Faltaban cuatro días para los fuegos artificiales de Gil… tres… dos… uno.
Jane intentó no prestar atención al paso del tiempo, pero el cerebro insistía en recordárselo. Cada vez le costaba más trabajar, dormir o no llorar. Pero como le había dicho a Sarah, algo dentro de ella no le permitía perdonarle.
La única alegría fue una llamada de Tony para decir que había firmado el contrato.
– Delia se ha portado de maravilla. Nos vamos a casar inmediatamente para así poder irnos de luna de miel antes de que empiece a rodar.
Sarah parecía más cansada que de costumbre. No salía mucho y, a veces, Jane la sorprendía sentada con expresión triste.
El día de la función por la tarde Sarah no dejaba de mirar el reloj.
– Sé qué día es -declaró Jane-, no se me ha olvidado.
– En ese caso, ¿no deberías estar allí? -le preguntó Sarah con cariño.
– No, es en el último sitio en el que quiero estar.
– Significa mucho para él -le imploró Sarah-. Necesita que le ayudes en le lanzamiento de los fuegos y necesita ese contrato.
– Se te está olvidando que es un agente de bolsa. Hablas como si el negocio de los fuegos fuera de vital importancia para él.
– ¡Claro que lo es! -respondió Sarah casi enfadada-. Está poniéndose a prueba como hombre y te ha pedido ayuda. No la de Connie, sino la tuya. Y en mi opinión eso es un verdadero halago. Tuvo el valor de cortar sus ataduras y de mostrarse tal y como era. ¿Vas a echárselo en cara y a decirle que no es suficientemente bueno para ti?
– Somos demasiado diferentes.
– Yo diría que demasiado parecidos. Me ha dicho que, sin ti, tiene miedo a convertirse otra vez en Gilbert Dane. Y sin él, lo más seguro es que tú vuelvas a ser la señorita Landers, la directora de una sucursal bancaria, y nada más.
Dieron las nueve de la noche y pasaron. Jane sabía que Gil estaría con los últimos preparativos, nervioso antes de la función.
Se negó a pensar en el sin embargo, las palabras de su abuela no dejaban de martillearle la cabeza: «la señorita Landers, la directora de una sucursal bancaria, y nada más».
Sarah se acostó temprano y dejó a Jane trabajando en un informe. Jane se preparó un té y se dio cuenta de que se les había acabado la leche. Aún tenía tiempo para llegar a la tienda de la esquina, que cerraba tarde. Tomó el bolso y abrió la puerta.
Se quedó de piedra al encontrarse con lo que se encontró delante.
– ¡Andrew! ¿Qué estás haciendo aquí?
Su abuelo la miró detrás del ramo de rosas rojas más grande que había visto en su vida. Por primera vez también en su vida, le vio con expresión bobalicona.
– Llevo aquí media hora -confesó su abuelo-. Quería llamar no me atrevía.
– Entra. Sarah se ha ido a la cama, pero voy a llamarla.
– No, no lo hagas. No sé si estoy preparado todavía. ¿Podríamos hablar un momento primero?
Jane le hizo sentarse en el sofá y dejaron las rosas a un lado. El ramo hablaba con más elocuencia que cualquier explicación que pidiera dar.
– ¿Cómo está? -preguntó Andrew con angustia.
– Va tirando -respondió Jane-. Pero últimamente, no la veo muy bien.
– Cuando hemos hablado por teléfono me ha dado la impresión de que estaba estupendamente.
– Al principio, sí. Pero creo que ya no tanto. Pero, por favor, no le digas que te lo he dicho -añadió Jane, sintiéndose culpable.
– No, no se lo diré. Tu abuela es una mujer muy difícil.
– ¿Sólo ella?
Andrew sonrió como un niño travieso, pero no contestó.
– ¿Y tú, cómo estás? -le preguntó Jane-. ¿Muchas jóvenes últimamente?
– ¡Jóvenes! ¿Qué saben ellas de nada? Bueno, las dos primeras semanas hice un poco el tono, también hice el ridículo y luego me harté enseguida. La echo mucho de menos, ¿sabes, Jane? La echo horriblemente de menos.
– Deberías haber venido antes -contestó Jane con ternura.
– ¿Cómo? ¿A pesar de lo claro que había dejado que no quería verme? -Andrew lanzó un profundo suspiro-. Siempre ha sido así.
– ¿Qué?
– La verdad es que tu abuela nunca ha estado enamorada de mí, sino de otro, de un actor.
Jane se lo quedó mirando.
– Creía que no sabías nada de eso.
– Claro que lo sabía. Cuando le estaba haciendo la corte, un día fui a verla a casa de sus padres. Tu abuela había salido, pero volvió pronto a casa. Iba con él, los vi cruzando la puerta del jardín juntos. Era un hombre guapo y seguro de sí mismo, todo lo que yo no era. Llegaron a la puerta, pero no entraron. Se hizo un largo silencio y me di cuenta de que se estaban besando. Siempre había creído que eso de que a uno se le rompe él corazón era una tontería, pero te aseguro que aquel día se me rompió cuando supe que estaba besándolo a él. Andrew volvió a suspirar y continuó.
– Entonces, tu abuela entró en la casa con una rosa en la mano. Tu abuela estaba enamorada de él, no de mí. Me di cuenta de que debía marcharme y dejarla, pero no podía. La quería mucho. Era una chica preciosa, diminuta, y con unos ojos azules enormes… Habría hecho cualquier cosa por ella.
Andrew miró a Jane, que le sonreía con comprensión.
– En fin, se casó conmigo, pero sólo porque no pudo casarse con el otro. Yo intenté convencerme a mí mismo de que acabaría enamorada de mí, pero un día…
Andrew se interrumpió, el recuerdo era demasiado doloroso.
– ¿Un día qué? -Jane le instó a que continuase.
Por el rabillo del ojo, vio que la puerta de la habitación de Sarah se había abierto un poco.
– Era su cumpleaños -dijo Andrew perdido en el recuerdo-, y yo le había preparado una fiesta. Al final de la tarde, iba a darle el ramo de rosas rojas más grande que te puedas imaginar. Fue una tarde maravillosa y yo creí que, por fin, todo se iba a solucionar. Pero entonces, de repente, alguien mencionó el nombre del otro por casualidad y tu abuela puso una cara que… fue cuando me di cuenta de que todavía seguía enamorada de él. Me marché y tiré las rosas en la calle.
– ¿Y no has vuelto a darle rosas en todos estos años? -preguntó Jane, sufriendo por aquel hombre al que, durante años, le había creído aburrido y falto de imaginación.
– ¿Para qué? No tenía sentido hacerlo -contestó Andrew-. Sabía que nunca sería más que un segundo plato como quien dice.
Se oyó algo a sus espaldas, mitad gemido y mitad sollozo. Andrew se volvió rápidamente y vio a Sarah con las mejillas llenas de lágrimas. Sin mediar palabra, abrió los brazos a su esposo y éste corrió hacia ella.
– Andrew, cariño, no eres un segundo plato -le dijo Sarah con voz ahogada-. No lo eres, no lo eres.
– He pasado la vida esperando que vinieras a mí… todos estos años…
– No sabía que lo sabías… Oh, qué idiota he sido.
Sarah abrazó a su esposo como si su vida dependiera de ello.
Jane salió sigilosamente de la habitación, ahora no la necesitaban. Bajó un momento a comprar leche y, cuando volvió, encontró a sus abuelos sentados en el sofá agarrados de la mano.
– ¿Todo bien? -preguntó Jane, sonriendo.
– Todo maravilloso -respondió Sarah con una radiante sonrisa-. Tan maravilloso como puede ser.
Acarició el rostro de su esposo antes de decir:
– Ahora sé que tomé la decisión acertada hace años. Cariño, tus rosas significan más para mí que las que nadie pueda darme -después, miró a Jane-. Una necesita a un hombre que te pueda dar las dos cosas: la libertad, pero también la seguridad. Y podrías tenerlas, si no estuvieras empeñada en ponerte cabezota. Vamos, vete antes de que sea demasiado tarde.
De repente, Jane se vio presa del pánico. Fue como si le hubieran retirado una venda de los ojos. Gil le había rogado que le comprendiese y le ayudase a lograr su sueño, pero ella se había negado.
Se miró el reloj. Eran las nueve y media. No tenía mucho tiempo para…
– Conduce con cuidado -gritó Sarah cuando Jane echó a correr hacia la puerta.
En el momento que se cerró tras ella, los dos ancianos volvieron a abrazarse.
Cuando aparcó el coche en el descampado destinado a estacionamiento, oyó anunciar por los altavoces que los fuegos artificiales iban a comenzar Jane comenzó a correr.
En su carrera, se chocó con Joe Stebbins.
– Creí que no iba a venir -dijo él-. Es una pena que no haya llegado antes, Gil ha tenido muchos problemas para montarlo todo él solo.
– ¿Dónde está? -preguntó ella con frenesí.
– Allí, preparándose para lanzar los fuegos.
Jane siguió la dirección que Joe Stebbins le dio y vio a Gil subiéndose al andamio.
– ¡Gil! -gritó Jane- ¡Gil, te quiero!
El volvió la cabeza. Al verla, el rostro se le iluminó de felicidad e, instintivamente, extendió un brazo hacia ella.
Fue entonces cuando ocurrió la desgracia. No se había sujetado bien con el otro brazo, perdió el equilibrio y cayó al suelo con un ruido horrible.
Jane lanzó un grito de terror y corrió hasta él. Gil tenía el rostro contorsionado por el dolor y jadeaba. Ella extendió las manos para tocarlo, pero las volvió atrás al darse cuenta de que podía hacerle más daño.
– Cariño, mi vida -dijo Jane-. Lo siento, lo siento, debería haber venido antes.
Gil consiguió sonreír a pesar del dolor.
– No importa, ahora ya estás aquí. Dame un beso.
Ella se inclinó sobre él y lo envolvió en sus brazos con gentileza.
– Ha sido una mala caída -dijo Joe Stebbins acercándose-. Se ha oído el golpe aun kilómetro de distancia. Me da la impresión de que se ha debido romper algún hueso.
– Sí, creo que me he roto la clavícula -contestó Gil jadeando.
– Voy a ir a buscar al equipo médico -dijo Joe.
– ¡No! -gritó Gil-. Todavía no. Después, cuando termine la función.
– No puede hacerlo en este estado -protestó Joe.
– ¿Me va a hacer el contrato sin ver la función? -preguntó Gil.
– Bueno, no. Necesito ver una función mayor que la del otro día, pero quizás el año que viene…
– El año que viene será demasiado tarde -contestó Gil-. Es ahora o nunca.
– Cariño, no importa-le rogó Jane.
– Sí importa -insistió Gil-. ¿Es que no comprendes por qué importa?
De repente, Jane sintió como si un estallido de luz le hubiera revelado todo claramente. El orgullo y el sueño de Gil estaban en juego, y la única que podía ayudarle era ella.
– Está bien, lo haremos juntos -dijo Jane-. Tú me das las órdenes y yo los lanzo.
Jane sintió que él se relajaba en sus brazos. Después, Gil alzó la cabeza y la miró con adoración.
– Ayúdame a incorporarme.
Gil le enseñó dónde estaban los interruptores.
– Ese va primero, es el de las estrellas. Los siguientes son cohetes; después van las velas silbantes…
Jane se concentró en todo lo que decía y, rápidamente empezó a trabajar con naturalidad para preparar el comienzo.
Se besaron una última vez antes de empezar la función. Gil puso en marcha la música y Jane apretó el primer interruptor.
Continuó apretando interruptores mientras el cielo se iluminaba de belleza. Y lo estaban haciendo juntos. Gil había encendido una linterna de mucha potencia y, mientras Jane iba y venía, lo vio mirándola de vez en cuando, animándola con su sonrisa. Y Jane sabia lo que estaba pensando, que formaban un equipo fantástico y que siempre sería así.
Ya no faltaba mucho, sólo la pieza final.
– ¿Dónde está el interruptor? -gritó ella-. Ilumínalo con la linterna.
Sin embargo, vio a Gil levantarse con gesto dolorido.
– Yo lo haré, quiero que te vayas ahí delante a verlo.
Jane reprimió su protesta instintiva. Vio en él una determinación que le indicó que aquello le importaba más que el dolor que pudiera causarle. Jane comenzó a retroceder, sin dejarle de mirar angustiada, viéndole avanzar dolorosamente hacia los interruptores.
Gil lanzó los últimos. Eran de color rojo y formaban pétalos. Un pétalo y otro y otro… hasta que la figura apareció perfecta en el cielo oscuro.
Era una rosa roja, tal y como Gil le había prometido. Jane la contempló con reverencia y deleite, y su corazón rebosaba felicidad.
Cuando el público rompió en aplausos, Jane corrió hacia él. La frente de Gil estaba bañada en sudor tras el esfuerzo, pero había un brillo de triunfo en sus ojos.
– Te lo había prometido -jadeó él-. Ese era el mensaje que quería que vieras. Significa…
– Sé lo que significa. Oh, cariño, te quiero tanto…
– ¿Listo para irnos, señor? -un enfermero señaló la ambulancia.
– Todavía no -contestó Gil-. ¿Dónde está Joe?
Joe Stebbins apareció.
– ¡Maravillosos! -declaró Joe-. Tan pronto como se recupere, firmaremos el contrato.
Las puertas de la ambulancia se cerraron con Gil y Jane dentro. Al instante, él la besó.
– Tenía tanto miedo de que no vinieras… Pero luego me dije que lo que había entre los dos era demasiado especial para perderlo. Siento haber cometido tantas equivocaciones, y siento que te enterases de esa manera…
– No te preocupes -dijo ella apasionadamente-. Debería haberlo comprendido. Tienes razón, lo nuestro es algo muy especial. Oh, Gil, he estado a punto de dejarlo escapar.
– No te habría dejado -contestó él-. Te habría seguido hasta…
– Pero si no hubiera venido esta noche, ¿habría sido lo mismo?
El sacudió la cabeza.
– No -respondió Gil-. Te habría querido igual porque siempre te querré, pero no habría sido lo mismo. De todos modos, has venido, tenias que hacerlo. Queriéndonos como nos queremos, no podría haber sido de otra manera. Y a partir de ahora, no volveré a dejar que te me escapes.
– Así que… ¿de vuelta a la carretera los dos? -preguntó ella.
– No. Tengo que volver a la compañía. Ahora ya puedo hacerlo. Los fuegos artificiales de Wakeman han sido un éxito y eso es algo que siempre tendré. Y tú necesitas ser directora de un banco y seguir con tu trabajo.
– ¿,Quieres decir que los fuegos artificiales se han terminado? gritó ella-. Oh, no, no es posible que hables en serio.
– Claro que no se han terminado. Cuando Tommy vuelva, voy a prepararle para que ocupe mi puesto. El se encargará de las cuestiones prácticas, pero tú y yo planearemos las funciones y tú, además, llevarás el aspecto financiero de la empresa. Y, de vez en cuando, durante las vacaciones y los fines de semana, volveremos a la carretera.
– Y en nuestra luna de miel -dijo ella animada.
– ¿No quieres ir a una playa tropical?
Jane negó con la cabeza.
– Tú, yo y Perry -contestó Jane-. Esa es mi luna de miel perfecta.
– Y la mía -declaró él satisfecho-. La verdad es que es mi idea de perfección… siempre.
Jane bajó el rostro y, con suavidad, le cubrió los labios con los suyos. Dentro de ella, los fuegos artificiales comenzaron a estallar. No un cohete, sino algo lento y brillante que ardería toda la vida.