Jessie pensó en varias posibilidades: llamar a la policía; gritar; esconderse con Bertie y el gato hasta que se marchara el ladrón con su botín; enfrentarse al villano…
La policía. Tenía un teléfono móvil, así que podía llamar a la policía. Se bajó las gafas y miró a su alrededor, preguntándose dónde estaba, cuándo lo había usado por última vez. De repente, se dio cuenta de que lo tenía en el bolso, y se lo había dejado en el salón.
Se sintió tentada a gritar, y así liberarse de toda la tensión que había tenido aquellos días, pero enseguida comprendió que si lo hacía despertaría a Bertie, asustaría a Mao, y tal vez el ladrón no solo no se marchara, sino que además tratara de hacerla callar por la fuerza. Así que decidió no gritar de momento.
Solo le quedaba entonces la opción de esconderse con el niño y el gato y hacer una barricada, pero el problema era que los muebles parecían demasiado pesados para poder moverlos sola contra la puerta.
Decidió entonces buscar algo con lo que defenderse si el ladrón subía, cosa muy probable. De repente le asaltó la idea de que pudieran ser varios, pero no quiso pensar en ello.
Abrió el armario y la molestó ver que estaba lleno de ropa de color negro, que suponía de Carrie. Estaba buscando algo con lo que defenderse, cuando un objeto pesado le cayó sobre el pie. Reprimió un grito de dolor, y se inclinó a recoger el objeto.
Era un bate de cricket. La sorprendió encontrar aquello, porque no se imaginaba a Carenza liderando el equipo de cricket femenino, pero le pareció que era el objeto contundente que estaba buscando para defenderse. Al tomarlo en sus manos, se sintió más segura. Se dirigió hacia la puerta blandiéndolo, y la abrió un poco más para escuchar.
Antes de que pudiera impedírselo, Mao se escapó
Patrick abrió la nevera. En la balda interior de la puerta había un cartón de leche abierto. Lo olió con desconfianza y, tras comprobar que no estaba estropeado, lo volvió a dejar en su sitio. Después sacó un plato y lo destapó. Parecía pescado desmigado. Lo dejó y cuando estaba abriendo un cartón de huevos, algo suave y cálido le rozó los tobillos. Patrick dio un paso atrás y la criatura maulló enfadada cuando le pisó en la cola, y después de enredársele entre las piernas escapó.
Desequilibrado e inseguro de dónde podía poner los pies, Patrick trató de sujetarse a lo primero que tuvo a mano: la estantería de la puerta de la nevera.
Por un momento pensó que aguantaría, pero enseguida cedió y tanto la estantería como la puerta se soltaron y cayeron, seguidas de los huevos, la leche, el pescado sobre Patrick, que antes de tocar el suelo se golpeó contra el borde del mostrador de la cocina.
Jessie seguía escuchando tras la puerta, muerta de miedo, pensando si lo del bate era, después de todo buena idea, porque corría el peligro de proporcionar al ladrón un arma, oyó el maullido de dolor de Mao, seguido de un tremendo estruendo.
¿Habría matado el ladrón a Mao? ¿O tal vez Mao al ladrón? No lo sabía, pero lo que estaba claro era que no podía seguir escondiéndose. Bate de cricket en mano, Jessie bajó las escaleras muy despacio y se acercó a la cocina con precaución.
Aunque no había dejado arreglada la cocina antes de acostarse, porque estaba demasiado cansada, lo que se encontró delante la dejó perpleja: había huevos rotos por todos los sitios, un charco de leche, del que Mao estaba bebiendo plácidamente, y en medio había un hombre tirado, que parecía ocupar todo el espacio disponible, con una herida en la frente de la que salía sangre. Un hombre que estaba vestido de pies a cabeza de negro, como solían ir los ladrones.
Era alto y fuerte. La podía desarmar en un abrir y cerrar de ojos.
Por suerte estaba inconsciente.
O tal vez no, porque, de repente gimió y abrió los ojos. Jessie blandió el bate y le dijo nerviosa:
– ¡No se mueva!
Patrick miró al techo de la cocina. Estaba en el suelo, tumbado sobre un charco muy frío, y le dolía la cabeza como si se le fuera a desprender del cuerpo de un momento a otro. Frente a él una mujer, con el pelo alborotado, medio desnuda y con unas gafas demasiado grandes para ella, lo miraba blandiendo su bate de cricket. ¿Lo habría golpeado con él? Trató de llevarse la mano a la cabeza para comprobar la importancia de la herida.
– ¡No se mueva! -repitió Jessie.
La muchacha trataba de mostrarse amenazadora, pero el temblor de su voz se lo impedía. No había necesidad alguna porque no tenía ni la más mínima intención de moverse. Lo único que quería era cerrar los ojos, y que al abrirlos todo aquello no hubiera sido más que un sueño. Lo intentó.
Al verle cerrar los ojos, Jessie se aventuró a acercarse. Estaba muy pálido y la herida de la frente tenía muy mala pinta. De repente imaginó que moría, y tras culparla a ella de su muerte acababa en la cárcel. Había leído muchas veces en el periódico que un ladrón entraba en una vivienda, moría y una inocente ama de casa acababa en la cárcel.
Kevin y Faye iban a lamentar entonces lo que le habían hecho.
Jessie dio un respingo. ¿En qué demonios estaba pensando? Podía haber entrado a robar, pero estaba claro que en ese momento necesitaba ayuda. Dejó a un lado el bate, y cruzó descalza el charco de leche hasta llegar a él.
Tumbado todo lo largo que era en el suelo se le veía muy grande y amenazador. Hasta inconsciente parecía peligroso, pero no podía dejarlo allí. Tomó un babero limpio del mostrador de la cocina, se arrodilló a su lado y empezó a limpiarle la sangre que le salía de la herida, de la frente, demasiado preocupada por su estado como para sentir miedo.
El desconocido abrió los ojos con tanta rapidez que Jessie pensó que no había estado tan inconsciente como había pensado, y la agarró con fuerza de la muñeca.
– ¿Quién demonios es usted? -le preguntó.
– Jessie -se apresuró a responderle para no irritarlo más-. Me llamo Jessie. ¿Cómo se encuentra? -le dijo lo más dulcemente que pudo, para que se diera cuenta de que no quería hacerle nada malo…
– ¿Qué aspecto tengo? -preguntó él.
Jessie pensó que no demasiado bueno: estaba pálido, tenía barba de tres días y además no dejaba de salirle sangre de la herida. Le puso los dedos contra la garganta para comprobar su pulso, aunque sin saber muy bien por qué, ya que podía ver con sus propios ojos que no estaba muerto.
Notó la calidez de su piel bajo los dedos, y un pulso fuerte, para su tranquilidad.
– ¿Y bien? -le preguntó él, después de un rato-. ¿Voy a sobrevivir?
– Cre… creo que sí.
– Me gustaría que se la notara más convencida de lo que dice.
Jessie pensó que no hablaba como un ladrón, pero enseguida se dijo que no podía fiarse.
– Bueno… -empezó a decir, pero la media sonrisa que observó en su boca le hizo sospechar que no estaba hablando completamente en serio.
– No me voy a rebelar si cree que necesito que me haga la respiración artificial -le dijo, confirmando así las peores sospechas de Jessie.
Por un momento se sintió tentada a besarlo. ¡Era tan atractivo! Pero enseguida recuperó el sentido común, y se reprochó a sí misma aquel momento de debilidad, después de lo que le había hecho sufrir su última experiencia amorosa.
De repente pensó que si se sentía lo bastante bien como para bromear, seguramente en cualquier momento se levantaría y… y tal vez fuera mejor no pensar en lo que podría llegar a hacerle. Sería mejor que dejara de perder el tiempo y llamara a la policía y a una ambulancia enseguida.
– Lo que usted necesita es que lo lleven a urgencias lo antes posible -le dijo, tratando de soltarse. Tal vez estuviera de buen humor, pero no podía arriesgarse a enfadarlo. La siguió sujetando por la muñeca mientras se incorporaba, pero resultó ser demasiado esfuerzo para él, porque enseguida renunció a su intento, y le soltó la muñeca para llevarse la mano a la cabeza.
Jessie pensó que necesitaba su teléfono móvil, y tenía el bolso sobre el mostrador de la cocina. Se levantó para alcanzarlo, y en ese momento el ladrón la agarró por el tobillo.
Entonces Jessie dejó la prudencia a un lado e hizo lo que había estado deseando hacer desde que se dio cuenta de que había entrado alguien en la casa: gritar como una loca.
Patrick que lo único que pretendía era saber quién era aquella mujer que estaba en su casa, y adonde había ido Carenza se dijo a sí mismo que tampoco importaba mucho, después de todo, ya que lo más importante en aquel momento era, sin duda, hacerla callar. Así que le apretó el tobillo con fuerza. Jessie dejó de gritar al momento, pero se cayó encima de él.
Jessie, a pocos centímetros de su cara lo miraba asustada, pero antes de que pudiera hacer o decir nada más la agarró con fuerza.
– No, por favor, no grite más. No sé quién es usted o qué está haciendo aquí, pero usted gana. Me doy por vencido.
– ¿Que yo gano? -dijo Jessie, notando el histerismo de su propia voz, aunque después de todo tenía todo el derecho a estar histérica, ya que estaba tumbada sobre el pecho musculoso de un posible criminal, de un hombre que había entrado por la fuerza en su casa, y que hasta con una herida en la frente podía aprovecharse de la situación, y la situación era que lo único que llevaba encima era una camiseta hasta las rodillas.
Nada más. Le bastaría mover la mano unos centímetros para comprobarlo.
Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no tirar de la camiseta hacia abajo todo lo que pudiera, pero no lo hizo porque sabía que solo conseguiría llamar la atención de aquel hombre sobre lo que quería esconder. Así que lo miró a los ojos y le exigió que la dejara marchar inmediatamente.
Era un rostro interesante. De los que en otras circunstancias le hubiera gustado volver a ver. Fino, pero con rasgos bien definidos y mucho carácter. Tuvo la sensación de que el sufrimiento no le era extraño, y de que aquella boca prometía besos apasionados
– ¿Qué quiere decir con que he ganado? -le preguntó, mientras trataba de recuperar el control de sí misma.
– Que me rindo -le dijo. Jessie no entendió lo que quería decir con que se rendía, y se quedó mirándolo fijamente. Tenía unos ojos preciosos: grises, y con unas pintitas doradas que los dotaban de una calidez especial-. Pero, por favor, no vuelva a gritar.
– ¿Se refiere a eso? -gritó, todo lo amenazadora que pudo porque no se fiaba de él, pero la voz le temblaba tanto que no hubiera asustado a una mosca.
– Oh, olvídelo. Déme un cuchillo y me cortaré el cuello. Sufriré menos que con el castigo que pretende infligirme.
– ¡Yo! -protestó Jessie-. ¡Como si le hubiera pedido que entrara en mi casa y se cayera!
– ¿Qué me cayera? ¿Es esa la historia que piensa contar? -le soltó la mano, y agarró el bate de cricket-. ¿Acaso ha olvidado esto? -le dijo blandiéndolo.
Jessie se apresuró a ponerse de pie, y apartarse de él, antes de que decidiera golpearla hasta hacerla perder el sentido.
– ¡No se mueva de ahí! Voy a llamar una ambulancia -le dijo retrocediendo, sin preocuparse de que la leche que le había empapado la camiseta le corriera por las piernas.
Patrick soltó el bate de cricket.
– Tendrá que sacarme a rastras hasta la calle, si quiere que me pase por encima -la advirtió.
Jessie se reafirmó en la idea de que estaba delirando. Debía llevarlo al hospital lo antes posible. Se apartó lo suficiente como para no estar a su alcance, sacó el móvil del bolso y marcó el número de emergencias para pedir una ambulancia. Querían detalles.
– Lo siento, pero no sé quién es. Entró en mi casa, y está tirado en la cocina…
– ¡No es su casa! -gritó-. ¡Es la mía!
– Sí, se ha hecho una herida en la cabeza -dijo por teléfono al servicio de urgencias. Patrick la estaba escuchando con el ceño fruncido, pero no se movió de su sitio. Desconfiando de su aparente colaboración, Jessie retrocedió aún más, dejando una huella de leche en la moqueta-. Sí, se golpeó la cabeza con el mostrador de la cocina, y se hizo una herida en la frente… Sí, está consciente, pero está diciendo unas cosas muy raras -Patrick gruñó al oírla, pero ella no le hizo caso-. ¿Informará también a la policía? Muchas gracias -colgó, y se quedó en la puerta de la cocina, temerosa de acercarse más a él-. Llegarán enseguida.
– Dígame una cosa -le dijo, tras conseguir sentarse, y apoyar la espalda contra uno de los armarios de la cocina-. ¿Está usted loca, o soy yo el que no anda bien de la cabeza? -le preguntó con tanta seriedad como si realmente lo quisiera saber.
Incapaz de pronunciar palabra, Jessie mantuvo las distancias, aunque le temblaban tanto las piernas que si tardaba mucho en sentarse, estaba segura de que acabaría por caerse otra vez al suelo.
– Quédese quieto. Estoy segura de que no tardarán en venir -dijo, fingiendo una calma y convicción que no tenía.
– ¿Ah, si? Y dígame, ¿de dónde ha salido el gato?
Mao, tras beber toda la leche que había podido, y jugar con las yemas de los huevos, estaba lamiéndose cuidadosamente la cara.
– No lo sé. Pertenece a la dueña de la casa. Es una de las razones por las que estaba desesperada por encontrar un inquilino. Necesitaba que alguien cuidara de él. Debe de haber sido una sorpresa para usted darse cuenta de que la casa no estaba vacía.
– Y que usted lo diga. Sobre todo porque esta es mi casa.
Jessie pensó que aquel hombre se encontraba peor de lo que pensaba. Miró el reloj, impaciente por que llegara la ambulancia.
– Así que esta es su casa, ¿verdad? -le dijo con incredulidad.
– Sí, señora -le respondió Patrick, cortante-. Y le aseguro que odio los gatos, al igual que mi perro. Así que tal vez le gustaría decirme qué está haciendo aquí.
Jessie se puso muy nerviosa al oír hablar de perros, y deseó con todas sus fuerzas que la ambulancia no tardara en llegar, y se llevara a aquel loco de su casa. Decidió que lo mejor sería seguirle la corriente.
– Me encantaría, pero…
– ¿Por qué no empieza por decirme…?
De repente, se oyó llorar a Bertie en la planta de arriba. Jessie pensó que iba a dar un beso muy fuerte al bebé en agradecimiento.
– Me encantaría quedarme a charlar con usted, pero tengo que ir a ver que le pasa al niño.
– ¿Un bebé? -de repente fue como si le hubieran vuelto a golpear-. ¿Tiene un bebé aquí?
– Al pobrecito le están saliendo los dientes -le dijo y se apresuró a marcharse, tropezando con la bolsa que el desconocido había dejado en el vestíbulo. Era negra, de aspecto caro, y sin duda muy pesada. Seguramente estaba llena de objetos de otra casa que acababa de robar-. No se mueva, la ambulancia no tardará en llegar.
Dejó la puerta entreabierta para que pudieran entrar los servicios de emergencia y se marchó escaleras arriba.
Bertie se quejaba y se metía el puño en la boca, de vez en cuando. Jessie se puso lo primero que encontró y lo tomó en brazos. Se dio cuenta de que los pañales estaban abajo, seguramente en la cocina.
– Un bebé -murmuró Patrick, mientras trataba de ponerse de pie, haciendo todo lo posible por no prestar atención al tremendo dolor de cabeza que notaba y a las náuseas que sentía.
De repente se dio cuenta de cuál era el olor que le resultaba tan familiar: una mezcla del olor a leche infantil, polvos de talco, crema hidratante para bebés y aquel producto que Bella utilizaba para esterilizar los biberones. Se preguntó cómo podía haberlo olvidado, si a su regreso del funeral, la casa parecía impregnada de aquel aroma, y le había costado meses deshacerse de él. Hubo un momento en el que pensó que tendría que mudarse, hasta que se dio cuenta de que, en realidad, aquel olor solo existía en su mente, que no era más que el fantasma de la familia que había perdido que lo perseguiría toda la vida, así que de nada le serviría cambiarse de casa.
Mientras se apoyaba en el fregadero porque todo le daba vueltas, se preguntó dónde demonios estaría Carenza. Cuando se sintió con fuerzas para abrir los ojos, se dio cuenta de que un policía lo estaba observando con desconfianza.
– Gracias a Dios, agente -le dijo-. Se ha metido en mi casa una loca, que me golpeó con un bate de cricket.
– ¿Por qué no se sienta, señor? La ambulancia no tardará en llegar -Patrick no esperó a que se lo volvieran a decir, para sentarse en la silla más cercana. Enseguida notó que tenía los pantalones húmedos-. Tal vez mientras esperamos, me podría dar algunos detalles, si le parece. ¿Cómo se llama usted, por favor?
– Dalton. Patrick Dalton.
El hombre tomó nota.
– ¿Y su dirección?
– Calle Cotswold, 29.
– Esa es la dirección en que nos encontramos, señor.
– Exactamente. Me llamo Patrick Dalton y vivo aquí -le dijo lenta y cuidadosamente-. Esta es mi casa.
El policía tomó nota y después se volvió hacia la puerta que se acababa de abrir.
– Ya ha llegado la ambulancia, señor. Continuaremos hablando en el hospital.
Patrick se dio cuenta enseguida de que le estaba hablando en el mismo tono en que se habla a alguien que se cree que ha perdido la razón. Estuvo a punto de decirle que era abogado, pero le dolía demasiado la cabeza. Primero iría al hospital. Ya habría tiempo para las explicaciones.
Después se daría el gusto de poner a aquella mujer, su hijo y el gato en la calle. Por supuesto, después de que le dijera dónde encontrar a Carenza.
– ¿Sería tan amable de decirme lo que ha sucedido, señorita? -le preguntó el policía, mientras Jessie cambiaba a Bertie con las manos tan temblorosas que casi no podía despegar las tiras de los pañales.
El policía, al ver en que estado se encontraba, le echó una mano, mientras ella explicaba nerviosa lo que había sucedido.
– El señor Dalton dice que usted lo golpeó con un bate de cricket.
– ¡Eso es mentira! -dijo, y acto seguido se sonrojó al ver el bate que estaba en el mismo sitio en el que Patrick lo había dejado caer-. ¿Se apellida Dalton?
– Patrick Dalton, según dice. Tiene una herida muy fea en la frente.
– Lo sé. Creo que se la hizo al caerse -tomó a Bertie en brazos, y lo estrechó contra su cuerpo-. Por el ruido supuse que se tropezó con el gato y perdió el equilibrio, mientras buscaba algo en la nevera. Lo que no entiendo es el qué.
– La sorprendería saber que la gente acostumbra a guardar sus objetos valiosos en la nevera o el congelador. De todos modos el caballero dijo que vivía aquí.
– A mí también me lo dijo, pero no es verdad. Le alquilé la casa a la señorita Carenza Flinch. Acabo de mudarme. Tal vez haya sufrido una conmoción cerebral.
– Tal vez. Sin embargo no se ven signos de que haya entrado por la fuerza en la casa. Espero que no le importe que le pregunte si no es un problema doméstico.
– ¿Doméstico?
– Si, una pelea de enamorados que se les ha ido de las manos.
– ¿De enamorados? -repitió Jessie, encontrando dificultad, de repente, para articular palabra-. Agente, no había visto a ese hombre en mi vida. Ya le dije que me he mudado hoy. La dueña se iba de vacaciones al extranjero y necesitaba encontrar a alguien enseguida que cuidara de la casa, el gato y las plantas. ¿Es un barrio con mucha delincuencia?
– No, pero la mayoría de la gente tiene instalada una alarma en casa. Incluso usted. ¿No estaba conectada?
– Bueno… no. Estaba tan cansada por el niño que se me olvidó conectarla. Tal vez hasta se me olvidó cerrar la puerta con llave -el agente asintió comprensivo-. ¿Desea ver el contrato de alquiler? Está sobre la mesa que hay en el vestíbulo. Ah, y ese hombre también dejó una bolsa, ahí. Está claro que ya había cometido otros robos esta noche.
El policía miró el contrato, tomó algunas notas y después agarró la bolsa.
– La voy a dejar en paz, señorita -dijo a Jessie-. Tal vez podría venir a la comisaría a hacer una declaración a lo largo de la mañana.
– Sí, por supuesto -le dijo, aunque en su fuero interno lamentó tener que perder más tiempo con aquel asunto. No entendía por qué aquel hombre había decidido escoger su casa. Acompañó al policía hasta la puerta-. ¿Qué le sucederá al señor Dalton? Si es que ese es su nombre.
El policía leyó una de las etiquetas de avión que colgaban de las asas de la bolsa. Venía el nombre, pero no la dirección.
– Tal vez robó la bolsa -dijo Jessie-. Y el nombre.
Lo dijo muy segura, pero no lo estaba. ¿Y si tuviera razón y aquella fuera su casa. Su mirada no era la de un delincuente, aunque la experiencia le había demostrado que no era muy buen juez, porque la de Graeme le había prometido la luna, y ella lo había creído a pies juntillas.
– Bueno, la dejo tranquila para que pueda acostar al niño. Esta vez no se le olvide conectar la alarma.
– No se me olvidará -le dijo, y tras despedirlo cerró la puerta y la conectó. No estaba dispuesta a pasar otra vez por lo que acababa de vivir.
Como estaba demasiado nerviosa como para quedarse dormida otra vez, decidió ponerse a limpiar la cocina, tratando de no pensar en su guapo ladrón de mirada sincera; o en lo que había sentido al estar encima de él, pero no le resultaba fácil, así que decidió como último recurso concentrarse en el trabajo y puso en funcionamiento el ordenador.
– No sé cuánto tiempo voy a poder seguir con esto, Kevin. Lo echo mucho de menos.
– Yo también. Es extraño, pero este silencio excesivo me hace daño en los oídos.
– ¿Crees que ya habrá funcionado?
– No creo, cariño. Supongo que no la van a poner en la calle de inmediato. Y menos con un bebé.
– ¿Tú crees?
– Dijimos que íbamos a darle una semana, Faye.
– No creo que pueda aguantar sin él tanto tiempo. Supón que no se las arregla bien. Imagina que…
– Jessie es la mujer más competente que conozco. Recuerda lo bien que se le dio cuidar de Bertie el domingo.
– Sí, pero el domingo, yo estaba allí.
– Dejaste suficientes instrucciones como para escribir un libro sobre cuidados infantiles. Además si tiene algún problema…
– Eso, si tiene algún problema, ¿qué?
– Hará lo que hace siempre: recurrirá a Internet. Anda, ven que te dé un abrazo.
– Sí, esto fue el inicio de nuestros problemas.
Cuando Bertie despertó, ella llevaba ya una hora levantada. Tal vez se estuviera empezando a acostumbrar a dormir menos, o fuera la tranquilidad de tener ya un techo, pero se sentía en plena forma. Radiante de felicidad se inclinó sobre la cuna para tomar en brazos al niño.
– ¿Tienes hambre, cariño?
El bebé se metió el puñito en la boca y Jessie se echó a reír.
Conectó la hervidora de agua y después preparó el biberón de Bertie y se hizo un té. Vio una marca en una de las esquinas del mostrador y se preguntó si se habría golpeado allí Patrick Dalton, si es que aquel era su verdadero nombre. ¿Se habría hecho una herida seria? Se estremeció solo de pensarlo, y se dijo que tal vez debería ir a visitarlo al hospital.
Aunque también podía estar ya en una celda. Aquel pensamiento no le produjo ninguna felicidad. No le había parecido un ladrón, ni había hablado como uno, pero tal vez fuera que procedía de una buena familia, pero había equivocado su camino.
– Lo siento, señor Dalton, pero dadas las circunstancias, no nos quedó más remedio que creer en la versión de la señorita Hayes sobre lo sucedido:
– Supongo que ella creyó haber dicho la verdad.
– Entonces, ¿no va a presentar cargos?
– ¿Qué cargos? Sus hombres vieron el contrato de alquiler. Parece ser que mi sobrina ha alquilado mi casa a esa mujer -se tocó la venda de la frente-. Le devolveré su dinero y cuando se marche iré a buscar a mi sobrina, para asegurarme de que este verano no se le olvide en la vida.
– Sí, señor. ¿Es esa su bolsa? -el jefe de policía hizo una seña a uno de sus empleados que se apresuró a ocuparse de ella-. Lo menos que puedo hacer es ofrecerme a llevarlo a su casa.
La cocina estaba limpia y ya había bañado y dormido a Bertie, así que se daría una ducha, se arreglaría, y cuando el niño despertara, lo pondría en la sillita e irían a la comisaría, para declarar y preguntar si el ladrón se había recuperado. No se sentía responsable, porque la había agarrado del tobillo, dándole un susto de muerte, pero cuando estaba encima de él, y la miraba con aquellos ojos grises, nada amenazadores, sino tal vez perplejos, ella se había sentido muy rara, como mareada, y no porque se hubiera dado ningún golpe.
Pero aquello era ridículo. Lo que le hacía falta era dormir una noche entera.
El baño, que se encontraba dentro de la habitación, estaba decorado a juego con ella, en colores cálidos que invitaban al descanso. Jessie cambió de opinión respecto a la ducha y abrió los grifos de la bañera antigua de patas para que se llenara. No le había dado tiempo todavía a deshacer la maleta, pero en el baño había de todo, así que se permitió echar un aromático gel y, tras dejar la puerta abierta para oír a Bertie si se despertaba, se sujetó el pelo para que no se le mojara y se metió entre la espuma.
– ¿Está seguro de que no necesita ayuda? -le dijo el jefe de policía, que estaba abochornado porque sus hombres habían confundido a Patrick Dalton con un ladrón, cuando era uno de los abogados más importantes y conocidos del país. Había sido un error sin ninguna mala intención, pero el señor Dalton tenía fama de no olvidar los errores que cometía la policía.
– Creo que me las puedo arreglar, pero gracias por ofrecerse. Y respecto a lo de anoche, bueno si usted no se lo comenta a nadie, le prometo que yo tampoco lo haré.
– Es muy generoso de su parte, señor Dalton.
– Lo sé.
– Está seguro de que no quiere que le explique yo lo sucedido a la señorita Hayes -le dijo el jefe de policía, desconcertado por tanta franqueza.
– Creo que me las podré arreglar. Además le puedo enseñar el periódico de ayer, si todavía no está convencida -no le gustaba el titular, pero gracias a la fotografía la policía lo había reconocido.
Patrick se puso el periódico bajo el brazo y tomó su bolsa de manos del oficial de policía. Subió las escaleras que daban a la puerta de su casa con ligereza, a pesar de que le dolía un poco la cabeza, pero no tocó el timbre. Sabía que lo más normal hubiera sido hacerlo, pero corría el riesgo de que la chica pusiera la cadena y se negara a dejarlo entrar. Así que esperó a que se alejara el coche de policía y entró.
Esta vez la alarma estaba conectada. Posó la bolsa en el suelo, dejó el periódico en la mesa del vestíbulo, y la desconectó.
– Hola. ¿Hay alguien ahí? -dijo en voz alta.
Como nadie respondió se dirigió a la cocina, que parecía haber recuperado la normalidad.
Enseguida le vino el olor al líquido desinfectante de biberones, y se sintió abrumado por tristes recuerdos que lo remitieron a diez años atrás. El gato se frotó contra sus pantalones, pero no había ni rastro de su inquilina, aparte de una huella de leche en la moqueta del vestíbulo.
Tal vez hubiera salido de paseo con el niño.
De repente se dio cuenta de que llevaba un buen rato conteniendo la respiración e inspiró profundamente tratando de relajarse, mientras recogía la bolsa del suelo y empezaba a subir las escaleras, decidido a darse una buena ducha y a dormir ocho horas seguidas. Se detuvo en seco al ver la cuna al lado de la cama, y se dio la vuelta enseguida, diciéndose que se encargaría de que estuviera plegada al lado de la puerta para cuando ella regresara. Tal vez si se encontrara con una furgoneta y un cheque esperándola se mostraría razonable, aunque le parecía improbable, a juzgar por la determinación con que la había visto blandir el bate de cricket, a pesar de que estaba muerta de miedo. De todos modos merecía la pena intentarlo.
Se quitó los zapatos y después la camisa, mientras cruzaba la puerta del baño, encestándola después con pericia en el cesto de la ropa sucia. Entonces se volvió y se llevó una buena sorpresa porque Jessie estaba en su bañera, con sus rizos castaños cayéndole sobre la frente y las mejillas, y las partes púdicas de su cuerpo escultural apenas cubiertas por islotes de espuma. Sin el bate en la mano y las gafas de búho estaba muy diferente, y no parecía en modo alguno amenazadora. Hasta el más duro de los corazones se ablandaría al verla así.
Desde luego el suyo tenía fama de ser de acero, y así quería que lo siguieran creyendo, pero tenía que reconocer que si un hombre tenía que encontrarse a una mujer en su bañera al llegar a casa, él había tenido suerte de que fuera una tan atractiva.
Sin embargo, podía entender que Jessie no encontrara la situación tan agradable, y estaba seguro de que si no estaba gritando como una loca en aquel momento, era porque estaba profundamente dormida.