En una semana, había llegado la primavera y las azaleas, azules y amarillas, estaban por todas partes. El sol brillaba sobre las verdes hojas de los árboles y de la tierra escapaban briznas de hierba, como si cada espora, cada raíz bajo la superficie estuviera dando vida.
Excepto a él, pensó Fox.
Que una vez hubieran hecho el amor no significaba que volvieran a hacerlo. Había muchas razones para no hacerlo, además.
Pero…
Pero quería hacer el amor con Phoebe.
Inmediatamente. Regularmente. Preferiblemente, una vez cada hora. Durante varias semanas. Sin parar.
Que estuviera bien o mal no era el asunto. Sus hormonas sólo entendían que el tema de los valores no tenía nada que ver. Después de hacer el amor con ella, quería más.
A nadie más, nada más. Sólo a Phoebe. Y sus hormonas seguían repitiendo eso una y otra vez, cada día.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó Harry.
Fox levantó la mirada. Era el día de Harry, de Alce, y eso significaba, según las reglas del programa de Phoebe, que debía ir a pescar.
Para ello, su hermano lo había llevado a la frontera de Carolina del Sur. En cualquier otro momento no le habría importado. El lago Jocassee era un paraíso, con aguas transparentes recortadas contra un marco de montañas salvajes.
– ¿Cómo que qué estoy haciendo? Estoy sentado aquí contigo, pescando.
Harry suspiró mientras tomaba uno de los libros que Fox estaba leyendo.
– Las mujeres y las leyes de la propiedad en la América rural. La política del control social y sexual en el viejo Sur… ¿Tú llamas a esto lecturas relajantes?
– Pues sí, mira.
– ¿Y crees que vas a convencer a alguien de que no quieres volver a ser profesor de historia? -sonrió su hermano.
– Esto no tiene nada que ver. Me gusta leer.
– Sí, seguro. Pero lo que tienes que hacer hoy es pescar. Phoebe te dijo…
– Phoebe sólo quería que saliera de casa y estoy fuera de casa. Respirando aire fresco, como ella quería. Eso no significa que tenga que pescar.
– Es inhumano no querer pescar.
– Dame una pelota y te gano a lo que sea, fútbol, baloncesto, béisbol, lo que quieras. Pero sentarme aquí enganchando gusanos a una caña…
– Me chivaré a Phoebe si no lo intentas por lo menos.
– Ésa es una amenaza muy fea. ¿Me chivé yo cuando Ben y tú metisteis esa mofeta en la cafetería? ¿Le conté a Ben que tú tiraste a la basura su camisa favorita? Los hermanos no se chivan unos de otros.
– Esto es por tu bien. Leer libros de historia no va a relajarte.
– ¿Cómo que no?
– Phoebe quiere que te relajes de otra forma. Se supone que debes pasarlo bien.
– Leyendo lo paso bien -replicó Fox con firmeza, abriendo un libro. Aunque daba igual porque llevaba horas intentando concentrarse y no lo conseguía.
Normalmente leer lo relajaba, pero en aquel momento era imposible.
Porque sólo podía pensar en Phoebe.
Sí, sólo habían hecho el amor una vez. Habían pasado diez días, doce horas y siete minutos desde entonces, pero el encuentro seguía fresco en su memoria.
Una de las cosas que lo molestaba era que Phoebe hubiera dicho que no era una persona muy sexual. Tendría gracia si no fuera tan… raro. Como ella era, evidentemente, una mujer muy sensual, Fox no podía entender por qué decía justo lo contrario.
Por supuesto, era imposible entender a las mujeres, pero… Además, había otras cosas. Los colores de su casa, por ejemplo: amarillo, verde, azul.
Y luego estaba el asunto de las bragas.
Esa noche, Phoebe llevaba unos pantalones anchos. Era típico en ella llevar ropa cómoda, pero bajo esos pantalones había unas bragas… un tanga. De satén.
Era blanco, con un corazoncito rojo en el centro. Era tan pequeño que habría que usar una lupa para verlo, pero Fox lo había visto. Y ésa era una elección extraña para una mujer que solía llevar ropa ancha y decía no ser una persona sexual.
Igual que la casa. La había pintado de colores sensuales… pero se asustaba si alguien decía que era una persona sensual.
¿Por qué?
Allí había algo raro, pensó Fox. Muchas cosas raras. Igual de raro que él seduciendo a una mujer cuando no tenía nada que ofrecerle.
Pero además de eso… había algo raro en Phoebe. Ella era una amante de la vida, una hedonista, una mujer muy sensual, una mujer de carácter. Phoebe entendía su problema incluso mejor que él mismo.
Lo estaba ayudando tanto que le dolía que tuviera ese problema, esa cosa rara. Era como si tuviera miedo. Pero… ¿de qué?
– Y lo otro que me molestó fue que no quisiera hablar del futuro.
– ¿Eh?
– ¿Qué clase de actitud es ésa? Hay gente que no puede tener relaciones serias con nadie, pero cuando uno conoce a alguien, lo intenta y luego funciona o no, ¿verdad?
– Creo que estás deshidratado -dijo su hermano-. Toma, bebe un poco de agua.
– Lo que digo es que hay que intentarlo antes de rendirse. Uno no se mete en una relación con el deseo deliberado de hacerle daño a la otra persona -suspiró Fox-. A menos que sea un canalla.
– No sé de qué demonios estás hablando, pero cuéntame. Aunque, si vamos a hablar de mujeres, creo que deberíamos hablar de Phoebe.
Fox levantó la mirada de repente.
– ¿Qué? Yo no estoy hablando de Phoebe.
– No he dicho que lo estés haciendo -sonrió Harry. Pero enseguida se levantó porque algo se había enganchado a su caña. Y el mundo se detenía por una trucha. Aquélla era arco iris, de unos quince centímetros. La pobre luchaba como un boxeador… y ganó.
– Adiós -sonrió Fox.
– ¡Maldita sea! -exclamó Harry.
– Bueno, ¿qué estabas diciendo de Phoebe?
– Pues… la verdad es que estoy pensando pedirle que salga conmigo.
– No.
– ¿Por qué no?
– Porque no.
– ¿Por qué? Gano dinero, tengo buenos genes, puedo ofrecerle una buena casa, seguridad… yo quiero sentar la cabeza, Fox. Ya no me apetece levantarme con una resaca y una mujer de cuyo nombre no me acuerdo. Eso ya no me interesa. Quiero una mujer con la que pueda hablar, estar con ella todas las noches…
– Muy bien, te estás volviendo viejo -lo interrumpió Fox-. Tienes que sentar la cabeza, pero no con Phoebe.
– Ah, ahora lo entiendo.
– ¿Qué es lo que entiendes?
– Ben también lo sabe -sonrió Harry.
– ¿Qué sabe?
– Que te gusta Phoebe. Pero no sabíamos si ibas en serio.
– Yo no… no me gusta. ¿Crees que saldría con una mujer sin tener un trabajo? ¿Sin saber lo que voy a hacer el mes que viene?
– Ya lo sabrás. La semana pasada sólo tuviste dos jaquecas…
– No.
– Por fin estás saliendo del agujero, Fox. No estás bien del todo, pero la cosa está funcionando, así que…
– ¿Qué?
– Puede que le pida a Phoebe que salga conmigo o puede que no. Pero esperaré hasta que termines el programa, ¿de acuerdo? Hasta que estés recuperado. Eso es lo importante.
– ¿Para qué?
– Tienes que estar bien del todo para tomar una decisión -contestó su hermano-. Esa mujer te ha vuelto loco. Cuando estés mejor podrás decidir lo que quieres hacer.
Fox abrió la boca, pero volvió a cerrarla. Quería decir que ni Phoebe ni nadie lo había vuelto loco, pero no tenía sentido. Era verdad. Y punto.
Pero eso no significaba que Harry tuviera razón. Fox quería mucho a su hermano, pero Harry, Alce, casi siempre se equivocaba y aquello no era una excepción.
No podía esperar hasta estar curado del todo para aclarar la situación con Phoebe. La verdad era que no podía esperar un minuto más.
No podía hacer los ejercicios de relajación con ella como si no se conocieran de nada.
No podía dejarla escapar. No podía dejar que lo curase, que lo amase, que le diera el trescientos por cien cada vez que se veían… y no recibir nada a cambio.
Debía descubrir cuál era el problema. O eso o arriesgarse a perder la cabeza… o lo que le quedaba de ella, porque no podía pensar en nada más.
Y después de aclarar el asunto, harían el amor otra vez.
El plan le parecía perfecto.
Al día siguiente seguía sintiéndose muy seguro de sí mismo cuando salió del coche frente a su casa, con una impresionante cantidad de herramientas en la mano. Las herramientas no eran un señuelo, en realidad. Después de todo, tenía que hacerle una cascada.
Pero cuando levantó la mano para llamar a la puerta, oyó un llanto dentro de la casa.
El llanto de un niño. Y no un lloriqueo, sino un llanto terrible, como si lo estuvieran torturando.
Nadie podría estar torturando a un niño en casa de Phoebe si ella estaba viva, de modo que Fox se asustó. Si había sufrido un accidente… Nervioso, empujó la puerta y entró a la carrera.
Encontró a Phoebe en la cocina, removiendo algo en una cacerola. Algo que olía a ajo y a romero.
Iba descalza, como casi siempre. Con una falda vaquera y una camiseta roja, estaba de espaldas, canturreando una canción.
Era una escena maravillosa… si no fuera porque el niño que llevaba colgado al pecho lloraba como si lo estuvieran matando.
– Ah, hola -sonrió al verlo-. Un momento… hoy es miércoles, ¿verdad? No tenías que venir hasta el viernes.
– No, pero…
– No pasa nada -lo interrumpió ella-. Entra, entra. El problema es que tengo a Manuel y no va a ser fácil hacerlo callar.
No parecía preocupada por los gritos del niño, todo lo contrario. Aunque estaba cocinando, con una mano acariciaba la espalda del crío. Como ella había dicho que se llamaba Manuel, Fox supo que era un chico. Pero habría sido imposible adivinarlo. Era calvo y tenía la cara arrugada y roja de tanto llorar.
– Manuel es de Chicago.
– ¿Y cómo te traen un niño de tan lejos?
– Normalmente no es así… pero tengo contactos con diferentes agencias de adopción de todo el país. Todas tienen el mismo problema: no saben qué hacer con un niño abandonado que no ha tenido ni cuidados ni cariño -contestó Phoebe, levantando el cucharón de madera para que Fox probase la salsa-. ¿Más sal?
– No, está perfecta.
– Yo creo que necesita algo. Quizá un poco más de ajo… En fin, el caso es que Manuel sólo estará dos días conmigo.
– ¿Y en dos días puedes hacer algo?
– Sí y no. Estar con un niño, acariciarlo, siempre es importante. Es un comienzo, desde luego.
– ¿Seguro que no está enfermo?
– No, no.
– ¿Y no tiene hambre, no le duele nada?
– Nada -sonrió Phoebe-. Sé que suena extraño, pero así es. Su madre era drogadicta, así que este pequeñajo ya llegó al mundo sufriendo como un condenado. Pasó por el síndrome de abstinencia…
– ¿Qué?
– Los hijos de mujeres drogadictas sufren el mono, como ellas. Además, está furioso. Y hay que ayudarlo.
Sí, desde luego. Aunque Fox no entendía cómo Phoebe podía mantener una conversación mientras el niño lloraba y lloraba de esa forma.
Pero una cosa estaba clara: el plan de hablar sobre su problema y luego hacer el amor se había ido a la porra.
Entonces se dio cuenta de algo: estaba enamorado de Phoebe. Y no sólo porque las posibilidades de hacer el amor con ella en el futuro inmediato hubieran sido aniquiladas.
Descalza, cuidando de aquel pobre niño, haciendo la comida, con aquella cocina pintada de colores… y allí estaba. Aquella abrumadora emoción que lo embargaba, cuando habría podido jurar que ya nunca sería capaz de sentir. Pero sólo con mirarla sentía como si estuviera en el cielo, emocionado de estar con ella en la misma habitación.
– ¿Has venido por alguna razón en especial?
– Sí, pensaba empezar con la cascada. Si no tenías ningún otro paciente hoy.
– Ah, qué bien. Hoy sólo tengo a Manuel, así que la sala de masajes está libre.
– ¿Y no lo molestará que haga ruido?
– Todo lo molesta -suspiró Phoebe, acariciando la cabeza del bebé-. Pero da igual. Lo mejor para él es que viva una vida normal… así sabrá que estará protegido pase lo que pase a su alrededor. Venga, al tajo.
Fox obedeció.
Afortunadamente, su hermano Ben era constructor y le había solucionado todo el asunto de las licencias. Y afortunadamente también su madre había criado tres hijos muy trabajadores. Porque allí había mucho trabajo.
Primero se encargaría de las cañerías y luego haría lo más fácil: poner el cemento, el yeso, los baldosines. Mucho peso, mucho trabajo… al menos para un hombre que no podía doblar la espalda sin lanzar un gemido de dolor. Iba a tardar horas y horas en construir aquella cascada.
Pero era para Phoebe… que valoraba algo sensual y precioso mucho más que algo práctico. Y era una forma de pagarle todo lo que hacía por él. Además, en su opinión la gente se aprovechaba de ella y ya era hora de que alguien le hiciera un regalo.
No se dio cuenta de que se había acostumbrado al llanto del niño hasta que se percató de que la casa estaba en completo silencio. Entonces se levantó y corrió a la cocina para averiguar qué estaba pasando.
Phoebe no estaba en la cocina, sino en una habitación pintada de color verde menta, una especie de vestidor convertido en despacho. Estaba sentada a la mesa, mirando unos papeles mientras el niño dormía plácidamente.
– ¿Se ha quedado dormido?
– No durará mucho. Pero sí, está durmiendo.
– ¿Crees que estará así más de cinco minutos? -preguntó Fox.
– No tengo ni idea. Cuando un niño nace con el síndrome de abstinencia, uno de sus problemas es que no puede dormir. Este pequeñajo ya ha pasado por eso… pero parece estar furioso todo el tiempo. Nadie le ha dado una razón para vivir, ya sabes.
– Sí, lo sé muy bien.
Phoebe lo miró entonces con la cabeza ladeada. Cuando abrió la boca Fox supo que iba a empezar a hacer preguntas, de modo que se dio la vuelta.
Media hora después, volvió a oír el llanto del niño, seguido de la voz paciente y tranquilizadora de Phoebe, que se acercaba por el pasillo.
– ¿Te importa si lo baño aquí, Fox?
– No, claro que no.
Entonces volvió a ver el rostro del niño de su pesadilla, el niño al que se acercó, el niño al que intentó demostrar que había gente en la que se podía confiar, que quería ayudarlo.
Toda su familia, todos sus amigos estuvieron en contra cuando se alistó como voluntario en el ejército. Decían que era una locura para un hombre que odiaba las armas, pero no lo entendían. Era cierto, él odiaba las armas. Y adoraba a los niños. Si la gente no ayudaba a los niños, si no se arriesgaban por ellos, ¿cómo iban a tener una oportunidad? ¿Cómo iban a cambiar el mundo?
Cada vez que su mente se metía por esos callejones oscuros, Fox se hundía como una piedra. Podía sentir la angustia, la oscuridad de la que intentaba salir cada día desde que volvió…
Pero allí estaba Phoebe, llenando la bañera, metiendo al niño y… metiéndose luego ella misma.
Fox la miró, boquiabierto.
No estaba desnuda. Llevaba una camiseta y una especie de calzoncillos. Pero no había esperado que se metiera en la bañera. El crío dejó de llorar inmediatamente, quizá por la sorpresa o porque le gustaba el agua calentita. A saber.
– Ah, ya veo que el agua es tu talón de Aquiles, Manuel. Y si hemos encontrado lo que te gusta, renacuajo, vamos a mojarnos mucho…
Por fin, Fox entendió lo que estaba haciendo. Manuel, tumbado sobre su barriguita sonreía, feliz, sintiendo la seguridad de las manos de Phoebe, los latidos de su corazón.
Y su pulso se aceleró de repente.
Phoebe era una mujer extraordinaria, desde luego. Su paciencia con el niño, el amor que entregaba tan generosamente… Era normal que se hubiera enamorado de ella. ¿Qué ser humano no la amaría?
Hubo un tiempo en el que también él tenía confianza y paciencia. Un tiempo en el que creía tener un don con los niños. Los niños siempre habían sido lo suyo. Lo creía de verdad.
Pero ya no era así.
– ¿Fox?
– Tengo que irme -dijo él.
– ¿Ahora mismo?
– Sé que esto ha quedado hecho un desastre, pero volveré… mañana.
– Mañana tienes que venir a una sesión.
– Lo sé.
Pero también sabía que se acercaba uno de los peores dolores de cabeza. Sabía que iba a ser terrible. Sólo quería marcharse de allí, llegar a su casa, esconderse en una habitación oscura.
Y no estaba aseguro de si debía volver.
Nunca.