El respeto era un tema espinoso para Phoebe Schneider. Durante años había sido una buena fisioterapeuta y, como nadie le había retorcido el brazo para que se hiciera masajista, era absurdo quejarse. Muchos hombres pensaban que una masajista era una chica de vida alegre, pero los hombres, por su naturaleza, solían hacerse ese tipo de ilusiones.
A los veintiocho años, Phoebe sabía perfectamente bien cómo funcionaban las cosas. Pero tenía un problema con eso del respeto… un problema de proporciones gigantescas.
Hoy, sin embargo, era uno de esos raros y fabulosos días en los que su trabajo la hacía tan feliz que le daba igual el precio que tuviera que pagar.
Desde la ventana de la sala de juntas del hospital de Gold River, veía las montañas a lo lejos. Como estaban en el mes de febrero, las cumbres seguían cubiertas de nieve, pero dentro del hospital la temperatura era muy agradable.
Los neurólogos de pediatría, el jefe de pediatría y la enfermera de la UCI estaban allí. Phoebe no era la más joven del grupo, pero sí la única masajista.
La única masajista, pero todos estaban escuchándola.
Y más les valía porque, cuando el tema eran los niños, Phoebe se ponía muy seria.
– Hemos hablado de esto otras veces. El problema -dijo con firmeza -es que todos estáis buscando una enfermedad, una patología, algo que podáis curar. Pero cuando se han descartado todas las posibilidades hay que buscar otras salidas -añadió, presionando el ratón del ordenador. En la pantalla apareció la imagen de un bebé de tres meses-. George no está enfermo. George tiene frío.
– Frío -repitió el doctor Reynolds.
– Tiene un frío emocional -Phoebe volvió a pulsar el ratón y apareció una fotografía del niño cuando llegó al hospital. Una enfermera lo metía en la cuna. El bebé tenía los brazos y las piernas rígidos como piedras-. Ya conocéis su historia. Fue encontrado en un armario, medio muerto de hambre… con una madre incapaz de cuidar de él, incluso de darle el biberón. Sencillamente, es un niño que nació en un mundo tan hostil que no conoce el concepto de conexión emocional.
Luego mostró el resto de las diapositivas, ilustrando los cambios que se habían operado en George durante el último mes, desde que Phoebe empezó a trabajar con él. Por fin, terminó la presentación.
– Mi recomendación es no llevarlo todavía a una casa de acogida. Pensamos en el cariño como una necesidad humana, pero la situación de George es más compleja que eso. Si queremos que este angelito sobreviva tiene que estar con otro ser humano las veinticuatro horas al día… literalmente. Tenemos que enseñarle a confiar porque, incluso siendo tan pequeño, ha aprendido a sobrevivir solo. No confiará en nadie a menos que se la obligue a hacerlo.
A mitad de la reunión había entrado, de puntillas, la asistente social. Phoebe veía una expresión de escepticismo en el rostro del neurólogo, de duda en el de la enfermera. Le daba igual. Los médicos querían recetar medicinas, la asistente social quería llevar al niño a una casa de acogida para quitárselo de encima.
Todos querían una respuesta fácil y Phoebe sugería soluciones caras, inconvenientes y a largo plazo; algo que molestaba a todo el mundo y que caía peor porque quien lo proponía era una insolente masajista de bebés… una masajista pelirroja, de metro y medio.
Nadie había oído hablar de una masajista de bebés cuando llegó al hospital Gold River. Aunque tampoco habían oído hablar de ese trabajo en Asheville, donde empezó. Ella nunca había tenido intención de inventarse un trabajo que no existía, pero no hacía más que encontrarse con niños abandonados para los que el sistema sólo tenía respuestas inadecuadas y terribles.
No era culpa suya que sus poco ortodoxas ideas funcionasen. Y tampoco era culpa suya que peleara como una fiera por los niños.
Quizá había encontrado su vocación. Además, gritar y discutir era algo natural para Phoebe.
Cuando la reunión terminó, a las cuatro en punto, los médicos, la enfermera y la asistente social salieron de allí como si los liberasen de prisión.
Phoebe empezó a canturrear. Había conseguido que le hicieran caso, de modo que lo de ponerse como una fiera funcionaba. Y ahora, como la reunión había terminado antes de lo previsto, podía irse a casa y sacar a pasear a sus perritas antes de cenar.
Antes de salir, decidió ponerse un poco de brillo en los labios. Debía de tener media docena de brillos y barras de labios en el fondo del bolso, pero quería precisamente el brillo de frambuesa que iba con el jersey…
– ¿Señorita Schneider? ¿Phoebe Schneider?
Ella se volvió, con el tubo de brillo en las manos. Había dos hombres en la puerta… de hecho, bloqueaban la salida con la misma efectividad que un volquete. No eran del hospital. En el hospital de Gold River había algunos médicos muy guapos, pero no conocía a ninguno con hombros como una puerta y músculos de leñador.
– Sí, soy yo.
Cuando se dirigieron hacia ella, Phoebe tuvo que controlar el impulso de salir corriendo. Evidentemente, ellos no podían evitar ser gigantes, igual que ella no podía evitar ser tan bajita. Tampoco era culpa suya que fueran tan guapos; desde el pelo rubio oscuro hasta los ojos castaños… y ella no podía evitar tener la personalidad de un bulldog. O eso decían algunos. Personalmente, Phoebe pensaba que era una chica muy maja. En algunas circunstancias. Cuando tenía tiempo.
– Veo que están buscándome.
El más alto, el que llevaba un traje gris, contestó primero:
– Sí. Queremos contratarla para nuestro hermano.
– Su hermano -repitió ella. Estaba cerrando el bote de brillo, pero se le cayó de las manos. El que no llevaba traje se inclinó para recogerlo.
– Yo soy Ben Lockwood y éste es mi hermano Harry.
– ¿Lockwood? ¿Como el restaurante Lockwood?
En Gold River había muchos restaurantes, pero ninguno tan elegante como ése. El apellido Lockwood hablaba de dinero e influencias. Quizá por eso, Phoebe nunca se había encontrado con ellos.
El del traje contestó enseguida:
– Sí. Es el restaurante de Harry, el chef de la familia. Yo soy constructor y nuestro hermano pequeño se llama Fergus… Fergus es para quien queremos contratarla.
Phoebe arrugó el ceño. Hombres. Buscando una masajista. Para otro hombre. Lo uno más lo otro casi siempre daba como resultado que alguien pensara que la contrataba para algo más que dar masajes.
Pero no perdió el tiempo poniéndose a la defensiva; sencillamente, tomó sus cosas y salió de la sala. Los hombres la siguieron hasta la entrada del hospital.
– No sé por qué no me han llamado por teléfono, estoy en la guía. Si me hubieran llamado les habría dicho que yo sólo trabajo con niños.
Ben tenía una respuesta preparada:
– No hemos llamado porque temíamos que dijera que no. Y sabemos que trabaja con niños ahora, pero en el hospital nos dijeron que era usted fisioterapeuta, la mejor que habían visto nunca. Fergus se encuentra en una situación muy especial, así que esperábamos que hiciera una excepción…
Phoebe no pensaba darle masajes a un hombre adulto. A ninguno. No era por falta de valor, pero le habían roto el corazón y no pensaba arriesgarse de nuevo. Quizá en la próxima década pero, por el momento, sólo pensaba arriesgarse con niños.
Nada de eso era asunto de aquellos hombres, claro. Les dijo que no tenía tiempo y ellos se quedaron como si les hubiera echado un jarro de agua fría. Sin hacer caso de sus protestas, la siguieron hasta el aparcamiento como enormes cachorros guardaespaldas.
Típico del mes febrero en Carolina del Norte, la noche caía rápida como una piedra. El fresco viento se había vuelto furioso y desagradable y las nubes se movían a toda velocidad. En un mes, las magnolias y los rododendros del hospital habrían florecido, pero en aquel momento ni siquiera los robles tenían demasiadas hojas. El viento se colaba por su larga trenza, moviendo el lazo y amenazando con desatarla.
Y aquellos chicos, los Lockwood, amenazaban también con desatarla.
Pero no por las razones que habría pensado al principio. Cuando llegaron a su furgoneta, Phoebe tenía la impresión de que estaba enamorándose de ellos. La miraban como si fuera una diosa. Eso ayudó bastante. La trataban como si fuera una heroína. Eso también ayudaba. Pero sobre todo, ella tenía un sexto sentido con los predadores y aquellos chicos no lo eran.
¿Cómo iba a resistirse?
– Ben, Harry, a ver… No sé si os han informado bien, pero yo no hago fisioterapia fuera del hospital. No tengo tiempo. Además, si vuestro hermano tiene un problema complicado, yo no estoy cualificada para ayudarlo…
– Fergus ha visto a montones de especialistas. Médicos, psiquiatras, fisioterapeutas… Incluso llamó a un cura y ni siquiera es católico -le explicó Ben-. Tenemos que intentar algo diferente. Si quisieras ir a verlo…
En los siguientes cinco minutos, Phoebe se percató de que los hermanos Lockwood se referían unos a otros con nombres de animales. Ben era el oso, Harry el alce y al hermano pequeño, Fergus, lo llamaban Fox, el zorro.
Los dos eran personas muy ocupadas y lo habían dejado todo para ir a hablar con ella, de modo que debían de querer mucho a su hermano, pensó.
– En serio, yo no puedo ayudarlo. Si pudiera, lo haría.
– Pero ven a conocerlo al menos…
– No puedo.
– Al menos, ve a verlo. Y luego, si no puedes ayudarlo, lo entenderemos. Sólo te pedimos que lo intentes.
– No puedo, de verdad.
– Sólo una vez. Te pagaremos quinientos dólares por media hora, ¿qué tal? Te juro que si decides que no puedes hacer nada, no volveremos a molestarte. Tienes nuestra palabra.
Insistieron e insistieron, intentando convencerla, chantajearla… Phoebe nunca había conocido a nadie que pudiera convencerla de nada, pero aquellos dos eran increíbles.
Si aceptaba un paciente masculino, podría volver a pasar lo que le pasó con Alan. Y no merecía la pena el riesgo.
– Lo siento, chicos, pero no -dijo con firmeza.
A las siete, Phoebe salía del garaje.
– No quiero oír ninguna queja -le dijo a sus perritas-. Una mujer tiene derecho a cambiar de opinión.
Ni Mop ni Duster discutieron. Mientras pudieran ir en la furgoneta sacando la nariz por la ventanilla, todo les daba igual.
– Vosotros quedaos a mi lado. Si algo huele mal, nos iremos corriendo. ¿De acuerdo?
De nuevo, ninguna de las dos respondió. Después de dos años, Phoebe no estaba segura de quién había rescatado a quién. Las dos cabecitas blancas rizadas aparecieron en su puerta cuando llegó a Gold River. Estaban sucias y desnutridas, abandonadas. Pero incluso entonces se portaban como si ella fuera la abandonada y ellas las que la adoptaban.
– Los hermanos Lockwood son muy simpáticos… Lo sé, lo sé, son hombres. ¿Y quién puede confiar en alguien lleno de testosterona? Pero, de verdad, la situación no es como yo creía. Parece que el otro hermano lo está pasando mal, de modo que, aunque no pueda hacer nada, me parecía horrible seguir diciendo que no.
De nuevo, las perrillas se quedaron en silencio. Las dos miraban por la ventanilla, con la lengua fuera, las orejas al viento, sin hacerle ni caso.
Antes de que se pusiera el sol, empezaron a encenderse las luces en la calle Mayor. Si no hubiera aceptado acudir a la casa, estaría comprando zapatos o pasando por casualidad por las rebajas. Bueno, no por casualidad, pero el principio seguía siendo válido.
Phoebe empezó a preocuparse. A ella le encantaba su trabajo. El banco decía que estaba muy lejos de ser solvente, pero el dinero no le importaba. Hacer algo por los demás, sí. Y había encontrado una terapia para los niños abandonados. Los niños eran lo suyo.
Los hombres no.
Le gustaban los hombres. Siempre le habían gustado, pero…
Conoció a Alan antes de hacerse masajista, cuando seguía siendo fisioterapeuta. Era un paciente recuperándose de un hueso roto. De inmediato, la había juzgado hedonista y sensual, una mujer a la que le gustaba tocar. Y él adoraba esas cualidades.
Eso decía.
También decía que era la mujer más excitante que había conocido.
Al principio.
Nerviosa, Phoebe se mordió una uña. Se había ido a Gold River para olvidar a Alan y empezar otra vez. Y lo había hecho. Tenía toda la vida por delante, pero debía andarse con cuidado.
Los hermanos Lockwood habían saboteado su tranquilidad espiritual pintando una imagen conmovedora de su hermano. Una imagen que Phoebe no podía quitarse de la cabeza.
Aparentemente, Fox se había ido voluntario a Oriente Medio y fue víctima de lo que llamaban una «bomba sucia», una bomba casera cargada de metralla. En el hospital de veteranos le habían dado el alta después de curar sus heridas, pero eso no significaba que estuviera curado. Tanto Ben como Harry admitían que su hermano parecía estar recuperándose, pero ya no era el mismo de antes.
Habían llamado a médicos y fisioterapeutas, a los mejores, pero Fox estaba encerrado en sí mismo. Nadie podía hacer nada.
Por lo visto, habían sabido de ella a través de una doctora amiga, quien les habló de su toque mágico con los niños. Eso era una exageración, por supuesto. Phoebe no tenía un toque mágico y no podía curar a nadie. Desde luego, no a un hombre adulto traumatizado por heridas de guerra.
Había bajado la guardia al ver que los hermanos Lockwood no estaban buscando un revolcón, pero ahora volvía a sentirse insegura. Seguramente, su hermano sufría un síndrome postraumático o como se llamara eso. Era muy triste, pero ella no tenía conocimientos sobre el tema.
En realidad, había aceptado ir porque… porque era tonta. Los Lockwood le parecieron tan encantadores que no pudo decir que no.
Entonces se dio cuenta de que el papel en el que llevaba la dirección ya no estaba en el asiento.
– ¡Mop, dámelo!
Mop escupió un trozo masticado de papel. Afortunadamente, la dirección seguía siendo legible. Phoebe dobló en la calle Magnolia y subió la colina. Supuestamente, sabía dónde vivían los ricos, pero nunca había tenido una excusa para pasar por allí.
Había varias mansiones sobre el río donde los antepasados de aquella gente habían hecho una fortuna con el oro. Las casas estaban escondidas tras altas cercas de piedra y puertas de hierro forjado, pero como los árboles no tenían muchas hojas en aquella época del año podía ver parte de las impresionantes mansiones. La mayoría construidas con piedra local y mármol, con enormes porches y bien cuidados jardines.
La casa de los Lockwood estaba en la esquina de una calle sin salida.
Phoebe atravesó la verja de hierro, pasó al lado de una casa de dos pisos con garaje, como le habían dicho, y se detuvo frente a una más pequeña. Los Lockwood la llamaban «la casa de soltero», un sitio en el que los hermanos solteros vivían hasta que se casaban y donde podían organizar juergas sin molestar a su madre. El concepto sonaba muy decadente, pero Fox vivía allí desde que salió del hospital.
De cerca, la casa grande no parecía tan lujosa. Más bien, agradable, acogedora, con todas las luces encendidas. Por contraste, sólo había una luz encendida en la casa de soltero, dándole un aspecto fantasmagórico.
A ella le gustaban las historias de fantasmas, se recordó a sí misma. Además, era demasiado tarde para echarse atrás.
Antes de que pudiera salir de la furgoneta se encendieron las luces del porche, de modo que los hermanos debían de estar esperándola, pensó.
Mop y Duster saltaron del asiento y galoparon entre las sombras para hacer pis antes de dirigirse corriendo hacia ellos. Phoebe las siguió, más despacio. Los mismos Lockwood que la habían convencido en el aparcamiento del hospital estaban ahora acariciando a sus perritas, pero se pusieron muy serios en cuanto ella se acercó.
– Voy a pagarte ahora mismo -dijo Harry.
– Anda, cállate. Te he dicho que quinientos dólares es una barbaridad. No me gustan los chantajes -replicó Phoebe-. Y tampoco sé hacer milagros.
– No es eso lo que nos han dicho.
– Bueno, pues os han informado mal. Esto no tiene nada que ver con lo mío. Tu hermano pensará que estáis locos por traer aquí una masajista. Y yo también.
Encogiéndose de hombros, Ben le hizo un gesto para que lo siguiera, con las perritas adelantándose, como si conocieran el camino.
No era su tipo de decoración, pero la casa le gustaba. La cocina estaba llena de platos y fuentes de comida sin tocar, había armarios con puertas de cristal y el suelo era de barro. Tenía que identificar las cosas con la luz del pasillo porque, aparentemente, allí nadie creía en los beneficios de la electricidad.
Además de la cocina y un par de dormitorios, a la derecha estaba el salón. Phoebe estaba mirando la chimenea de piedra cuando oyó una especie de gruñido:
– ¿Qué demonios…?
Estaba claro que sus perritas se habían presentado ante Fox Lockwood.
El salón estaba apenas iluminado por una lamparita con una bombilla de cuarenta, pero enseguida vio que allí había mucha testosterona. Nada de estampados alegres en el sofá o las cortinas. Suelos de madera, persianas, muebles de madera oscura: la casa de un hombre. El sofá y los sillones, tapizados en tono granate, una mesa de madera con marcas de vasos… La habitación olía a polvo y al whisky de la noche anterior.
La soledad de ese cuarto le tocó el corazón… y sí, también la solitaria figura sentada en el sofá.
Si sus hormonas se hubieran despertado a primera vista, habría salido corriendo. Ésa era la amenaza, claro. Que le gustara un hombre que pudiera volver a hacerle daño… un hombre que pensara lo que no era de su profesión, que la juzgara por las apariencias.
Pero eso no iba a pasar. No con aquel hombre.
Fox era tan seguro que bajó la guardia. No iba a hacerle daño. Y tampoco iba a fijarse en ella.
Una sola mirada y su corazón se llenó de compasión.
Había pensado que Fox Lockwood sería guapo porque sus hermanos lo eran. Pero era más largo que Abraham Lincoln e igual de delgado. Tenía los ojos oscuros, hundidos, un rostro anguloso de mandíbula cuadrada y labios delgados. Los hombros anchos, como sus hermanos, pero los vaqueros le quedaban grandes, como si hubiera adelgazado recientemente.
Sus hermanos tenían una sonrisa encantadora. Sin embargo, en los ojos de Fox había tanto dolor que Phoebe tuvo que contener el aliento.
Sólo tuvo un momento para mirarlo y para darse cuenta de que sus dos bolas de pelo estaban encima de él… antes de que él la viera en la puerta.
– Oso, Alce, sacadla de aquí.
No lo gritó. Su tono no era ni remotamente grosero. Era simplemente frío y cansado. Los dos hermanos salieron de la cocina.
– Tranquilo. Sólo queremos que hables…
Quizá Fox era el más joven de los dos, y el más débil, y sin embargo, parecía el jefe de la familia.
– No sé qué queríais hacer, pero no va a pasar. Fuera de aquí. Dejadme en paz.
¿Quién habría pensado que el flaco y antipático Fox pudiera expresar tanta autoridad?, se preguntó Phoebe.
Pero ésa no era la razón por la que su corazón había empezado a latir como loco.
Él ni siquiera la había mirado. Ni a sus hermanos. Tenía los ojos cansados y la piel cetrina por la falta de sol.
Pero sus perritas no se separaban de él. Las dos sabían a qué humano había que evitar y cuál necesitaba atención. Las dos respondían instintivamente al dolor.
Ahora entendía por qué aquel sitio estaba tan oscuro. La luz, sin duda, le haría daño.
Se dijo a sí misma que su pulso latía acelerado por razones obvias: le importaba aquel hombre que estaba sufriendo. Siempre le pasaba igual. No estaba respondiendo porque fuera del género opuesto. De eso no tenía que preocuparse, estaba segura. Y no podía alejarse de un ser humano que estaba sufriendo.
– Salid un momento -le dijo a los dos hermanos-. Dejad que hable a solas con él. Mop, Duster, tranquilas, ¿eh?
Las perritas obedecieron de inmediato, pero los chicos no eran tan fáciles de convencer.
– A lo mejor nos hemos equivocado -empezó a decir Harry-. No podemos dejarte a solas con…
– No pasa nada -insistió ella, empujándolos hacia el pasillo.
Por supuesto, no fue tan fácil. En cuanto cerró la puerta, la casa se quedó en completo silencio y un escalofrío recorrió su espalda al ver el brillo furioso en los ojos de Fox.
Pero Phoebe sólo tenía miedo de una cosa.
Y no era aquélla.
Tenía miedo de los seductores. Pero un alma torturada y malhumorada como Fox Lockwood era pan comido. El pobre no sabía a quién habían llevado sus hermanos a cenar.