Fox señaló la silla con el dedo.
– Siéntate. Se supone que no debes hacer nada. Siéntate, tómate una copita de vino y déjame trabajar.
– Me tratas como si fuera un perro -protestó Georgia Lockwood-. Siéntate, levántate. ¿Qué forma es ésa de hablarle a tu madre?
– Siéntate, muchacha -repitió Fox, cuando ella intentó levantarse-. Esta noche me toca cocinar. Dijiste que te encantaba este ejercicio, así que pon los pies sobre la silla y relájate.
– Últimamente me das miedo, hijo. Al menos, cuando estabas enfermo podía darte órdenes. No obedecías nunca, pero al menos no te ponías tan antipático.
Antes de que pudiera evitarlo, Georgia se levantó de la silla y miró la cazuela.
– Eso no se parece ni remotamente al buey Stroganoff.
– Porque no lo es.
– Pero si he comprado los ingredientes para tus platos favoritos: la mejor carne, pastel de arándanos, ensalada…
– Siéntate.
Murmurando maldiciones, Georgia obedeció. Pero seguía mirándolo con ojos suspicaces, ojos de madre.
– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó por fin-. Fergus Lockwood, contéstame.
– Lo que pasa es que ésta es la última vez que vas a arriesgar la vida comiendo algo que yo haya cocinado. Esta noche es la última sesión del loco programa de Phoebe -contestó Fox.
– A toda la familia le encanta el programa, hijo.
– Sí, ya lo sé. Y ha funcionado, ésa es la verdad. Estoy mejor, mucho mejor. Y por eso ha llegado el momento de dar el paso.
– ¿Qué paso?
– Irme a vivir solo.
– ¿Por qué? -exclamó su madre-. A mí me gusta tenerte cerca, hijo.
– Lo sé. Te gustaría tenernos cerca a los tres, pero necesito recuperar mi vida, mamá. ¿Te acuerdas de la finca en la colina de Spruce? Quiero hacerme una casa allí.
– Ah, eso no está muy lejos -suspiró Georgia, aliviada-. Fergus, el cuchillo se pone a la derecha del plato, no a la izquierda -lo regañó, cuando empezó a poner la mesa-. Cerca de la zona de los colegios, además.
– Pues ése es el plan. Tú eres la primera en saberlo. Voy a hacerme una casa y el año que viene volveré a dar clases.
– ¿Por qué el año que viene y no este año?
– No, este año voy a ser el entrenador del equipo de baloncesto. Lo he hablado con Morgan y está decidido.
– Fox, ¿desde cuándo te gusta esto? -preguntó su madre, señalando una bandeja-. ¿Qué está pasando aquí?
– Es pollo al cilantro. Y el postre: cerezas con chocolate.
– Es Phoebe, claro.
No era una pregunta. Su madre no tenía que preguntar.
– Sí, es Phoebe. Pero no empieces a contar con nietos porque aún no sé… creo que la he perdido.
– Oh, Fox…
– Estoy loco por ella, mamá. Es la única mujer con la que podría pasar el resto de mi vida, pero Phoebe no piensa lo mismo. Y no voy a decirte nada más.
– Pero…
– Se supone que esta cena es en tu honor. Y quiero que me cuentes cosas de ti, de tus amigas, de tus partidas de bridge, de tu artritis.
– Pero Fox…
– Ése es el trato. Si sigues preguntando, te quedas sin postre. Esto es algo entre Phoebe y yo. No hay nadie más en el universo que Phoebe y yo.
Y no podía seguir hablando del asunto sin que se le hiciera un nudo en la garganta.
No sabía qué hacer, cómo solucionar el asunto. Si intentaba hacer el amor con ella, pensaría que era sólo sexo. Si no lo intentaba, pensaría que ya no la deseaba. Fox se sentía frustrado por completo. Que un imbécil como el tal Alan hubiera visto su sensualidad, su generosidad como algo sucio… era algo absurdo, impensable.
Pero como no podía buscar a aquel canalla para darle una paliza, poco podía hacer.
Y no estaba acostumbrado a sentirse impotente.
De hecho, nunca se había sentido así.
Phoebe necesitaba saber que la respetaba y él le había contado la verdad de lo que le pasó en Oriente Medio. Le había revelado su parte más vulnerable, su lado más inseguro. Compartiendo sus miedos con ella, creía haber demostrado cuánto la respetaba, cuánto la valoraba.
Pero aquel imbécil había destrozado su autoestima. Y él no podía hacer que la recuperase.
Fox miró el pollo al cilantro y supo que no podría comer.
Tenía que volver a verla una vez más, pero dudaba que sirviera para algo. La había perdido.
Y lo sabía.
Agotada y deshecha, Phoebe abrió la puerta para que sus perritas subieran a la furgoneta. Pero ni Mop y Duster la miraban.
– Mirad, chicas, tenían que poneros esa inyección. El veterinario os adora, la enfermera os adora. ¿No os dais cuenta de que herís sus sentimientos cuando los tratáis como si fueran torturadores?
Ninguna de las dos se molestó en volver la cabeza. Tendría que pagar por llevarlas al veterinario. Seguramente, tendría que darles filetes de comida, llevarlas de paseo durante cuatro horas.
Sabía que lo podía esperar. Ya había pasado antes por eso.
Phoebe arrancó la furgoneta, contenta de que fuera sábado porque no tenía energía. No quería trabajar, no quería ver a nadie, no quería hacer nada. Sólo quería llegar a casa, cerrar la puerta y ponerse a llorar.
Se detuvo en el buzón para sacar la correspondencia y cuando estaba cerrándolo se percató de que había un Mercedes RX 330 blanco aparcado frente a la casa.
El coche de Fox.
Sus perritas se percataron al mismo tiempo y empezaron a ladrar hasta que no tuvo más remedio que dejarlas salir de la furgoneta.
– ¿Qué tendrá este hombre? -murmuró. Pero era una pregunta tonta porque ya sabía lo que tenía Fox, por qué era capaz de enamorar a todas las féminas, fueran de la especie que fueran.
No debería haberla sorprendido que estuviera allí, pero la sorprendió porque no había vuelto a ponerse en contacto con ella desde que le mostró la finca en la que iba a construir su casa. Desde que le contó la verdad sobre Alan.
Le había contado la verdad, pero había otras verdades. Por ejemplo, que Fox le había preguntado si se imaginaba a sí misma viviendo allí, con él. Le había dicho que podría desayunar en el porche… pomelos.
Pomelos, su fruta favorita, su desayuno. No el de Fox.
Sólo cuando recordó los pomelos se percató de que él hablaba en serio. No la quería sólo como amante, sino como esposa.
Y si la quería como esposa, era porque la respetaba, porque la valoraba. Porque era muy importante para él.
Y si era importante para él…
Phoebe bajó de la furgoneta y se soltó el pelo antes de entrar en la casa. Fox estaba acariciando a sus perrillas, riendo con ellas mientras les rascaba la tripa.
Seguía habiendo una tonelada de yeso, herramientas y ladrillos, pero él estaba guardándolo todo en bolsas. Y su cascada estaba terminada del todo. Era como un sueño, exactamente como ella la había imaginado. Había escalones, como si estuviera en medio de la naturaleza y uno tuviera que tirarse a la piscina antes de meterse bajo la cascada… y focos en el interior. Y una especie de barandilla para colocar plantas.
– Fox, es maravillosa. Es perfecta.
Él levantó la cabeza.
– Llegas justo a tiempo.
– ¿A tiempo para qué?
– Necesito una víctima para un experimento -contestó Fox.
– ¿Qué?
– Hay que probar la cascada, ¿no? Sé que funciona, pero no quiero llevarme nada hasta que la hayas probado.
– ¿Qué quieres que haga?
– Que la uses. Llénala de agua. Si todo funciona como tú esperabas, ya está. Se acabó.
Phoebe tragó saliva. «Se acabó». Era como si estuviera dándole otra oportunidad. Y si no aceptaba, si no quería arriesgarse…
Fox se había dado la vuelta y, acompañado por sus perritas, empezó a recogerlo todo.
Lentamente, sin decir nada, Phoebe se quitó la camiseta y el sujetador y abrió los grifos de la cascada para comprobar la temperatura. No estaba desnuda del todo. Llevaba su tanga favorito: el de color azul, con la banderita bordada. Ésa no era la ropa interior de una chica tímida y mojigata. Porque ella no era ni tímida ni mojigata. Ni quería serlo.
– Mientras se llena la piscina, voy a…
Fox se volvió entonces y se quedó boquiabierto.
Se le cayó un martillo al suelo. Y luego una llave inglesa.
– El agua está estupenda -sonrió Phoebe.
Fox dejó caer toda la caja de herramientas.
Ella sonrió, dejando que el agua mojase su cara. Se sentía feliz. Así era como se sentía de pequeña. Sobre sí misma, sobre la vida. Limpia.
Y con Fox se sentía limpia.
Esa sensación desapareció cuando estaba con Alan, pero la había recuperado. Por Fox, con Fox. El hombre del que estaba enamorada.
El hombre que se acercaba lentamente, mirándola a los ojos. El hombre que se quitaba la ropa con una sonrisa en los labios.
– ¿Quieres volverme loco, pelirroja?
– Quitarte la ropa delante de mí…
– Sí, eso he hecho.
– Un hombre podría imaginar cualquier cosa. Por ejemplo, que quieres que mire ese cuerpo tan bonito que tienes.
– ¿Fox?
– ¿Qué?
– Esto es lo que hay: una mujer a la que le gusta estar desnuda. Para su amante, sólo para su amante. Para su amor.
– Eso espero -sonrió él, buscando sus labios.
Su Fox, su loco Fox, parecía haber olvidado que estaban bajo el agua… y que él estaba vestido.
– ¿Phoebe?
– ¿Qué?
– Nos estamos ahogando.
– Ése no es el problema, cariño. ¿Sabes cuál es el problema?
– Dime.
– Que llevas la ropa puesta. Pero ése es un problema que podemos resolver de inmediato.
No era cierto del todo. Los vaqueros estaban empapados y quitárselos fue una tarea casi imposible. Rieron, se resbalaron, se besaron, rieron de nuevo y acabaron sentados en la piscina.
– ¡Necesito ayuda!
Y cuanto más reían, más entendía Phoebe que aquél era el hombre de su vida.
El miedo desapareció del todo. Para siempre.
– Te quiero, pelirroja. Te quiero. Ahora, mañana, pasado mañana…
– Yo también te quiero.
– Y te aseguro que vamos a pasarlo bien en la cama -rió Fox-. Tienes mi palabra. Vamos a probarlo todo.
– ¿Tú crees?
– Estoy seguro. Porque confío en ti -sonrió él, tomando su cara entre las manos-. ¿Tú confías en mí?
– Del todo.
Quería estar desnuda con él. Física y emocionalmente porque le confiaría su vida.
Se besaron, se tocaron, hicieron el amor… Las perritas ladraban, el teléfono estaba sonando. Todo daba igual.
Cuando acabaron, agotados, con la respiración agitada, medio flotando en el agua de la cascada que Fox Lockwood había construido para ella, Phoebe enterró la cara en su cuello.
– ¿Vas a matarme si te digo que eres la mujer más guapa del mundo?
– No.
– ¿Y si te digo que eres la más inteligente, la más generosa?
– Eso tampoco está mal.
– ¿Y si te digo que eres la mujer más sexy de la galaxia, que haces que me sienta orgulloso de ser un hombre porque tú eres una mujer de los pies a la cabeza?
– Bueno, se acabó. Ahora te la cargas -rió Phoebe.
– Espera, espera, no me mates. Antes tengo que preguntarte algo muy importante.
– ¿Qué?
– ¿De qué color son las paredes de tu habitación?
Phoebe salió del agua y Fox corrió tras ella.
– Ah, de modo que ésta es tu habitación -murmuró, mientras se secaba con una toalla-. ¿Blanca?
– Después de pintar el piso de abajo no me quedaba más dinero. No quería pintarla de un blanco virginal, un blanco de novia…
– Ah, hablando de novias, ¿qué tal si empezamos a buscar una fecha? Y no me digas que no. Voy a construir una casa para nosotros, Phoebe. Y para nuestros hijos, de modo que no puedes decir que no. Sé que ahora mismo no tengo trabajo, pero mi padre me dejó un dinero, tengo unos ahorros… y empezaré a trabajar como profesor el año que viene.
Maldito hombre. Tenía que volver a besarlo.
– Muy bien.
– Sabías que volvería a trabajar.
– Sabía que te gustaban mucho los niños, pero no sabía si estabas curado del todo.
– Lo estoy. Gracias a ti.
– Gracias al amor -sonrió Phoebe, besando su cara, su cuello, su frente-. El amor lo cura todo.
– Eso significa…
– Que te quiero. Con todo mi corazón.
– Yeso significa…
– Que sí, que sí, que sí.
Fox dejó de hacer preguntas. Ya no tenía que hacerlas.