Capítulo 4

Patrick tragó saliva, nervioso. Su albornoz, demasiado grande para ella, se abría con sensualidad, invitando a ver la nívea piel de su cuello y el inicio de sus senos. Recordó lo que había sentido al verla en la bañera, las hermosas curvas de su cuerpo, la mariquita tatuada en su muslo, y notó cómo su libido despertaba, igual que lo había hecho al verla apenas tapada por islotes de espuma.

Jessie enrojeció, porque se había dado cuenta de que, sin querer, había hecho alusión a su desnudez bajo el albornoz, y se volvió para tomar a Bertie en brazos. Se prometió a sí misma pensar bien las cosas antes de decirlas en el futuro.

De lo que no se arrepentía era de no haberle dicho que Bertie no era hijo suyo. Si le hubiera contado que solo lo iba a tener unos días con ella, no habría dudado en ponerla en la calle. Desde luego era lo bastante fuerte como para tomarla en brazos, y sacarla de la casa. Una vez fuera, sería ella la que lo tendría que denunciar para volver a entrar. El problema sería que no tendría dónde alojarse mientras tanto. O peor aún, tal vez denunciara a Kevin y Faye por anteponer su necesidad de sueño al cuidado de su hijo.

– Me responsabilizo del niño, señor Dalton, pero no tengo nada que ver con el gato. Es de Carenza.

– ¡Lo que faltaba!

Jessie se alegró de que a él tampoco le gustaran los gatos.

– Y parece que tiene hambre. Tal vez le apetezca desmenuzar un poco de pescado para él. Ya está cocido, así que lo único que tiene que hacer es quitarle las espinas con los dedos -no respondió, y Jessie tuvo la sensación de que, por una vez, Patrick Dalton no sabía qué decir. Sacó el plato del pescado de la nevera, y tratando de disimular el asco que le daba aquella tarea, quitó las espinas de un trozo con los dedos, y se lo puso a Mao en el plato-. ¿Ve qué fácil es? -le dijo.

El gato dejó de frotarse contra la pierna de Patrick, y fue a examinar la comida. La olió, miró con gesto de desagrado a Jessie y, con la cola levantada, se dio la vuelta, y se dirigió a la puerta de la cocina, deteniéndose allí, a la espera de que alguien se la abriera.

A Jessie le entraron ganas de aplaudirlo. No lo habría hecho mejor, ni aunque lo hubiera adiestrado para ello. Abrió la puerta de la cocina y dijo:

– Me temo que lo que le apetece hoy es pollo picado -se volvió para ver cómo se lo había tomado Patrick, pero ya estaba subiendo las escaleras-. ¿Señor Dalton? -lo llamó.

– ¿Qué? -le preguntó deteniéndose.

– Si se piensa acostar, me gustaría… me gustaría vestirme primero -de repente se dio cuenta de que había vuelto a hacer alusión a su desnudez, pero por suerte, él no pareció darse cuenta.

– ¡Acostarme! ¿De verdad cree que me puede apetecer dormir? No he estado más despejado en toda mi vida, así que me voy a la calle. Mientras tanto, le aconsejo que busque algún sitio dónde vivir.

– ¿O qué? -le preguntó.

– O… o yo lo haré por usted.

Patrick no esperó para ver la reacción de Jessie, siguió subiendo, y dio un portazo al salir.

– Creo que hemos ganado la partida esta vez -le dijo a Bertie al oído, mientras besaba sus suaves cabellos-, aunque es una pena que se haya enfadado tanto -suspiró-. Pero es comprensible, porque Carenza ha sido una niña muy mala, y ha traicionado su confianza. Aunque la verdad es que no parece muy sorprendido -acarició la tripita del niño, que se echó a reír-. No te creas que es para reírse, jovencito. Espero que no se te ocurra hacerme algo parecido cuando tengas su edad -le dijo, riendo, pero al apoyarlo contra su hombro, y sentir la suavidad de su mejilla se sintió un poco triste de no ser más que su tía.

– Es una pena -murmuró, mientras se dirigía a la puerta principal para echar la cadena y conectar la alarma, para saber así cuando regresaba Patrick Dalton.

– ¡Patrick, cariño! ¿Qué demonios te ha pasado?

– ¿Tal mal aspecto tengo? -preguntó, aun cuando sabía por la cara que estaba poniendo su tía que el aspecto que tenía se correspondía exactamente con el modo en que se sentía. Se fue a pasar los dedos por el pelo, y se encontró con los puntos de sutura-. No hace falta que me respondas. Por cierto, tía Molly, ¿no habré llegado en un mal momento? Ya sé que debería haber llamado antes…

– En absoluto, y Grady se volverá loco de alegría al verte. Está durmiendo en el jardín. ¿Por qué no vas, y le das una sorpresa mientras preparo café?

Patrick la siguió por la cocina; miró por la ventana, y contempló a su viejo perro dormitando a la sombra de un manzano.

– ¿Qué tal se ha portado?

– De maravilla. Como un cordero. Es un perro muy listo, y nos lo hemos pasado de maravilla… -calló un momento al volverse hacia el fregadero-. Vi la noticia en el periódico, pero imaginé que te pasarías el día durmiendo, para recuperarte del desfase horario.

– Dormir ha quedado pendiente, de momento.

– Pues no lo dejes mucho tiempo -lo aconsejó ella-. Bueno, ¿me vas a contar lo que ha sucedido?

– ¿Esto? -preguntó, señalando los puntos de la frente-. No es nada. Tropecé con un gato -respondió, al tiempo que echaba azúcar al café que su tía le acababa de servir.

– ¿Con un gato? -le preguntó con escepticismo-, Creo que no te vendría mal, servirte un poco de whisky, y después echarte un par de horas.

– Es una oferta casi irresistible -le dijo, bostezando-… pero es mejor que trate de mantenerme despierto con el café, porque tengo un problema que requiere toda mi capacidad mental.

– ¿Es un problema legal? ¿Puedo hacer algo por ti?

– Por desgracia no. Carenza decidió que cuidar de mi casa en verano era muy aburrido, así que se la alquiló a una señora, y se embolsó el dinero para irse a recorrer Europa con la mochila a cuestas.

– ¡Qué muchacha! Imagino que estaba convencida de que no te ibas a enterar nunca. De todos modos la consientes demasiado.

– Supongo que sí, pero ya sabes lo ocupados que están siempre sus padres. Esta vez, sin embargo, estaba tratando de ser duro con ella. Craso error, porque si la hubiera vuelto a consentir lo que quería, no me vería en este lío.

– Supongo que tendrás que convencer a la inquilina de Carenza para que se vaya.

– Lo he intentado, pero ella no está dispuesta a marcharse. Me ha sugerido que le alquile a ella la habitación que está en desuso, y me instale allí, si no puedo encontrar otro lugar a dónde ir -a pesar de lo molesto que estaba, no pudo evitar sonreír al recordar la cara tan dura que tenía Jessie. Desde luego, aquella chica era mucho más que un rostro bonito-. Asegura que me cobrará una renta razonable.

– ¡Estás de broma!

– Te aseguro que lo dijo totalmente en serio. ¿Se te ocurre algo?

– Quédate aquí.

– ¡Tía Molly! ¿Estás sugiriendo que me dé por vencido, y acepte mi propia derrota?

Molly se echó a reír.

– No, me imagino que eso sería mucho esperar -se quedó un momento pensativa-. ¿Por qué no esperas a que salga y cambias las cerraduras?

– ¡Qué tentador! -posó la taza y sonrió-. ¿Por qué no había pensado en ello?

– ¿De verdad no habías pensado en ello? Ese golpe en la cabeza debe de haber sido más serio de lo que tú crees. ¿Te sirvo más café?

Patrick negó con la cabeza, y enseguida deseó no haberla movido. Tenía que tumbarse un poco, lo antes posible.

– De todas maneras existe un contrato que, aunque no valga mucho, le hace tener algunos derechos ante la ley.

– ¿Y? -preguntó ella, abruptamente.

Patrick se encogió de hombros.

– Y tiene un bebé de unos seis meses.

Su tía lo tocó en el brazo con cariño.

– ¿No está casada?

– En apariencia no. No lleva puesta ninguna alianza, aunque bueno, hoy en día el matrimonio parece estar pasado de moda. De todos modos, la señorita Hayes no me parece que sea de las que necesita que la lleve de la mano ningún hombre.

– Bueno, pues me da la sensación de que te va a tocar dormir en la habitación de invitados.

– Hay un problema: no tiene cama -le dijo, pensando además en los recuerdos que le traían todas las cajas que había allí, pero que era incapaz de tirar.

Molly sonrió con picardía.

– ¿Y a eso lo llamas un problema? La mayoría de los hombres lo considerarían una oportunidad. Patrick -le dijo con dulzura-… han pasado ya diez años. No creo que a Bella le hubiera gustado que te quedaras solo.

– Lo sé, pero desde que la perdí… desde que las perdí a las dos, no consigo… -se detuvo un momento, buscando las palabras-. Veo a una mujer, y pienso… ¿para qué? No es Bella -dijo, aunque recordó que no le había pasado al ver a su hermosa inquilina desnuda en la bañera-. No es justo cargar a ninguna mujer con todos mis recuerdos -dijo, y se puso de pie-. Será mejor que me vaya.

– Sí, vete, no sea que a tu inquilina le dé por cambiar los cerrojos.

– No sería capaz -dijo Patrick, pero enseguida pensó que sí que lo era.

Jessie hizo la cama, limpió el baño, y separó su ropa sucia de la de Patrick, tras sacarla del cesto. No estaba dispuesta a lavar para ningún huésped, por muy atractivo que fuera, y Patrick lo era. Casi tan atractivo como Graeme, para su desgracia.

Entre las toallas había una camisa, manchada de huevo seco y leche, comprada en una de las mejores tiendas de Londres, que sin duda pertenecía a él, aunque no recordaba habérsela visto puesta. De repente, se dio cuenta de que, de hecho, cuando lo había visto en la habitación iba con el torso descubierto. Hubiera sido difícil olvidar aquel cuerpo musculoso, ligeramente bronceado. Estaba claro que no se había pasado todo el tiempo en el juzgado durante su estancia en el Lejano Oriente.

– ¡Qué extraño! -murmuró-. Estaba vestido al volver del hospital. ¿Por qué he encontrado su camisa, entonces, debajo de mi toalla? -se preguntó con el ceño fruncido, y la casi total certeza de que se le estaba escapando algo importante.

Sus reflexiones fueron interrumpidas por la alarma. El señor Dalton debía de haber regresado.

Bertie se despertó también en ese momento, y se echó a llorar. Jessie lo tomó en brazos, y bajó las escaleras pensando que aquella semana no haría falta que fuera tantos días al gimnasio, porque bastante deporte estaba ya haciendo subiendo y bajando escaleras. Y además, como no tenía tiempo de comer…

La puerta principal estaba abierta solo lo que permitía la cadena. Miró fuera, dispuesta a ser amable con él, siempre que no siguiera insistiendo en no compartir la casa, pero no había nadie. Le extrañó que se hubiera dado por vencido tan pronto, y se empezó a poner nerviosa. Cerró la puerta, y después buscó el cuaderno en que Carenza le había apuntado el código de la alarma, pero había desaparecido. Cerró los ojos tratando de visualizar los números, pero el ruido cesó de repente, y cuando los volvió a abrir, Patrick Dalton estaba a su lado. Cuando se volvió hacia ella desde el cuadro del sistema de alarma, Jessie se dio cuenta de que estaba conteniendo la respiración. No entendía por qué aquel hombre le producía ese efecto. Lo que tenía que hacer era enfadarse. Había entrado en su casa por la fuerza…

– Buen truco, señorita Hayes -le dijo Patrick, antes de que tuviera tiempo de representar su papel de señora de la casa ultrajada-. Pero no le sirve de nada echar la cadena en la puerta principal, si luego no cierra bien la de atrás.

Patrick no esperó a que le respondiera, y se dirigió a la cocina. Jessie se quedó un momento sin saber qué hacer, y después lo siguió, dispuesta a echarle la bronca. Lo encontró llenando un tazón de agua.

– Ha entrado por el garaje -le dijo.

– Sí, he entrado por «mi» garaje, y me gustaría que sacara sus trastos de allí.

– No es su garaje, sino el mío -le dijo con firmeza, pero sin enfadarse. Había decidido que obtendría mejores resultados siendo amable-. Tengo un contrato. Por cierto, mis cosas no son trastos -afirmó, aunque sabía que debía de ser lo que parecían, porque había metido sus pertenencias a toda prisa en cajas de cualquier manera, y las había amontonado en el garaje, hasta que tuviera tiempo de ponerse a colocarlas en la casa. No había ni imaginado que un airado abogado fuese a querer guardar su coche allí. Sin embargo, no quiso discutir con él. Ya tenían bastante como para encima pelearse por unas cuantas cajas.

También él parecía estar dispuesto a comportarse de manera civilizada, porque tras el estallido inicial, se dio la vuelta desde el fregadero, y le dijo:

– Por favor… No sea testaruda.

Jessie se indignó al oír que la llamaba testaruda.

– Dadas las circunstancias creo que estoy siendo bastante razonable -le contestó, sin alterarse.

– ¿Ah, sí? Entonces, dadas las circunstancias, yo considero razonable que si me lleva el coche la grúa, porque lo tengo mal aparcado, usted pague la multa -miró su reloj-. Tiene veinte minutos a partir de ahora para hacer algo al respecto.

Jessie tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para no decirle dónde se podía meter sus veinte minutos, pero había decidido mantener la calma, así que contó hasta diez antes de hablar.

– ¿Y dónde sugiere que meta mis cosas?

– Ese, señorita Hayes, es su problema.

– Ya. ¿Y quiere que saque las cajas ahora? -le preguntó, tratando de mantener la calma,

– Ya ha desperdiciado veinte minutos.

– Muy bien -dejó a Bertie en su sillita, y aunque en un primer momento pensó darle una galleta, cambió de opinión. No quería que estuviera contento, precisamente.

– Procuraré ser lo más rápida que pueda -le dijo, y, bolso en mano, se dirigió a la puerta principal, escaleras arriba-, pero es probable que me lleve un buen rato.

– ¡Señorita Hayes! -la llamó, cuando aún no había subido ni tres peldaños.

– ¿Sí?

– ¿No ha olvidado algo?

Jessie se detuvo, y comprobó el contenido de su bolso.

– Vamos a ver, llaves, tarjetas de crédito, teléfono móvil. Creo que lo llevo todo.

– ¿Y el bebé? -le preguntó tenso.

– ¿Bertie? -Jessie se volvió, y la sorprendió ver lo nervioso y pálido que estaba. Le dio tanta pena que le hubiera gustado abrazarlo para que se tranquilizara, y decirle que se acostara y descansara, que no se preocupara de nada, porque estaba dispuesta a marcharse.

– No puedo sacar las cajas, y tener en brazos al bebé al mismo tiempo, señor Dalton -le dijo, sin embargo-, pero no se preocupe, usted le gusta, y no le dará ningún problema. Tal vez más tarde podría sacarlo a dar un paseo…

– ¿Más tarde? ¡Pero, no puede dejarlo aquí!

– Sí, más tarde. Después de que le dé de comer.

– Tengo que llevar mis cosas a un guardamuebles, señor Dalton, así que a lo mejor tardo una o dos horas. Mientras tanto, si pudiera prepararle un biberón… Las instrucciones vienen en el envase. Los pañales están en el armario que hay al lado del fregadero. ¿Sabe cómo cambiar un pañal?

– ¿Está hablando en serio?

– Completamente en serio -le dijo, manteniéndole la mirada, a pesar del efecto que aquellos ojos tenían en lo más íntimo de su ser-. ¿Y usted?

Patrick levantó las manos, en señal de rendición.

– De acuerdo. Yo moveré las cajas. Creo que si las apilo bien, habrá sitio para ellas al fondo del garaje.

– Oh, pero…

– ¿Qué?

– Nada -respondió Jessie, pero Patrick no se creyó que fuera a quedarse sin decir lo que pensaba-. Tenga mucho cuidado con las cajas donde tengo la vajilla de porcelana.

– ¿Están marcadas con la palabra «frágil»? -le preguntó con impaciencia.

– Me temo que no, y tampoco embalé demasiado bien las cosas. Me marché muy deprisa de mi anterior casa.

– No me sorprende, teniendo en cuenta lo extraña que es como compañera de casa.

Jessie no se molestó siquiera en contestarle.

– Estoy segura de que si echa un vistazo en cada caja, antes de moverla, para ver si en ella va mi preciada vajilla, no habrá ningún problema.

– ¡De acuerdo! -Jessie se dio cuenta de que Patrick empezaba a perder aquella arrogancia machista de la que había hecho gala-, tendré cuidado con su vajilla, pero no quiero más juegos con la cadena de la puerta, ni con la alarma.

– Se lo prometo -le dijo.

– Espero que se dé cuenta de que Carenza no tiene autoridad legal para firmar ningún contrato de arrendamiento para esta casa, señorita Hayes -le dijo, como si no se fiara de su palabra-. Estoy seguro de que un abogado competente no tardaría en anularlo, si se lo propusiera.

– No habrá más juegos con la cadena -le dijo, con firmeza, porque sabía que tenía razón en lo que decía-. Hasta le haré una taza de té por las molestias que le voy a causar, antes de que se vaya.

– Gracias. Me vendrá bien.

Jessie se sintió un poco culpable. Al fin y al cabo aquella era su casa, y lo único que deseaba era un poco de paz. Un lugar donde poder dormir. Igual que ella.

– Señor Dalton…

– Por favor, ya está bien de formalidades. Será mejor que nos tuteemos -no esperó a que le respondiera, sino que se limitó a poner el tazón de agua a la puerta de la cocina-. Aquí, Grady -de repente apareció un perro que se puso a beber del tazón. Era un perro grande y peludo, que le llegaba a la altura del muslo.

Jessie se estremeció. Recordó haberle oído decir, tirado en el suelo de la cocina entre los huevos rotos y la leche que no le gustaban los gatos, ni a su perro tampoco. En aquel momento no le había prestado atención porque pensaba que era un ladrón, pero no lo era, después de todo.

Estaba en su casa.

Y aquel era su perro.

De repente comprendió que no había tenido la suficiente confianza en su sobrina como para dejarla al cuidado de su perro o su coche, y los había dejado a cargo de otra persona.

Había pensado que Mao era una molestia, y confiaba en que con ayuda de los llantos de Bertie, Patrick Dalton se acabaría por marchar, pero se estaba dando cuenta, horrorizada, de que la situación se había vuelto en contra suya.

Jessie gimió, y se apretó contra la pared. Los gatos no le gustaban, aunque los podía tolerar, pero en cuanto a los perros… Los perros eran otra cosa…

Patrick se volvió al oír su grito ahogado, y se dio cuenta de que había descubierto el punto débil de su inquilina.

– ¿Qué ocurre? -le preguntó, aunque se había dado cuenta de que el perro le producía pavor. Había ganado.

Y perdido.

La vio apretarse contra la pared, como si quisiera desaparecer a través de ella, gimiendo de miedo. Podía querer que se marchara, pero no era tan cruel como para prolongar la agonía a Jessie.

– No pasa nada -le dijo, en tono tranquilizador-. No te hará daño -tomó el tazón de agua y lo sacó a la calle. Grady lo miró extrañado-. Lo siento, muchacho. Es solo algo temporal -le dijo, y lo empujó hacia la calle, cerrando después la puerta.

Cuando regresó, Jessie seguía pegada a la pared y, sin pensárselo dos veces, se acercó a ella y la abrazó.

– Tranquila, Jessie, que no pasa nada -Jessie lo apretaba con fuerza contra su cuerpo, muerta aún de miedo, y Patrick podía oler el aroma a jabón que desprendía su piel-. De verdad que estás a salvo. Lo he sacado a la calle -perdida en su propio universo de terror no parecía oírlo, pero Patrick continuaba de todos modos diciéndole palabras tranquilizadoras al oído, igual que hubiera hecho con un niño. Lo que de verdad estaba valorando Jessie, por encima de las palabras, era el calor humano que le estaba dando mientras la tenía abrazada.

Mientras la abrazaba, y le rozaba los cabellos con los labios, Patrick se dio cuenta de que Jessie, con su voz, con su sonrisa, y en aquel momento con su necesidad de ser abrazada, estaba rompiendo la coraza de hielo que envolvía su corazón desde hacía muchos años. Así que cuando por fin dejó de temblar y lo miró con sus enormes ojos azules, Patrick se olvidó de por qué la estaba abrazando; se olvidó de todo…

Jessie se dio cuenta de que había hecho el ridículo, pero se sintió agradecida por la calidez de Patrick que la había ayudado a pasar el susto. Lo miró para tratar de explicarse, pero se encontró con aquellos ojos grises, que la miraban con cariño y preocupación, con aquella boca hecha para la pasión, pero también para la ternura.

Hubo un momento de quietud, en el que todo podía haber pasado.

Y entonces, la besó.

Había pasado tanto tiempo desde la última vez que besara a una mujer… Había apartado de su mente el sabor salado de una boca femenina, esas caricias que te podían hacer enloquecer.

La boca de Jessie le insufló vida, y derritió el hielo que quedaba alrededor de su corazón, reviviendo deseos, reprimidos durante mucho tiempo.

Jessie olvidó por qué se había asustado tanto; olvidó todas las promesas que se había hecho a sí misma de no rendirse pronto a una atracción. En su cabeza no había nada más que el sabor de la boca de Patrick, del aroma de su piel, y por un momento maravilloso, se limitó a dejarse llevar por el placer de lo que sentía.

– Jessie… -lo miró, y su expresión perdida, desesperada, hizo que regresara enseguida al mundo real. Era abogado, y tal vez estuviera pensando que lo podía denunciar-. Jessie… -Patrick estaba aterrorizado, no quería volver a amar, para no volver a sufrir, sin embargo, ella pensó que se estaba queriendo disculpar por haberla besado, y no quiso permitírselo.

– ¿Por qué lo hiciste? -le preguntó.

– Estabas histérica. Ibas a asustar al bebé -Bertie, al notar la brusquedad de su voz, empezó a gemir.

Jessie se puso la mano en la frente, y se preguntó si habría hecho el ridículo poniéndose histérica.

– Pues, parece que ha funcionado -le dijo, tratando de quitarle importancia al asunto, mediante el humor.

– Por lo menos resulta menos brutal que una bofetada -respondió él, en el mismo tono de broma, y cuando volvió a abrir los ojos, Jessie se dio cuenta de que los de Patrick solo la miraban preocupados, y pensó que debía de haberse imaginado la pasión y el deseo que había visto en ellos.

– Fue la impresión. Si no me pilla por sorpresa reacciono de un modo diferente -sabía que debía apoyarse en sus propios pies y no en Patrick Dalton, como si fuera una criatura patética sin huesos en las piernas. Sabía que si seguía apretada a él, pensaría que deseaba que la besara de nuevo-. Es tan grande…

Patrick suspiró aliviado, al ver que estaba más tranquila, y ambos pasaban a comportarse otra vez como dos extraños.

– Cuánto más grandes, más inofensivos -dijo Patrick.

– Sí, y más grandes tienen los dientes.

– Lo siento Jessie, debería haberte avisado. Siempre se me olvida lo que Grady puede llegar a impresionar la primera vez que se le ve, pero te prometo que es manso como un cordero.

– Bueno, los dueños siempre dicen eso de sus perros, ¿no te parece? Poco antes de que su inofensivo perro te clave los dientes en el tobillo.

Patrick pensó que parecía hablar por experiencia.

– En el caso de Grady es verdad, toda la verdad y nada más que la verdad -le dijo, esperando arrancarle otra sonrisa.

– Si no te importa, me gustaría que fuera él quien prestara juramento.

– Mira, tiene once años -le dijo para tranquilizarla-, que en cuanto a perros se refiere es una edad muy avanzada -pensó que debería traerle una silla, hacerle una taza de té, pero no quería dejarla marchar. Estaba tan a gusto abrazado a ella, olía tan bien: como un paseo por el campo-. Perteneció a mi esposa… -le dijo, y recordó que hacía mucho que no la mencionaba-. Se lo regalaron por Navidad cuando era un cachorro.

– Lo dejó a tu cargo -le dijo, como si fuera una cruz con la que tuviera que cargar, y en cierto modo así había sido porque le había hecho recordarla cada vez que lo veía, desde que lo dejara con él antes de ir al médico con la niña, y tener el accidente que les había costado la vida- ¿Cuánto tiempo hace que se marchó?

– ¿Cómo? -le preguntó Patrick, como si regresara de muchos kilómetros de distancia-. Oh -cerró los ojos un momento. Tuvo la sensación de que pensaba que Bella y él estaban divorciados, pero no se molestó en aclararle nada-. Diez años. Casi diez años.

Jessie no pudo reprimir el deseo que sintió de acariciarle la mejilla, para hacerlo volver a ella.

– ¿No crees que el perro fue un error? -le dijo, arrepintiéndose de inmediato de haberlo hecho-. Por favor, olvida lo que acabo de decir -le dijo y se separó de él, tratando de alejarse antes de que pudiera impedírselo, pero Patrick le tomó la mano, y la apretó, mientras en su rostro se dibujaba una sonrisa.

– No pasa nada, no te preocupes. ¿Puedes llegar hasta aquella silla?

– Creo…creo que sí.

Patrick no se podía creer que hubiera sonreído, a pesar de lo que Jessie le había dicho, pero sabía que no había tenido la intención de herirlo. Había sufrido una impresión muy grande, y no podía pensar como era debido. Sabía que él tenía la culpa de ello, en parte por no haberle advertido lo del perro. Le debía aquella sonrisa. Sabía que Bella lo hubiera aprobado.

– Siéntate aquí. Te traeré un poco de brandy.

– No. Yo…

– ¿No bebes?

– No me gusta el brandy -Jessie no se atrevía a mirarlo, por si acaso se hubiera imaginado lo de la sonrisa, y estuviera enfadado-. ¿Seguro que no puede entrar? -le preguntó, mirando hacia la puerta.

– No, a no ser que haya aprendido a abrir puertas mientras he estado fuera -le respondió él-. ¿Tienes miedo de todos los perros, o solo de los grandes? -le preguntó, poniéndose en cuclillas a su lado.

– Um… De todos los pe… perros -se veía con claridad que se asustaba con solo mencionarlos-. Aunque creo que los pequeños son los peores -se agachó para frotarse la cicatriz que tenía encima del hueso del tobillo. Patrick pensó que debía de haber sido un terrier, porque era el tipo de perros que si te hincaban el diente, no había manera de que te soltaran.

– Bueno, te prometo que Grady no muerde, pero cerraré la puerta principal antes de marcharme.

– ¿Irte? -le preguntó Jessie. Había evitado mirarlo hasta entonces, consciente de que aquel beso que se habían dado, había ido más allá de lo que se solía hacer normalmente para calmar los nervios de alguien, y además era consciente de haber dicho algo inconveniente, pero al oírle decir que se marchaba levantó la cabeza-. ¿Irte? ¿Adonde?

– Solamente a cambiar tus cajas de sitio, y a quitar el coche de donde está, antes de que se lo lleve la grúa -se levantó, y cerró con llave la puerta que daba al jardín. Por el momento Grady estaría bien tumbado a la sombra, debajo del banco. Después, por si le daba a Jessie por volver a poner la cadena en la puerta principal, se guardó la llave en el bolsillo. Una mujer haría cualquier cosa por proteger a su hijo-. Tardaré lo menos posible -le dijo, al ver lo asustada que estaba todavía.

Ella no le volvió a recordar que tuviera cuidado con su vajilla, ni él que no pusiera la cadena a la puerta. De repente, Bertie, que estaba harto de que no le hicieran caso, se echó a llorar.

– Oh, cariño, ¿tienes hambre?

Patrick la observó, mientras se levantaba para tomar en brazos a su bebé. De repente, parecía haber dejado de tener miedo.

La imagen de una madre con su hijo, le trajo demasiados recuerdos dolorosos, y se apresuró a salir de la cocina. Mientras cargaba las cajas, pensó en Jessie y su hijo. Ella no debía de estar casada porque no llevaba alianza. Entonces, ¿dónde estaba el padre del niño? ¿Todavía sentiría algo por él? De repente, pensó que aquello no era de su incumbencia. Al fin y al cabo, un beso no significaba nada.

– Nada -dijo en voz alta, como para tratar de convencerse. Aquella mujer le estaba complicando la vida, y el bebé hacía aún las cosas más difíciles. Tendría que marcharse.

Jessie temblaba todavía mientras Bertie se terminaba el biberón, pero no estaba segura de si era el perro, o el beso que le había dado su amo, lo que le había dejado en aquel estado.

El perro que le había mordido de niña, solo le había dejado una cicatriz física de las que desaparecían enseguida. Las peores eran las cicatrices emocionales, como la que le había dejado Graeme. Jessie se preguntó si su reacción al beso de Patrick Dalton significaría que también esas estaban desapareciendo.

– Debo de haberme puesto histérica -murmuró-. ¿Tú qué crees, cariño? -preguntó a Bertie, usando la misma voz melosa que empleaba su cuñada cuando se sentía especialmente feliz con su hijo. Debía de haber aprendido mucho en aquellos tres días de maternidad, porque Bertie se echó a reír-. Así que te parece gracioso, pillín -le hizo cosquillas en la tripita, y el niño soltó una carcajada. Entonces, se dio cuenta de por qué estaba tan contento: le había salido un diente.

– ¡Bertie, cariño, te ha salido un diente! -se volvió al oír entrar a Patrick Dalton, que puso una caja sobre la mesa.

– Esta -le dijo molesto-, no cabe.

– ¿Ah, no? Bueno, entonces tal vez la podrías dejar en la habitación pequeña con el resto de los trastos que hay allí. ¡Mira! -le dijo, porque necesitaba compartirlo con alguien-. ¡Le ha salido su primer diente!

Patrick pareció no impresionarse, y no se movió de donde estaba.

– ¿No deberías compartir este tipo de cosas con su padre?

– ¿Su padre? -preguntó Jessie, furiosa por el modo en que Patrick le estaba hablando.

– Sí, porque imagino que tendrá uno.

– Por supuesto que tiene padre -le dijo. Por un momento se sintió tentada a decirle la verdad, sobre todo porque Kevin y Faye podían volver de un momento a otro, y ponerse a su merced-. Patrick…

– Si fuera mi hijo, me gustaría saberlo -le dijo, sin dejarlo continuar-. De hecho, no permitiría que estuviera lejos de mí -Jessie se dio cuenta de que hablaba de corazón, y pensó que tal vez tuviera un hijo, y su mujer le estuviera poniendo difíciles las cosas para verlo. Sin embargo, Patrick no le dio más explicaciones, y volvió a cargar la caja-. La llevaré arriba -dijo. -Gracias. ¿Quieres que te haga un sándwich? -le ofreció, dejando en el aire el «antes de que te vayas».

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