Capítulo 5

Phoebe se preparó para la explosión. A juzgar por la expresión de Fox, definitivamente no le había gustado la idea de que debía estar motivado… y mucho menos que cualquiera pudiera hacerlo. Y si eso lo había molestado, el resto de sus sugerencias no iban a caerle nada bien.

Phoebe dirigió sus miradas a sus aliados, sus hermanos y Georgia, la adorable madre de Fox. Aunque su ropa parecía cara, iba en vaqueros y camiseta. Y, evidentemente la que mandaba allí era ella.

Phoebe tenía un nudo en el estómago cuando entró porque… en fin, había oído la opinión de la señora Lockwood sobre las masajistas. Georgia no era mala, sólo creía en el estereotipo de las masajistas que Phoebe había oído un millón de veces. Las masajistas estaban bien, pero ninguna madre querría que se casara con su hijo. Uno acudía a ellas para que le quitara un dolor de espalda, pero se ganaban la vida tocando a la gente, de modo que estaban justo en la frontera de la respetabilidad.

Durante dos segundos, le dolió oír lo que decía, pero era una tontería. Además, ésa era una de las razones por las que había querido que toda la familia tomara parte en el plan, para que viera cómo iba a tratarla su madre.

También había llevado a Christine deliberadamente. Podría haber dejado a la niña con su sustituta, pero imaginó que cuando Fox la viera con ella se llevaría un susto. Los niños eran una técnica fabulosa para asustar a un hombre… Por si acaso se le había ocurrido la idea de tener relaciones sexuales salvajes con ella en el salón.

Porque Phoebe había abandonado la idea de tener relaciones sexuales salvajes con nadie.

Los besos del otro día seguían persiguiéndola… Pero tenía que olvidarlo. Ya era hora de dejar de pensar en él y concentrarse en su trabajo. No quería saber nada de hombres que pudieran hacerle daño. Su atracción por Fox, otro hombre que no la valoraría ni querría tener una relación larga con ella, tenía que desaparecer. Pronto.

Y esa noche era una magnifica oportunidad para hacer que perdiera interés… en caso de que lo tuviera.

– Bueno, los dolores de cabeza que Fox sufre regularmente…

– Estoy aquí -dijo él.

– Ya. No son exactamente migrañas -dijo Phoebe-. Si lo fueran, un masaje no las haría desaparecer. De modo que la causa debe de ser el estrés, que es lo que sugirió uno de los médicos que lo han tratado.

– Así es -dijo Ben.

– Por mi trabajo con los niños, yo tengo una opinión inusual sobre el estrés.

– ¿Ah, sí? -murmuró él.

– Yo creo que Fox sufre el mismo tipo de estrés que esos niños, la misma imposibilidad de relacionarse. Después de recibir el impacto de la bomba quiere protegerse a sí mismo, por eso se ha retirado de todo. Si se queda en casa, con sus dolores de cabeza, se coloca en una posición en la que no está expuesto a más dolor. ¿Entienden?

– Sí, claro -asintió Georgia.

– Pues yo no -dijo Harry-. ¿Quieres decir que se siente más seguro cuando sufre, que él ha elegido tener esos dolores de cabeza?

– No, claro que no. Nadie querría tener esos dolores… Pero cuando un animal está herido, se esconde, ¿no? Se mete en su escondrijo. Se aleja del riesgo hasta que puede soportarlo de nuevo.

– Ah, eso lo entiendo.

– Y tenemos que sacar a Fox de su escondrijo. Tenemos que motivarlo para que salga a la calle, para que vuelva a vivir.

– ¿Cómo? -preguntó Harry.

– Hay que supervisar sus salidas para que sean agradables y sin riesgo.

– Muy bien, muy bien, esto ha tenido gracia durante diez minutos -intervino él entonces, exasperado-. Pero ya está bien. Yo no soy uno de tus niños, Phoebe. No necesito experiencias agradables. Y tampoco soy un animal metido en su escondrijo. Si tienes algún programa para mí, habla conmigo, no con ellos.

Phoebe, a propósito, se dirigió a él como lo haría una hermana.

– No puedo hacer eso, cariño, porque entonces te pondrías a discutir y no acabaríamos nunca. Harry, Ben, os necesito a mi lado. A usted también, señora Lockwood…

– Ah, lo que tú me digas. Y llámame Georgia, por favor. Esto es exactamente lo que Fox necesita, salir más, recuperar su vida. Ha estado tan deprimido…

– No estoy deprimido-protestó él.

– Bueno, éste es el programa -dijo Phoebe-. Dos veces por semana yo le daré un masaje y le enseñaré unas técnicas de relajación… para evitar los dolores de cabeza.

– Suena bien -dijo Harry.

– Y vosotros tenéis que ir con él de pesca una vez por semana.

– ¿De pesca?-repitió Ben.

– ¿De pesca?-exclamó Fox.

– Quiero que salga de la casa, donde sea. Sé que hace frío, pero me gusta la idea de que vaya a pasear, que tome el aire.

– Muy bien -dijo Ben-. Soy tu hombre… en todos los sentidos.

– Gracias -sonrió Phoebe-. Harry, si tú pudieras salir con él una tarde a la semana…

– ¿Salir conmigo, como si fuera mi niñera? -protestó Fox.

– Quiero que Fox realice actividades que no le produzcan estrés, pero que sean entretenidas… jugar al póquer, por ejemplo. Pero si no jugáis a las cartas, puede ser cualquier otra cosa. Siempre que salga de casa.

– Estupendo -exclamó Harry, entusiasmado-, Phoebe, creo que eres un genio.

– Lo soy -rió ella.

– ¡Pero a mí no me has dado nada que hacer! -protestó la señora Lockwood.

– Phoebe, estás despedida -dijo Fox entonces.

– No puedes despedirme porque nadie me ha contratado -replicó ella-. Además, esto sólo es un plan. Georgia, me gustaría que pasaras algún tiempo con Fox, enseñándole a cocinar, por ejemplo.

– ¿A cocinar? Qué idea tan maravillosa. Ahora entiendo que mis chicos estén locos por ti.

Fox levantó una mano.

– Uno de tus chicos no está loco por ella. De hecho, a uno de tus chicos le gustaría salir un momento con Phoebe para tener una discusión privada. Que nadie llame a la policía si oye gritos. La estaré matando, simplemente.

Phoebe se negó a reír, aunque le hacía gracia.

– Deberíamos empezar con el programa inmediatamente. Sé que hoy es tarde, pero me gustaría que Fox viniera a mi casa para darle la primera clase de relajación. A menos que no necesites mi ayuda esta noche, claro.

Lo tenía en sus manos.

Veía el dolor en sus ojos, en la postura rígida de su cuello. No iba a rechazar su ayuda.

– Tengo que llevar a Christine al hospital, pero puedes ir a mi casa dentro de media hora, más o menos. Pensaba quedarme con la niña toda la noche, pero tengo una sustituía, Ruby. Así que no será un problema. Y tenemos que establecer un horario -le dijo a la familia-. Pero me vendría bien verlo los jueves y los lunes por la noche, ¿de acuerdo?

Harry y Ben asintieron y, unos minutos después, la acompañaban a la furgoneta, llevando sus cosas y dándole palmaditas en la espalda. La trataban como si fuera una hermana honorífica y Phoebe no podía evitar quererlos. Eran encantadores. Y su madre también.

Era Fox quien la ponía nerviosa.

Fox el que despertaba sus hormonas.

Pero discutir con su familia una posible solución a los problemas era lo que tenía que hacer. Conocer a su madre, estar con sus hermanos, la había ayudado a controlar sus emociones, a poner el problema de Fergus en perspectiva. El objetivo era curarlo. Si no se salía de ese camino, no podía meterse en líos.


Fox seguía enfadado cuando sus hermanos volvieron a entrar. Los había visto acompañarla, darle palmaditas en la espalda, besos en la mejilla…

– Estoy pensando en pedirle que salga conmigo -dijo Ben.

– ¿No salías con esa profesora, Heidi como se llame?

– Sí, es maja. Pero no siento nada por ella. Phoebe, por otro lado…

– Si tú no se lo pides, se lo pido yo -lo interrumpió Harry.

– Un momento -dijo Fox. Ahora entendía el estrés… y no tenía nada que ver con sus heridas. Harry era el ligón de Gold River, iba de flor en flor sin quedarse con ninguna. Ben, por otro lado, estaba buscando esposa-. Ninguno de los dos va a pedirle nada.

– ¿Por que? -preguntaron los dos hermanos a la vez.

– Porque no.

Y como le dolía la cabeza, se sintió perfectamente justificado para levantarse y meterse en la ducha, esperando que el agua caliente lo reanimase. No lo consiguió, pero salió de la ducha y se puso unos vaqueros y una camiseta limpia.

No iba a casa de Phoebe porque ella hubiera dicho que tenía que ir, sino porque tenía que verla. Aunque fuera una bruja y se metiera demasiado en su vida, la realidad era que nadie había conseguido quitarle los dolores de cabeza como ella.

El problema era que tenían que hablar del precio de las sesiones para que lo suyo fuera solamente una relación profesional. Y el otro problema era que ella… lo turbaba.

Fox cerró la puerta de su RX 330 de un portazo. Maldita mujer. ¿Cómo podía saber tanto sobre él? ¿Cómo podía afectarlo de esa forma? ¿Qué sabía ella?

Nada.

Era mandona, dominante. Y mona. Eso era un problema.

¿Por qué tenía que conseguir que desaparecieran sus dolores de cabeza? Había cinco millones de pastillas, ¿por qué no funcionaba ninguna?

Tantos médicos, tantos fisioterapeutas y ninguno había conseguido nada. Fox había dejado de creer que nadie pudiera ayudarlo.

Diez minutos después llegó a su casa. A pesar de la falta de iluminación, podía ver que el jardín necesitaba mano de obra. Y había visto el interior. Al principio, la mezcla de colores lo echó para atrás… hasta que la estudió detenidamente.

Lo de los colores era una buena idea. Uno se fijaba en las paredes y no en lo que faltaba en la casa, como muebles o cuadros.

A Fox no le importaba que no tuviera dinero para amueblar su casa, pero demonios, todo el mundo era un poco egoísta, un poco avaricioso, ¿por qué no lo era ella?

En lugar de ganar dinero, se dedicaba a hacer pasteles para los vecinos, donaba su tiempo los fines de semana para clientes como él sin haber llegado a un acuerdo económico…

Esa clase de generosidad era un rasgo desagradable de su carácter. ¿Quién podía vivir con una santa?

Fox llamó a la puerta con fuerza suficiente para despellejarse los nudillos y esperó, bufando.

Y cuando Phoebe abrió la puerta, descalza, con un pijama de color verde claro de una tela que parecía de alfombra, tuvo que tragar saliva. Llevaba el pelo sujeto sobre la cabeza con una especie de pasador grande de madera. Había una luz encendida en alguna parte que iluminaba su piel, dándole un aspecto suave, imposiblemente suave. Más suave que la luz de la luna. Más suave que los pétalos de una flor. Más suave que la plata.

Y luego se fijó en otras cosas, como su boca. Su boca lo excitaba… por no hablar de esos ojos azules.

Fox recordó entonces que estaba furioso.

– Esto no va a funcionar -dijo, a modo de saludo.

– Claro que va a funcionar.

Cuando él se dirigía a la sala de masajes, Phoebe lo detuvo.

– No, espera, vamos al salón.

– ¿Por qué?

– Porque no voy a darte un masaje. Vamos a hacernos unos ejercicios de relajación. ¿Dónde te duele, por cierto? Sé que esta vez no es un dolor de cabeza.

No lo había preguntado, lo afirmaba. Otra cosa que lo sacaba de quicio. Aquella maldita mujer sabía cosas de él que ni él mismo sabía.

– Me duele el costado, pero no estoy aquí por eso. Has usado a mi familia contra mí…

– Sí, es verdad.

– Eso es poco ético.

– Pero funciona, ¿eh?

Fox no pensaba caer rendido ante aquella sonrisa.

– No vuelvas a hacerlo. Si tengo un problema, lo resolveré yo mismo. No me gusta involucrar ni a mi familia ni a nadie.

– No, claro, tú eres un hombre adulto. Pero en este caso, tu familia está muy preocupada por ti, así que tenemos que hacer algo. Puede que eso no te ayude a ti, pero al menos los ayuda a ellos. ¿Qué te parece?

– Si dices otra cosa sensata, me lío a puñetazos con la pared. No hay nada más irritante que una mujer que siempre tiene razón.

– He oído eso antes. Venga, vamos -dijo ella, señalando la alfombra-. Lo que quiero es que te sientes… como quieras, con las piernas cruzadas, con un cojín, tumbado, como te resulte más cómodo.

En cuanto lo hizo, las perritas se le subieron encima.

– Mop, Duster, al suelo.

Phoebe se puso de rodillas delante de él, ofreciéndole una buena panorámica de su escote. La camiseta del pijama era ancha, pero escotada. ¿Lo sabría ella? Fox se preguntó entonces si escondería algo. También se preguntó si alguna vez llevaba zapatos y cómo demonios habría encontrado una laca de uñas color pistacho. Los dedos de sus pies eran tan monos…

– Fox.

– ¿Perdón? No te había oído.

– Ya veo.

– Phoebe, no he venido para hacer ejercicios. He venido para discutir sobre…

– Lo entiendo. No te caigo bien. No quieres estar aquí. Te molesta que haya podido quitarte el dolor de cabeza y no te gusta pedirle ayuda a nadie. Pero podemos hablar sobre todo eso más tarde, ¿no te parece? Ahora vamos a hacer los ejercicios. Dame la mano, Fox.

No estaba coqueteando con él. Seguro.

Pero por un segundo, por una milésima de segundo, una imagen apareció en su cabeza.

Él tocándola.

Ella deshaciéndose.

Él olvidándose de todo otra vez.

Naturalmente, ésa era una fantasía absurda e intentó apartarla de su mente… pero ya era demasiado tarde. La pelirroja había vuelto a hacerlo. Lo obligó a tomar su mano, a cerrar los ojos y, sin que pudiera evitarlo, «Charlie» se puso duro como una piedra.

– Ahora no hables, no pienses. Relájate. Sólo quiero que hagas una cosa, imaginar un lugar seguro. Un sitio donde nadie pueda hacerte daño. Donde no tengas miedo de nada.

– Phoebe, yo…

– No, no hables. Quiero que te concentres. ¿Puedes inventar un lugar seguro? ¿Imaginarlo? ¿Un lugar donde nada ni nadie pueda hacerte daño?

– Sí.

– Muy bien. Ten esa imagen en tu mente y explórala. Mira hacia arriba, hacia abajo. Huele ese sitio, intenta percibir los sonidos. ¿Lo estás haciendo?

– Sí.

– Quiero que sientas lo seguro que es ese sitio.

– Que sí, que sí, que lo estoy haciendo -dijo él, rascándose la rodilla.

– Nadie puede tocarte en ese sitio. Es sólo tuyo, nadie puede entrar. Nadie sabe dónde está. Y nadie puede quitártelo.

Su voz parecía hipnotizarlo. Fox imaginaba un campo, una pradera con flores silvestres, la hierba moviéndose con el viento. El sol, un pájaro cantando sobre un árbol, un cervatillo correteando… Era una escena bucólica. Nada de dolor. Por alguna absurda razón, no había ningún dolor.

Entonces abrió los ojos y encontró a Phoebe frente a él, mirándolo, con una sonrisa en los labios, sus perritas tumbadas en el suelo, a su lado.

– Esto es más que raro.

– ¿Qué es raro?

– Que no me duele nada.

– Genial.

– No lo entiendes. No me duele nada, ni siquiera el costado.

– Estupendo.

– Esto no tiene gracia, es imposible. ¿Qué me estás haciendo?

– Lo has hecho tú, Fox, no yo. El ejercicio no funcionará siempre, pero merece la pena intentarlo. Cada vez que sientas que empieza el dolor, haz el ejercicio, ve a tu lugar seguro.

– Eso es una estupidez.

– Mira, señor escéptico, será una estupidez, pero funciona. Es psicología pura. Cuando sientes algún dolor, tu cuerpo se tensa. Esos músculos y eso tendones tensos te causan más dolor… pero si te sientes seguro, te relajas, tu presión arterial disminuye, los latidos del corazón se vuelven regulares. Cualquier ejercicio de relajación te ayudaría de la misma forma.

Fox entendía lo que estaba diciendo. Pero había dejado de creer en Santa Claus muchos años antes.

Decidido a recuperar la cordura se quitó la camiseta para mirarse el costado. Allí estaba, el fragmento de metal que llevaba horas intentando llegar a la superficie de su epidermis. Él sabía bien que había dolor y había dolor. Aquel dolor no era terrible. Era apenas mencionable comparado con lo que había sufrido. Pero era una molestia que no podía quitarse de la cabeza.

Phoebe contuvo el aliento.

– ¿Qué es eso? ¡No lo toques, Fox! ¡Es una herida abierta!

– La siento, pero… tenías razón, pelirroja. ¿Quién podría creerlo? Ya casi no me duele.

– ¿Quieres que te lo saque yo o prefieres llamar a un médico?

– Si tienes unas pinzas, puedo quitármelo yo mismo.

Phoebe tenía pinzas y tenía un botiquín de primeros auxilios. Por supuesto.

Mientras ella reunía todo lo necesario, Fox le explicó que así era como funcionaba una bomba casera, que algunos pedazos de metralla aparecían en su epidermis de vez en cuando y era desconcertante y, algunas veces, asqueroso.

– No es asqueroso, Fox. Es una herida. ¿Cómo es que nunca cuentan estas cosas en la CNN?

– Ni idea… ¡Ay! ¿Qué haces?

– Estoy intentando quitarte esta cosa. ¿Te hago daño?

Fox se olvidó de todo, excepto de la melena roja que veía delante de su cara. Y entonces, de repente, Phoebe empezó a cantar el himno nacional.

– ¡Horror! Qué mal oído tienes.

– Fox, es una herida profunda. ¿Seguro que no quieres ir al hospital?

– No. Puedo hacerlo yo solo.

– No puedes. Está muy abajo -replicó ella, que luego siguió cantando el himno.

– Si no dejas de cantar, me voy.

– ¿Prometes no moverte?

– Prometeré lo que sea. Lo juraré si no vuelves a cantar.

De repente, los dos se quedaron inmóviles. En algún sitio un grifo goteaba, las perritas estaban roncando, pero lo único que Fox veía era su cara. Estaba mirándolo con… esa expresión. De compasión, de afecto. Y algo más. Algo más personal, más íntimo. Y, por un momento, se quedó sin respiración.

– Se acabó, Fox.

– No se acabó -suspiró él-. Ocurre cada vez que estamos juntos. Cada vez que me miras. Cada vez que yo te miro…

– No, me refiero a que ya no…

– Maldita sea, Phoebe. Yo esperaba no volver a sentir nada durante el resto de mi vida. Y entonces apareciste tú.

– ¡Fox, sólo intento decir que he sacado el trozo de metralla!

Ah, el trozo de metralla.

Pero cuando volvió a mirarla a la cara, esa mirada de anhelo, de deseo seguía allí… tan real como la luz de la luna.

Tan real como el pulso que temblaba en su garganta. Tan real como sus labios entreabiertos.

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