmente complicado. No era solo una muchacha a la que podría amar y luego abandonar si descubría que no era lo que esperaba. Era una mujer con dos hijas. Eran un paquete completo y, una cosa que sabía, por encima de todo, era que los niños no debían sufrir por causa de los adultos.

Lo más sencillo y lo más sensato era marcharse de allí. Alejarse del jardín, de Stacey, de Rosie y de Clover.

Entonces, ¿por qué seguir haciendo que las cosas fueran simples, había perdido, de pronto, su atractivo?

¿Por qué le costaba tanto no escalar el muro de la casa y complicarse realmente la vida?

Se iría al día siguiente. Haría las maletas y se iría al día siguiente. Llamaría a la residencia, tal y como había prometido, y continuaría con su vida sin complicaciones, tal y como había planeado.

El sol había hecho florecer la madreselva y olía maravillosamente bien.

Stacey se quedó en la puerta trasera, negándose a cerrarla e irse a la cama.

Ella agitó la cabeza. ¿Se estaba engañando a sí misma? Su inquietud no tenía nada que ver con la madreselva. Era el hombre que estaba al otro lado del muro el que la tenía allí, de pie, en la oscuridad del jardín como una niña tonta esperando a que el caballero de la armadura apareciera de un momento a otro, y le prometiera toda clase de emociones excitantes.

Ya le había ocurrido antes. Bueno, quizás no exactamente, pero la motocicleta de Mike era lo más próximo a eso. Lo suficientemente excitante como para que una romántica adolescente de diecisiete años se dejara embelesar.

Pero ya no tenía diecisiete años. Ya había llegado el momento de que se enfrentara a la realidad. Nash Gallagher se marcharía de allí en un par de semanas. El tipo de citas que tendría con Lawrence Fordham era lo más emocionante que iba a vivir.

Cerró la puerta y se metió en la cama, decidida a olvidarse de Nash, de su pelo rubio y de su sonrisa embriagadora.

Pero el olor a madreselva se coló por la ventana y la perturbó una vez más.

Para un hombre capaz de dormir en cualquier parte y en cualquier circunstancia, aquella estaba resultando una muy mala noche. Después de un rato, dejó de intentarlo, se puso las manos bajo la cabeza y se puso a pensar en el pasado y en su jardín. Los mejores recuerdos que tenía procedían de allí. Algunas cosas nunca cambiaban.

Stacey dio vueltas y vueltas hasta que tuvo el camisón tan retorcido que se vio obligada a salir de la cama para desenredarlo. La noche era tan corta que los árboles ya empezaban a distinguirse con toda claridad, dibujados contra el cielo. Tenía ganas de hacer algo energético y ruidoso para luchar con los sueños que la perturbaban.

Miró al reloj. Eran solo las cuatro de la mañana de un domingo. Demasiado temprano para hacer ruido.

Quizá si preparaba un poco de té y se daba una vuelta por el jardín para despejarse la cabeza, podría volver a dormir.

Abrió la ventana algo más para que entrara el aire de la mañana y se apoyó en el alféizar. Vio que había un ligero resplandor al otro lado del muro. Le hacía sentirse menos sola saber que no era la única alma despierta.

¿Qué estaría haciendo él? Tal vez estaría leyendo o escribiendo sus notas. Quizás estaba planificando su próximo viaje.

¿Un viaje de investigación? ¿Un botánico? Agitó la cabeza renegando de su credulidad. El hombre trabajaba allí limpiando la basura. ¿Es que nunca aprendería a no dejarse engañar?

Aparentemente, no. Se puso unos pantalones de chándal y una camiseta y bajo las escaleras, para poner la tetera. Cuando el agua hirvió, preparó té y lo llevó fuera.

– ¿Nash? -su susurro sonó como un trueno en mitad del silencio del amanecer. Un pájaro rechistó en un árbol. Su corazón latía aún más sonoramente que el susurro.

Nada. No hubo respuesta. Seguramente, se habría dormido con la linterna encendida. Considerando el modo en que le latía el corazón, aquello era, probablemente lo mejor. Aquello era lo más estúpido del mundo…

– ¿Nash?

– Stacey, ¿pasa algo?

¡Cielo santo! No lo había oído acercarse, pero su voz, grave, urgente, resonó al otro lado del muro. Aquello sí que le aceleraba el corazón.

– No. Vi tu luz encendida. He preparado un poco de té y he pensado que, tal vez, quieras un poco. Asoma la cabeza y te pasaré la taza.

Nash se quedó allí, de pie, en mitad de la oscuridad. ¿Realmente quería que el muro continuara entre ellos, o era una invitación?

Pensó que sabía la respuesta, pero no estaba seguro de que ella la supiera. Se alzó en el muro y vio su rostro: dulce, inocente, dudoso. Bueno, ya eran dos los que dudaban. Pero prefería dudar estando a su lado.

– Espera, voy a pasar a tu jardín. Será más fácil -ella no puso ninguna objeción, y él saltó al otro lado. Notó que hacía un gesto de dolor al ver que él pisaba una de sus plantas favoritas-. Tal vez, debería poner una puerta.

Hubo una breve pausa.

– Claro que, no tiene mucho sentido, teniendo en cuenta que te vas a marchar -era una tácita pregunta a la que no podía ofrecerle respuesta alguna, así es que continuó-. ¿No podías dormir?

– No -respondió ella, mientras observaba su pelo rubio, sus hombros plateados y su torso desnudo bajo la luz de la luna-. Es este repentino calor -dijo ella, sintiendo, de repente, mucho calor-. Pensé que estarías acostumbrado al calor.

Lo estaba. Hacía falta mucho más que eso para despertarlo, pero Stacey era ese «mucho más». El modo en que lo había mirado antes de que Clover reclamara su atención, no solo lo había mantenido despierto, sino que le estaba procurando todo tipo de pensamientos perturbadores.

Pero, ¿cómo se podía hacer el amor a una mujer con dos niñas?

La respuesta parecía ser: «cuando se acerca a ti antes del amanecer». Quizá, pero no si estás planeando tomar un avión en dirección a una lejana selva tropical en un futuro muy próximo.

– Hay cosas a las que uno nunca se acostumbra -dijo, y tomó la taza que le estaba ofreciendo-. ¿Nos sentamos en el banco que hay junto a la puerta trasera? Por si acaso se despiertan las niñas.

Acababa de invocar a sus dos carabinas durmientes, las que los obligaban a seguir el camino correcto. Él dio un sorbo a su té y lideró el camino hacia la casa, lejos de la tentadora llamada de la suave hierba bajo sus pies desnudos. Al oír la voz de Stacey, se había apresurado a su encuentro, sin detenerse ni tan siquiera a ponerse las botas.

– Tu jardín huele maravillosamente bien.

– Sí, es la madreselva.

– Cuéntame ese proyecto que tienes de vender plantas silvestres -dijo él.

Ella lo miró, como si le sorprendiera que él se acordara.

– No es un proyecto. Es solo un sueño.

– ¿Crees que tienes suficiente mercado?

– Probablemente no. Pero ayudaría que dejara de cultivar verduras que la gente del pueblo obtiene gratis y construyera unos cuantos viveros.

– Estoy seguro de que la tienda de víveres te lo agradecería.

– Sí -Stacey miró su taza.

Pero los viveros requerían dinero. Archie y ella habían hablado de ellos. Él iba a haberla aconsejado. Pero antes de poder hacer nada, se lo había encontrado, sobre el escritorio de su despacho, víctima de un ataque al corazón. Tenía que sacar tiempo para ir a visitarlo. La residencia estaba demasiado lejos para ir en bicicleta, pero quizá pudiera persuadir a Dee para que la llevara. O, incluso, puede que le dejara el coche durante unas horas. Después de todo, Dee le debía un favor.

– ¿Stacey?

Ella negó con la cabeza.

– Olvídalo, Nash. Yo ya lo he olvidado.

– ¿De verdad? -no lo estaba mirando, y él, sin embargo, quería desesperadamente encontrar sus ojos.

Stacey sentía su presencia con una fuerza que la impulsaba a hacer algo estúpido, a decir algo estúpido. Algo del tipo, «no quiero hablar de mis viejos sueños, quiero hacer realidad alguno nuevo».

Estaba controlando con tal vehemencia lo que sentía, que saltó en el momento en que la tocó.

– No te creo.

«Piensa… piensa… Di algo para detener esto».

Pero sus dedos le acariciaron la mejilla, abrasándole la piel. Y ella se volvió, sin poder evitarlo, a enfrentarse a sus ojos, oscuros e ilegibles bajo la tenue luz del amanecer.

– No te creo -repitió él.

– Quizá no -admitió ella y se dio la vuelta-. Pero no tiene sentido llorar por la luna.

– No tiene sentido llorar por ella. Tratar de alcanzarla es otra cosa. No renuncies a tus sueños Stacey.

– ¿Cuáles son los tuyos, Nash?

Él bajó la mano y ella se volvió entonces.

– No soy ningún soñador.

– ¿No? -Ella forzó una sonrisa-. Pero si eres botánico -permitió que la duda tiñera su voz-. Seguro que debes estar ansioso por descubrir alguna especie de planta nueva a la que pondrían tu nombre. Es un tipo de inmortalidad.

– Sí, quizás -sonrió educadamente y dejó la taza en la bandeja-. Será mejor que me vaya y siga adelante con mis planes. Gracias por el té.

– De nada -dijo ella, mientras veía cómo se alejaba en dirección al muro-. Vuelve cuando quieras.

– Mamá, ¿qué estás haciendo?

– Pensando.

– ¿Acerca de qué?

Sobre baldosines y esa misteriosa sustancia llamada cemento, y sobre el color que debía aplicar en las paredes del baño para darle luminosidad. Pero se preguntaba si con sus esfuerzos de pintora aficionada, lograría realmente que tuviera mejor aspecto. ¿O acabaría por empeorarlo?

– No mucho -dijo, y se volvió hacia Rosie que llevaba en la mano un gran ramo de flores-. ¿De dónde las has sacado? -preguntó. Como si no lo supiera.

– Estaba en los escalones de la puerta trasera -claro. No había abierto aquella puerta desde su aventura al amanecer. De hecho, había estado evitando salir al jardín, aunque no tenía muy claro el por qué. Pero no pudo resistir la tentación de tocar los sedosos pétalos de las flores y de sacar una de ellas del ramo. Leucantemum vulgare. Una margarita.

Adoraba las margaritas, especialmente aquellas tan altas, con un centro grande y amarillo-. Seguro que lo ha dejado Nash.

– Supongo.

– Le gusta tomar té con nosotras -dijo Rosie-. Ha dejado una nota.

– ¿Una nota? Su corazón no se había enterado aún de que había una cosa que se llamaba «ser razonable», y dio un inesperado vuelco-. ¿Qué nota?

– Solo decía: Gracias por lo de anoche -se encogió de hombros-. O algo parecido.

– Y, ¿dónde está la nota?

– En la cocina. Sobre el aparador.

Stacey contuvo las ganas de bajar corriendo a leerla. Se podía decir mucho sobre un hombre por su letra.

– ¿Por qué no pones las flores en agua?

– Vale.

– Y, Rosie… Trata de no romper el jarrón.

– Esta vez no. Nash decía en la nota que ya había comprobado que no había arañas entre las flores -Stacey no pensaba que su hija menor pudiera haber leído algo así. Rosie notó el gesto dudoso de su madre, porque dijo-. Ha sido Clover la que la ha leído.

– De acuerdo -Stacey tragó saliva. Habría querido salir al jardín, asomar la cabeza por el muro, darle las gracias e invitarlo a desayunar. Bueno, y un montón de cosas estúpidas más, en las que no se atrevía ni a pensar, y mucho menos, a decir en alto.

Se dirigió hacia el baño, retorciendo las flores entre los dedos. «Amarillo y blanco», pensó. «Como las margaritas». Eso le daría al baño un aspecto fresco y soleado. Alegre.


Iría en bicicleta a la residencia más tarde, mientras las niñas estaban en el entrenamiento de fútbol. Miró el reloj. Mucho más tarde, porque solo eran las ocho en punto.

Terminó de preparar unas plantas que ya estaban listas para ser vendidas, por si encontraba algún sitio donde venderlas. En la gasolinera que había a la salida del pueblo le habían dicho que le admitirían unas cuantas flores silvestres si podía suministrarles también, plantas más propias de jardines normales. No es que tuviera nada en contra de ese tipo de plantas, pero, para eso, prefería un trabajo en una oficina. Agarró unas cuantas plantas de prímulas y soñó un poco.

Finalmente, las niñas se marcharon a su entrenamiento, pero, en el momento en que Stacey se estaba montando en la bicicleta, apareció su hermana. Le llevaba el vestido de Armani, un traje de seda y un par de suéteres, muy delicados, con una falda que dejó sobre el sofá. Luego, volvió a su coche y sacó un par de zapatos que todavía estaban en su caja.

Su hermana no había elegido un buen momento, pues Stacey no estaba de humor para aguantar los «paternalistas» consejos de su hermana, ni aún cuando viniera con un montón de etiquetas de marca bajo el brazo.

La ropa de diseño no resultaba muy útil cuando una se ganaba la vida como jardinera. Lo que se necesita es un buen par de botas, unos pantalones de trabajo y jerséis de rebajas.

Miró la ropa con desconfianza.

– ¿Qué es lo que quieres?

– ¡Stacey! -Le dijo Dee herida-. Tenía que traerte el vestido y, mientras buscaba en el armario pensé que, tal vez, te podría servir todo esto -hizo que sonara como si su hermana le hiciera un favor quitándoselo de las manos-. Están un poco pasados de moda, ya sabes.

– ¿De verdad? -miró los zapatos. Eran una talla más grande que la que usaba su hermana-. ¿También te han encogido los pies?

Dee se ruborizó ligeramente.

– Los compré un día mientras esperaba a Harry -dijo rápidamente-. Me parecía un desperdicio verlos allí, en el escaparate.

– Sí, tienes razón -dijo Stacey y Dee se sintió aliviada-. Estoy segura de que, si los llevas a la tienda, te devolverán el dinero.

– Los compré hace mucho tiempo. Y no sé qué he hecho con los recibos.

¿Eso decía una mujer que archivaba los recibos del supermercado en orden?

– Quizá deberías mirar en el bolso -le sugirió Stacey secamente. Había visto aquellas elegantes sandalias en la zapatería favorita de Dee la última vez que había estado en la ciudad. Repitió la pregunta-. ¿Qué quieres?

– De acuerdo -dijo-. Lo admito. Necesito que me hagas un favor, un gran favor.

– Quieres que me acueste con Lawrence el sábado por la noche.

– ¿Lo harías? -preguntó Dee esperanzada.

– No, Dee, no lo haría.

– Quizá tengas razón. Deberías tratarle con calma.

– ¿Por qué? ¿Es que es virgen? -no esperó a que le respondiera. No quería saber nada sobre Lawrence Fordham-. Venga, vamos. ¿Me puedes llevar a la residencia de ancianos y te dejaré que elijas los baldosines de mi baño?

– ¿Del baño?

– Tú me dijiste que necesitaba baldosines nuevos.

– Pero no quería decir… -de pronto, encontró una nueva táctica-. Si me ayudas, pagaré a alguien para que lo haga.

– Entonces nunca aprenderé -respondió Stacey-. Además, las niñas me van a ayudar. Puede resultar divertido.

– ¿De verdad? De acuerdo. Vamos a comprar pintura.


Y así lo hicieron.

¡Dios santo! ¿Sonaba tan convencida o Dee solamente le estaba tomando el pelo?

Una vez que sugirió el modo más barato y limpio de usar baldosines blancos y amarillos para crear un bonito efecto, volvió al tema que le interesaba.

– Verás, hay una recepción en el Town Hall mañana por la noche.

– ¿Sí? Qué bien. ¿Cuántas cajas de baldosines voy a necesitar?

Dee sacó una calculadora del bolso.

– Tenía la esperanza de que acabaras diciendo eso -comenzó a marcar unas cuantas cifras-. Lawrence está en el comité de Twinning y le prometí que iría con él.

– ¿Y? ¿Se supone que debería estar celosa?

Dee ignoró la pregunta.

– El problema es que ha surgido un ataque de pánico en Europa por un nuevo yogur orgánico que va a salir al mercado y tengo que volar a París a primera hora de la mañana. Puede que tenga que estar allí un par de días.

– ¿Y te vas a perder la recepción? Eso debe ser realmente duro para ti -dijo Stacey.

– No para mí, pero sí para Lawrence. Le he pedido que se una al comité por las conexiones que tenemos con Europa, pero si yo no voy, estoy segura de que pondrá alguna excusa para no asistir.

¿Era capaz de hacer eso? A lo mejor no era un idiota total, después de todo.

– ¿Es que no puede hacer nada sin tenerte a ti a su lado?

– Sin tenerme a mí a su lado seguiría teniendo una pequeña tienda de productos lácteos en lugar de una macro-compañía. Sus productos son maravillosos, pero carece completamente de una visión de negocios. Por cierto, necesitarás seis cajas de baldosines amarillos y cinco de blancos. ¿Me vas a ayudar?

Stacey le enseñó a su hermana el muestrario de pinturas.

– Este amarillo se parece al de los baldosines. Y, si resultas tan imprescindible al lado de Lawrence, ¿por qué no me voy yo a París y te quedas tú aquí?

Dee miró el color con detenimiento y agitó la cabeza.

– No. Va a ser demasiado amarillo. Deberías poner una base blanca y un estarcido amarillo – ¿estarcido? Stacey ya tenía suficientes problemas con la pintura lisa como para complicarlo más-. Supongo que tú podrías ir a París -continuó Dée dudosa, mientras elegía unas cuantas plantillas y las ponía en el carro-. Pero, ¿cuánto sabes tú sobre el mercado de los yogures orgánicos? -le preguntó y esperó. Al no recibir respuesta, sonrió-. ¿Tanto? -agarró una lata de pintura blanca-. Asumo que puedo decirle a Lawrence que irás con él.

Stacey puso la pintura blanca de nuevo en el estante y agarró un bote de color amarillo.

– Lo haré -dijo, mientras volvía a poner las plantillas en su sitio original-. Pero necesito un favor también -su hermana la miró desconfiada-. Puesto que no vas a usar el coche este lunes, ¿podrías prestármelo?

Dee se puso pálida.

– No pensarás poner tus herramientas en el maletero, ¿verdad? ¿O mancharme las alfombras de barro.

– Bueno, lo quería usar para transportar un par de sacos de estiércol de caballo… ¡No, claro que no voy a llenarte de barro las alfombras! Solo quiero ir a ver a Archie Baldwin, el hombre que solía llevar el vivero de al lado. Está en una residencia de ancianos al otro lado de Maybridge, demasiado lejos para ir en bicicleta, y tardaría todo el día si me voy en transporte público.

– ¿Sabrá algo sobre lo que le va a ocurrir a su terreno?

– Solo voy a ir a visitarlo, Dee. Es un amigo.

Dee se encogió de hombros.

– De acuerdo. Lo necesitaré esta noche, pero lo dejaré aquí cuando vaya de camino al aeropuerto. Me marcho a una hora intempestiva, así que te dejaré las llaves en el buzón.

– Gracias.

– De nada. Así podrás ir a la peluquería -Stacey abrió la boca para protestar-. Tienes todos los gastos pagados. Esto son negocios. Ponte el traje de seda y los zapatos.

Protestar era realmente innecesario en aquel momento.

– Sí, mi señora. Lo que usted diga, mi señora.

– La respuesta perfecta, querida. Solo por eso te mereces la cortina.

– ¿Qué cortina?

– Esta cortina de baño que ayudará a matizar un poco todo ese amarillo.

Mientras Dee la metía en el carrito, Stacey tuvo que resistir la tentación de tirarse al suelo, y sufrir una pataleta.

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