– ¿Que no funcionará? -Patrick casi no podía dar crédito a sus oídos-. ¿Qué quieres decir con que no funcionará?
– Podría compartir una casa contigo, Patrick. Pero nunca con tu perro.
– ¿Podrías, podrías compartir conmigo? ¡Serás ingrata! -empezó a decir, pero enseguida se detuvo. No tenía ningún derecho a ponerse así con ella. No tenía por qué estarle agradecida, porque ni siquiera sabía que su contrato no era legal. El problema además no era él, sino Grady. Dejó la caja en el suelo, y se acercó al teléfono de la cocina. No había línea, y soltó un juramento. ¿Tienes a mano el móvil? -Jessie tomó el bolso que estaba sobre la mesa de la cocina, sacó el teléfono, y se lo pasó sin decir palabra, observándolo después mientras marcaba el teléfono de su tía-. ¿Molly?
– Patrick, ¿qué tal vas con tu guapa inquilina?
– ¿Quieres la versión corta o puedes esperar al libro?
Molly se echó a reír.
– Suena muy interesante. Ojalá tuviera tiempo para la versión sin censurar, pero en este momento estoy hasta arriba de trabajo.
– Bueno, no te entretendré. Te llamaba para ver si puedo volverte a llevar a Grady…
– ¡Oh, Patrick! Lo siento mucho -escuchó las razones que tenía para no poder hacerle el favor. Le dio la enhorabuena, y devolvió el teléfono a Jessie.
– ¿No puede?
– No.
– He oído que es tan difícil encontrar a una persona de confianza que te cuide el perro, como niñera para tus hijos.
– No es cuestión de confianza en este caso, sino de tiempo. Molly acaba de llegar de Downing Street donde el Primer Ministro le acaba de encomendar hacerse cargo de la Comisión Real para la lucha contra el crimen juvenil.
– Ya, o sea que es juez de la Corte Suprema -Patrick asintió-. Entonces, tal vez esté demasiado cualificada para hacerse cargo del cuidado de un perro.
– Además es mi tía.
– Bueno, bien pensado, si tu perro es un delincuente, dejarlo con ella parece lo más apropiado.
– Muy graciosa.
– Me alegro de parecértelo -le dijo, deseando volver a verlo sonreír-. ¿Qué habría hecho si no hubieras regresado aún del Lejano Oriente?
– Se las habría arreglado, y supongo que también lo haría ahora, a poco que le insistiera, pero no me parece justo pedírselo -se pasó los dedos por el pelo-. No te preocupes, ya encontraremos una solución-. A propósito, aquí tienes tu compra -le dijo, señalando las bolsas.
– Gracias -Jessie levantó un poco las cejas, al verlo todo desparramado por el suelo-. ¿Cuánto te debo?
– No te cobraría nada, si te mudaras -le dijo, tratando por última vez de comportarse con sentido común.
– Bueno, lo has intentado, pero te advierto que te va a costar más que medio kilo de cebollas y un paquete de garbanzos… -inspeccionó una de las bolsas-. ¿Qué es esto? -le dijo, al tiempo que le mostraba el juguete que había comprado para Bertie en un momento de debilidad.
– No hace falta romperse mucho la cabeza. Es un juguete para Bertie.
Jessie se quedó mirándolo.
– ¡Desde luego me sacas de quicio, Patrick Dalton! Me gustaría saber a qué estás jugando.
Patrick pensó que ya eran dos. No entendía por qué se había puesto así, porque le hubiera comprado un juguete al niño.
– Es un bebé, y le he comprado un juguete. Él es quien va a jugar.
– ¿Por qué?
– ¿Sabes que haces demasiadas preguntas? Lo compré porque una señora en el supermercado pensó que yo era un padre recién estrenado, que estaba haciendo la compra para su esposa y su hijo… -se detuvo y respiró profundamente.
– Patrick…
– Probablemente estaba solo tratando de impresionarla -le dijo, cortando en seco aquel tierno Patrick…-. No hace falta que me des las gracias.
– Eres imposible. De verdad lo he intentado…
– Yo también, pero acabarías con la paciencia de un santo.
– ¿Cómo demonios puedes saberlo? -le preguntó, pero sin esperar respuesta, tomó la bolsa con los productos para bebé, y se apresuró a abandonar la cocina.
Jessie echó a Mao de la cuna, cambió las sábanas, y acostó a Bertie, que se puso a lloriquear.
La cama estaba llena de huellas de patas de perro, que la habían dejado muy sucia. Mientras la volvía a hacer con ropa limpia, el llanto del niño se intensificó. Le resultaba difícil no prestarle atención, pero sabía que estaba cansado y, seguramente, pronto se quedaría dormido. Aunque no se marcharía de su lado hasta que eso sucediera, por más que estuviera deseando bajar junto a Patrick. Sabía que había puesto en marcha el calentador, así que decidió darse una ducha rápida, que la librara de una pringosa mezcla de polvo del cuarto de las escobas y comida de bebé. Cuando terminó, se dio cuenta de que Bertie había dejado de llorar. Sonrió, mientras se tapaba el cuerpo con una toalla. Estaba empezando a saber cómo actuar con un bebé. Si aprendiera también cómo actuar con Patrick Dalton, su vida retomaría su curso normal.
Abrió la puerta con cuidado para no despertar a Bertie, pero enseguida se dio cuenta de que no hacía falta adoptar tantas precauciones, porque Patrick lo había tomado en brazos, y lo estaba paseando de un lado a otro de la habitación, mientras que el bebé mordisqueaba su nuevo juguete de goma.
– ¿Qué demonios te crees que estás haciendo? -le preguntó, airada.
Patrick se volvió, y la miró un momento. Después dijo:
– Estaba llorando.
– Claro que estaba llorando. Es lo que suelen hacer los bebés cuando los acuestas. Pero si no les haces caso un rato, dejan de llorar.
– Pero, ¿por qué dejar que sufra, si tomándolo en brazos puedo hacerlo feliz? Es solo un bebé, Jess. Le han sacado de su ambiente habitual, y necesita que le den cariño. Vamos, Bertie. Es hora de acostarse -se acercó a la cuna, y lo acostó. Bertie siguió mordiendo su juguete, tranquilamente.
– Espero que hayas lavado eso antes de dárselo.
– Sí, Jessie. Lo he lavado. Y ahora, ¿crees que podemos firmar una tregua? Me he encargado de la cena.
– No. Yo me he encargado de la cena -dijo ella.
– Paso de las judías de lata. Gracias de todos modos.
– No, me refiero a… -sonó el timbre, y Jessie pensó que sería mejor que lo viera él mismo-. ¿Te importa abrir la puerta, mientras me visto?
– Por mí no te preocupes. Me gusta la toalla -sus ojos descendieron hasta los muslos de Jessie-. Y me encanta la mariquita.
Jessie enrojeció, y trató de taparse el tatuaje con la toalla, sin dejar al descubierto otras partes de su cuerpo.
– ¡Ese comentario es demasiado personal!
– ¿Ah, sí? -sonrió abiertamente-. Bueno, pues añádelo a tu lista de quejas, y demándame.
Patrick no se podía creer que hubiera sido capaz de hacer un comentario semejante, pero la verdad era, que una semana antes se habría reído de cualquiera que le hubiera sugerido que iba a compartir su casa con una mujer. Sobre todo con una mujer que tenía un hijo. Llevaba pegado a la piel el persistente olor del cálido cuerpo de Bertie. Su aliento a leche. Se lo había perdido. Se lo había perdido todo: el primer diente, los primeros pasos y su primer día de colegio.
Se pasó las manos por la cara. No debía pagarla con Jessie. No era culpa suya que todos aquellos recuerdos acudieran a él. Parecía cansada, y no lo extrañaba. Había tenido un día de los que no le desearía ni a su peor enemigo.
Y él lo había tenido aún peor. El tipo de días que no habría deseado nunca vivir, pero tal vez era el comienzo de algo. Los dos estaban teniendo un mal día. Tal vez juntos pudieran hacer que terminara bien.
Abrió la puerta, y vio que traían la comida que había encargado él. Era un poco pronto, pero tal vez no importara. Dio una propina al repartidor, y puso en funcionamiento el horno para que no se enfriara. Estaba abriendo la primera caja de cartón, cuando la puerta de la cocina se abrió detrás de él. Allí estaba Grady, gimiendo lastimero, hasta que olió la comida, y empezó a mover la cola, alegremente.
Volvió a sonar el timbre, y esta vez nadie respondía, así que Jessie suspiró, apagó el aspirador, y bajó a atender ella la llamada. Era el pedido que había hecho al restaurante italiano. Dio una propina al repartidor, y cerró la puerta. Se dirigió a la cocina, pero no vio a Patrick por ninguna parte. Se encogió de hombros, abrió la bolsa de plástico, y comprobó el contenido de las cajas de cartón.
– ¡Vaya! ¿De dónde ha salido esto? -oyó cómo se abría una puerta detrás de ella, y se volvió. Grady estaba allí, mirándola con cara de satisfacción, y detrás de él Patrick, parecía simplemente confuso.
– Tenías razón, Jessie.
– ¿No sé de qué te extrañas? Pasa muy a menudo -le dijo, mirando al perro, con nerviosismo-. ¿A qué te refieres?
– Sal fuera, y te lo mostraré.
Lo primero que se le ocurrió pensar era que se trataba de una estratagema, para dejarla en la calle con el perro.
– Te juro que si me dejas en la calle, llamaré a toda la prensa -señaló su móvil, para mostrarle que no bromeaba. Tenía la batería baja, pero tal vez no se diera cuenta.
– Casi no te queda batería, pero no te preocupes que estás a salvo. Si te dejara fuera, acudirías a alguna asociación feminista que organizaría una sentada, y mientras yo tendría que encargarme del bebé. Vamos -sujetó a Grady por el collar, mientras ella pasaba a su lado con precaución, y después cerró la puerta.
– ¿Y ahora qué?
– Ahora Grady te va a enseñar lo que es capaz de hacer. Abre la puerta, Grady -el enorme perro levantó una pata, y apretó el picaporte hacia abajo. La puerta se abrió al momento-. Molly me dijo algo sobre enseñar trucos nuevos a perros viejos, pero no le presté mucha atención -mandó al perro que se sentara, y después se agachó a su altura-. Grady, esta es Jessie. La pones muy nerviosa, así que quiero que le demuestres lo bien que te sabes portar -Patrick se volvió hacia ella, y le tendió la mano-. Ven que te presente como es debido.
Jessie retrocedió.
– No, gracias. Paso.
– Si te vas a quedar aquí…
– Y así va a ser…
– … hasta que puedas encontrar tu propia casa, tendréis que ser amigos.
– No, si tú te marchas, y te lo llevas contigo.
– Pero eso no va a suceder, así que dame la mano.
– Por favor, no me hagas esto… -le suplicó. Patrick esperó. En el fondo, Jessie sabía que él tenía razón, y que el problema era de ella, no del perro. Aun así, era consciente de que le estaba pidiendo mucho.
– Jessie, no voy a dejar que te pase nada malo. Te lo prometo.
Era tan convincente. Estaba segura que de haberse encontrado declarando como acusada, hubiera reconocido haber cometido un asesinato sangriento, por una promesa como aquella. Sin embargo, tocar a Grady era otra cosa.
– No puedo.
– Es hora de que superes lo de aquel perro que te mordió. Estoy seguro de que Grady te puede ayudar, si tu lo dejas -Jessie no se movió todavía-. Si Bertie estuviera en peligro irías hasta el mismo infierno por ayudarlo, ¿verdad?
– Sí -susurró Jessie.
– Bueno, pues tocar a Grady no supone tanto sacrificio. Es un buenazo que no mataría ni a una mosca.
– Eso cuéntaselo a tus platos.
– Fue tu gato el que los tiró, cuando se subió al aparador -Jessie se dio cuenta de que tenía los dedos de Patrick muy cerca. Eran unos dedos largos y elegantes. Tocarlos sería tan peligroso como tocar a Grady-. Tu gato dominó a Grady sin el más mínimo esfuerzo. Tú también puedes conseguirlo.
– No es mi gato -le dijo, mientras ponía su mano en la de Patrick, que se la apretó un poco.
– Después discutiremos eso -se dio cuenta de que Jessie temblaba, y se sintió tentado a apretarle más la mano para tranquilizarla, pero se contuvo porque sabía que solo conseguiría asustarla más. Se puso de pie, le besó la mano, y le dijo-: así tu mano tendrá también mi olor -le explicó, cuando lo miró asustada-. Ahora somos uno. Deja que te huela los dedos -le dijo con suavidad. Jessie emitió un gemido de angustia-. No te preocupes te tengo agarrada la mano. No te va a pasar nada.
– ¿Y si le da por aparecer al gato?
– Si apareciera el gato, te aseguro que tú serás lo último en que piense Grady. Deja que te huela los dedos -Jessie dejó asustada que Grady la oliera, sin rozarla-. Muy bien. Ya es suficiente. Échate Grady -se volvió hacia Jessie-. Ahora dilo tú.
– ¿Échate Grady?
– Pero en tono de orden -Jessie se aclaró la garganta, y lo repitió con más energía, aunque con la voz aún temblorosa. Grady no pareció impresionarse, pero Patrick no insistió.
– Muy bien. Díselo cada vez que se te acerque demasiado, o te ponga nerviosa.
Patrick volvió a entrar en la cocina, seguido de Jessie, que cerró bien la puerta tras ella.
– ¿Ya está? -le preguntó, sorprendida.
– ¿Qué pensabas que iba a hacer? ¿Meter tu mano en su boca?
– Pensé que tendría que acariciarlo, o algo así.
– Primero lo saludas, y después lo tocas, si te apetece. No es obligatorio. Y ahora, ¿podemos cenar?
– Ah, sí -casi se desmaya de lo aliviada que se sentía-. Te quería decir…
Patrick pensó en lo asustada que estaba y lo valiente que había sido, y sintió deseos de abrazarla. Pero en cambio se limitó a decir:
– ¿Decirme qué?
– Encargué la cena en Giovanni, y ya ha llegado. Al menos algo ha llegado…
– Eso lo explica todo.
– ¿Explica el qué?
– Había encargado comida india vegetariana para las ocho. Cuando Grady abrió la puerta, estaba tratando de averiguar por qué me habían traído comida italiana a las siete y media.
– Oh, iba a hablarte de eso, mientras nos tomábamos una copa de vino -Jessie miró a su alrededor, evitando mirarlo a él-. ¿Te queda algún plato sano? -preguntó, para retrasar las explicaciones, pero no funcionó.
– ¿Hablarme de qué? -Jessie abrió un armario, y fingió estar buscando algo-. Ya he metido los platos en el horno para que se calienten, junto con la comida italiana-. ¿Qué es lo que me tenías que contar, mientras nos tomábamos una copa de vino? -insistió él.
Jessie se volvió, pero no se atrevió a mirarlo.
– Es sobre lo de ser vegetariana.
– Te escucho.
Estuvo tentada a contarle su vida, incluido el episodio de Graeme, pero se encontraba cansada, y tenía hambre. Además, a lo mejor a él no le interesaba en absoluto-. Es una larga historia -le dijo, atreviéndose por fin a mirarlo-. ¿Puedo decir simplemente que lo siento?
– Por el momento bastará. ¿Por qué no metes la comida vegetariana en la nevera para mañana, mientras yo abro la botella de vino? -Jessie estuvo a punto de decir que aquella división de tareas le parecía un poco sexista, pero no tenía fuerzas para discutir, así que sirvió la comida, y después se dejó caer en una silla, agotada-. ¿Cuál fue la última noche que dormiste lo suficiente? -le preguntó él, tras poner una copa en su mano. De repente, Jessie recordó lo que había sentido, cuando al despertar, lo encontró mirándola. La sensación tan abrumadora que había experimentado cuando la besó. Y cuánto deseaba en aquel momento que la volviera a besar.
– La del sábado -le dijo.
– En ese caso, quédate esta noche con la cama. Yo dormiré en el sofá.
– No… -empezó a decir guiada por su educación británica, que la llevaba a decirle que no podía permitir que hiciera aquello por ella.
– A no ser que no te importe volver a compartir la cama.
Jessie enrojeció al recordarlo. Se acostaría ella en la cama. Al fin y al cabo había pagado una fortuna para dormir en ella… Sola, que era lo que deseaba. No quería complicaciones. Y si él no estaba conforme, podía marcharse a un hotel. De repente, recordó que había dicho «esta noche».
– ¿Qué quieres decir con «esta noche»? Si se te ha ocurrido…
– Mañana arreglaré la habitación pequeña para ti.
– ¿Y por qué me tengo que quedar yo con esa habitación?
– Sería lo más sencillo, ¿no te parece? Yo tendría que cambiar allí todas mis cosas, mientras que tú ni siquiera has deshecho todavía las maletas. Por lo menos esa es la explicación que le encuentro a que llevaras puesto mi albornoz.
Jessie sabía que tenía razón, pero no iba a dar su brazo a torcer sin obtener algo a cambio.
– De acuerdo, pero si el estudio lo uso solo yo…
– He estado muchas veces a punto de preguntarte a qué te dedicabas -le dijo Patrick, mientras alcanzaba la botella de vino.
– Soy diseñadora de páginas web.
– ¿De verdad? -Jessie no comprendía por qué los hombres siempre se mostraban tan sorprendidos cuando les decía a qué se dedicaba. Debían de creer que los ordenadores eran de incumbencia exclusivamente masculina-. Pensaba que eso era algo que los adolescentes hacían en su tiempo libre.
– Y así es, pero no ganan dinero con ello -dijo Jessie.
– ¿Y tú sí?
– Soy organizada y de confianza. Siempre entrego los pedidos a tiempo.
– No, si no me arreglan el teléfono.
Jessie no entendía a qué se debía tanta amabilidad repentina, y no se fiaba. A lo mejor pretendía desembarazarse de ella, cortando su comunicación con el mundo exterior.
– No hace falta que te molestes por mí. Me las arreglaré con mi móvil. En cuanto lo recargue.
Patrick se encogió de hombros.
– Puedes utilizar el estudio. De todos modos, mañana tengo que acercarme a mi despacho.
– Exclusivo uso del estudio -repitió-, y una reducción del alquiler.
– No has pagado ningún alquiler -chocó su copa con la de Jessie-. A mí no.
– Ese es problema tuyo.
– Eso me temía yo -se limitó a decir, con una de esas sonrisas suyas tan peligrosas. Una sonrisa de las que conseguían que una mujer hiciera cosas que después lamentaba, cuando se paraba a pensar un poco en ellas -de acuerdo -le dijo, mientras Jessie trataba de recuperarse de aquella alteración que habían sufrido sus hormonas-, pero te toca a ti pulverizar las plantas. O lo que ha quedado de ellas.
– Te sugiero que las metas en el cubo de la basura, y así ahorraremos tiempo -dijo Jessie-. Se me dan fatal. Había pensado comprarte otras nuevas antes de marcharme, porque estaba segura de que conmigo no sobrevivirían.
– Eres un poco desastrosa, ¿verdad?
– La vida es demasiado corta, como para pasársela pulverizando las plantas.
– Me parece que Carenza y tú tenéis muchas cosas en común -Jessie sospechó que aquello no era un cumplido, pero también pensaba que la vida era demasiado corta como para pasársela discutiendo. Estaba a punto de compartir con él aquella repentina revelación cuando Patrick le dijo-: este pollo está buenísimo. Tenía entendido que Giovanni era un buen restaurante.
– Así es. Solía frecuentarlo mucho.
– ¿Con Graeme?
Jessie asintió.
– Disfrútalo, porque no volveré a encargar más comida allí en mucho tiempo. Tengo que ahorrar para tener mi propio cuarto de las escobas.
– Tal vez debieras presionar un poco al padre de Bertie, para que por lo menos te ayudara con la manutención del niño.
A Jessie no le gustaba estar engañando a Patrick, pero pensó que tal vez estuviera indagando, con el fin de encontrar una razón para echarla.
– Come, Patrick -le dijo, sin hacer caso de lo que le acababa de sugerir-. Hay zabaglioni de postre.
– Yo no tomo postre.
– ¿Ah, no? Pues entonces me tomaré el mío arriba, si no te importa. Necesito sacar un par de horas de trabajo antes de acostarme -le dijo, aunque en realidad lo que necesitaba era poner un poco de distancia entre ella y su atractivo casero. Se detuvo en la puerta-. ¿No te importa encargarte de fregar los platos? -no esperó su respuesta-. Ah, y si necesitas ropa de cama, ¿podrías recogerla lo antes posible?
Patrick pensó que, tal vez, debería echar una mano a Jessie para que el padre del niño le pasara una pensión, y así acelerar un poco la solución a su problema de compartir casa. Era increíble lo que podía hacer una carta de un abogado influyente. Lo malo era que no sabía nada del padre de Bertie, excepto su nombre, Graeme, y que ella no quería hablar de él. Tal vez todavía viviera en la anterior casa de Jessie, cuya dirección se encontraba en el contrato de alquiler. De no ser así, seguramente habría dejado dicho dónde quería que le enviaran el correo.
Puso unos cuantos cojines en el sofá. Era más grande de lo normal, pero no lo suficiente como para dormir cómodamente en él. Tendría que hacer algo al respecto. Despejar de cajas la habitación pequeña, comprar una cama…
Lo que parecía equivalente a invitarla a quedarse para siempre.
– Y, ¿por qué no? -murmuró.
La idea de tenerla en casa permanentemente le resultó tan tentadora que se asustó de sí mismo.
Bertie y Patrick estaban durmiendo. El sentido común le decía que debería seguir su ejemplo, y descansar un poco, pero todo estaba muy tranquilo, y pensó que podría trabajar unas horas. Al día siguiente se echaría unos sueñecitos coincidiendo con los de Bertie, como le había aconsejado Patrick.
Trabajó hasta que los ojos se le empezaron a cerrar. Después apagó el ordenador, y tras echar un vistazo a Bertie, se lavó los dientes y se metió en la cama, cayendo enseguida en brazos de Morfeo.
A Patrick lo despertó el llanto de un niño, y al ir a darse la vuelta se cayó del sofá. Murmuró un juramento, se levantó, y estiró sus músculos doloridos. Todavía no había amanecido. Jessie tenía razón al decir que los recuerdos eran más que un trozo de papel. Nunca olvidaría el sonido de un llanto de bebé, llamándolo para que lo tranquilizara.
Se detuvo en el umbral de la habitación. Jessie, de espaldas a él, paseaba de un lado a otro, acunando a Bertie. Los cabellos le caían sobre la espalda, y la luz procedente del vestíbulo los hacían brillar.
– Shh, cariño. Jessie está aquí -le decía con dulzura-. No querrás despertar a Patrick… -entonces se volvió y lo vio-. ¡Oh!
Al notar que había dejado de pasear, Bertie empezó a llorar más fuerte. Patrick tendió las manos hacia él.
– ¿Quieres que te releve?
– Oh, pero…
– Ya no me voy a volver a quedar dormido.
– Podría irme abajo con él, y tú quedarte aquí -al oírla decir eso, Patrick miró la cama deshecha, y pensó en lo agradable que sería meterse en ella, sentir el calor que había dejado el cuerpo femenino; aspirar el aroma de Jessie en las sábanas, pero en realidad quería más que eso. Deseaba tenerla a ella en carne y hueso. Lo sabía. Lo que no entendía era por qué-. Pareces exhausta, Jessie. Vuelve a la cama -tomó al niño en brazos, y lo apoyó contra el hombro-. Estaremos bien -le dijo. Al ver que ella todavía dudaba, se puso a pasear con Bertie por la habitación-. Vamos Bertie, que tu mamá es una señora muy ocupada, y si no duerme un poco, no tendrá fuerzas para buscar casa, mañana por la mañana.
La oyó meterse en la cama, y cuando se volvió hacia ella se había tapado con las sábanas hasta las orejas, y estaba de espaldas a él. Sonrió, besó los cabellos de Bertie, y bajó las escaleras, con cuidado. Una vez en el salón, se echó en el sofá con el niño en brazos.
Era un niño muy guapo, de ojos grandes, piel de melocotón y una sonrisa capaz de romperle el corazón a cualquiera. Lo que resultaba sorprendente, porque había pensado que su corazón estaba ya roto en mil pedazos.
Jessie se despertó poco después de amanecer, y bajó las escaleras asustada, en busca de Bertie. Su ataque de pánico le pareció ridículo, al contemplar la hermosa escena que tenía ante los ojos: Patrick estaba estirado en el sofá, y Bertie echado sobre su pecho desnudo. Se los veía tan a gusto juntos, que daba pena despertarlos. Pero Bertie, que la había oído llegar, levantó la cabecita, y la miró. Jessie se puso un dedo en los labios, y lo tomó en brazos con cuidado para no despertar a Patrick. No se movió, así que lo dejó en el sofá, y se fue con el niño a la cocina.
Patrick se despertó sobresaltado, con la sensación de que le faltaba algo. Se sentó tembloroso y sudoroso un momento, y después se dirigió a la cocina a toda prisa.
– ¿Va todo bien? -Jessie, sobresaltada, se volvió al oírlo-. Deberías haberme despertado.
– No quería despertarte -por la manera en que lo miraba, Patrick se dio cuenta de que estaba comportándose de una manera exagerada-. Siento haberte molestado anoche.
– No fue nada -dijo, quitándole importancia al asunto.
– Por supuesto que sí. Fue muy amable de tu parte llevártelo. Debería haberme ido pronto a la cama, en vez de quedarme trabajando.
– ¿Estuviste trabajando? -le preguntó, furioso con ella, y con el hombre que le obligaba a tener que trabajar tanto-. Lo siento, ya sé que no es asunto mío -le dijo, al darse cuenta del tono tan autoritario que había empleado-, pero cuidar de un niño es un trabajo a tiempo completo. Tienes que cuidarte.
Jessie reprimió un bostezo.
– Supongo que tienes razón. De todos modos has ejercido muy bien el papel de padre por una noche.
A Patrick aquel comentario le llegó muy dentro.
– Bueno, pues hoy te las vas a tener que arreglar sin mí, porque tengo mucho trabajo en la oficina.
– ¿Te preparo el desayuno antes de que te marches?
Patrick se dio cuenta de lo tentador que le resultaba decir que sí, sentarse con ellos, y jugar a las familias felices, pero resistió la tentación.
– No, gracias. Tomaré algo por el camino.
– Vale. ¿Y Grady? ¿Qué hiciste con él anoche?
– Le he puesto la cesta en el garaje, y me lo llevaré conmigo hoy -tras decir esto, desapareció. Jessie se encogió de hombros, y poco después oyó cómo se cerraba la puerta principal.
– Pasa tú también un buen día -murmuró.
– ¿La señorita Hayes? -el portero de Taplow Towers miró a Patrick pensativo, y al no ver nada en él que le hiciera desconfiar, asintió-. Se marchó hace unos días. Una chica muy simpática. Me dio pena que se fuera -se encogió de hombros-. Le aseguro que era un soplo de aire fresco en este sitio.
– ¿Por qué se marchó?
– Por el bebé. El contrato dice muy claro que no se pueden tener niños, ni animales domésticos aquí. ¿Le interesa alquilar el piso a usted?
– Lo que me interesa es el padre del niño. ¿Dónde está? -Patrick sacó un billete del bolsillo, y el portero se lo guardó con todo disimulo.
– Su esposa y él se marcharon de viaje -se encogió de hombros-. Al menos eso oí -Patrick lo miró asombrado. No se podía creer que el padre de Bertie estuviera casado-. Fue de repente, y la señorita Hayes se llevó una desagradable sorpresa.