Cuando llegó Fox el lunes a su casa, Phoebe tuvo que soportar los lloriqueos de Mop y Duster.
– Ya sé que es Fox, chicas, pero no podéis venir. Está lloviendo… Venga, no seáis tontas. Volveré enseguida.
Las perritas sabían eso. Y también sabían que tenían abierta la puerta que daba al jardín, que había comida y agua fresca en la cocina. Pero no querían que Phoebe las dejara solas. Además, ellas querían a Fox, qué caramba.
Y Phoebe también.
Ése era el problema. Suspirando, Phoebe se puso el impermeable sobre la cabeza y corrió hacia el coche. Eran las cuatro de la tarde, pero parecía de noche.
– Iba a buscarte…
– ¿Para qué? Entonces nos habríamos mojado los dos -suspiró ella, tirando el impermeable en el asiento de atrás-. Bueno, ¿adonde vamos?
Lo miró por primera vez y luego apartó la mirada enseguida. Ése era el truco. Si no lo miraba a los ojos podía mantener las distancias. Más o menos.
– Ya lo verás.
– ¿Por qué estás siendo tan misterioso?
– No soy misterioso. Sólo quiero enseñarte un sitio que me gusta, pero no te preocupes, no está lejos de aquí.
– La cascada está quedando muy bonita, por cierto. Gracias.
– Gracias a ti.
Phoebe tenía miedo de que Fox quisiera romper su relación con ella ahora que la cascada estaba casi terminada. Además, ya sólo les quedaba una sesión. Y él había progresado tanto… sus brazos, sus hombros, todo su cuerpo había recuperado el tono muscular. Se movía con virilidad, con fuerza, con energía.
Ya no la necesitaba.
– No has tenido un dolor de cabeza en toda la semana, ¿verdad? ¿Duermes mejor?
– ¿Qué tal si hablamos de cómo duermes tú?
– ¿Yo?
«Fatal sin él», pensó Phoebe. Pero no pensaba decírselo.
– Sí, tú.
– Bien. ¿Por qué?
– Por nada. Es que hoy no me apetece hablar de mí -suspiró Fox-. ¿Podemos dejarlo durante un par de horas?
– Sí, claro.
Unos minutos después tomaban una carretera de grava que no llevaba a ningún sitio… bueno, al campo. Pero fue allí donde Fox detuvo el coche.
– ¿Qué te parece?
A Phoebe se le ocurrió que podía ser el sitio seguro que había descrito durante el primer ejercicio de relajación, pero no entendía por qué la había llevado allí.
– Es muy bonito… este campo vacío.
– Intenta imaginarlo sin lluvia, con un sol resplandeciente -dijo Fox.
– Yo creo que es precioso bajo la lluvia y que sería aún más bonito con sol -contestó ella.
– He estado pensando en mudarme. Mi madre es estupenda, pero quiero vivir solo. Y quiero tener mi propia casa.
– ¿Te sientes con fuerzas para eso?
– Aún no puedo moverme a la velocidad de un caballo de carreras, pero sí, estoy pensando en ello.
– Ah, ya.
– Esta finca es mía y he pensado que estaría bien vivir aquí.
– Yo creo que podrías hacerte una casa preciosa.
– Pondría la cocina ahí, con puertas corredoras y un gran porche en el que tomaría el desayuno: pomelos -dijo Fox, señalando a la derecha-. Todas las paredes serían de cristal para poder ver el campo. Y con paneles solares para ahorrar energía. El dormitorio principal estaría arriba, al norte, pero con ventanas al este y al oeste para ver el amanecer y la puesta de sol.
– Suena maravilloso, Fergus.
– ¿Puedes imaginarla?
– Claro que sí.
– ¿Te imaginas a ti misma viviendo en una casa así?
Phoebe arrugó el ceño.
– Sí podría. Seguro que es una casa de ensueño, pero… no sé si deberías vivir tan lejos de la ciudad. Y solo.
– Yo no quiero vivir solo -dijo Fox, cerrando un momento los ojos.
– ¿Te duele la cabeza?
– No, no, es que… Phoebe, yo…
– No -lo interrumpió ella-. Sé que te duele. No hables. Date la vuelta, Fox. Mira por la ventanilla.
– No lo entiendes. Lo que quiero…
– Deja de hablar. Voy a darte un masaje para que se te pase el dolor.
Suspirando, Fox se dio la vuelta y ella se puso de rodillas sobre el asiento. No era una postura cómoda, pero así podía darle un masaje en el cuero cabelludo.
– Quiero que te imagines delante de un túnel inmenso con los colores del arco iris…
– Lo dirás de broma.
– Haz lo que te digo.
– Muy bien -suspiró él, con ese tono condescendiente que usaban los hombres cuando fingían paciencia. Pero a Phoebe le daba igual.
– Cierra los ojos e imagina un túnel con todos los colores del arco iris. Quiero que des un paso adelante, Fox. Quiero que veas el color rojo. Hay mucha energía en ese color. Pasión, rabia, muchas emociones… Luego vamos a pasar al naranja. Siente lo brillante que es ese color. Un color feliz, como el amarillo. ¡Y el verde! Es un color maravilloso. Casi puedes oler la hierba verde, las hojas verdes… Y ahora, por fin, hemos llegado al azul. Es un azul claro, como el cielo. Un color que da paz. No hay estrés en el azul. Ni miedos, ni preocupaciones. ¿Sientes el azul, Fox?
– Sí, siento el rojo… digo el azul.
Phoebe sonrió.
– Eso es todo lo que tienes que hacer cuando sientas que empieza el dolor. ¿Qué tal?
Fox se volvió hacia ella. La lluvia de un momento antes se había convertido en una tormenta y el agua golpeaba el parabrisas con un sonido rítmico, repetitivo.
– ¿Que te hizo, Phoebe?
– ¿Qué?
– Ese tipo con el que estabas prometida. ¿Qué te hizo? Dijiste que serías sincera. Yo te he contado lo que me pasó a mí.
Phoebe lo miró, sintiéndose perdida.
– ¿No se te ha pasado el dolor de cabeza?
– No me dolía la cabeza.
– ¿No?
– No. Tú me has curado, Phoebe. Y lo que quiero ahora es que dejes que te ayude yo -dijo Fox, muy serio-. ¿Qué te hizo ese canalla?
Ella apartó la mirada.
– Es algo de lo que no me gusta hablar. Y menos con un hombre.
– Pues olvida que soy un hombre y piensa en mí como un amigo.
– Eres un amigo. Pero no puedo olvidar que eres un hombre. Ninguna mujer podría.
– No sé si eso es un cumplido o un insulto.
– Es sólo una afirmación.
– Bueno, pues encuentra la forma de contármelo -insistió él.
Phoebe apartó la mirada de nuevo. No sabía cómo empezar.
– En el instituto… yo salía con muchos chicos. Lo pasaba bien, pero siempre decía que no cuando querían ir demasiado lejos. Me reservaba para el hombre de mi vida… Ya sabes cómo son las chicas a esa edad, siempre soñando con el príncipe azul.
– Sí, lo sé.
– Yo quería esperar… y entonces apareció Alan. Pensé que era mi príncipe azul, así que cuando nos prometimos…
– Lo hiciste con él. ¿Te hizo daño?
– No.
– ¿Te asustó?
– No. No es eso. Fue estupendo.
– ¿Entonces?
– Ése era el problema.
– No entiendo.
– Que me gustó mucho, ése era el problema -suspiró Phoebe-. Al principio, yo no lo entendía. Estábamos prometidos, lo pasábamos bien en la cama, pero poco a poco Alan fue apartándose de mí.
– ¿Por qué?
– Porque yo le quería y no había nada que no quisiera probar con él, o hablar con él en la cama.
– ¿Y?
– Y él sentía repulsión.
– ¿Qué?
– Ya me has oído.
– No entiendo nada.
Phoebe suspiró.
– Cuanto mejor era en la cama, menos confiaba Alan en mí. Dijera lo que dijera, siempre acababa haciéndome sentir sucia, inmoral.
– Es posible que tengas que contármelo otra vez porque me parece que no entiendo nada.
– Es una doble moral y ocurre con hombres y mujeres. Algunos hombres piensan que una mujer a la que le gusta el sexo es… una persona censurable.
– Eso es ridículo.
– No lo es. Los hombres tienen miedo de que una mujer así no les sea fiel. Creen que si es una gran amante, buscará otros hombres -suspiró Phoebe-. No lo decía claramente, pero es lo que pensaba. Cuanto más nos acostábamos, más se alejaba de mí, menos confiaba en mí… y al final rompió el compromiso.
– Espera un momento…
– No quiero seguir hablando de esto -dijo ella entonces-. Sé lo que vas a decir, que Alan era un imbécil, que los hombres quieren una buena amante, que no todos son iguales.
– A lo mejor no iba a decir eso.
– Ibas a decirlo, pero no necesito que lo hagas. Yo sé que es absurdo, pero tú me has preguntado y eso es lo que pasó. Y así fue como me hizo sentir.
– Pero ya ha pasado algún tiempo y debes saber que yo no soy así -dijo Fox-. No puedo creer que me compares con ese idiota.
– No es eso. Es que… yo crecí pensando que la sensualidad era una buena cualidad y Alan… destrozó esa convicción.
– Tú dejaste que la destrozase.
– Eso no es justo -protestó Phoebe-. Si alguien te hiere cuando te sientes más vulnerable es difícil seguir… como si nada hubiera cambiado, como si no hubiera pasado nada.
– ¿Crees que yo no sé eso?
– Sí, ya… Pero yo he seguido adelante con mi vida. No rechazo el sexo, tú lo sabes.
– Sí. Y es fascinante. Te has acostado con un hombre que estaba a punto de perderse para siempre. Sin trabajo, sin futuro, compadeciéndose de sí mismo, escondiéndose entre las sombras… ¿Por qué te has acostado conmigo, Phoebe?
– No me gusta que hables así de ti mismo. Estabas enfermo, Fox. Necesitabas tiempo para curar.
– Quizá sea verdad, pero tú no lo sabías. Te arriesgaste conmigo y ahora quieres alejarte. ¿Por qué?
– No he dicho que quiera alejarme.
– Y yo no pienso desaparecer, pelirroja. A menos que tú me eches de tu vida. No pienso seguir escondiéndome entre las sombras, de eso estoy seguro. Y quiero saber lo que esperas de mí.
Phoebe se dio cuenta de que había un ultimátum en esa frase. No una amenaza, pero sí una advertencia.
– No puede ser, Fox. ¿Es que no lo entiendes?
– Claro que lo entiendo -contestó él-. Lo entiendo perfectamente.