Patrick dio un paso atrás. Moralmente tenía todo el derecho a estar en su propio baño. Él no había alquilado su casa. Jessie Hayes era quien no tenía derecho a estar allí. Podía haber firmado un contrato, pero le parecía increíble que se hubiera creído que esa casa pertenecía a una chica de dieciocho años, cuya idea de la elegancia era teñirse el pelo de color morado y ponerse un pendiente en la nariz. A cualquiera con dos dedos de frente, le hubiera saltado a la vista con solo mirar un poco a su alrededor.
Por desgracia, la prensa no se pararía a pensar en eso. En cuanto tuvieran el menor indicio de aquella situación, empezarían a hurgar en su pasado, y las conversaciones cesarían en cuanto entrara en cualquier sitio, esta vez no porque no supieran lo qué decir, sino porque tendrían demasiado qué hablar sobre él. Lo más conveniente sería que se marchara en aquel mismo momento, sin hacer el menor ruido, para que ella no se enterara de que había estado allí.
El problema era que había tirado la camiseta en el cesto de la ropa sucia, y en cuanto Jessie fuera a dejar la toalla allí, se daría cuenta de que…
No había apartado los ojos de ella ni un momento, temiendo que hasta un parpadeo pudiera despertarla, pero no se había movido. Sus ojos entre azules y verdes, del mismo tono que tiene el Mediterráneo en un día apacible estaban cerrados, y dormía plácidamente.
De repente, Patrick se preguntó cómo podía haberse dado cuenta de aquello entre tanta confusión y a través de las gafas de búho que llevaba puestas Jessie. Tal vez cuando estaba encima de él, su subconsciente había hecho el trabajo. Entonces, sin quererlo, recordó el calor de su cuerpo y el cosquilleo del cabello femenino contra su mejilla.
Tenía los labios entreabiertos, sin maquillar, y estaba tan relajada que las manos le caían a ambos lados de la bañera.
Patrick sintió resquebrajarse un poco la coraza que le recubría el corazón, y fue entonces cuando las islas de espuma se apartaron un poco, dejando al descubierto el diminuto tatuaje de una mariquita que tenía en el muslo. Patrick notó cómo su cuerpo reaccionaba al estímulo, y empezaba a desear sentir unos labios cálidos contra los suyos, un cuerpo listo para el amor, y de repente se sobresaltó, al darse cuenta de que aquellas sensaciones no las provocaba un recuerdo, sino la mujer que tenía delante de él.
La vio suspirar, y moverse un poco al sentir que el agua se empezaba a enfriar. Patrick seguía mirándola, como hipnotizado, hasta que se dio cuenta de que estaba a punto de despertarse, y si no se marchaba enseguida, le podía dar un susto de muerte. Pero cuando se dirigía al cesto de la ropa sucia, un bebé empezó a lloriquear, y entonces recordó que no había mirado en la cuna por miedo a los recuerdos, y porque de todos modos, si Jessie hubiera salido, habría estado vacía. Había cometido un tremendo error.
El llanto del niño, cada vez más fuerte, siguió rompiendo su coraza, metiéndosele en el cerebro y trayéndole recuerdos que normalmente procuraba alejar de su mente, pero allí, en su casa, donde se sentía seguro, había bajado la guardia.
Jessie volvió a suspirar incomodada por el llanto del niño, y Patrick, renunciando a recuperar la camiseta decidió abandonar la zona de peligro. Cuando se estaba alejando oyó como se movía el agua, mientras ella se sentaba, y procuró no pensar en la Venus de Botticelli que tenía en la bañera. Su cuerpo, desacostumbrado a semejantes estímulos, no sabía cómo manejarlos.
– Espera un poco, Bertie.
Patrick recordó su voz. La noche anterior sonaba tensa y enfadada, pero en aquel momento, mientras salía del baño, era dulce y relajada. Sin embargo, Bertie no se aplacaba.
Patrick trató de no mirar al niño, pero no pudo evitarlo. Vio su carita angustiada y sus manitas tendidas hacia él, pidiendo que lo tomara en brazos, que lo tranquilizara, y no pudo huir. Lo sacó de la cuna, y lo apoyó contra su nombro, tratando de reconfortarlo con un gesto paternal que no olvidaría jamás.
Bertie dejó de llorar, y lo miró. Después le pellizcó las mejillas con sus manitas, y sonrió. La coraza del corazón de Patrick terminó de romperse por completo.
Jessie, que en ese momento estaba secándose, se detuvo un momento al notar que el niño ya no lloraba, y sonrió. Las cosas estaban empezando a ir bien.
– Buen chico. Ahora mismo estoy contigo -le dijo, contenta. Había podido trabajar un poco, se había echado un sueñecito en la bañera, y además Bertie parecía empezar a reaccionar al oír su voz. Tal vez, hasta consiguiera deshacer alguna maleta-. ¿Nos vamos a dar un paseo en cuanto te cambie? -le preguntó, mientras se ponía un albornoz que colgaba de detrás de la puerta. Era demasiado grande cómo para haber pertenecido a Carenza, pero se encontraba tan a gusto dentro de él-. Tengo que ir a la comisaría para prestar declaración, pero luego podemos pasear por el parque… -se frotó la cara contra la suave manga del albornoz-. ¿Tienes sed? ¿O quieres…? -se detuvo en seco en la puerta de la habitación, al ver que no solo el ladrón había vuelto, y sin duda había tenido razón al pensar la noche anterior que era muy grande. De pie desde luego se lo veía enorme.
– No grite -se apresuró a decirle.
Jessie se tapó la boca. Debía obedecerlo, sobre todo porque tenía a Bertie en brazos.
– No le voy a hacer daño -Jessie trató de hablar, pero no fue capaz de articular palabra-. Lo tomé en brazos porque estaba llorando. ¿Quiere que se lo dé?
Jessie asintió, a sabiendas de que en esta ocasión no podía permitirse ningún heroísmo, y debía aparentar que todo era completamente normal. No tenía que hacer nada que aquel hombre pudiera considerar amenazador. Se secó las manos sudorosas por el nerviosismo a ambos lados del albornoz. En aquel momento fue consciente de lo grande que le estaba, y se dijo que si tratara de huir, tropezaría con él, y se caería. Pero no iba a echar a correr a ninguna parte, porque Bertie era más importante que su vida. Mientras trataba de conservar la calma, se preguntó cómo habría entrado allí, y sobre todo, por qué había regresado. Debía de haber algo muy valioso en la casa, si se había arriesgado a volver por ello. Sabía que debía sonreír, pero los músculos de su cara se negaban a cooperar. Estaba petrificada por el miedo. Pero debía hacerlo para no asustar a aquel hombre, y sobre todo no dejarle ver que estaba aterrorizada.
– S… sí -consiguió decir, maldiciendo su tartamudeo.
Patrick lamentó verla tan asustada.
– Estaba llorando -volvió a decir, con suavidad.
– Por favor, démelo -le dijo Jessie, tendiendo las manos hacia su querido sobrino.
– Venga, vete con tu mamá -le puso el niño en los brazos, pero al darse cuenta de cómo temblaba temió que se le cayera, así que siguió sujetándolo-. ¿Lo tiene? -Jessie lo miró con los ojos muy abiertos-. Tal vez necesite que lo cambien.
– Normalmente lo necesita -dijo ella, y después dejó escapar una risita un poco histérica-. ¿Se ha escapado?
– ¿Cómo? -Patrick sintió la suavidad de la bata que llevaba Jessie contra su pecho. Olía a limpio, y deseó no tener que apartarse de ella pero, de repente, se dio cuenta de lo que acababa de decirle; de la visión tan diferente de la situación que debía de tener ella-. Oh… no. Bueno, ¿lo tiene bien sujeto?
– Sí -le dijo, pero el ladrón seguía bloqueándole el camino hacia la puerta-. Sus cosas están abajo.
– ¿Ah, sí? ¿Por qué?
– Porque no he tenido tiempo… -Jessie se detuvo en seco. No iba a ponerse a dar explicaciones a un ladrón-. No creo que sea asunto suyo -el hombre sonrió, y eso la hizo tranquilizarse un poco-. ¿Me deja pasar?
– Sí, claro -le dijo, y se hizo a un lado.
Jessie se dio cuenta entonces de que no llevaba camisa, ni zapatos. Sin duda se había escapado del hospital, aunque a juzgar por los puntos que le habían dado en la frente, por lo menos había esperado a que lo curaran. Seguramente la policía lo estaría buscando en aquel momento. Tenía que llamarla, pero mientras tanto, lo mejor sería que hiciera como si no pasara nada, para no asustarlo.
– ¿Ya le han dado el alta en el hospital?
– Querían que me quedara un poco más, pero les dije que no.
Patrick pensó que Jessie tenía un rostro muy expresivo, donde se podía seguir muy bien el curso de sus pensamientos. Se había dado cuenta perfectamente de que en un momento determinado había decidido comportarse con total normalidad ante el hecho de que hubiera un desconocido, muy raro y con el torso desnudo en su habitación. Aunque, en realidad fuera la habitación de él. Se preguntó dónde estaría el señor Hayes, si es que existía, o si no lo habían matado a golpes con un bate de cricket…
– ¿Y cree haber hecho bien? -preguntó Jessie.
Patrick pensó que estaba muy guapa, y el bebé completaba su belleza, igual que le había pasado a Bella cada vez que tenía al hijo de ambos en brazos.
– No me fío demasiado de los hospitales -le dijo, al tiempo que se hacía a un lado para dejarla pasar. -¿Se las puede arreglar usted sola? -le preguntó con ansiedad, temiendo aún que pudiera dejar caer al niño.
– Por supuesto que me las puedo arreglar sola. No voy a estar esperando a que me venga a echar una mano el primer ladrón que pasa por la calle. ¿Por qué no se lleva lo que… lo que haya venido a buscar, y se marcha? -respiró profundamente, tratando de tranquilizarse-. Le aseguro que fingiré no haberlo visto.
Patrick pensó que le estaba siguiendo la corriente, y estaba dispuesta a que se llevara lo que quisiera con tal de que no hiciera daño al niño. Era una chica lista, porque de haber sido un verdadero delincuente, estaría haciendo lo más conveniente.
– ¿Se está ofreciendo a mirar a otro lado, mientras me llevo la plata? -le preguntó, conteniendo las ganas de reír.
– ¿La plata? -Jessie pensó que no había visto objetos de plata, pero tampoco había mirado mucho-. Sírvase usted mismo. Estoy convencida de que está asegurada -le dijo Jessie, con el tono de voz más tranquilo que pudo, mientras daba otro paso hacia la puerta.
– Gracias, es usted muy amable, pero lo único que estaba pensando tomar era una ducha.
– ¿Una ducha? -Patrick la vio mirarlo al pecho, y se sintió muy desnudo de repente. Tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para evitar pensar en ella mientras se estaba bañando; en aquel diminuto tatuaje tan sexy. Desde luego necesitaba una ducha…
– Sí, una ducha. Si es que ha dejado agua caliente.
– Um… sí… Por lo menos… Probablemente sí… -parecía confusa y no le extrañaba, pero no era cuestión de ponerse a darle explicaciones en aquel momento. Estaba seguro de que no lo creería-. Hay muchas toallas, y creo haber visto también una cuchilla de afeitar en el armario, si la necesita… -de repente se calló, arrepentida de haber mencionado la cuchilla.
– Y después -dijo Patrick-, trataré de recuperar todas las horas de sueño que he perdido.
– ¿De sueño? -preguntó Jessie, asombrada, y por un momento Patrick tuvo la sensación de que se iba a ofrecer a cambiarle las sábanas.
– He tenido un día terrible, seguido por una noche atroz.
– Ya -le dijo, y después señaló la cama-. Sírvase usted mismo.
Patrick sabía que lo primero que iba a hacer la muchacha era llamar a la policía, pero no le importó. Le enseñarían la fotografía del periódico, y romperían el contrato de arrendamiento, lo que sabía le iba a costar un montón de dinero.
Una vez que se sintió a salvo al otro lado de la puerta, Jessie se volvió, y le preguntó:
– Escuche, necesito saber una cosa, ¿cómo consiguió entrar esta vez?
– Del mismo modo en que lo hice ayer. Utilicé una llave.
– ¿Una llave? -por un momento pareció muy confusa-. Pero, si conecté la alarma después de marcharse la policía. Estoy segura.
– Sí, pero dejó amablemente el código apuntado en un cuaderno al lado del teléfono. Si fuera un ladrón de verdad, le habría estado muy agradecido. ¿Alguna pregunta más?
Por la expresión de su cara, Patrick se dio cuenta de que tenía muchas, pero que había decidido no formularlas.
– Será mejor que me vaya a cambiar a Bertie.
– Me parece bien. De paso, ya que está tan generosa, ¿por qué no prepara un poco de café?
– ¿No teme que le impida dormir?
– No es para mí, sino para la policía, porque estoy seguro de que lo primero que va a hacer es llamarla, y agradecerán una taza de café decente cuando lleguen. No se puede ni imaginar la porquería que toman en la comisaría…
Jessie se marchó sin saber qué decir, y Patrick pensó que se daría la ducha, pero que lo de echarse a dormir lo dejaría para cuando se hubiera librado de su inquilina. Quería asegurarse de que cuando se despertara la próxima vez, tenía la casa para él solo.
Jessie le oyó abrir la ducha, pero estaba segura de se estaba tirando un farol, porque, en realidad solo pretendía llevarse todo lo que pillara y largarse antes de que la policía llegara.
Dejó a Bertie en la cuna, y fue a marcar el teléfono de la policía, pero entonces vio el periódico, y en él una cara que le resultó muy familiar. No tenía las gafas puestas, pero los titulares hablaban de un juicio por fraude en algún lugar del Lejano Oriente. Debajo de la foto, que no parecía sacada de ningún archivo policial, se podía leer:
PATRICK DALTON QC
El mismo nombre que aparecía en la bolsa con la que se había tropezado la noche anterior. El nombre que su ladrón había dado a la policía.
Se quedó mirando a Bertie, pensativa, hasta que recordó que el niño necesitaba que lo cambiaran. Dejó el periódico en su sitio, y tomó al bebé en brazos.
Lo cambió, lo sentó en su sillita alta, y después hizo café. Sospechaba que estaba metida en un lío. Aquel hombre había dicho que aquella era su casa, y no le había hecho caso porque pensaba que estaba diciendo cosas sin sentido a causa del golpe que se había dado en la cabeza. Sin embargo, empezaba a temerse que dijera la verdad, y Carenza Flinch no fuera la propietaria de la casa. Por si fuera poco era uno de los abogados más importantes del país.
Gimió al recordar que le había dicho que podía llevarse lo que quisiera. Ahora entendía por qué sonreía. La había dejado hablar, que se pusiera en ridículo todo lo que quisiera.
Estaba segura de que aquel hombre no tendría piedad con ella. La comunidad de Taplow Towers le iban a parecer corderitos al lado de él. Por suerte tenía el contrato de alquiler, que algo probaba.
Jessie pensó en Carenza. Le parecía un poco extravagante, pero no tenía pinta de «okupa». Recordó que le había pedido el pago de la renta en efectivo, y se sintió como una idiota.
Mao se frotó contra sus piernas, pidiendo su desayuno, y entonces recordó lo preocupada que se había mostrado la chica por el bienestar del gato. No, no era una «okupa», y desde luego no era a ella a quién había tratado de engañar. A ella la había dejado al cuidado de la casa y las plantas del señor Patrick Dalton, mientras se iba a recorrer Europa con sus amigas. Tal vez si el señor Dalton había dejado a Carenza a cargo de la casa, y ella la había alquilado, no lo tenía todo tan perdido como se había temido. Lo que necesitaba era un abogado. Hizo una mueca al pensar que ya tenía uno, in situ, y de repente vio al hombre en cuestión en la puerta de la cocina.
La taza le tembló en su platillo.
Si estaba impresionante con una camiseta gris, unos pantalones de chándal y el pelo mojado, ¿cómo estaría con la toga y la peluca? Seguro que tendría aterrorizados a sus acusados. Aunque puede que no ejerciera la acusación, sino la defensa. Seguramente defendería a hombres ricos, aunque fueran unos villanos. Se ganaba más dinero que enviándolos a la cárcel. Aquella casa debía de haberle costado una fortuna.
Podía ser que la ley no estuviera de su parte, pero todo llevaba su tiempo, y además siendo un abogado importante, no querría verse envuelto en ningún escándalo. Ese pensamiento le hizo ser capaz de esbozar una sonrisa.
– Siéntese, señor Dalton, y sírvase una taza de café usted mismo.
– Ya veo que le han explicado la situación -le dijo.
– ¿Me han explicado? ¿Quién? -le preguntó, mientras limpiaba la boca de Bertie para evitar mirarlo.
– La policía -le respondió, mientras se servía el café-. Supongo que lo primero que hizo cuando bajó fue llamarlos.
– En realidad, estaba a punto de hacerlo, cuando vi el periódico de ayer, donde aparecía usted en la primera página, pero no por robar en ninguna casa -le dijo esta vez con una sonrisa menos forzada-. Claro, que ya me imagino que el prestigioso abogado Patrick Dalton no pierde a menudo.
Jessie lo vio fruncir el ceño.
– No perdí. Mi cliente decidió en el último momento que le interesaba más declararse culpable.
– No parece muy contento con su decisión. ¿Está enfadado con él por hacer lo que debía?
– Claro que estoy enfadado, porque era inocente de ese cargo en particular. Parece ser que le pagaron bien por su silencio. Si hubiera declarado, habría puesto en una situación muy complicada a mucha gente importante -cortó unas rebanadas del pan que había comprado Jessie, y las puso en el tostador-. Supongo que Carenza le pidió que cuidara de la casa, mientras ella se iba de viaje.
– No, exactamente. Tengo un contrato de arrendamiento en toda regla, y le pagué tres meses por adelantado.
– ¡Vaya, gracias por financiarle las vacaciones! -le dijo con sarcasmo-. Tal vez sea tan amable de decirme qué le hizo a mi hermana.
– ¿A su hermana?
– Sí, a la madre de Carenza. Se suponía que mi sobrina se iba a pasar el verano estudiando para la selectividad.
– Sí tan preocupada está su hermana, no entiendo cómo no está más pendiente de ella -dijo Jessie.
– Me alegra ver que por lo menos hay un tema en el que estamos de acuerdo. En fin, todavía puede dar orden de que no se pague el cheque, y podremos romper el contrato.
Jessie pensó que era un hombre muy arrogante y egoísta, que no se daba cuenta nada más que de sus problemas, y no le importaban nada ni ella, ni Carenza.
– El problema es que le pagué en efectivo -se dio el gusto de decirle.
– ¿En efectivo? ¿Le pagó tres meses de alquiler en efectivo? ¿Y no le pareció un poco extraño? -le preguntó.
Jessie pensó que, aunque no le había gustado mucho esa forma de hacer las cosas, no había estado en unas circunstancias muy propicias como para discutir.
– Dijo que tenía prisa, y no le daba tiempo a cobrar el cheque.
– Apuesto a que sí la tenía. Supongo que ya debe de estar en Francia. Imagino que pensó que no me iba a enterar nunca -añadió.
– Si su cliente hubiera seguido su consejo, seguramente habría sido así.
La tostada saltó, y la sacó del tostador. Después abrió la nevera, y tras examinar el daño que había sufrido la noche anterior, tomó la mantequilla.
– No importa. Le devolveré el dinero.
– No quiero su dinero.
– Es muy generoso de su parte, pero no puedo pretender que usted lo pase mal, porque mi sobrina…
– No me comprende, señor Dalton. No estoy siendo generosa, ni pienso sufrir en absoluto. No voy a aceptar su dinero porque no tengo la más mínima intención de marcharme de esta casa. Tengo un contrato en toda regla que el policía que vino ayer comprobó -Patrick se quedó mirándola de una manera que estaba segura habría intimidado a más de un testigo. Pero en aquel momento no se encontraban en una sala de juicios, y no pensaba dejarse asustar. Por lo menos mucho-. Así que esta será mi casa hasta que termine el contrato -insistió-. Supongo que tendrá a alguien con quién quedarse -de hecho estaba segura de que debía de haber un montón de mujeres haciendo cola por estar con él-, familiares o amigos con quién quedarse los próximos tres meses.
– ¡Tres meses! -exclamó Patrick.
A Jessie la sorprendió que dejara que viera que estaba enfadado. Estaba segura de que durante su trabajo no habría levantado la voz de aquel modo, habría mantenido un tono amistoso, para así confundir al testigo y que confiara en él.
– ¿Y usted qué? ¿No tiene amigos o familia con quién quedarse?
– Si hubiera tenido otro sitio, no estaría aquí ahora. Estaba desesperada cuando la agencia me ofreció esto.
– ¿La agencia? ¿Qué agencia?
– Hablé con ellos por teléfono. Con Sarah, para ser más precisa. Me parecieron muy eficientes. Tal vez podrían encontrar algo para usted. Yo estoy demasiado ocupada cómo para ponerme a buscar otro sitio donde vivir.
– ¿Ocupada? ¿Le llama estar ocupada a dormir?
– ¿A dormir?
– Acaba de darse un baño, por lo menos supongo que era eso lo que estaba haciendo en el cuarto de baño, ya que lleva puesto mi albornoz -añadió rápidamente para que no se diera cuenta dé su metedura de pata.
Jessie se miró el albornoz. Muy a su pesar se dio cuenta de que estaba sonrojándose.
– Ah, ¿es suyo? -le preguntó con inocencia-. Se está muy a gusto con él.
– Lo sé.
Saber que él había sido la última persona en tener aquella prenda en contacto con su piel, no la ayudó a dejar de estar colorada, en realidad, empezaba a tener mucho calor en las mejillas.
– Ha sido un baño a deshora. La llegada de Bertie ha cambiado mi rutina diaria.
– Debería haberlo pensado antes de embarcarse en la maternidad.
– Oh, pero…
– Esta es mi casa, Jessie.
– Oh, pero si recuerda mi nombre.
– Sí, lo recuerdo -le dijo, preguntándose si alguna vez lo podría olvidar.
Jessie sintió las mejillas ardiendo.
– Preferiría que me llamara señorita Hayes.
– Carenza no tiene autoridad alguna para firmar un contrato de arrendamiento, señorita Hayes. Así que no posee ninguna validez.
– Si no le importa, me gustaría consultar a un abogado.
– Haga lo que quiera, pero le aconsejaría que se ahorrara el dinero. Le diré una cosa, si no fuera por el bebé, ya la habría puesto en la calle -Jessie que había estado a punto de explicarle que el niño no era suyo, pensó que, de momento, sería mejor no contarle la verdad-. ¿Quiere que llamemos a su preciosa agencia? -le dijo-. Si son tan eficientes, seguro que no tardan en encontrarle otro alojamiento…
– No se moleste. No me pienso marchar.
– Entonces, tenemos un gran problema, señorita Hayes -dijo Patrick, tras un pequeño silencio-, porque yo tampoco.
Por un momento casi se palpó la tensión. Jessie se negó a dejarse intimidar.
– Bueno, supongo que le podría alquilar la habitación donde tiene las cajas…
– Le devolveré toda la renta y un mes más en compensación por las molestias.
– Por supuesto no está amueblada -siguió diciendo Jessie, como si no le hubiera oído-, y el baño de invitados es un poco básico. Bueno, tal vez tenga una cama plegable en el desván -Patrick no confirmaba, ni negaba nada, parecía haber perdido el habla. Mao se frotó contra su pierna, y él lo apartó, irritado-. Estoy segura de que además podríamos llegar a un acuerdo para compartir los gastos.
Patrick pensó que si lo que buscaba era provocarlo, lo había conseguido.
– No voy a compartir nada con usted -le dijo, tras levantarse de la silla bruscamente. -Señorita Hayes, ya puede ir buscándose un sitio donde vivir. Y llévese el gato con usted.
– ¿Me va a dejar tiempo de ponerme algo encima antes de echarme a la calle?
Patrick se quedó sin habla. La frase de Jessie le había hecho recordar que no llevaba nada debajo de su albornoz.