Capítulo 2

– Fox, me llamo Phoebe Schneider. Tus hermanos me han pedido que viniera.

Él oyó la voz y vio la sombra, pero era como intentar procesar información a través de una niebla. Le dolía la cabeza si intentaba concentrarse. Y cuando intentaba hablar. Y cada vez que respiraba sentía como si le clavaran cuchillos en los costados.

– Me da igual quien sea. Vete.

Parecía haber un perro… no, dos, sobre sus piernas. Podía sentir sus hocicos mojados, pero no le importaba. Quizá era la sorpresa, el pelo rizado bajo los dedos. Pero entonces la mujer les ordenó que bajaran al suelo y ellos obedecieron de inmediato.

– Me encantaría marcharme, Fox. La verdad, yo no quería venir aquí para nada. Pero tus hermanos son unos pesados… Se les metió en la cabeza que podía ayudarte y no me dejaron ir hasta que les prometí que, al menos, lo intentaría.

Los dolores de cabeza siempre aparecían con retazos de memoria. El chico de pelo oscuro y preciosos ojos tristes tomando la tableta de chocolate y luego… la explosión.

Los dolores de cabeza repetían siempre el mismo patrón. A veces, como en aquel momento, literalmente veía las estrellas. Irónicamente, eran preciosas, con un aura plateada que lo habría hipnotizado si no hubiera un martillo golpeando sus sientes. Y sí, oía la voz de la mujer. Su voz era como de terciopelo, suave, sexy, tranquilizadora. Pero no entendía bien sus palabras porque nada se registraba en su cerebro en aquel momento.

Pero seguía allí. Eso lo sabía.

Oyó un ruido, como si soltara sobre el sofá un jersey o una chaqueta. Y entonces, de repente, percibió nuevos olores en la habitación: camelias, fresas, naranjas. Y le pareció ver una larga melena color canela oscura.

Cuando el dolor de cabeza era tan horrible, nunca estaba seguro de qué era realidad y qué era alucinación.

– No quiero que desperdicies tu energía hablando, pero me gustaría saber el porqué de estos dolores de cabeza. Tus hermanos me han dicho que estás recuperándote de una explosión. ¿Dónde recibiste el impacto, en la cabeza o en el cuello?

El intentó contestar sin mover los labios.

– Tengo trozos de metralla por todo el cuerpo. Pero no en el cuello ni en la cabeza… Demonios -entonces cerró los ojos y apretó los dientes-. Vete de aquí.

– Lo haré -prometió ella-. Entonces, ¿son migrañas?

Fox no contestó.

– Si son migrañas -siguió Phoebe -supongo que el médico te habrá dado unas pastillas…

No funcionaba.

– Yo antes tomaba montones de pastillas: codeína, ergotamina, pastillas de calcio… pero he dejado de tomarlas. Vomito cuando tomo pastillas…

Alarmado, él notó que se acercaba. Y sí, definitivamente, tenía el pelo largo, color canela oscura. Otras impresiones lo bombardeaban: el olor a fresas, a camelias. Una boca sensual, de labios generosos. Los ojos claros. Azules. Muy azules.

– Vete -repitió.

Si tenía que echarla a empujones, lo haría. Acabaría agotado, pero lo haría.

Por fin, ella pareció entenderlo porque se dio la vuelta. Fox oyó sus pasos, oyó el ruido de la puerta, las voces de sus hermanos y luego la puerta cerrándose de nuevo.

El repentino silencio debería haberlo hecho sentirse en paz, pero no era tan fácil. Fox se concentró en cerrar los ojos, sin moverse, sin pensar, sin respirar más de lo necesario. Pero el rostro del niño volvía a aparecer en su mente. Un niño pequeño, como los niños a los que solía dar clase de historia…

Y el golpeteo que sonaba en su cabeza era como el mazo de un juez, como si lo estuviera acusando de un terrible crimen, como si lo hubiesen declarado culpable sin darle la oportunidad de defenderse.

Entonces volvió a oír su voz otra vez… su voz, su presencia y sí, sus perros. Uno se sentó en su estómago e intentó chupar su mano.

– Abajo, Mop -dijo ella y, de nuevo, el animal obedeció-. Normalmente trabajo en casa, así que mis perritas están acostumbradas a mis pacientes. Y cuando no estoy en casa, dejo abierta una puertecita que da al jardín. Pero no les gusta que me vaya por las noches, así que suelo llevarlas conmigo.

– No… -murmuró Fox.

Aquello había ido demasiado lejos. El propósito de la charla era distraerlo y estaba harto. Entonces oyó que encendía una cerilla. La chica apagó la lámpara y encendió una vela. Aquella desconocida había apagado la lámpara y encendido una vela… Aunque la oscuridad era mucho más agradable para sus ojos, para su cabeza.

– Cierra los ojos.

– Por Dios bendito… ¿tengo que echarte de mi casa a empujones?

– Cierra los ojos y relájate. No tienes que preocuparte por mí, no voy a molestarte. Calla y relájate.

Aquello era tan ridículo que Fox se quedó momentáneamente estupefacto. Incluso desaparecieron los recuerdos. Imaginaba que debía de ser enfermera o algo parecido, pero le daba igual.

– No sé qué demonios estás… yo, ¿qué…?

Lo había tocado.

Estaba detrás de él y había puesto las manos en sus sienes. Unos dedos largos, suaves, acariciaban sus sienes y su frente. Le estaba poniendo una sustancia, una crema. Ella empezó a masajear su frente, el puente de la nariz, el cuero cabelludo…

Fox abrió la boca para decirle que se fuera, incluso pudo emitir la «J» de la palabra que iba a decir, pero no lo hizo.

Quería decir un taco, pero no le salía nada.

Exasperado, intentó hablar, pero ella seguía masajeando su cabeza con aquella crema…

– No puedo eliminar una migraña, pero si podemos conseguir que te relajes, al menos podrás dormir un rato. Estás tan tenso por el dolor que no puedes relajarte. Si pudieras moverte un poco, el brazo del sofá no me molestaría tanto…

Él había dejado de escucharla. No podía escucharla. Estaba demasiado ocupado… sintiendo.

Aquella chica seguía masajeando sus sienes, sus orejas, su cuello. Frotando, calmando, acariciando.

Cuanto más lo masajeaba, más sentía él una profunda excitación sexual. Aunque no le estaba haciendo nada sexual, no lo tocaba por debajo del cuello.

El dolor de cabeza no desapareció inmediatamente, pero las sensaciones que invocaba eran más grandes que el dolor, tanto como para distraerlo.

Ella empezó a canturrear por lo bajo la canción Summertime. Esa canción sobre lo fácil que era la vida cuando el algodón florece. Cantaba fatal. No tenía oído y debería ponerlo de los nervios, pero no era sí.

Las yemas de sus dedos acariciaban sus ojos cerrados, tan suavemente como si fueran de seda. Rozaba sus pómulos, su mandíbula, volvían a subir…

De repente se puso duro, lo cual era tan imposible como el resurgimiento del ave fénix. Ningún hombre podía tener una erección con tal dolor de cabeza. La idea era absurda.

Pero ninguna mujer lo había tocado así. Nunca había sentido esa conexión. Como si hubiera alguien al otro lado del oscuro abismo y ya no estuviera solo, como si supiera cosas íntimas de él, cosas sobre sus sentimientos que no sabía nadie más.

Era aterrador.

El no dejaba a nadie entrar en su vida. O no lo hacía desde que volvió de Oriente Medio. Desde entonces, su vida había cambiado irrevocablemente. Quería que lo dejaran solo y en paz. Tampoco la quería a ella a su lado, pero… demonios.

Se veía tragado poco a poco por una especie de hechizo.

Aquella chica podía decir lo que quisiera, hacer lo que quisiera mientras siguiera dándole ese masaje. Toda la rehabilitación en el hospital no había servido de nada.

Hasta que ella apareció.

Tenía los ojos cerrados y podía sentir que llegaba. El sueño. El sueño de verdad, no ése en el que despertaría sobresaltado, cubierto de sudor, con el corazón acelerado, viendo gritos y explosiones y la cara de aquel niño.

No, ése no. El otro sueño. El sueño reparador, el sueño en el que uno se hunde en la oscuridad y puede… dejarse… ir.


Mop y Duster levantaron la cabeza cuando apagó las velas. Phoebe esperó para comprobar el ritmo de la respiración de su paciente y luego tomó sus cosas y salió del salón intentando no hacer ruido.

Ben y Harry estaban esperando en la puerta.

– Se ha dormido.

Los dos hermanos se miraron.

– No puede ser. Ya no duerme. De hecho, eso es parte del problema, que no puede descansar.

– Pues ahora está profundamente dormido -dijo Phoebe.

No sabía cuánto tiempo había estado dentro de la casa, pero ahora el cielo estaba negro como el carbón.

Era normal que le temblasen un poco las manos después de un masaje. Pero aquella noche había otra razón para ese temblor, una razón que la turbaba. Y, encima los hermanos Lockwood la miraban como si fuera una santa.

– No he hecho nada especial. No puedo curar las migrañas. Pero lo mejor para la gente con dolores de cabeza es que duerman. Podría haberlo hecho cualquiera…

– Pero nadie lo ha conseguido. Y no sabes cuánta gente ha pasado por aquí.

Phoebe no pensaba discutir. Además, le dolían las rodillas de estar inclinada en el sofá y sus manos… seguían sintiéndolo.

– Estará mejor cuando despierte… ¿vive solo aquí?

– Sí -contestó Harry-. Mi madre vive en la casa grande, sola desde que murió mi padre y nosotros nos independizamos. Ben tiene una casa en el campo y yo vivo en un apartamento encima de mi restaurante.

– Ya veo.

– La casa de soltero llevaba años vacía, pero Fox dejó su apartamento cuando entró en el ejército. Y cuando volvió, destrozado, esta casa nos pareció el mejor sitio.

– Venimos a verlo casi todos los días desde hace dos meses. Fox quiere estar solo, pero no puede cuidar de sí mismo…

– No puedo creer que esté dormido -suspiró Harry.

– No me mires con esa cara -dijo Phoebe.

La miraban como si fuera un ángel, lo cual era ridículo.

– ¿Con qué cara?

– Como si hubiera hecho un milagro.

– Es un milagro.

– De eso nada. Es que llegué justo a tiempo. Tenía sueño.

– Sí, seguro -dijo Ben.

– Sí, bueno, no pienso volver, así que no insistáis. Vuestro hermano ha dejado claro que no quiere volver a verme por aquí.

– ¿Volverías si él te lo pidiera?

– No me lo pedirá -contestó Phoebe.

– Pero si te lo pide…

– Entonces ya veremos -lo interrumpió ella, buscando las llaves en el bolso. No es que llevara un bolso grande, es que podría sobrevivir en Europa durante seis meses con las cosas que llevaba dentro. Por fin, sacó las llaves y vio que los dos hermanos se inclinaban para darle un beso en la mejilla. No pudo hacer nada para evitarlo.

– Gracias, Phoebe. Te queremos.

– Por favor…

Hasta que salió de la casa, tenía los hombros tensos pero poco a poco se fue relajando y su corazón empezó a latir con normalidad.

El masaje había sido erótico. No podía tocar a nadie, tocarlo intensamente, la clase de masaje necesario para ayudar a alguien, sin responder.

Así que darle el masaje a Fox la había excitado. Eso no era nada nuevo. Nada interesante. Nada de lo que debiera tener miedo.

– ¿Verdad, chicas?

Las perritas levantaron la mirada, como para darle la razón. Pero Phoebe parecía tener la respiración agitada.

Fue Alan quien la hizo sentirse inmoral y barata. Como si sexualidad y sensualidad fueran debilidades del carácter que la hacían menos que decente. Ella sabía que eso era mentira. Lo sabía, pero le costaba trabajo olvidarlo.

En su cabeza y en su corazón, creía que el tacto era el sentido más poderoso. Casi todo el mundo respondía al tacto. Podían pasar hambre, no dormir, podían sufrir toda clase de privaciones, pero la gente que no tocaba a alguien durante mucho tiempo perdía parte de sí mima.

Phoebe entendía perfectamente bien que el tacto en sí mismo no podía curar nada. Pero sí podía conseguir que alguien quisiera curarse. Ayudaba a descansar, recordaba hasta a las almas perdidas que había algo al otro lado de la soledad, la maravilla de conectarse, de encontrar a alguien que te tocara el corazón.

Phoebe entró en el caminito que llevaba a su casa, pasando delante del cartel:


Phoebe Schneider, Cultura física, Fisioterapeuta Diplomada.

Terapia de masajes para niños.


El cartel era la clave, se dijo.

Tenía que dejar de pensar en Fergus Lockwood como hombre y pensar en él como si fuera un niño.

En realidad, podía ser uno de esos niños abandonados y privados del tacto de su madre. Y necesitaba de tal forma ser tocado que respondía fiera y evocativamente ante cualquier contacto.

En otras palabras, no había respondido a ella como mujer.

Phoebe salió de la furgoneta e intentó que sus perritas la dejaran entrar en casa.

– Bueno, pues eso es lo que hay, chicas. No volverá a llamar, pero en caso de que lo haga, pensaremos en él como si fuera uno de nuestros niños.

En cuanto encendió la luz del pasillo, en su mente apareció la imagen de una piel caliente, de unos fieros ojos oscuros…

Phoebe tragó saliva y pensó en niños… sí, seguro.


El domingo por la tarde, cuando estacionaba el coche en el aparcamiento de la residencia de ancianos del hospital, Phoebe se había olvidado de Fox.

Por completo.

Un fuerte viento de la montaña golpeaba el valle, enviando trocitos de nieve como confeti. Era una tarde de esas en las que una sólo quiere tumbarse en el sofá con sus perritas, un libro, una buena película y una taza de chocolate.

Se preguntó entonces, por preguntarse algo ya que se había olvidado completamente de él, si Fox se sentiría tentado por el fuego de una chimenea en una tarde fría.

El pobre tenía muchos más problemas que los dolores de cabeza, le habían dicho sus hermanos. Llevaba dos meses en Gold River y, desde entonces, permanecía encerrado en casa. No veía a nadie, no devolvía las llamadas, no hacía nada.

Phoebe no sabía que hacía antes de alistarse en el ejército, pero evidentemente estaban describiendo un problema de depresión. Quizá la depresión era resultado de su experiencia en Oriente Medio. Quizá por sus heridas, que no habían curado del todo; el dolor crónico podía destrozar hasta al más optimista. El problema era que resultaba difícil ayudar a alguien sin saber realmente lo que le pasaba.

Un terapeuta tenía que saber qué motivaba a ese individuo.

Aunque ella no estaba pensando en qué motivaba a Fox.

No estaba pensando en él en absoluto.

– ¡Phoebe!

– Hola, guapo -como siempre, los ancianos de la residencia la saludaban efusivamente nada más entrar… y a sus perritas, tan bienvenidas allí los domingos por la tarde como ella.

En principio, tenía las manos llenas con los niños, pero el director de la residencia la había acorralado para que fuera a visitar a los ancianos los domingos. Ella no había dicho que sí porque fuera tonta, pero… en fin, no supo cómo decir que no.

Barney, a quien siempre llamaba «guapo», tenía noventa y tres años y era más delgado que un palo, pero tenía una buena mata de pelo blanco. Caminaba con un bastón y las manos le temblaban, pero seguía siendo un seductor.

– Qué guapo estás hoy. Creo que deberíamos escaparnos de aquí y tener una aventura.

– Anda ya. Tú eres joven y guapa…

– ¿Y tú no? -Phoebe le dio un azote en el trasero y siguió saludando a los otros ancianos. La peor zona era el ala de enfermos terminales. Siempre empezaba por allí. Nadie parecía tocar a los enfermos terminales salvo las enfermeras. Y nadie tenía tiempo para mostrarles afecto y cariño.

Mop y Duster podían subirse a las camas, las animaban a hacerlo incluso. Incluso los del grupo de Alzheimer acariciaban a sus perritas. Ella daba masajes a los ancianos en el cuero cabelludo, en la espalda, les metía las manos o los pies en agua salada… Algunos no respondían. Pero otros sí.

Una hora después fue a la zona este, un grupo más animado. Ellos se peleaban por tener a las perritas, no dejaban de hablar y se quejaban de todo.

Phoebe no podía evitar quererlos porque la hacían sentirse necesitada.

La mayoría habían perdido a su marido o su mujer y sus parientes parecían tener miedo de sus frágiles huesos. Tenían tanto hambre de unas manos, de un beso, de abrazar a alguien.

El director de la residencia le había suplicado que trabajase para ellos regularmente. Decía que todos los ancianos se animaban con sus visitas, que para ellos marcaba una diferencia en salud y moral.

Eso era una bobada, claro. Pero durante unas horas Phoebe no paraba. Le lavó el pelo a Willa, no porque en la residencia no hubiera peluquero sino porque Willa adoraba que le diera un masaje capilar. Quién no, claro.

Y eso le recordó a Fox. Los hermanos Lockwood la habían confundido diciéndole que no había forma de llegar a él. Pero el pobre se había derretido con el masaje.

No podía dejar de pensar en ello… el pelo corto entre sus dedos, su mandíbula, su cuello… pero lo mejor había sido un momento cuando, finalmente, sintió que se dejaba ir, lentamente, cuando por fin desapareció el dolor en esos ojos oscuros.

– ¿Cómo es que aún no te ha enganchado algún hombre? -le preguntó Martha, como hacía siempre, mientras le frotaba los pies con aceite de bebé-. No lo entiendo. Eres tan guapa, con esa melena roja…

– Una vez estuve a punto de casarme -rió Phoebe-. Pero, afortunadamente, escapé de un destino peor que la muerte viniéndome a Gold River.

– Deberías haber encontrado al hombre de tu vida. No lo entiendo, los hombres deberían estar haciendo cola en tu puerta.

– No, creo que se ha corrido la voz de que soy una mandona.

Gus, que sólo le pedía una cosa cada semana: que se sentara a su lado en la sala de televisión durante diez minutos, de la mano, intervino también:

– Yo me casaría contigo, Phoebe. Puedes quedarte con todo mi dinero.

– Yo me casaría contigo por amor, cariño. No quiero tu dinero.

– Una chica tan guapa como tú debería ser más ambiciosa. Nadie puede sobrevivir sin ser un poco egoísta. Tienes que pensar en ti misma, buscar al número uno.

Era curioso, pensó, lo fácil que resultaba engañar a la gente. Ella no haría ese tipo de trabajo si no recibiera una recompensa. En realidad, era una egoísta que siempre pensaba en ella misma. Y lo demostró cuando sonó el móvil de camino a casa.

Era Harry Lockwood.

– ¿Podrías venir a darle otro masaje a Fox?

– No puedo -contestó Phoebe.

– Pero ha preguntado por ti…

Phoebe creyó eso como, a los quince años, creyó a su primer noviete cuando le juró en el cine que iba a parar.

– Mira, si Fox me llama le daré una cita. Pero es domingo por la noche. No he cenado, tengo que lavarme el pelo, colocar mi ropa para la semana, cepillar a mis perros. Los domingos por la noche son sagrados para mí, ¿sabes?

– ¿Sólo porque tienes que lavarte el pelo?

– No, es que no creo que tu hermano haya preguntado por mí.

– Muy bien -dijo Harry antes de colgar.

El móvil volvió a sonar cuando estaba aparcando.

– ¿Phoebe? ¿Te dije la última vez que estoy locamente enamorado de ti?

Ella rió al reconocer la voz de Ben.

– Te lo juro, sois tontos. Pero la respuesta es no. No pienso ir a menos que Fox me llame personalmente.

Ben siguió hablando, como si no la hubiera oído:

– Yo nunca había querido casarme hasta que te conocí. Siempre me han gustado los traseros y el tuyo es el mejor que he visto…

– ¡Oye! Eso es jugar sucio.

– Tenemos que jugar sucio, Phoebe. Fox tiene problemas. Estaba bien unos días después de que pasaras por aquí, pero creo que no ha dormido nada en cuarenta y ocho horas. Si lo hubieras conocido antes de que pasara esto… Fox no paraba ni un momento. Estaba interesado en todo, en deportes, en la comunidad, en los niños. Le encantaban los niños. No te puedes imaginar lo bueno que era con ellos. Así que verlo aquí, en la oscuridad, sin hacer nada…

– Venga, Ben. Si a vosotros no os hace ni caso, ¿por qué demonios crees que yo puedo hacer algo? No puedo ir allí y obligarlo…

– Lo hiciste una vez.

– Tenía tal dolor de cabeza que habría dejado entrar al demonio si hubiera podido hacer algo.

– Hemos intentado que viniera el demonio. Lo hemos intentado todo. Pero tú eres la única que ha podido hacer algo por él -insistió Ben, aclarándose la garganta-. Harry me ha dicho que tenías que lavarte el pelo. Y también ha mencionado la posibilidad de un año de cenas gratis en su restaurante. Y yo estaba pensando, no sé dónde vives, pero soy el constructor del clan y nunca he conocido a una mujer que no quisiera reformar su cocina…

– Por Dios bendito. Esto es ridículo.

– Y mientras te reformo la cocina, tú podrías comer en el restaurante de Harry…

– ¡Se acabó! ¡No quiero oír una palabra más!

– ¿Eso significa que aceptas?

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