Phoebe vio que iba a darle un beso y no un beso normal y corriente, no. Un beso tremendo. Pero no podía darle una bofetada. Después de haber visto esas cicatrices, todas esas heridas tan de cerca… No podía hacerle daño. Era impensable.
Pero cuando su cuerpo se inclinó hacia él, cuando sus labios se entreabrieron para él… no era exactamente porque quisiera un beso. Pero se daba cuenta de que su alma necesitaba curar mucho más que su cuerpo.
Aunque, por supuesto, sabía que ella no podía curar el alma de nadie. Pero no podía ser tan mala como para rechazar a Fox.
Ésa era su excusa para besarlo como si su vida dependiera de ello.
Ella no era una mujer lasciva, ni dejaba que sus sentidos dirigieran su vida. No era la clase de mujer que se olvida de la moral cuando un hombre le gusta. Phoebe no estaba preocupada por las insinuaciones que Alan había hecho sobre su personalidad. Una y otra vez.
– No estás para esto -dijo en voz baja.
– Te aseguro que sí -contestó él.
– No quiero hacerte daño, me da miedo tocarte…
– Phoebe, tú no podrías hacerme daño aunque quisieras -la interrumpió Fox, acariciando su pelo-. No pares. Ya pararemos más tarde. No haré nada que tú no quieras hacer, te lo aseguro. Nunca. Pero deja que te bese un poco más.
Si otro hombre hubiera dicho eso, Phoebe habría soltado una carcajada… pero Fox, maldito fuera, no era cualquier hombre.
Lo decía como si lo sintiera de verdad, como si de verdad creyera que iban a parar, que no estaba seduciéndola. Y como creía que le estaba diciendo la verdad, su corazón volvió a latir como loco.
Él había cerrado su corazón a los sentimientos durante mucho tiempo y era muy importante que se abriera para ella. Sí, era sexo, lo sabía, pero eso no significaba que no fuera importante para Fox. Aquel hombre estaba sufriendo y ella tenía que responder. Lo haría cualquiera en su situación. Su corazón no tenía nada que ver. No, nada.
No del todo.
Quizá estaba enamorándose, pensó. Quizá estaba ya tan enamorada que su corazón se iba a partir en dos, pero en aquel momento… Y aquel hombre sabía besar. Como lo había besado antes, debería haber recordado que era inflamable. Sabía lo potentes que eran esos labios. Pero aquella vez Fox tenía ideas nuevas. Metió la lengua en su boca y jugó con la suya, besándola de mil maneras diferentes.
Ella no le quitó la camiseta y, sin embargo, de alguna forma, cayó al suelo. Phoebe había jurado no volver a tocarlo, pero sus manos se deslizaban por su pecho, su espalda. Lo había tocado antes, pero como masajista.
Ahora era diferente.
Ahora lo tocaba con las manos de una mujer, respiraba su aroma de hombre. Tocaba su estómago plano, los músculos, los tendones, la columna de su cuello, no para relajarlo sino para todo lo contrario.
Su piel olía vagamente a jabón y a sudor, pero esa mezcla era como un afrodisíaco para ella. Era el olor de un hombre encendido.
Y seguía besándola. La besaba en el cuello, en la garganta. Le quitó la camiseta de un tirón y luego, poco a poco, una a una, las horquillas del pelo.
Mop de repente apareció a su lado. Duster estaba roncando, pero Mop siempre parecía pensar que su amita necesitaba ayuda…
– No pasa nada, cariño -dijo él.
Mop se alejó, como reconociendo que no pasaba nada, que no había peligro… aunque Fox era un peligro. Phoebe lo sabía. Abrió los ojos y vio que él la estaba mirando. No la tocaba, no la besaba, sólo estaba mirándola.
Lo último que recordaba era que estaban sentados, uno frente al otro. Ahora los dos estaban tumbados en la alfombra, cara a cara, los dos desnudos de cintura para arriba. Los pantalones de yoga se ataban a la cintura, pero las cintas se habían soltado y tenía la cinturilla por el ombligo… sin revelar nada más que sus caderas… pero él parecía ver la promesa de su desnudez. La miraba, la saboreaba con los ojos. La deseaba.
Y ella también. Quería ser la que curase a Fox. La que lo hiciera sentir otra vez. La que le hiciera querer sentir otra vez.
Phoebe llevó las manos de Fox a sus pechos, animándolo para que la tocara. Con la otra mano, desabrochó el botón de sus vaqueros y bajó la cremallera. La habría bajado mucho más rápido de haber sabido que el malvado no llevaba ropa interior. El «muelle» saltó como un resorte, tan rápido que estuvo a punto de engancharse en los dientes de la cremallera, pero ella lo protegió envolviéndolo en su mano. Estaba caliente y palpitaba.
– No…
– ¿Ese es un «no» de esos,que quieren decir «sí»? -sonrió Phoebe.
– No te rías de mí.
– ¿Sabes una cosa, Fox? Si algún hombre ha necesitado reírse alguna vez, ese eres tú -como para probar que tenía razón, su «Charlie» soltó una gotita-. Ah, sí, esto te gusta -murmuró Phoebe y luego, de repente, se quedó parada.
En un segundo pasó del calor tropical al frío del Polo. Lo que ocurrió fue que oyó su propia risa ronca, notó que él respondía haciéndole el mismo tipo de caricia ardiente… Ella no quería ser una seductora, no quería que la viera como una amante desinhibida.
Esa contradicción le provocó una ansiedad terrible. Lo deseaba. Totalmente. Deseaba hacer el amor con él, compartir cosas con él, ayudarlo a curarse. Pero no quería… rendirse. Podría hacerlo, pero le daba miedo sentirse avergonzada después, sentirse sucia, como Alan la había hecho sentirse.
Sabía que Fox no era Alan. Sabía que no era la misma situación, pero…
– ¿Qué pasa? -preguntó él, mientras besaba su cuello.
– Fox, ¿tú quieres hacer el amor?
– Claro que sí. Contigo. Ahora mismo, si tú quieres.
– Yo quiero. En teoría.
– Me parece bien lo de la teoría -le aseguró él, sin dejar de besarla.
– Pero no quiero que esperes…
– ¿Esto es por lo que pasó la última vez? ¿No te gusta el sexo?
– No he dicho que no me gustara el sexo. Pero no soy una persona muy sexual, así que si esperabas algo escandaloso… además, apenas nos conocemos.
– Phoebe, tú me conoces mucho mejor que nadie… me guste a mí o no. Has atravesado mis defensas, has hecho que me rinda.
– Fox…
– Sé que esto está bien, A lo mejor es una locura, pero está bien. Aunque no puedo prometerte un futuro.
– No te lo estoy pidiendo.
– No eres tú. No tengo nada en contra de las relaciones serias. Pero mi vida ahora mismo…
– No te estoy pidiendo promesas de futuro -repitió Phoebe.
Él arrugó el ceño, como si estuviera dispuesto a mantener una seria discusión sobre el tema. Pero eso no iba a pasar. Sólo un tornado podría aplacar el fiero brillo de sus ojos.
– Así que no eres una persona muy sexual -dijo con tono paciente.
– No lo soy -dijo Phoebe.
Al menos, estaba decidida a no serlo.
– Muy bien. Vamos a llegar a un compromiso. Si hago algo que no te gusta, dímelo. ¿Te parece bien?
Como ella no contestó de inmediato, Fox fue directo al grano. De los besos en el cuello pasó a besar sus pechos, su ombligo, su vientre.
Después, tiró del pantalón de yoga. Ella no tuvo tiempo de prepararse, de pensar. Así que le bajó los vaqueros. Quería desesperadamente que Fox pensara que era una mujer buena. Una mujer responsable con la que se podía contar, a la que él podía respetar.
No tenía que amarla, pero necesitaba su respeto, eso era lo más importante.
Aunque su pasión también le importaba. Y mucho.
No recordaba haber sentido aquella excitación en toda su vida, aquella conexión con otra persona… no había forma de explicarlo. Pero era como si entendiera su dolor. Como si él entendiera el suyo. Rodaron por la alfombra bajo la suave luz de la lámpara y luego de nuevo entre las sombras. Era estupendo que viviera frugalmente porque no había muchos muebles con los que chocarse. Pero, para ser un hombre al que lo último que le hacía falta era otro moratón, Fox parecía poco preocupado por darse un golpe y sí muy interesado en besarla, en tocarla, en acariciarla.
Phoebe tenía miedos. Tenía serios miedos, pero estaba decidida a abandonarlos. Cuando se tumbó sobre ella, enredando las piernas en su cintura, no pudo hacer nada. Había alegría en sus ojos. Intensa frustración, un deseo increíble, pero también alegría. Esa alegría de vivir que sólo podía darte conectar con otra persona…
Phoebe cerró los ojos y levantó las caderas para recibirlo. Se acoplaban perfectamente, como un guante. Él dejó escapar un gruñido como un león liberado después de años de cautiverio en el zoo. Ella dejó escapar un gemido como una gatita feliz con su propio poder.
Por un momento se quedaron parados, como intentando grabar ese momento, mirándose a los ojos.
Y entonces se pusieron en marcha. Los dos moviéndose al mismo ritmo, un ritmo frenético, primitivo. Sus cuerpos estaban cubiertos de sudor. Un teléfono sonó en algún sitio, se oía el ruido de un coche en la calle, el ruido de la nevera…
Pero nada de eso estaba en su mundo. Phoebe se agarró a él, con los ojos cerrados, sintiendo que el alivio escapaba de ella como un chorro de dulce liberación, sintiendo el de Fox como un chorro de amor, tan caliente, tan dulce que la llevó a un lugar desconocido.
Y luego los dos intentaron respirar con normalidad.
Pasaron los minutos.
Ella no se quedó dormida, pero cuando abrió los ojos tenía la camiseta puesta y Fox estaba tumbado de lado, con un brazo sobre la cara, la otra mano en su pelo. Sus ojos habían perdido esa fiera intensidad y eran oscuros, impenetrables.
Phoebe se quedó un momento absorbiendo una profunda sensación de felicidad, de bienestar. Le parecía perfecto haber hecho el amor con él… más perfecto que nada en toda su vida.
– Oye -murmuró Fox.
– Oye tú.
– No sabía que esto podía pasar.
– ¿No sabías cómo se hacía?
– Tonta. Pensé que jamás volvería a hacerlo en mi vida.
– ¿Qué te pasó en Oriente Medio, Fox?
– No lo sé.
– Sí lo sabes -murmuró Phoebe, acariciando su cara.
– Me perdí -contestó él por fin-. Dejé de creer en mí mismo, en mis valores. En mí como hombre.
– ¿Porqué?
– Eso da igual. Lo que importa es que pensé que no volvería a hacer el amor nunca más.
Phoebe quería ayudarlo. Más que nada en el mundo, quería ayudar a aquel hombre.
– No me gusta decir esto, chaval, pero me has dado pistas más de una vez de que tu cuerpo funcionaba perfectamente.
– Una erección es una cosa, hacer el amor es otra muy distinta. Y sentir… sentir otra completamente diferente. Pero… hay algo que… no sé, quizá he sido injusto.
– ¿Lo lamentas?
– Estamos en el sur, pelirroja. Mi madre no crió a sus hijos para que se aprovecharan de las mujeres.
– No te has aprovechado de mí.
– Sí lo he hecho. Llevaba siglos sin hacer el amor y tú te me has subido a la cabeza. No es una excusa, pero es lo que ha pasado.
– Yo quería que pasara.
– Tú no querías que pasara con un tipo que está hecho polvo, que no tiene vida… al menos, por ahora.
– Estás recuperándote, Fox. Y no ha pasado nada que yo no quisiera que pasara.
– Mi madre no estaría de acuerdo, te lo aseguro -sonrió él. Estaba bromeando, pero había dejado de tocar su pelo, había dejado de estar en conexión con ella-. Tú te mereces algo más de lo que yo puedo ofrecerte, pelirroja…
– Eso lo decidiré yo, ¿no?
– No es tan fácil para mí. Todavía no. Tengo que pensar antes de que sigamos hablando de esto. Pero ahora… me voy a casa.
– Sí, ya me lo imaginaba.
No lo sorprendió. Sabía que no se quedaría a dormir. Sólo había sido sexo. No tenían una relación, de modo que no podía hacerle daño, no debía permitir que le hiciera daño.
– Pero quiero que sepas… que voy a hacer tu programa.
– Me alegro. Y merece la pena. Es bueno para ti.
– Puede ser. Creo que tú entiendes lo que me pasa… aunque me estás sacando de mis casillas.
– Es fácil sacarte de tus casillas, Fox.
– ¿Sabes una cosa? Todo el que me conoce cree que soy el hombre más paciente del mundo.
– ¿Los has engañado a todos? -sonrió Phoebe.
Él no estaba sonriendo.
– Haré tu programa, pero tenemos que llegar a un acuerdo. Voy a pagarte por horas.
Luego mencionó una suma.
– No te pases, cariño. El precio de una sesión es…
– Me da igual lo que cobres. Eso es lo que voy a pagarte. Y otra cosa…
– ¿Qué?
– Voy a hacerte la cascada en la sala de masajes.
– ¿Qué? No creo que puedas hacer un trabajo tan duro…
– Si no puedo, no puedo. Pero lo intentaré. Cuando mi padre murió, dejó una herencia considerable, pero mi madre se ocupó de que aprendiéramos un oficio.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Aunque no lo creas, sé bastante de fontanería y carpintería.
– ¿En serio?
– Sí. Creo que puedo hacer el trabajo. Y eso será parte del pago. El dinero por sesión y la cascada.
Cuando se fue, Phoebe se quedó desnuda sobre la alfombra, mirando los faros del coche desaparecer al final de la calle.
Y toda la euforia se desvaneció… reemplazada por una sensación de miedo.
Entonces pensó en su madre. Su madre era una hedonista, una mujer llena de sensualidad. Su padre adoraba esas cualidades y las valoraba en todos los sentidos. Por eso Phoebe creció pensando que la sensualidad era algo sano y maravilloso.
Y, según las revistas femeninas, los hombres buscaban mujeres sensuales. Mujeres ardientes, desinhibidas que expresaban libremente su sexualidad. ¿Ése era el sueño de todos los hombres?
Mentira.
Los hombres deseaban una mujer ardiente, desde luego. Pero sólo para acostarse con ella, no para mantener una relación seria. Los hombres solían desconfiar de las mujeres muy sensuales. Temían que fueran infieles. Temían no poder confiar en ellas. La mayoría de los hombres no respetaban a una mujer así.
Phoebe lo había descubierto con Alan.
Lo que más le dolió fue que la acusara de ser una hedonista, una sensualista… porque no podía defenderse de esos cargos.
Era todo eso. Pero Alan la había hecho sentirse tan sucia que ella empezó a pensar lo mismo… hasta que dejó su trabajo como fisioterapeuta y empezó a trabajar con los niños.
No había pensado en Alan en mucho tiempo… hasta que Fox entró en su vida. Sabía que eran dos hombres completamente diferentes, pero temía enamorarse de alguien que no la respetase.
Abruptamente, se levantó para dejar salir a las perritas por última vez esa noche. El frío la hizo temblar, pero la ayudó a ver la realidad.
No lamentaba haber hecho el amor con Fox. Ayudarlo era algo muy importante para ella… fuera cual fuera el precio que tuviese que pagar. Pero tenía que recordar cómo había terminado aquella noche.
Fox no había querido quedarse a dormir después de hacer el amor.
E insistía en pagarle una cantidad enorme por sus servicios.
No debía engañarse a sí misma, no debía pensar que para Fox era algo más que una persona a la que había contratado para que le quitase el dolor.
Durante unas horas había sentido una extraordinaria conexión con él… se había sentido como si unos frágiles pétalos de rosa se hubieran abierto dentro de ella, unos pétalos que llevaban mucho tiempo cerrados…
Pero ella sabía la verdad.
Para Fox era sólo una masajista. Y mientras se dijera a sí misma que no debía querer nada más no habría ningún problema.
No pensaba olvidar eso nunca.