Capítulo 1

– ¡Por favor, Patrick, no habrá ni un alma en Londres en verano! Todo el mundo se marcha.

Patrick Dalton hizo un esfuerzo para no sonreír.

– Te quedarás tú y los otros siete millones de personas que viven aquí.

– ¡No te rías de mí! ¡Te estoy hablando en serio!

– ¡Y yo también, Carenza! -cuando no la llamaba por el diminutivo, normalmente se daba cuenta de que a su tío se le estaba acabando la paciencia-. Prometiste cuidar de la casa en mi ausencia, y yo creí en tu palabra, porque de lo contrario habría llamado a una de las empresas que se dedican a ello, para que me proporcionaran a alguien.

– Creí que me habías dicho que no habían podido encontrar a nadie con tan poca antelación -fue tan incisiva, que lo sorprendente es que no se hubiera cortado con su propia lengua.

– Creo que lo que dije exactamente fue que sería «difícil» que encontraran a alguien con tan poca antelación.

– ¡Vaya, ya te salió la vena de abogado!

– No te quejes tanto, Carrie. Pago las facturas con el dinero que me da mi profesión, y muchas de ellas están a tu nombre.

Carrie no se dio por vencida, y decidió cambiar de táctica.

– ¿No podrías llamar a la empresa y preguntarles si todavía pueden encontrar a alguien?-, le suplicó con tono lastimero.

– ¿Ahora mismo? Corrígeme si me equivoco, pero teniendo en cuenta que aquí es mediodía, imagino que en Londres será medianoche. No creo que la agencia…

– Mañana entonces -insistió, a pesar de la evidente falta de interés de su tío-. Podrías llamar mañana.

– Podría hacerlo, pero, ¿para qué? -respondió tenso a su sobrina de dieciocho años-. De todos modos no creo que tengas bastante dinero para recorrerte Europa con la mochila a cuestas, o de lo contrario no habrías aceptado cuidarme la casa en verano, ni por cierto estarías haciendo llamadas de larga distancia desde mi teléfono.

– Es muy tarde -le recordó-. Tarifa económica. Por cierto, esa era la otra cosa de la que tenía que hablarte.

– ¿De qué?

– De dinero. He pensado que, tal vez me podrías hacer un préstamo hasta que mamá entre en razón.

– ¿Para que recorras Europa como una vagabunda? ¿Estás loca? A tu madre le daría un ataque. Olvídalo -Europa tendría que permanecer como un sueño para ella aquel verano-. Saca buenas notas en tus exámenes de noviembre y te prometo pagarte unas vacaciones de esquí en navidades. Mientras tanto, te sugiero que emplees los meses que te quedan hasta entonces para estudiar sin parar.

– ¿Cómo puedes ser tan tacaño?

– Es cuestión de práctica, cariño -le respondió, pensando que él había tenido mucha, porque algunas mujeres no captaban las indirectas a la primera-. Dime, ¿cómo están mis preciosos ficus? Espero que no se te esté olvidando pulverizarlos. Con agua templada, recuerda.

– Está bien, lo haré ahora mismo. Las pulverizaré con agua templada, y después las sacaré de los maceteros y les cortaré las raíces -le dijo, y después colgó el teléfono.

Patrick se echó a reír. Las plantas no le preocupaban demasiado. Había sido idea de su madre, artífice de sus complicados cuidados. Su hermana le había pedido que dejara a su hija al cuidado de su casa mientras que él se encontraba en el Lejano Oriente, porque según ella, lo que Carenza necesitaba era adquirir alguna responsabilidad, ver que se confiaba en ella y, sobre todo, conseguir que se quedara en Londres para que estudiara. Y, muy a pesar suyo, Patrick había accedido, porque sabía que no podía dejar la casa sola durante todo el tiempo que preveía iba a durar aquel difícil caso; pero, al parecer, dos meses pulverizando las plantas había acabado con las ganas de Carrie de asumir responsabilidades, sobre todo ahora que sabía que sus amigas se marchaban a Europa.

Jessie cerró el grifo de la ducha. Alguien parecía haberse quedado pegado al timbre, y si no era así, tendría que tener una buena razón para montar todo aquel jaleo.

– Muy bien. Ya voy -gritó. Se puso el albornoz, y después se enrolló el pelo con una toalla, antes de dirigirse hacia la puerta.

Mientras descorría el cerrojo, los timbrazos cesaron, aunque para entonces ya deberían haber despertado a la mitad de la vecindad, lo que no la convertiría en la Miss Popularidad de Taplow Towers a las seis y media de la madrugada.

Abrió la puerta unos centímetros, con la cadena aún echada y no vio a nadie. Pero, de repente miró hacia abajo, y se encontró con la mirada de Bertie. Una mirada que hubiera derretido un témpano de hielo.

Era obvio que su sobrino, por muy inteligente que fuera no podía tocar el timbre, así que abrió la puerta del todo y buscó a su hermano y cuñada.

– ¡Faye, Kevin! ¿Ha pasado algo malo? -preguntó.

Los padres del bebé brillaron por su ausencia. Lo único que encontró fue una nota, pegada a la puerta, con la letra de Kevin.

La despegó y se la acercó a los ojos. No podía dar crédito a lo que creía estar leyendo, así que buscó las gafas en el bolsillo del albornoz.

Por favor, cuida de Bertie. Te lo explicaremos todo a nuestro regreso.

Con cariño, Kevin y Faye.

¿Regresar? ¿Regresar de dónde? Algo malo debía de haber pasado.

De repente oyó abrirse la puerta del ascensor, tres pisos más abajo.

– ¡Kevin! -lo llamó desde lo alto de la escalera-. ¡Espera!

Ya había empezado a bajar las escaleras, cuando la voz reprobadora de su vecina de abajo la detuvo.

– ¿Le sucede algo, señorita Hayes?

En el ordenado mundo de Jessie nunca pasaba nada que se saliera de lo normal, porque procuraba resolver los problemas en cuanto se presentaban, y hasta se anticipaba a ellos. Además en aquellos tiempos procuraba evitar a toda costa los emocionales.

A unos centímetros de ella, Bertie gimió y, de repente, se dio cuenta con desesperación de que se le acababa de presentar un serio problema, porque Taplow Towers era un oasis de tranquilidad, donde no se permitían perros, ni niños, excepto para visitas cortas, y durante el día.

Dorothy Aston, presidenta de la comunidad y con una agudeza auditiva propia de un murciélago, levantó la cabeza al oír gemir de nuevo a Bertie, en lo que Jessie se temía que fuera el preludio de algo mucho más escandaloso.

– ¿Qué fue eso? -preguntó.

– Nada -se apresuró a decir Jessie, aclarándose la garganta-. Llevo unos días un poco acatarrada. Siento mucho lo del ruido, pero estaba en la ducha y no pude llegar a la puerta a tiempo -le mostró la nota, para probar lo que decía-. Era mi hermano Kevin. Me ha dejado una nota -acto seguido, para evitar que la mujer tuviera tiempo de seguir preguntando, tosió de nuevo, y tras ajustarse el albornoz al cuerpo, le dijo con una sonrisa-: Perdone, pero creo que he dejado el grifo de la ducha abierto.

Pero a la señora Aston aquella sonrisa inocente no la conmovió.

– Ya sabe que no toleramos los ruidos, señorita Hayes y está usted en período de prueba. Las personas que vinieron a visitarla el domingo hicieron mucho ruido…

– Lo sé y lo lamento mucho, pero a Bertie le están saliendo los dientes. De todos modos, lo saqué a la calle un rato -se había ofrecido a hacerlo para dar un respiro a sus vecinos. Se había encontrado a los pobres Kevin y Faye dormidos en el sofá a su regreso-. No volverá a suceder -se apresuró a decir Jessie-. Se lo prometo.

No estaba dispuesta a que nada acabara con sus posibilidades de vivir en Taplow Towers.

Le encantaba aquel lugar, porque era tranquilo, y nunca iba a suceder nada fuera de lo normal. No era el tipo de sitio en el que hombres guapos llamaran a tu puerta pidiendo un poco de café, porque se les había terminado. Tendría que haberse dado cuenta de que si a Graeme se le daba tan bien flirtear, era porque tenía mucha práctica, y tarde o temprano, se volvería a quedar sin café.

En Taplow Towers podía trabajar día y noche en su ordenador, sin el más mínimo riesgo de ser molestada. Ya la habían molestado bastante…

No le había resultado fácil entrar, porque la comunidad de propietarios prefería a señoras de una cierta edad, pero al parecer el hecho de haberles dicho que había perdido a su prometido y tenía el corazón hecho pedazos les había ablandado y la habían aceptado en período de prueba. Todavía le quedaba un mes. Un movimiento en falso y le darían veinticuatro horas para abandonar el apartamento. Estaba en las normas que aparecían en el documento que había firmado sin dudar.

– Siento mucho haberla molestado, señora Aston.

– Muy bien, señorita Hayes. Lo dejaremos así por esta vez -le dijo, con una sonrisa-. Un fallo lo tiene cualquiera -Jessie notó que su sobrino se estaba impacientando y empezó a toser como si tuviera una grave enfermedad pulmonar, mientras seguía subiendo las escaleras de espaldas.

– Debe cuidarse esa tos, querida. Tome miel con limón.

– Sí -tosió-. De acuerdo -volvió a toser-. Gracias.

En cuanto Dorothy Aston volvió a entrar en su apartamento, Jessie se apresuró a meter a su sobrino en casa, cerrando la puerta tras ella, sin hacer ruido.

Después, se quitó la toalla del pelo y se inclinó sobre el bebé, sintiendo exasperación y ternura al mismo tiempo.

El niño tenía fruncido el ceño, intentando reconocerla, y tratando de tranquilizarlo, Jessie se inclinó más hacia él.

– Bueno, Bertie -le dijo, mientras le acariciaba la sedosa mejilla con el dedo-. En menudo lío me has metido.

En seguida se dio cuenta de que había cometido un tremendo error, porque aunque era igual de alta que la madre del niño, y tenía su mismo color de pelo, Bertie conocía muy bien la voz de su madre, y se dio cuenta de que Jessie no lo era, así que abrió la boca, dispuesto a que toda la humanidad se enterara de cómo se sentía al darse cuenta.

– ¡Shh! -le dijo-. Por favor Bertie, no lo hagas -Jessie se daba cuenta perfectamente de que si no conseguía que el niño estuviera callado, sus días en Taplow Towers estaban contados, así que lo tomó en brazos y lo apoyó contra su hombro-. Voy a encontrar muy pronto a tus padres. Te prometo que todo irá bien -pero Bertie, por alguna razón, no parecía muy convencido.

A Jessie lo único que se le ocurrió fue pasear por la mullida alfombra, como había hecho Faye el domingo anterior. Por un momento recordó el rostro pálido y exhausto de su cuñada. Kevin tampoco tenía mejor aspecto, y además tenía que ir a trabajar al día siguiente…

Además tenía que haberles sucedido algo terrible. Mientras pasaba al lado de su mesa de trabajo, tomó el teléfono. Dudaba de que Faye y Kevin estuvieran en casa, pero les dejaría un mensaje. Seguramente comprobarían los mensajes al regresar, por muy grave que hubiera sido lo que les había pasado.

Pero no tuvo que dejar un mensaje, porque ellos le habían dejado a ella uno.

– Jessie, cariño, necesitamos dormir de verdad, y pensamos que ya que eres la madrina de Bertie, no te importaría…

– No teníamos a nadie más a quién pedírselo… -interrumpía Faye a su marido.

– ¡Pedir! ¡Pedir! -exclamó Jessie, enfadada, como si los tuviera delante-. No me lo habéis pedido porque conocíais cuál iba a ser la respuesta. Sabíais perfectamente que no se permite tener niños en Taplow Towers.

– Me voy a marchar unos días con Faye, para estar sin niños, ni teléfono -continuó diciendo su hermano-. Te prometo que algún día haremos lo mismo por ti.

– No creo que tengáis la posibilidad -gruñó. Después, horrorizada por la gravedad del problema que tenía, miró a Bertie, que la miró también un momento antes de hacer un puchero-. ¡No, Bertie! -le suplicó-. ¡Por favor, cariño! -pero Bertie no estaba escuchando.

Sin embargo, el resto del edificio sí.

– Última llamada para el vuelo de British Airways, con destino a Londres…

Patrick terminó de facturar, y se dirigió hacia la puerta de embarque. Era el día de suerte de Carrie. Gracias al cambio de alegato de su cliente, al que seguramente habían pagado bien por hacerlo, ya que así protegía a gente de las altas esferas, volvía a casa antes de lo previsto. Como no estaba dispuesto a compartir su casa con nadie, y menos con una chica de dieciocho años, le «prestaría» el dinero para que se marchara a Europa con sus amigos, a cambio de que le prometiera estudiar en firme a su regreso.

– Entonces, ¿se va a quedar con ella?

¿Y cómo no iba a quedarse con la casa, si sabía que en menos de una hora la iban a poner en la calle? Jessie se habría conformado con encontrar cualquier sitio caliente, con agua corriente y sin goteras, así que aquella casa era como un sueño. Además estaba disponible de inmediato. Le parecía demasiado bueno para ser cierto.

– ¿Me puedo mudar hoy mismo? -preguntó para asegurarse de que no estaba alucinando. Después de haberse pasado veintinueve horas sin dormir más de veinte minutos, podía estarle ocurriendo.

– ¡Por supuesto! -Carenza Flinch le parecía demasiado joven para poseer una casa como aquella, pero Jessie tenía otras preocupaciones-. No puedo dejar la casa vacía y, además, necesito que alguien alimente a mi pobre Mao, mientras estoy fuera -el gato, que era la única pega de aquella casa, se quedó mirando a Bertie, que desde los brazos de Jessie, dejó por un momento de restregar sus doloridas encías en la camiseta de su tía para mirarlo también-. Estaba desesperada.

– ¿De verdad? -preguntó Jessie, pensando que aquello debía de ser una epidemia.

– Sí. De modo que si le gusta, me paga el alquiler, y es suya durante tres meses -le dio un bolígrafo-. Lo único que tiene que hacer es firmar en la línea de puntos.

Jessie se puso las gafas y miró el contrato con los ojos cansados por la falta de sueño. Parecía ser un contrato estándar de los que tenía la agencia con la que se había puesto en contacto. Lo firmó enseguida, y contó el dinero de la fianza y de los tres meses que iba a pagar por adelantado.

Carenza Flinch firmó también, y le dio las llaves. -Es toda suya -le dijo, tras guardarse el dinero en una carterita que llevaba en el cinturón, escondido bajo la sudadera-. Va a cuidar bien de Mao, ¿verdad? Le gusta el hígado y el bacalao fresco. Tiene que desmenuzarlo con los dedos por si acaso hay espinas. Ah, también la carne de pollo picada. Se lo he dejado todo escrito, por si se le olvida -Jessie reprimió un escalofrío que sintió al pensar que iba a tener que picar carne de pollo por conseguir un techo bajo el que dormir-. Me olvidaba de decirle que todo lo referente al cuidado de las plantas está también escrito en la pizarra de la cocina.

Jessie pensó que trataría de no matarlas, aunque era consciente de que no se le daban bien las plantas. Era una persona muy responsable. ¡Por algo le habían confiado Kevin y Faye a su hijo! De repente pensó que, tal vez debería hacer algo terrible en un futuro próximo para que sus familiares se lo pensaran dos veces antes de volver a hacerle algo así.

– ¿Has dejado el número de teléfono del veterinario? -preguntó a Carenza, mientras la acompañaba hasta la puerta. No le sería fácil convertirse en una irresponsable. Tendría que practicar mucho-. Y, ¿a quién llamo en caso de emergencia? ¿Ha dejado algún número de contacto?

– No voy a tener ninguno en los próximos tres meses -le respondió Carrie, mientras tomaba su pesada mochila-. No se preocupe, que no va a pasar nada malo. La veré dentro de tres meses.

Tres meses. En ese tiempo podría encontrar otro lugar parecido a Taplow Towers. La situación no era tan grave. Al fin y al cabo lo de Bertie era solo temporal. Tanto Kevin como Faye adoraban a su hijo, y estaba segura de que no podrían pasar más de dos o tres días sin él. Además, estaba segura de que sabían lo que le estaba perjudicando todo aquello a ella.

Regresarían, avergonzados de lo que habían hecho, y su vida recobraría la normalidad. Lo único que no podría recuperar sería Taplow Towers.

Si se lo hubieran explicado con antelación, podría haberse trasladado ella a su casa, un par de días, y así no se hubiera visto casi en la calle.

Pero Bertie no tenía la culpa de nada. Suspiró, y le besó en la cabeza. Después lo abrazó y empezó a sentirse mucho mejor.

– Lo siento cariño, te voy a tener que dejar en el cochecito mientras hago una taza de té -Bertie, que no quitaba ojo al gato, no protestó. Mao bostezó, y el niño sonrió encantado.

Asombrada por lo bien que aceptaba el niño la presencia del animal, lo contempló con dulzura, y sintió una punzada en el corazón, al pensar que su sobrino era lo más bonito que había visto en su vida.

No pudo evitar sentir cierto rencor hacia Graeme, pero por suerte el maullido del gato para que lo dejara salir la distrajo y dejó de sentir lástima de sí misma. Bertie lo vio salir al jardín y lloriqueó cuando desapareció detrás de unos arbustos.

– ¡Mao! -gritó al ver la reacción del niño, pero no apareció. De repente, la idea de que no regresara, que hacía dos horas le hubiera resultado indiferente, la horrorizó. Si a Bertie le gustaba hasta picaría carne de pollo para alimentarlo. Tal vez hubiera una fotografía de un gato en algún sitio…

Carenza tomó un periódico para protegerse los ojos del exceso del sol, mientras miraba al mar.

– ¿No es ese el caso de tu tío? -le preguntó Sarah, mientras torcía el cuello para leer el titular JUICIO POR FRAUDE EN EL LEJANO ORIENTE-. Sí, mira, aquí hay una fotografía suya -quitó el periódico a Carrie y sonrió-. ¡Qué guapo es!

– ¡Vamos, pero si es lo bastante viejo como para ser tu padre!

Sarah suspiró.

– Recuerdo haberlo visto hace unos años… Parecía tan perdido. Tan solitario… Me pasé semanas fantaseando con él, imaginando que lo consolaba, que le hacía recuperar las ganas de vivir… -hizo una mueca-. Bueno, ya sabes…

Carenza puso los ojos en blanco.

– Ya sé. Tú y la mitad de las mujeres de Londres, según mi madre. Había perdido al amor de su vida y a su hija, cuando todavía era un bebé. Bueno, no creo que nadie se pueda recuperar por completo de un golpe así. Solo el trabajo lo mantiene vivo. Mamá dice que si sigue a ese ritmo de trabajo terminará siendo juez del tribunal supremo.

– ¡Qué desperdicio! -dijo, y después siguió leyendo-: Acusado cambia su alegato ¿Qué significa eso?

Carenza frunció el ceño, y arrebató el periódico a su amiga, para poder leer la información por sí misma.

– Significa, Sarah, que me he metido en un lío tremendo, porque he alquilado la casa de mi tío a una mujer con un niño llorón… -ambas intercambiaron una mirada horrorizada-. Y debe estar camino a casa en este momento. ¿Cómo demonios puedo haber sido tan estúpida?

– Me parece que has tenido mucha práctica -ironizó su amiga.

Había muchos cuadros en toda la casa, pero ninguno de gatos.

En la habitación más grande predominaban los tonos granates, y estaba decorada con muebles antiguos de nogal. No le pegaba mucho con la imagen que le había dado Carrie, con su pendiente en la nariz y un corte de pelo estrafalario.

La segunda habitación estaba amueblada como estudio, con unas estanterías que llegaban hasta el techo, todas llenas de libros de Derecho. Jessie pensó que, tal vez, su casera hubiera heredado la casa y los libros.

La mesa de trabajo era lo bastante grande como para poder poner encima su ordenador y su escáner. Todavía no había tenido tiempo de conectarlos, pero en cuanto acostara a Bertie, trataría de trabajar un poco.

Todavía no había entrado en la tercera habitación. Carrie le había dicho que era algo así como un trastero para guardar cosas que no se utilizaban desde hacía muchos años. Le costó un poco abrir la puerta, pero cuando lo consiguió vio que estaba decorada en tonos amarillos y blancos, para que pareciera soleada hasta en los días más grises. No había cuadros, solo algunas cajas que parecían no haber sido tocadas desde hacía mucho tiempo.

Volvió a la cocina con la esperanza de que Mao hubiera regresado. No había vuelto todavía, pero Bertie se había quedado dormido en sus brazos.

Hambrienta, pero temerosa de despertar al niño, tomó un paquete de galletas de chocolate que había dejado Carenza y se sentó en un sillón de apariencia cómoda a comerlas.

Se debía de haber quedado dormida comiéndolas, porque cuando los maullidos de Mao, desde la ventana la despertaron, tenía chocolate pegado a la camiseta, y varias galletas se habían caído sobre la alfombra del lado del chocolate.

Dejó entrar al gato, bañó a Bertie, lo dio de cenar, y lo dejó en su cuna. Después metió toda la ropa que llevaba puesta en la lavadora, se puso una camiseta, se lavó los dientes y se acostó.

Poco antes de quedarse dormida recordó que la alfombra persa había quedado manchada de chocolate, y pensó que debía levantarse para limpiarla.

Y conectar la alarma.

Pero el sueño se apoderó de ella.

Patrick dejó la bolsa de viaje en el vestíbulo y fue a desconectar la alarma, pero se dio cuenta de que no estaba conectada. Estaba claro que a Carenza se le había olvidado hacerlo. No pudo evitar pensar que, tal vez, no debería haber hecho caso a su hermana cuando le pidió que dejara a su sobrina cuidar de la casa.

Al día siguiente le firmaría un cheque, se marcharía, y todo volvería a la normalidad.

Bueno, casi, porque como había dormido en el avión, a pesar de que era de madrugada, no tenía sueño. El reloj biológico tardaría en volver a reajustarse. En aquel momento estaba completamente despierto y hambriento.

Deseando encontrar algo comestible en la nevera, encendió la luz de la cocina. Respiró hondo para no alterarse al ver la pila de platos que había en el fregadero, aunque le resultó más difícil no hacer caso de un olor familiar que percibía en la casa, y no conseguía identificar.

De repente, su humor no hizo sino empeorar al notar que estaba pisando una galleta contra la alfombra.

No le daría ningún cheque a su sobrina. Cuando terminara con ella, estaría deseando salir corriendo. Nunca debería haberla dejado al cuidado de la casa.

Cuando se despertó sobresaltada, Jessie tuvo un ataque de pánico. Su primer pensamiento fue para el niño. Tras incorporarse, se puso las gafas y se acercó a la cuna. Otra semana como aquella y acabaría en un psiquiátrico.

Pero a Bertie no le pasaba nada. Gracias a la escasa luz que se colaba por la ventana pudo ver que el niño dormía profundamente. Lo tocó y vio que estaba caliente, pero no demasiado. De hecho, tenía un precioso tono rosado en las mejillas.

El gato también se encontraba perfectamente.

De repente, se estremeció horrorizada, al pensar en lo que diría su cuñada si viera a su hijo durmiendo con Mao, que se había hecho un ovillo a los pies del niño.

Jessie lo sacó de la cuna y el gato protestó. Para que no se despertara Bertie se vio obligada a abrazarlo, a pesar de la grima que le daba el pelo del animal.

Mao la miró con desconfianza, como si supiera lo que estaba pensando mientras se dirigía de puntillas a la puerta.

Estaba casi en el rellano de la escalera, cuando se dio cuenta de lo que le había despertado. Había alguien en la cocina.

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