Capítulo 8

Phoebe encendió la vela con olor a melón y apagó la cerilla. Luego dio un paso atrás, con las manos en la cintura, y miró su obra de arte.

Mop y Duster lanzaron un ladrido, por si acaso había olvidado que estaban allí. Ellas, desde luego, no podían olvidar el maravilloso olor que salía del horno.

Phoebe les había dado a probar un poquito de todo, pero en aquel momento lo que la preocupaba era Fergus, que estaba a punto de llegar.

El golpecito en la puerta hizo que sus perras se lanzaran a la carrera, ladrando para saludar al visitante. Cuando Phoebe abrió la puerta, se abalanzaron sobre Fergus como si fuera un amigo de toda la vida.

– Tenía que venir hoy, ¿no?

– Sí, desde luego -contestó ella.

Naturalmente, Fox estaba sorprendido al verla vestida de forma diferente. Nunca la había visto con algo que no fuera una camisa ancha, pero… el jersey negro y los pantalones del mismo color no eran precisamente un vestido de gala, pero resultaba diferente. No llevaba zapatos porque solía andar descalza por la casa, pero llevaba el pelo suelto y se había maquillado. No mucho, sólo un poco de brillo en los labios, un poco de colorete, un poco de rimel.

Pero, a juzgar por el brillo en los ojos de Fox, parecía como si se hubiera puesto las pinturas de guerra.

Phoebe lo llevó a la cocina. Había querido hacer algo especial aquella noche, algo que lo sorprendiera… porque había pensado que existía la posibilidad de que no volviera nunca.

Había pasado algo cuando se fue el miércoles. No sabía qué, pero de repente había cambiado, había vuelto a convertirse en un hombre oscuro, taciturno.

Phoebe quiso ir tras él para preguntarle qué pasaba… pero tenía que cuidar de Manuel. Además, no tenía derecho a preguntar ni a pedirle explicaciones. Fox y ella no tenían ninguna relación.

Por eso se había convencido a sí misma de que la estrategia era puramente profesional. Su recuperación era lo importante, ¿no?

Si se ponía un bonito jersey ajustado y llamaba su atención… mientras fuera por una razón profesional, estaba bien.

Él le preguntó por Manuel y charlaron durante unos minutos sobre el niño y sobre su trabajo.

– Bueno, siéntate. Hoy vamos a probar otro ejercicio.

– ;Ah, sí?

– Sí.

Fergus no parecía haber notado las velas, el mantel, el decorado. El maldito hombre no apartaba los ojos de ella.

– ¿A qué huele?

– Es la cena.

– La cena no era parte del trato.

– Hoy sí. Todo lo que pueda curarte es parte del trato, guapo.

– ¿Guapo?

Phoebe rió, mientras se ponía los guantes para sacar el pollo del horno. La mesa de la cocina estaba cubierta por un elegante mantel… una sábana, en realidad. Y había puesto una bonita vela en el centro de la mesa. Como no tenía servilleteros de verdad, había decorado las servilletas con un lacito de terciopelo azul.

El menú no era precisamente gourmet: pan casero, patatas asadas con queso y crema agria, pollo con cilantro y limón. De postre, cerezas y moras con chocolate. Todo bastante básico.

Fox, sin embargo, levantó una ceja, sorprendido.

– ¿Qué es esto?

– La cena, ya te lo he dicho.

– Esto es «la cena» como un diamante es «una piedra». ¿Crees que no sé cuándo una mujer quiere seducirme?

– ¿Qué? -exclamó Phoebe.

– Por favor… tú sabes lo que el olor a pan recién hecho le hace a las hormonas de un hombre, ¿no?

Estaba tomándole el pelo, coqueteando. Y su corazón empezó a palpitar como un loco. Unas semanas antes, aquel hombre estaba encerrado en una oscura habitación, sin querer ver a nadie, sin sonreír.

– El pan recién hecho es para abrirte el apetito.

– Eso es lo que he dicho. Que el olor a pan recién hecho despierta el apetito de un hombre. Mejor que nada en el mundo… además de ese jersey que llevas.

– ¡Sólo es un jersey, Fox!

Entonces sonó el móvil y Phoebe se quitó uno de los guantes para contestar.

Era su madre y como no solía llamar de noche, se preocupó.

– ¿Qué pasa, mamá? ¿Estás bien? ¿Está papá bien?

– Todo está bien -contestó su madre-. Sólo quería contarte una cosa, cariño. He leído en el periódico que Alan va a casarse. Sé que ya no quieres saber nada de él, pero no quería que te lo contara un extraño…

El pollo iba a quemarse si no lo sacaba del horno, de modo que Phoebe prometió llamar a su madre por la mañana y colgó a toda velocidad.

– Perdona la interrupción. Hablo con mi madre un par de veces por semana, pero es casi imposible colgar antes de una hora.

– ¿Ha pasado algo?

– No, no, nada.

– Debe de haberte dicho algo…

Phoebe no quería hablar de Alan, de modo que le habló de sus padres.

– Mi padre es anestesista. Mi madre dice que es una suerte que gane dinero porque ella es una vaga… pero es de broma. Trabaja con niños enfermos en el hospital y con adolescentes problemáticos. Además, está en la junta de dirección de una agencia de adopción… y es pintora.

– ¿De ahí los colores? -sonrió Fox, señalando las paredes.

– Sí, claro. Mi madre me enseñó a no tener miedo de los colores.

– Os lleváis bien, ¿no?

– Muy bien.

– ¿Y qué te ha dicho? Porque te has puesto nerviosa.

– Fox, no quiero hablar de eso -suspiró Phoebe-. Estamos en tu sesión y lo importante ahora eres tú. No me importa hablar de mí, pero prefiero no hacerlo cuando estoy trabajando.

– Ya -murmuró él, cabizbajo.

Ella dejó escapar un largo suspiro.

– Muy bien. Pregúntame lo que quieras. ¿Qué quieres saber? -sonrió, mientras sacaba el pollo del horno.

– Lo que te ha dicho tu madre.

– Que un hombre con el que yo solía salir va a casarse.

– Supongo que erais novios o algo así.

– Sí, estábamos prometidos. Mi madre temía que sufriera al enterarme de que iba a casarse con otra.

– ¿Y es así?

– ¿Tengo cara de sufrimiento?

– No.

– Deja de mirarme así, Fox. Venga, come.

– ¿Cuánto tiempo estuviste con él?

– Tres años, casi cuatro.

– Y él es la razón por la que te viniste a vivir a Gold River.

– Sí, chismoso. Si quieres sabe la verdad, me rompió el corazón. Tanto que no podía olvidarme de él y tuve que cambiarme de ciudad. Pero eso es agua pasada.

– ¿Y cómo te rompió el corazón ese hijo de perra?

– Normalmente, no me importaría que usaras ese lenguaje porque yo misma digo palabrotas algunas veces, pero esta noche no -lo regañó Phoebe-. El programa de esta noche es hacer que te relajes. Y eso no va a pasar si te alteras. ¿Qué tal el pollo?

– Muy rico. Y no estoy alterado. Sólo quiero saber qué te hizo ese canalla. ¿Te engañó con otra?

– No.

– ¿Te pegaba?

Phoebe levantó una ceja.

– ¿Olvidas con quién estás hablando? A mí no me pega nadie y vive para contarlo.

– Sí, es verdad. Tú sabes cuidar de ti misma, pelirroja. Entonces, ¿qué pasó?

Phoebe dejó escapar un suspiro.

– Muy bien, te lo contaré. Pero antes tú tienes que contarme qué pasó en Oriente Medio. Sé que te alcanzó la explosión de una bomba, que estuviste en un hospital y todo lo demás, pero quiero detalles.

Fox vaciló. De hecho, parecía querer evitar la respuesta, pero Phoebe se cruzó de brazos, decidida a esperar lo que hiciera falta.

– Me alisté en el ejército por los niños -dijo él por fin.

– ¿Por los niños?

– Porque los niños necesitan un modelo de comportamiento y los profesores de historia siempre están hablando de eso. Lo veía todos los días en mi clase. Yo hablaba de héroes de la historia, de lo que había que tener para ser un héroe, por qué estudiábamos la vida de ciertos hombres y mujeres, lo que era el valor y todo eso…

– Muy bien, sigue.

– Enseñar historia significa enseñar a los niños que todos ellos tienen el potencial para convertirse en héroes, pero que no tiene nada que ver con ser valiente sino con encontrar valor dentro de uno mismo. Que todo el mundo es vulnerable y tiene miedo algunas veces… pero que lo importante es encontrar valor para luchar por las personas que están sufriendo.

Phoebe tragó saliva. Se le había encogido el corazón al oírlo hablar con tanta pasión de algo en lo que creía de verdad.

– Sigue, Fox.

– Así que un día estaba hablando sobre Oriente Medio, de su historia, de lo que estaba pasando allí… El problema, en mi opinión, es que los adultos en este país no quieren saber nada de Oriente Medio. Todo el mundo está cansado de oír hablar de guerras y de muertos y ya les da igual. A sus padres les da igual y a los niños también. No entienden qué pasa allí.

– ¿Y por eso te alistaste en el ejército?

– No veía otra opción más que alistarme en el ejército porque llevaba años diciéndoles que hablando no se consigue nada, que hay que hacer algo. Que incluso los hombres débiles y cobardes, los profesorcillos como yo pueden hacer algo… pueden cambiar las cosas…

– Tú no eres débil y cobarde.

– Quizá no, pero un profesor es un peso ligero -sonrió Fox-. Y me molestaba lo que los chicos oían en casa. En cualquier caso, sólo intento explicarte que sentía que había perdido el derecho de hablarles sobre héroes y líderes si no hacía algo. Y lo intenté.

Phoebe supo entonces que iba a contarle algo terrible. Lo sabía. Y ella no era psicóloga. ¿Cómo iba a ayudarlo?

– Así que me fui allí -dijo Fox-. Y me pusieron a trabajar en el tipo de cosa en la que pondrían a alguien como yo, claro, reconstruir escuelas, intentar organizar a los profesores, pasar tiempo con la gente de allí. Llevaba una pistola, pero nunca tuve ninguna razón para apuntar a nadie. Había incidentes, muchos, pero a mí no me afectaban personalmente.

Phoebe se levantó para servir el postre.

– Espera. Creo que nos hace falta un poco de chocolate -dijo, intentando sonreír.

Pero él sujetó su mano. Luego se levantó y, sin decir nada, salieron al porche y se sentaron en los escalones.

– Los niños del pueblo hablaban conmigo -siguió Fox entonces-. Yo hablo algo de árabe y les enseñé algo de nuestro idioma también.

– ¿De qué hablabais?

– De rock and roll, de cine, de lo que ellos quisieran. Pero una mañana… hacía mucho calor, el sol era insoportable, como casi todos los días. Yo estaba en un callejón cuando un niño se acercó a mí. Un crío de grandes ojos oscuros, unos ojos preciosos. Por su aspecto, parecía haber dormido en el callejón y pensé que sería huérfano, que podría estar herido o que no encontraba a sus padres. En sus ojos había un dolor tan tremendo…

– ¿Qué pasó? -preguntó Phoebe, casi sin voz.

– Empecé a hablar con él, como siempre hacía con los niños, con el mismo tono, la misma sonrisa. Saqué una chocolatina del bolsillo, un yo-yo… mientras pensaba qué iba a hacer con él. No podía dejarlo en aquel callejón, solo, sin comida. Eso era exactamente para lo que había ido allí, para encontrar la forma de hacer que un niño herido y abandonado pudiera volver a ser feliz.

– Fox… -murmuró Phoebe. Tenía la voz ronca y el corazón pesado porque veía una enorme angustia en sus ojos.

– Llevaba una bomba adosada al cuerpo.

– Dios mío.

– No puedo contarte nada más porque no recuerdo nada. Evidentemente, fue algo trágico, horrible, pero yo no pude hacer nada. No lo vi morir, de modo que ese recuerdo no es parte de las pesadillas… Sólo recuerdo que salí lanzado contra la pared, que perdí el conocimiento, nada más. Pero cuando desperté… desperté furioso, fuera de mí. Tanto como para gritar y golpear a todo el que intentara ayudarme.

– Qué horror.

– No le he contado nada de esto a mi familia -dijo él entonces-. No sé de dónde salía esa furia, pero espero que esto sea una explicación para ti, pelirroja, porque no hay más. Eso es lo que pasó. No hay nada… ¡eh!

Quizá quería decir algo más, pero Phoebe se había lanzado sobre él. Sabía que tenía heridas, sabía que tenía moratones por todas partes. Sabía que estaban en el porche de su casa y que no quería que Fox viera su lado sensual, pero…

¿Qué iba a hacer? ¿Seguir escuchando aquel terrible relato sin hacer nada? ¿Escuchar cuánto le había dolido la muerte de aquel niño, tanto como para hacerse daño a sí mismo, sin que la afectara profundamente?

Lo besó y siguió besándolo sin parar, pensando que se merecía todo lo que pudiera darle y más. Si perdía el respeto por ella… tendría que arriesgarse. El sexo era una forma de amor. Sólo una forma, pero válida en aquel momento porque quería darle toneladas de amor.

Sin dejar de besarlo, empezó a quitarse el jersey y lo tiró al suelo.

Mala idea porque Mop y Duster lo agarraron y salieron corriendo con él por el jardín. En fin… un jersey perdido. No tenía importancia.

Los faros de un coche iluminaron el porche. Estaba lejos, de modo que no podían verlos. Además, a Phoebe le daba igual. No le quitó la camisa porque se suicidaría si él se resfriaba por su culpa, pero fue directamente a la cremallera del pantalón.

En ese momento, odiaba el mundo que tanto daño le había hecho a Fox. El mundo que hacía que un niño se adosara una bomba al cuerpo, el mundo en el que un niño pequeño moría de esa forma. Era horrible, espantoso, insoportable.

Y se lo dijo con sus besos, con sus caricias. Se lo dijo con las manos, tocándolo, acariciándolo, amándolo con los dedos. Se lo dijo cerrando los ojos y concentrándose en darle todo el amor que había en su corazón, un torrente de sentimientos. No podía curar sus heridas, pero sí podía compartirlas.

Él murmuró una palabra. Su nombre.

Phoebe no podía hacer que olvidase aquel horrible momento, no podía borrar el recuerdo que quizá siempre estaría en su memoria, pero podía tocarlo, conectarse con él. Fox lanzó un gemido cuando su trasero desnudo tocó los fríos escalones.

– ¿Ésta es forma de tratar a un inválido?

– No intentes escapar.

– ¿Estás loca? No querría escapar aunque me fuera la vida en ello. Pero preferiría que no nos detuvieran por escándalo público. Al menos, hasta después.

– Mis vecinos no son niños pequeños. Ni tienen niños pequeños.

– Ah, estupendo -murmuró él, tumbándola sobre el suelo del porche.

Phoebe no llevaba el jersey y las tiras del sujetador se habían bajado como por arte de magia. Los pantalones seguían en su sitio, pero sólo durante un par de segundos porque Fox, una vez motivado, podría dar cursos sobre acción rápida.

Pero se detuvo un momento para enredar los dedos en su pelo, mirándola a la luz de la luna, en silencio. Luego metió la cabeza entre sus pechos, rozando sus pezones con la barbilla, raspándola con su barba, chupándolos tierna, ardientemente.

– Sí, sí -murmuró-. Ahora, Phoebe…

Era Phoebe quien lo seducía, aparentemente… pero era él quien estaba colocando sus piernas alrededor de su cintura, enterrándose en ella, apretándose como si quisiera fundirse con ella. Entonces empezó a moverse… con fuerza, violentamente, en el frío porche, en la oscura noche… y algo se soltó dentro de ella. Algo que no había estado suelto nunca.

Era la furia, pensó. Nunca se había sentido tan furiosa.

Eso tenía que ser.

Los dos rodaron por el precipicio al mismo tiempo. Él dejó escapar un grito de alegría que la hizo reír… pero Phoebe sentía la misma euforia. Nada borraría aquella terrible experiencia suya, lo sabía. Pero en aquel momento, la tristeza era soportable.

El amor era así, lo curaba todo. Y por eso tenía que ofrecerle el suyo.

Con los ojos cerrados y la respiración jadeante, lo besó y lo besó y lo besó. Él la besó y la besó y la besó hasta que sus corazones recuperaron el ritmo normal y un golpe de viento los hizo temblar a los dos… y sonreír. Una sonrisa privada que era sólo de los dos y de nadie más.

Nadie le había sonreído como Fox.

Nadie la había hecho sentirse como Fox.

– Me dejas sin aliento, pelirroja -murmuró él, acariciando su pelo.

– Y tú a mí.

– Vamos a morir de frío.

– Lo sé. Deberíamos entrar y…

– Y vamos a hacerlo. Pero antes tengo que decirte una cosa -Fox sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír-. Eres la mujer más sexy que he conocido nunca. Eres mi sueño.

La sonrisa de Phoebe desapareció. Se quedó helada completamente… por dentro y por fuera.

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