Capítulo 9

Fox dobló la esquina. Delante de él estaba el restaurante Lockwood, tan brillante como el Taj Mahal. Su hermano Harry nunca hacía las cosas a medias.

En una noche primaveral como aquélla, el jardín estaba decorado con cientos de lucecitas y el plato más barato de la carta costaba cincuenta dólares.

Fox aparcó detrás del restaurante, al lado del BMW de su hermano. Afortunadamente, podía entrar en casa de Harry sin que nadie lo viera porque llevaba unos vaqueros viejos y una camiseta de USC, su antigua universidad, que se caía a pedazos.

No había jugado al póquer en años y no lo haría si Phoebe no hubiera insistido. Pero ya que insistía… Fox había sacado del cajón su ropa de la suerte.

Y necesitaba un poco de suerte, pensó mientras subía por la escalera. Pero no con el póquer, sino con Phoebe.

La otra noche estaba convencido de que habían dado un paso adelante después de hacer el amor… ¿Cómo podía negar lo poderoso, lo fuerte que había sido? Incluso para un hombre que nunca había buscado el amor, que no creía estar en una posición en la que pudiera ofrecer amor, Phoebe lo obligaba a recapacitar.

Si no podía vivir sin ella, evidentemente tendría que darse una patada en el trasero y empezar otra vez. Buscarse la vida.

Porque no podía vivir sin ella.

Y tampoco podía vivir sin hacer el amor con ella… preferiblemente cada noche durante el resto de su vida.

Sin embargo, la había asustado. Le había dicho que era la mujer más sexy que había conocido nunca… Eso no era un insulto, ¿no?

Debería haber dicho que era la más guapa, la más buena, la más inteligente, pero lo había dicho con amor, con sinceridad, le había salido del alma. Y podría haber jurado que con Phoebe no hacían falta fiorituras, que lo único importante era hablar con el corazón.

Sabía que tenía un problema con eso del sexo… o, más bien, que pensaba que no era una mujer sexy. Pero ése era el asunto. Los hombres rezaban para encontrar una mujer que fuera desinhibida, una mujer que se excitara tanto como ellos, por las mismas cosas… aunque era difícil.

Excepto con Phoebe. Ella era más que un sueño. Cada vez que se tocaban, le parecía que era su alma gemela, su otra mitad. Había sentido con ella lo que no había sentido nunca con nadie… y, en su opinión, ella sentía lo mismo.

Pero en cuanto hizo ese comentario, Phoebe se quedó como paralizada. Y luego insistió en que la sesión había terminado.

Cuando Fox le preguntó qué demonios significaba eso, ella contestó: «Fergus, pensé que sólo estarías dos horas aquí. Tengo que darle un masaje a un niño esta noche».

Y ése fue el problema. No que tuviera que darle un masaje a un niño, sino que lo llamó Fergus.

Fue como un puñetazo en el estómago.

Fox llamó a la puerta y entró sin esperar respuesta.

– Harry, soy yo.

Pero no podía dejar de pensar en Phoebe. Quería a su hermano y le gustaba jugar al póquer, de vez en cuando. Pero aquella noche habría preferido estar solo. Necesitaba estar solo. Tenía que pensar en Phoebe, tenía que pensar en su vida, en su trabajo. Tenía que tomar una decisión.

Entonces pensó en el ex prometido de Phoebe. Ésa debía de ser la clave del problema, se dijo. Porque si no lo era, estaba metido en un buen lío.

Phoebe se había comprometido a tratarlo durante un mes y el mes estaba a punto de terminar.

Fox sabía, como sabía que era alérgico a las almejas, que cuando terminase el mes, ella desaparecería de su vida… a menos que hiciera algo.

– ¿Harry? ¿Alce? ¿Dónde estás?

El apartamento era más grande de lo que parecía y su hermano no era de los que se privaban de nada. La cocina parecía una exposición de electrodomésticos y en el salón, además de un acuario con peces tropicales, había un bar, una televisión de pantalla plana, un estéreo de última generación…

Pero Harry no estaba allí.

– ¿Alce? -lo llamó de nuevo, dirigiéndose a la escalera.

Su hermano estaba en una especie de despacho que tenía en el piso de arriba. Con una cerveza en la mano. Y una rubia al lado.

– Fox, no te había oído. Llegas temprano…

– Lo sé…

– Conoces a Marjorie, ¿verdad? ¿Marjorie White?

– No, creo que no he tenido el placer -Fox dio un paso adelante para estrechar su mano porque su madre lo había educado bien. Pero enseguida se percató de que sobre la mesa no había ni cartas ni cervezas. Allí no había nadie más que Harry y aquella rubia.

Una rubia muy guapa con un vestidito negro, un perfume caro, unos pendientes de oro y zapatos de tacón.

– Fergus, he oído hablar mucho de ti.

– ¿Ah, sí? En fin, me alegro de conocerte.

– Pensé que ya os conocíais. Marjorie estaba casada con Wild Curly Foster. ¿Te acuerdas de él? Un compañero mío de clase… era uno de los abogados más famosos de Gold River.

– Sí, claro -dijo Fox, aunque nunca había oído hablar de él.

– Murió hace un par de años en un accidente de tráfico.

– Ah, lo siento.

– Así que los dos sabéis lo que es sufrir -dijo Harry entonces.

– ¿Que?

Marjorie soltó una carcajada.

– Veo que tu hermano ha querido darte una sorpresa, pero no pasa nada. Harry pensó que querrías compañía femenina… para variar. Podemos tomar una copa si te parece.

– Pues… -Fox miró a su hermano por el rabillo del ojo. Matarlo sería demasiado caritativo. Torturarlo sería demasiado caritativo-. De haber sabido que estarías aquí, me habría vestido de otra forma -añadió, señalando su camiseta-. Pero pensé que venía a jugar al póquer.

Harry le dio una palmadita en el hombro.

– A Marjorie no le importa cómo vayas vestido. Relajaos, tomad una copa. He puesto música y hay vino en la nevera. Yo tengo que bajar a ver cómo van las cosas en el restaurante. Hoy tenemos una celebración masiva, la empresa Wolcott…

– Harry, espera un momento…

– Hay comida en la nevera, por si tenéis hambre.

Marjorie seguía mirándolo y Fox se puso colorado.

– Ya veo que no sabías nada de esto. A mí tampoco me gustan las citas a ciegas, pero pensé que… en fin, tampoco yo estoy tan desesperada.

– No, claro que no -se apresuró a decir él-. Perdona, Marjorie. Siéntate, hablaremos y tomaremos una copa. No quería portarme como un idiota.

Marjorie era una chica muy guapa.

Pero no era Phoebe.

Su hermano había desaparecido y, evidentemente, Marjorie se sentía ofendida. Y él no podía ofenderla sólo porque quisiera matar a Harry. En realidad, tendría que matar a sus dos hermanos porque con toda seguridad Harry había consultado con Ben.

Los dos eran unos cerdos. Unos cerdos inmundos.

Fox sirvió una copa de vino mientras escuchaba la historia de su matrimonio con Wild Curly Foster, su noviazgo, su boda, el accidente de tráfico, sus dos hijos, el dinero que él le había dejado, sus horribles suegros, el viaje que había hecho a París el año anterior para recuperarse del disgusto… cómo echaba de menos a su marido.

Cuando sonó el teléfono por fin tuvo una excusa para alejarse. Era una asociación local, pidiéndole a su hermano un donativo. Fox les ofreció una cifra enorme como venganza.

– Lo siento, tengo que irme, Marjorie -le dijo después.

– ¿Por qué?

– Era Harry -mintió Fox-. Por lo visto, están hasta arriba en el restaurante y me ha pedido que lo ayude.

– Ah, vaya. Lo siento.

Después de acompañarla hasta su coche, Fox entró en el restaurante por la puerta de atrás. Atravesó la cocina como un rayo y encontró al canalla de su hermano abriendo una botella de vino para un grupo de comensales.

Harry lo vio enseguida. Fox supuso que había visto el humo que le salía de las orejas porque le indicó con la mano que lo esperase fuera.

En el aparcamiento, estuvieron a punto de liarse a puñetazos.

– ¿Se puede saber qué estás haciendo?

Su hermano levantó los brazos al cielo.

– Estaba intentando que volvieras a ser una persona normal, que salieras de casa y conocieras a una chica, tampoco es para tanto. Quería que recordases las cosas buenas de la vida…

– ¿Y pensaba que tenías que buscarme un ligue?

– Yo no he dicho eso.

– ¿Entonces qué?

– En realidad, ha sido idea de Phoebe.

– ¿Qué?

Harry se metió las manos en los bolsillos del pantalón.

– Me llamó ayer para sugerir que te presentara a una mujer…

– ¿Phoebe te pidió que me presentaras a una mujer?

– Dice que es parte del proceso curativo, una forma de motivarte…

– ¿Intentar que me acueste con una desconocida?

– Ya me imaginaba que no iba a gustarte -suspiró su hermano.

– Ya veo -murmuró Fox.

Phoebe había organizado todo aquello. Phoebe quería que conociera a otra mujer… después de haber hecho el amor con él.

La única conclusión que podía sacar era que estaba asustada. Que él la había asustado.

Pero ¿por qué? No entendía nada.


El viernes por la mañana, Phoebe abrió la puerta con un niño en brazos.

– Veo que estás ocupada -dijo Fox, dándole un besito en la nariz-. Tengo una hora libre y había pensado seguir con la cascada… si no tienes pacientes.

– Tengo una clase de relación con los niños, pero no pasa nada. Hago la terapia en otra habitación. ¿Qué tal va todo?

– Bien. Estupendamente.

– ¿No te duele nada?

– No. Ayer fui al médico y me dijo que parecía un ser humano otra vez. Se puso muy contento.

– Ya. ¿Y qué tal con tu hermano la otra noche?

Fox se quitó la cazadora y dejó la caja de herramientas en el suelo.

– Si quieres que te diga la verdad, pelirroja, salió como tú esperabas.

– ¿Ah, sí?

– Pero sigue con tu clase, no te preocupes por mí.

Phoebe lo miró, atónita. El beso en la nariz, el misterioso brillo de sus ojos. Fox actuaba de una forma muy extraña.

¿Habría pasado algo con Marjorie? ¿Iba a morderse más uñas haciéndose preguntas?

¿Habría besado a esa mujer?

– ¿Phoebe?

Cuando oyó la voz de una de las madres, Phoebe volvió al salón. La habitación en la que daba las clases de terapia para mamas primerizas era enorme, pero con seis madres y sus consiguientes bebés, parecía diminuta. Los niños, desnudos, estaban felices como cachorros. Las madres, agotadas. Por eso había empezado a dar esas clases.

– Una madre relajada consigue relajar a su hijo… y os prometo que cuanto más toquéis al niño, más contento estará. Hoy vamos a hacer dos tipos de masaje: el masaje activo y el relajante. De uno en uno…

Normalmente, formaba un círculo, trabajando individualmente con cada mamá y cada niño, pero después del segundo ejercicio dejó solas a las mamas y salió al pasillo.

– Hola.

– Hola -dijo Fox, sin volverse.

Se había quitado la camiseta y Phoebe podía ver sus cicatrices. No era una imagen bonita, pero las heridas estaban cerradas. Su complexión era más bien morena y la anchura de sus hombros, los músculos de su espalda, sus bíceps, dejaban claro que estaba haciendo ejercicio para recuperar la forma.

Se percató entonces de que no se había afeitado y la barba le salía más rubia que el pelo de la cabeza. Phoebe se fijó también en su perfil, en su preciosa nariz, en aquellos ojos tan provocativos…

– ¿Has terminado la clase?

Ella se sobresaltó.

– ¿Eh? No, no, sólo quería ver qué tal ibas. La cosa va bien, ¿no?

– Sí, lo más difícil era la fontanería, pero eso ya está. Yo creo que para el lunes estará terminada. ¿Te parece?

– Sí, claro. Entonces, ¿lo pasaste bien la otra noche?

– Sí, desde luego que sí. Oye, Phoebe, yo creo que necesitas unas alcachofas diferentes de las que has comprado. Unas que lancen un chorro más suave.

– Muy bien.

– ¿Quieres que las compre yo?

– Sí, claro. Luego me dices cuánto te han costado y te daré el dinero. Entonces el lunes estará terminada, ¿no?

– Sí. Además, me gustaría verte el lunes.

– ¿Para qué?

– Tú insistes en que salga de casa, en que tome el aire… y hay algo que me gustaría hacer contigo el lunes por la tarde. Si no tienes inconveniente.

– No. no, claro. Podemos hacer los ejercicios en cualquier sitio -contestó ella, aclarándose la garganta-. Lo que hiciste la otra noche, en casa de Harry… ¿crees que volverás a hacerlo?

Fox levantó la cabeza.

– Me parece que oigo llorar a un niño.

Ella también lo oía, pero aun así vaciló. No podía moverse. Fergus suspiró mientras se acercaba a ella, su torso y sus manos cubiertos de yeso. Se acercó mucho, pero no la tocó. Mejor, porque tenía que volver a clase con los niños.

Pero estaba tan cerca que podía ver el brillo de sus ojos. Y esos ojos la hipnotizaban. No podía apartar la mirada.

– Me hizo mucha gracia que intentaras liarme con otra mujer, pelirroja. Nadie había intentado eso antes.

Luego se acercó un poco más y, sin tocarla, se inclinó para darle un beso en los labios. No era un beso exactamente… más bien la amenaza de un beso o la promesa de un beso.

– ¿Quieres saber si la besé?

– No.

– ¿Quieres saber si…?

– No.

– Porque te lo contaré si me lo preguntas. Seré sincero contigo. Y tú serías sincera conmigo también, ¿verdad, pelirroja? Me dirías la verdad.

– Sí, claro que sí -murmuró Phoebe. Pero había algo en su voz, algo en sus ojos que la trastornaba. Estaba de los nervios, ella, que podía dar clases de parsimonia a un santo-. Tengo que volver a mi clase.

– Ya lo sé.

– Hablaremos en otro momento.

– Sí, muy bien. Sé que tienes trabajo, pero hablaremos. Desde luego que hablaremos.

Phoebe volvió a su clase pensando que Fergus Lockwood tenía un diablo dentro del cuerpo, que tenía un lado manipulador y perverso. Un lado que le gustaba mucho.

Le hablaba como si fueran amantes. Y lo eran, claro. Pero ella se había convencido a sí misma de que aquello no podía durar. Esperaba, confiaba en que las cosas fueran de otra manera, pero cuando Fox le dijo que era la mujer más sexy que había conocido… se le cayó el alma a los pies.

La deseaba, de eso no había duda. Pero ¿la respetaba, la valoraba?

No había cambiado nada, se dijo. Quería curar a Fergus y cada día, cada semana, había visto su esfuerzo recompensado. Estaba muchísimo mejor, mental y físicamente. Ella no era completamente responsable de esa curación, pero quería pensar que había tenido algo que ver.

Eso era lo que importaba. Que él se pusiera bien. No lo que ella quisiera, no lo que ella soñara.

Phoebe entró en la clase y le espetó a sus alumnas:

– Maldita sea. ¡Ahora vamos a relajarnos!

Las madres la miraron como si estuviera loca… hasta que alguien soltó una carcajada. Y entonces Phoebe intentó reír también.

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