Fox despertó, sobresaltado. Como siempre, estaba soñando.
En el sueño, un sol abrasador le quemaba la espalda. Durante meses se preguntó si ese sol habría vuelto loco a alguien. Pero él quería estar allí. Quería hacer aquello.
Los últimos días había estado apartando escombros, intentando reconstruir una escuela. Ésa fue la razón para que alistarse en el ejército. En casa, no podía enseñarle historia a los niños todos los días y hablar de lo que significaba ser un héroe sin pensar que ya era hora de que él hiciera algo.
La otra razón eran los niños. Tener la oportunidad de reconstruir hospitales y colegios le hacía pensar que esos niños tendrían la oportunidad de vivir en un mundo mejor.
Y por eso precisamente no dudó en inclinarse cuando aquel niño se acercó. Fox le ofreció una chocolatina, un yo-yo. Conocía el idioma, y por eso había terminado allí. Y el niño de los grandes ojos castaños parecía hambriento y desesperado.
Que el niño llevara una bomba adosada al cuerpo no se le pasó por la cabeza. Nunca. Ni por un segundo. Ni siquiera cuando estalló… y él salió volando, tijeras y trozos de metal clavados por todo su cuerpo. Y el niño, ese niño…
Y fue entonces cuando Fox despertó. Cuando siempre despertaba. Para entonces, estaba tan desorientado como un cura en un burdel.
Pero allí había algo raro.
No estaba en el sofá de piel donde dormía siempre. Parecía estar sobre algo mullido, envuelto en una sabana. Todo era blanco a su alrededor, excepto una planta que había en la ventana. También había una bañera en medio de la habitación y, en una esquina, bolsas de cemento y ladrillos. Además, olía a limón, a hierbas y a otro olor, algo que no podía identificar del todo, algo vago y fresco, floral…
Ella.
En cuanto volvió la cabeza vio a Phoebe. Como siempre, cada vez que despertaba de aquel sueño, el dolor de cabeza había desaparecido por completo y sus sentidos estaban muy despiertos.
También se dio cuenta entonces de que estaba desnudo bajo la sábana… y duro como una piedra. Sólo con mirarla le pasaba eso.
Ella estaba sentada en una mecedora blanca. Todas las persianas de la habitación estaban bajadas, pero entraba el sol por una rendija, sólo para iluminarla, sólo a ella. Sus piernas desnudas estaban sobre el brazo de la mecedora y eso fue suficiente para inspirar otro golpe de testosterona. Tenía los pies sucios y llevaba un pantalón corto.
En una mano tenía una taza, un libro en la otra. Vagamente recordaba que cuando llegó llevaba una coleta, pero se había soltado el pelo.
Nunca había conocido a una mujer más sensual. Su aspecto, su tacto, todo. Se sentía a la vez a la defensiva y suspicaz sobre ese toque mágico suyo. No lo entendía… cómo podía hacer sentir tanto a un hombre que ya no sentía.
Pero nada de eso podía empequeñecer su fascinación por ella.
Fox aceptó que la cosa podría ser más sencilla. Probablemente, cualquier hombre vivo respondería a sus masajes.
Ella se sobresaltó de repente y, cuando vio que estaba despierto, dejó la taza sobre la mesa.
– ¿Qué hora es? -preguntó Fox.
– Casi las tres. No podía ser.
– ¿Estás diciendo que llevo aquí todo el día?
– Dormías tan profundamente que no he querido despertarte. Y no hacía falta, además. Hoy es sábado y no tengo pacientes.
– Te pagaré por el tiempo que he estado aquí.
– Sí, desde luego -asintió ella-. Pero si no te importa, me gustaría hacerte un par de preguntas.
– ¿Qué preguntas?
– Un masaje no debería evitar los dolores de cabeza que tú tienes. Migrañas como ésas… es para los médicos. Es algo psicológico.
– Sí, eso me han dicho.
– No tiene sentido. Que yo pueda ayudarte con los masajes… ¿tienes idea de por qué tienes esos dolores de cabeza?
Fox cerró los ojos un momento y volvió a abrirlos.
– Los médicos dijeron, después de descartar un montón de razones patológicas, que los dolores de cabeza tenían que ser debidos al estrés.
– El estrés es lo mío.
– Por eso estoy aquí.
– Y te dije antes que tendríamos que organizar un programa. Lo redactaré y te lo enviaré a casa para que lo estudies con tu familia. Lo que estamos haciendo ahora es cerrar la puerta del establo cuando el caballo ya se ha escapado. Intentar controlar el dolor cuando ya te tiene prisionero es como intentar razonar con el enemigo cuando ya ha ganado la batalla. Lo que necesitas es controlar el dolor antes de que aparezca.
– Muy bien, de acuerdo.
– Eso es todo lo que yo puedo hacer, Fox. Enseñarte unas técnicas para que controles el dolor antes de que aparezca. También puedo enseñarte unos ejercicios para tener munición contra el dolor y para ayudarte a dormir mejor.
– Eso es una broma. Yo no duermo -suspiró él.
Y tampoco solía hablar tanto. Pero cuanto más lo miraba ella con esos ojos azules, más excitado se ponía. Y más tonto.
Para volver a la realidad, intentó incorporarse, pero Phoebe no se movió para ayudarlo. Tardó un siglo y eso lo enojó. Estaba harto de masajes y de todo.
– Fox, ¿podrías contarme algo más? Tu vida es asunto tuyo, lo sé, pero me ayudaría saber qué haces normalmente, qué quieres hacer. Tus hermanos me han contado algo de tu vida, pero poco.
– ¿Que te han contado?
– Que estuviste en el ejército, que sufriste un accidente y te dieron la baja. Que sólo vives en la casa de soltero temporalmente, hasta que estés recuperado.
– Por el momento, así es.
– Muy bien, ¿y el resto de la historia? ¿Piensas seguir viviendo en Gold River? ¿Piensas volver a trabajar y si es así, qué clase de trabajo? ¿Qué actividades físicas sueles hacer a diario?
Él se pasó una mano por el pelo. Había un olor raro en su pelo, en su cara, por todas partes. Ese olor a limón. No era exactamente femenino, pero no pegaba nada con unas piernas peludas y un torso lleno de cicatrices.
– Antes de alistarme en el ejército era profesor de historia -suspiró-. Sí, todo el mundo se sorprende. Mis hermanos eligieron dedicarse a los negocios, pero yo elegí otra cosa. El caso es que daba clases en un instituto, con chicos en plena pubertad, a cual más bocazas, más peleón. Dar clases era como jugar con dinamita. Probablemente, por eso me gustaba…
– ¿Y piensas volver a dar clases?
– No -contestó él-. ¿Tú también respondes preguntas o sólo las haces?
Phoebe parpadeó.
– ¿Qué quieres saber?
– ¿Por qué vives en Gold River?
– Trabajo en el hospital. Me encantaba mi trabajo de fisioterapeuta, pero quería concentrarme en los niños. Y quería ser independiente, tener mi propio negocio. Así que empecé a dar masajes infantiles. Y me gusta vivir aquí. Me gusta la gente, la ciudad, todo.
– ¿Y eres de…?
– Asheville.
– ¿Y el hombre?
– ¿Qué hombre?
– Te fuiste de Asheville por un hombre -dijo él entonces. Era una afirmación, no una pregunta.
– Muy bien -sonrió Phoebe-. Veo que te encuentras mejor. Por yo tengo que ir a la compra, sacar a pasear a mis perros… y luego ir al cine, con mis amigas. Así que te dejo solo para que te vistas. Enviaré el programa de trabajo a tu casa. Estúdialo y luego llámame cuando decidas si te apetece hacerlo…
Fox no sabía si iba a hacerlo. Pero cuando bajó de la camilla, se colocó la sábana estilo toga en la cintura, fue tras ella sin saber por qué y le pasó un brazo por la cintura.
Phoebe se volvió, sobresaltada.
Fox se sintió irritado por un momento. No era un sentimiento racional, sólo la sensación de que algo… no estaba bien. Primero se mostraba cariñosa y luego, de repente, parecía a la defensiva.
Y había algo… algo que no podría explicar. Algo que estaba pasando entre ellos… como cenizas que pudieran volverse carbones encendidos cuando se removían.
Y tenía la impresión de que Phoebe también sentía algo por él. Algo sexual. O quizá algo más importante. Y eso no podía ser porque por ahora, y en el futuro inmediato, no estaba en condiciones de cuidar de nadie.
De modo que al hacer eso quizá había querido asustarla. O molestarla.
A saber. Su cerebro llevaba meses sin funcionar apropiadamente.
Pero cuando la tomó por la cintura, cuando se volvió hacia él, cuando vio el brillo de sus ojos… supo que iba a besarla.
Sabía que el beso estaba llegando.
Y entonces…
Entonces lo hizo.
Besó aquella boca suave, generosa, sexy.
¿Quién habría adivinado que sería una explosión? Quizá hacía tiempo que no la besaba nadie. A lo mejor estaba ovulando. A lo mejor le gustaba de verdad… bueno, esta última teoría no parecía muy creíble. Los hombres Lockwood solían ser imanes para las mujeres, Fox incluido, pero él había perdido esa habilidad al tener el cuerpo lleno de cicatrices.
Pero maldición…
Ella lo encendía, aunque, no pudiera explicar por qué.
Phoebe enredó los brazos en su cuello. Su boca se plegó a la suya, moviéndose, comunicándole su anhelo. Comunicándole deseo. De repente, sus pechos se aplastaban contra su torso…
La sábana en la que iba envuelto dejó de luchar contra la gravedad y cayó al suelo. Sabía que no podría estar de pie mucho tiempo, no sólo por la pierna herida sino porque toda la sangre de su cuerpo estaba por debajo de la cintura.
Tomó su cara entre las manos, sujetándola mientras intentaba entender cómo un beso se había convertido en el Armagedón. Le dio otro beso para descubrirlo, ya que el primero había despertado tantas preguntas y contestado ninguna. Después de un tercero, perdió la cabeza.
Desde que sufrió el accidente, no había habido mujeres en su vida. Fox pensaba que el amor y el sexo habían desaparecido de su vida indefinidamente. ¿Cómo iba a saber que esa privación lo estaba volviendo loco? ¿O que lo preocupaba saber si su cuerpo podría seguir funcionando con normalidad?
Así era.
«Charlie», suelto, se movía como el rabo de un cachorro, empujando contra el abdomen de Phoebe con desinhibido entusiasmo. Ella era bajita. Muy bajita. Si tuviera fuerza, podría haberla tomado en brazos y… pero si lo hacía caerían los dos al suelo.
Tocarla, acariciarla, besarla, lo hacía sentirse como un hombre al que le ofrecieran un vaso de agua clara y fresca después de semanas en el desierto. Ella era como el agua, líquida, a su alrededor, sus besos ahogando el dolor, cualquier dolor.
No había tiempo para meter el pie en el agua y probar la temperatura. Así que se tiró de cabeza, boca, codos, cerebro, corazón… y Charlie, por supuesto.
Ella no dejaba de besarlo. Y emitía una especie de gemidos suaves, tristes, emocionados. Sus pechos se ponían duros, se aplastaban contra él. Se agarraba a él como si no quisiera soltarse nunca.
Muy bien. Fox por fin lo entendía.
No era real. No era normal. Era una bruja. Las mujeres de verdad no respondían así ante un hombre al que no conocían de nada. Phoebe se portaba como si quisiera que le hiciera de todo, como si hubiera perdido toda inhibición en cuanto la tocó, como si él fuera el hombre más sexy del mundo. Como si no hubiera vivido hasta que él la besó.
Fox recordó entonces una fantasía de cuando tenía dieciséis años. Así era como soñaba que sería con una chica… pero entonces se hizo mayor, claro. Con las mujeres de verdad había que hacer un esfuerzo. Las mujeres tenían que conocer a un hombre antes de confiar en él y la confianza era necesaria para que el sexo fuera interesante. En fin, el sexo siempre era interesante, pero para que fuera bueno de verdad, merecía la pena esperar.
Con Phoebe era… era como si alguien la hubiera creado sólo para él. Sabía cómo tocarlo, cómo suspirar para volverlo loco.
Era tan raro. Llevaba meses débil como un gatito y ahora, de repente, se sentía tan poderoso como para mover montañas.
Y la culpa era de aquella maldita pelirroja que lo había hecho pensar en el amor otra vez. En despertar al lado de alguien cada mañana. En enredar los dedos en aquel pelo largo y rojo cada noche.
– Oye…
Parecía su voz, más ronca que nunca, interrumpiéndolos. No la de ella.
Fox levantó la cabeza, ella no. Era él quien quería poner un poco de sensatez en todo aquel asunto.
¿Dónde estaba el sentido común de aquella chica? Era sábado por la tarde, por Dios. Las perritas los miraban como intentando comprender el extraño comportamiento de los seres humanos. El sol entraba por las ventanas y le dolía la pierna como el demonio. El dolor no era algo nuevo para él, pero hacía tiempo que no experimentaba el dolor de la frustración sexual.
– ¿Qué está pasando aquí?
– ¿Eh? ¿No has sido tú el que se me ha echado encima?
– Pero tú no me has parado.
– ¿Y eso te hace menos culpable?
– No, pero me confunde… ¿por qué me has besado?
– Fox… sé que lo has pasado muy mal y que sigues sufriendo…
– Ah, ¿entonces me has besado porque sientes compasión por mí?
Ella lo abrazó.
– Lo sé… ningún hombre quiere la compasión de una mujer.
– Desde luego que no.
– Pero «compasión» no es la palabra. Fergus… es otra cosa.
– ¿Qué, pena?
– No, es algo más -rió Phoebe-. Voy a contarte un problema que tengo.
– Dime.
– Los hombres suelen pensar que me gusta el sexo porque soy masajista. Para mí, eso es absurdo. Evidentemente, me importa la gente o no me dedicaría a esto, pero cuando toco a alguien como masajista… como contigo, por ejemplo, siento compasión por su dolor y nada más. No hay nada sexual en ello.
Fox intentaba no pensar en «Charlie». Notaba que ella intentaba decirle algo importante y tenía que estar concentrado.
– No sé lo que quieres decir. ¿Estás diciendo que no sientes nada por mí?
– No es nada personal -le aseguró Phoebe-. Sólo estoy intentando ser sincera. No soy una persona muy sexual, Fox. Soy más bien maternal, creo.
– Maternal.
– Y por eso trabajo con niños.
– Porque eres maternal y no sexual.
– Eso es.
El miércoles por la tarde, Fox no podía dejar de recordar esa conversación. Tomó un vaso de agua, pero se le olvidó beberla, olvidó que estaba hablando con sus hermanos, olvidó la lasaña que su madre estaba sacando del horno…
¿Qué demonios había intentado decirle Phoebe? ¿Que no le gustaba el sexo? ¿Que no era una persona sexual? ¿Que sólo lo estaba besando por compasión? ¿Y qué debía hacer él, asentir con la cabeza y decir «sí, claro, y las vacas vuelan»?
En realidad, excepto los besos, ella apenas lo había tocado… pero él había sentido como si así fuera. Aunque estaba completamente desnudo y sólo lo había tocado por encima del cuello… sin embargo, parecía tocar sus hormonas, sus emociones.
Ya se había dado cuenta de que Phoebe Schneider era una mujer aterradora. Complicada. Difícil.
¿Pero que no fuera sexual?
¿Cómo podía creer Phoebe eso?
¿Y por qué querría hacerlo?
– Fergus, ¿quieres prestarme atención? -estaba diciendo su madre.
– Ah, perdona, me he distraído.
– Ya lo veo. Estaba diciendo que una persona con medios económicos no se dedica a la enseñanza. Y como no pareces inclinado a volver al colegio, ésta es una oportunidad ideal para considerar otras opciones profesionales.
– Muy bien -dijo Fox, paciente-. ¿Y qué crees que me iría bien?
Los ojos de su madre se iluminaron.
– Algo en lo que ganes mucho dinero. Y participar más en la comunidad.
– Mamá, la verdad es que ya he ganado una tonelada de dinero. Llevo años invirtiendo -dijo Fox entonces. Sus hermanos habían dejado de mirar y estaban concentrados en la lasaña. «Muy bien, guapos, la próxima vez que vosotros necesitéis ayuda, yo me iré a Tahití»-. Y en cuanto a participar en la comunidad, yo trabajo directamente con niños. O eso hacía antes. No se puede participar más en una comunidad que siendo profesor.
– Podrías ser senador -sugirió su madre.
– ¿Eso es lo que quieres para mí, que me dedique a la política? No, de eso nada.
– Bueno, entonces… si no tienes otros planes, ¿estás pensando en volver a dar clases? Que yo sepa, no tienes contrato.
Qué lista era. Otras madres eran dulces, encantadoras. La suya era más lista que el hambre. Quería que volviera a trabajar, que volviera a formar parte del mundo de los vivos. Pero ni siquiera por su madre, y la adoraba, volvería a dar clases.
Cuando no contestó, Georgia Lockwood siguió adelante:
– Además, no me has contado nada sobre esta mujer de la que Harry y Ben no dejan de hablar. No entiendo por qué tiene que venir aquí y no entiendo por qué estás con ella.
– No tiene por qué venir aquí, mamá. Sólo viene para explicar el programa. Y no estoy con ella. No pienso estar con nadie.
Su madre lo miró por encima de las gafas doradas.
– Fergus, no soy tonta.
Ninguno de los hermanos se atrevió a respirar.
– Lo sé, mamá. Sé que no eres tonta.
– Una masajista -Georgia levantó los ojos al cielo-. Por favor… Sé que no estás casado y que tienes… tus necesidades. La gente no espera a casarse como hacían antes. Puede que no esté de acuerdo en cómo han cambiado las cosas, pero al menos puedo entenderlo. Yo sería feliz si me dijeras que tienes novia.
– Mamá…
– No la juzgaría, te lo aseguro. No tienes que preocuparte por eso.
– Mamá…
– Me gustaría tener nietos, lo admito. Ninguno de los tres parece tener ganas de casarse y formar una familia y yo creo que la culpa es de vuestro padre por educaros para que fuerais tan independientes -suspiró Georgia-. Pero eso da igual. El asunto es que yo prefiero tener nietos cuando estéis casados, que lleven el apellido familiar…
– ¡Mamá!
– Pero si no hay otra forma de conseguirlos, podéis traerlos a casa como sea. Yo no diré nada, ni una palabra.
Fox fulminó a sus hermanos con la mirada. Ellos lo habían chantajeado, le habían suplicado, habían llevado allí a Phoebe… ¿y ahora qué hacían? Comerse la lasaña de su madre como si fueran buitres, sin echar una mano.
– Mamá, no digas esas cosas. No estoy saliendo con Phoebe. No pienso salir con nadie…
Precisamente en aquel momento, sonó un golpecito en la puerta y Phoebe asomó la cabeza. Phoebe… que parecía embarazada de nueve meses.
Fox se quedó petrificado, pero unos segundos después se percató de que, por supuesto, no le había crecido el abdomen, sino que llevaba algo en el abdomen: un niño. Un niño de verdad. Colocado en una especie de hatillo.
Iba a levantarse para saludarla, pero no pudo hacerlo. Su madre vio el niño y se lanzó hacia Phoebe como un tifón.
– Bueno, evidentemente tú eres Phoebe. No me habías dicho que le gustaran los niños, Fergus. Qué bien. Pasa, querida, voy a darte un plato. Soy la señora Lockwood, pero puedes llamarme Georgia. Si no te gusta la lasaña, ¿podría convencerte para que tomaras un té? Estaba diciéndole a Fergus lo maravilloso que sería que involucraras a toda la familia en ese… programa tuyo.
Fox miró el rostro de Phoebe y se le encogió el corazón. Su sonrisa parecía forzada. Debía de haber oído lo que dijo antes: que no salía con ella ni quería salir con nadie. Incluso podría haber oído el comentario de su madre sobre las masajistas. No podía saber que él sólo quería evitar que su madre le hiciera el tercer grado… y ahora ella lo ignoraba por completo. Phoebe saludó a su madre y cruzó la habitación para besar a sus hermanos.
A sus hermanos.
A los dos.
Pero a él no. Lo ignoraba como si fuera invisible.
– Nadie me había dicho que ibas a traer un niño, querida -siguió su madre como si Phoebe fuera una pariente perdida. Y luego hablaba de las masajistas…
Aparecía un niño en la película y Georgia trataba a cualquiera como si fuera una diosa.
– En realidad, la niña no es mía. Pero trabajo con niños y tengo que cuidar de ella esta noche. Pensé que no le importaría que la trajera. Sólo necesito unos minutos para…
– Lo dirás de broma. Estamos encantados -sonrió Georgia Lockwood-. Así que trabajas con niños, ¿eh? Nadie me había dicho eso tampoco -añadió, fulminado a sus hijos con la mirada-. Bueno, siéntate.
Phoebe lo miró entonces, pero Fox no sabía qué significaba esa mirada…
De repente, sintió como si le clavaran un cuchillo en el costado. El dolor había empezado por la mañana. Otro trozo de metralla apareciendo en la superficie, esta vez sobre el riñón derecho. Podía verlo bajo la camisa. Metálico. Pequeño. En un par de días, asomaría por la epidermis y entonces podría sacarlo como si fuera una astilla. Pero en aquel momento sencillamente le dolía.
Y eso lo enfurecía.
No tenía tiempo para debilidades en aquel momento. Tenía que parecer normal. Quería parecer normal. Una cosa era que su familia lo molestase, otra muy diferente que molestasen a Phoebe.
– … se llama Christine -estaba diciendo ella en ese momento-. La llevaron al hospital hace unos días. Abandonada en algún sitio en las montañas…
– ¡No!
– Entrará en el sistema de adopciones… de hecho, hay una madre de acogida esperándola. Yo trabajo con los servicios sociales para tratar a niños como éstos.
– ¿Los cuidas tú?
– No, más bien soy una cuidadora interina hasta que tengan una situación familiar normal. Los niños abandonados o maltratados a menudo tienen problemas con los padres de acogida. Si han sufrido mucho desarrollan un miedo instintivo a que los toquen. Así que hago terapia con ellos. «Terapia de amor», lo llama la asistente social…
– Ay, me encanta ese término -la interrumpió Georgia-. ¿Y qué tienes que hacer?
– Cosas distintas con cada niño porque cada niño es diferente. Pero en el caso de Christine, lo que hacemos es una técnica de conexión. La mantengo pegada a mí durante dieciocho horas al día.
– ¿Y para qué vale eso?
– Porque así se la obliga a conectarse con otro ser humano. Una madre de acogida no puede tener a la niña dieciocho horas pegada al cuerpo, claro, pero para entonces ya han aprendido que existe un lazo con otro ser humano…
– Ah, ya veo.
– Señora Lockwood, no se moleste -dijo Phoebe, al ver que la madre de Fox se levantaba para servirle té, galletas y hasta un pedazo de lasaña.
– Estoy fascinada -dijo Georgia-. De hecho, me encantaría saber más cosas…
Fox se aclaró la garganta. Le gustaba que se llevaran bien y que su madre hubiera olvidado que Phoebe era masajista, pero parecía que iban a seguir hablando hasta el milenio siguiente.
– Te duele, ¿no? -preguntó Phoebe.
Maldita mujer. Le daba un par de besos y creía saberlo todo sobre él.
– No, pero…
– Lo sé, lo sé. He venido para hablar del programa -sonrió ella, acariciando la espalda de la niña-. La razón por la que sugerí que estuviera toda la familia es para que dieran su opinión. Tu familia sabe más sobre ti y tu salud que yo. Y tenemos que formar un equipo para encontrar una solución.
Fox arrugó el ceño. Parecía sincera, pero su tono de voz despertaba todo tipo de sospecha.
Algo iba a pasar. Algo que no iba a gustarle, lo intuía. Algo que no quería oír.
Seguro.