Capítulo 6

El cielo estaba encapotado cuando comenzaron el viaje; pero al dejar Wellhampton atrás, salió el sol, iluminando el paisaje con una luz dorada. Era como una promesa de felicidad futura, pensó Jane contenta.

– Hoy tenemos que hacer unos trescientos kilómetros -le dijo Gil-. Hay fiestas en una ciudad, duran tres días y tenemos que montar fuegos artificiales las tres noches para cerrar la fiesta. Hoy sólo vamos a reconocer el terreno y a planear el montaje. Luego te enseñaré las tablas donde lo planifico todo.

– ¿Te refieres a lo que haces con el ordenador? A propósito, no me has dicho nada del ordenador.

De repente, Gil pareció incómodo.

– Bueno, la verdad es que…

– ¿Qué?

– Cuando fui a comprar los cohetes, en la tienda tenían nuevo material, lo último. Ya verás el tamaño de los cohetes y los colores, increíbles. Voy a ser el primero en utilizar este material nuevo y, con ellos, me pondré a la cabeza la gente en este negocio.»El ordenador me habría hecho más fácil organizarlo todo, pero no habría mejorado los fuegos propiamente dichos. Con estos nuevos cohetes, el espectáculo será mejor. La verdad es que no tenía alternativa. Jane, no te he engañado, en serio quería comprarme un ordenador; pero cuando terminé de comprar los nuevos cohetes ya no me quedaba dinero para nada más.

– No te disculpes -dijo ella, riendo-; al fin y al cabo, querías dinero para mejorar el espectáculo. En qué lo gastas es cosa tuya. Además, como tú has dicho, si tienes que elegir, es más lógico que elijas cohetes mejores y mayores.

– Eres un ángel. Lo que pasa es que…

– ¿Qué?

– Que con estos nuevos cohetes tengo que trabajar el doble que con los otros… tenemos que trabajar el doble. No sabes cuánto me alegro de que hayas decidido venir conmigo.

– Ya. Quieres decir que nada de escenas románticas a la luz de la luna y nada de… «qué maravilla estar a solas contigo, cariño». ¿No es eso?

– Claro que no -respondió él con expresión horrorizada-. Tú estás aquí porque eres útil, ¿es que no te lo había dicho?

– No, se te había olvidado mencionar ese pequeño detalle.

Se echaron a reír. Después, Jane guardó silencio y volvió la cabeza para contemplarlo.

Quería hacer el amor con Gil, descubrir si era verdad lo que prometían sus besos. Y pronto. Aquel hombre era todo suyo; al menos, durante unos días.

– Vamos a tener que pensar en comer algo pronto -dijo él.

– ¿Tienes idea de dónde?

– No.

– Estupendo.

Pararon en un pub de la carretera. Era una construcción con estructura de madera de roble y cestas de flores adornando la fachada. Perry salió de la camioneta y miró a su alrededor; rápidamente, Gil le puso el collar y la cadena.

– Invito yo -anunció Jane.

– De acuerdo. Mientras tú pides la comida, yo voy a llevar a Perry allí -dijo Gil señalando unos árboles-. Pídeme lo que tengan de menú del día y un zumo de naranja. Vamos, Perry.

Jane entró en el pub y pidió pastel de carne y zumo de naranja para los dos. Cuando salió del pub con la comida, los dos volvían de los árboles. Gil iba delante y Perry, que era todo músculos, iba detrás y parecía negarse a avanzar. Gil se paraba de vez en cuando y regañaba a su compañero. Jane no pudo oír lo que decía, pero se daba cuenta de que las dos partes eran obstinadas. Perry movió la nariz; evidentemente, había olido la comida.

Gil la vio mirándolos y se paró para con un gesto, mostrar su desesperación con el perro. Fue una equivocación. Perry aprovechó la ocasión para echarse a correr con todas sus fuerzas en la dirección que él quería y casi le arrancó el brazo a Gil.

Fue Jane quien salvó la situación. De repente, inspirada corrió hacia ellos con los pasteles de carne, y la reacción de Perry fue la esperada: frenó volvió la cabeza hacia Jane, esta se dirigió a la caravana: cuando llegó, Perry le dio alcance, se tragó un pastel de carne entero y tuvieron que sujetarle para que no se comiera el plato de cartón.

– ¿De quién era ese plato? -preguntó Gil, frotándose el hombro.

– Mío -le aseguró ella-. Este es el tuyo… ¡Perry! Bueno, era el tuyo. Espera, voy a por más.

– No, iré yo -dijo Gil-. Tú quédate con este perro del infierno.

– Me habías dicho que tenía muy buen carácter.

– Tiene muy buen carácter, y también tiene la fuerza de un buey, la mentalidad de un niño y ningún sentido de la responsabilidad -Gil le dio a Jane la correa del collar-. Toma, es todo tuyo. Me voy a por la comida.

– Será mejor que pidas para tres -le sugirió ella.

– Sí, tienes razón.

– Pobrecito -le dijo Jane al perro cuando Gil se hubo alejado-. ¡Mira que llamarte perro del infierno! Sólo estabas siguiendo tus instintos, ¿verdad?

El perro, lloroso, reposó la cabeza en las piernas de Jane y la miró con expresión de depositar su confianza en ella. Jane le rascó la cabeza hasta que Gil volvió con más comida.

– Lo más seguro es que Perry tenga sed dijo Jane-. ¿Dónde tiene el cacharro del agua?

– No tiene -contestó Gil.

– ¿Cómo es que no…?

– Sólo lleva conmigo unas horas. Con las prisas no he…

– De acuerdo, voy a solucionarlo.

Jane se marchó. El dueño del pub le dio el bol que tenía para el agua de su perro y ella lo llenó. Perry bebió hasta vaciar el bol. Después, comió lo que Gil le había llevado, les pidió a los dos más comida y, por fin, satisfecho, se tumbó a descansar.

Cuando terminaron de comer, Jane volvió la cabeza a su alrededor, examinando el interior de la caravana. Estaba muy limpia, pero no sabía dónde iban a dormir casi no había espacio.

– Por la noche, el tablero de la mesa se pega a la pared -dijo Gil a sus espaldas-. Así, los dos sofás se convierten en dos camas. No hay mucho espacio entre ellos, pero lo suficiente para entrar y salir. ¿Te parece bien?

– Sí bien -dijo ella tratando de mostrar algo de entusiasmo.

Sin embargo, Jane no había esperado las dos camas.

– Creo que deberíamos ponernos en marcha ya -dijo Gil.

– ¿Dónde está Perry?

– Lo he dejado durmiendo ahí fuera.

– Pues no está.

Encontraron a Perry en el jardín posterior del pub, comiendo helado que unos niños le estaban dando. Cerca, un hombre de mediana edad le dijo a su esposa:

– Pobre animal, el dueño no debe darle de comer.

– Si, desde luego -dijo Gil-. Tres porciones de pastel de carne es demasiado poco. Ven aquí, animal desagradecido.

A los pocos minutos, estaban de nuevo en la carretera. Perry roncaba sonoramente en la parte trasera. Su destino era Dellbrough, una ciudad del interior de Inglaterra rodeada de granjas agrícolas. Cuando llegaron al recinto donde se iban a celebrar las fiestas, descubrieron que ya habían montado muchas tiendas. Un hombre les condujo hacia la parte de atrás del recinto y les mostró un espacio abierto donde podían quedarse.

– Me llamo Hastings -dijo cuando salieron del coche-. El ayuntamiento me ha enviado aquí para ayudarles en lo que necesiten. ¿Les parece bien este lugar para acampar? Hemos seguido las instrucciones que nos envió por correo.

– Perfecto -contestó Gil mirando a su alrededor-. Apartado de los árboles y los edificios. ¿Han colocado los andamios como les dije?

– Mañana vendrán unos chicos con los andamios. ¿Tenía un plan exacto?

Gil sacó un papel lleno de líneas, puntos y cruces.

– Verá, es así…

Jane le puso a Perry el collar y los dos se marcharon a dar una vuelta. Encontraron una pequeña hilera de tiendas y allí Jane compró cuencos para la comida y el agua del perro, también unos botes de comida de perro, galletas y una pelota de goma; después, se fue a comprar algo de comer para ella y Gil. Se había dado cuenta de que en la caravana no había muchos alimentos, por lo que compró filetes, verduras para ensalada, vino, café, leche, más té, bacón y huevos.

Volvió media hora más tarde y, al contrario de lo que había creído, Jack Hastings aún seguía allí enzarzado en una charla técnica. Jane observó con fascinación el cambio de Gil. Sabía que podía comportarse como un dictador mientras trabajaba, pero ahora se portaba de una manera distinta. Tenía autoridad y, aunque daba instrucciones con voz queda, parecía un hombre acostumbrado a que se obedecieran sus órdenes. Ofrecía un gran contraste con la apariencia desenfadada y despreocupada que ofrecía a la gente y a ella en particular. De nuevo, Jane pensó en lo misterioso que era.

Cuando Jack Hastings se marchó por fin, Jane dijo:

– Ahora, a cenar.

– Todavía no -respondió Gil mirando sus papeles-. Antes quiero enseñarte unas cosas.

Jane y Perry intercambiaron unas miradas y se acercaron el uno al otro.

– Tenemos hambre -dijo ella con firmeza.

Gil reconsideró sus fuerzas.

– En ese caso, me rindo. Pero no tenemos casi nada de comida, tenemos que ir a comprar algo antes.

– Hay un montón de comida. ¿Dónde crees que he estado este rato?

El pareció sorprendido.

– ¿Es que te habías ido?

Jane apretó los dientes.

– Ni siquiera ha notado que nos hemos ido -le informó a Perry-. ¿Qué te parece?

Perro bostezó.

– Estoy totalmente de acuerdo contigo -le dijo ella.

– Lo siento -Gil se disculpó con una sonrisa maliciosa; después, la siguió a la caravana-, ¿Qué puedo hacer para expiar mis pecados?

– Toma -le dijo Jane, dándole las cosas que había comprado para Perry-. Tú le das de comer a él y yo preparo la comida para nosotros.

Mientras Jane cocinaba, Gil sacó unos papeles llenos de símbolos y garabatos y le explicó que se trataba de los planos del espectáculo. Cuando ella le dijo que el filete estaba listo, Gil apartó los papeles, pero no muy lejos.

Las cosas no iban a ser como había esperado, reflexionó Jane apesadumbrada. Cierto era que Gil sonreía tiernamente y le alabó cómo había preparado el filete, pero la conversación se centró en fuegos artificiales y a Gil no dejaban de ocurrírsele nuevas ideas que tenía que anotar en un papel antes de que se le olvidase.

Pronto, Jane se encontró realmente fascinada sin embargo, no pudo evitar sentir cierta desilusión. No había ido allí porque le gustaran los fuegos artificiales, sino por Gil. Pero él parecía distante, en otro lugar.

Después de la cena, Gil se portó muy bien; le ayudó a fregar y a recoger. Le enseñó dónde estaban las ropas de cama y dijo con estudiada ligereza.

– Le voy a dar un paseo a Perry mientras tú… Bueno, venga, vamos, perro.

Los dos se marcharon dejando a Jane indignada. En vez de quitarle la ropa prenda por prenda en medio de una romántica seducción, se había marchado para dejarla desnudarse a solas hasta meterse a salvo en la cama.

Jane hizo las dos camas con innecesaria violencia, para soltar su frustración, golpeó las almohadas.

Cuando Gil volvió, ella ya estaba acostada y con los ojos cerrados. Los habría abierto si él hubiera mostrado algún interés en ella, pero parecía más preocupado por instalar a Perry; al perro parecía desagradarle la falta de espacio y no hacía más que intentar salir de allí. Por fin, perro y amo se marcharon y, tras unos minutos, Gil volvió solo. Se había puesto un pijama detrás de una cortina, se metió en la cama y apagó la luz.

– ¿Qué has hecho con Perry? -preguntó ella tras unos momentos.

– He puesto una manta en el suelo, debajo de la caravana, y a él encima. Le gusta dormir al aire libre.

– ¿Y si se marcha?

– No puede, le he atado a la caravana. ¿Estás cómoda?

– Sí, mucho, gracias.

– ¿No te resulta demasiado corta la cama?

– No, en absoluto.

«Sólo solitaria», pensó ella con tristeza.

– ¿Tienes suficientes mantas?

– Sí.

– Estupendo.

– Sí.

– Buenas noches.

– Buenas noches.

A pesar de su indignación, Jane estaba cansada y pronto se durmió con la cabeza llena de Gil… de cómo se sentiría en sus brazos, de cómo le vibraría el cuerpo con la pasión.

Asustada, abrió los ojos y se dio cuenta de que la vibración era real. La caravana entera se sacudía.

– ¿Qué pasa? -preguntó ella.

Oyó la risa de Gil en la oscuridad.

– Perry. No hay mucho espacio debajo de la caravana, así que me temo que nos vamos a enterar cada vez que se mueva.

– ¿Qué está haciendo?

– Se estará rascando.

Jane murmuró una maldición. ¡Vaya un romance!

– Bueno, ya se ha quedado quieto -dijo Gil-. Buenas noches.

– ¡Buenas noches!

A la mañana siguiente, Jane se levantó, se puso una bata de algodón encima del camisón y salió afuera. Aun era temprano, el sol se había levantado hacía poco y el aire era fresco y limpio. Y allí, con los pantalones del pijama solo y bailando sobre la hierba, estaba su amado. Jane lo contempló con cariño mientras él alzaba los brazos hacia el cielo como si quisiera abrazar el mundo entero.

Perry saltaba a su alrededor ladrando, y hombre y perro continuaron girando el uno alrededor del otro, gritando al unísono. Cuando Gil vio a Jane, corrió hacia la caravana.

– Mira -dijo él excitado señalando el campo entero-. ¿No es maravilloso?

– Es sólo un campo de pastos -contestó ella, riendo.

– ¿Sólo un campo de pastos? ¿Dónde tienes los ojos? Eso es como decir que el lienzo de un pintor es sólo un trozo de tela dura. Este es mi lienzo, aquí voy a pintar.

Gil le tomó una mano y tiró de ella.

– No, Gil, estoy descalza -protestó Jane.

Al instante, la alzó en sus brazos y dio vueltas con ella hasta marearla.

– Allí van a estar los espectadores, detrás de una cuerda de protección -dijo Gil después de pararse, de cara a unas tiendas de campaña-. Hasta la cuerda siguiente, habrá unos treinta metros, es la zona de seguridad. Y a otros treinta metros, justo donde estamos ahora, es el sitio desde donde voy a lanzar los cohetes. Y luego, a nuestra espalda, habrá otro espacio vacío que es donde caen los cohetes que se lanzan.

Gil la besó vigorosamente.

– ¿Estás preparada para un día de trabajo de verdad?

– Me parece que no me va a quedar más remedio. ¿Te importa si desayunamos primero?

– Te doy cinco minutos.

– Qué amable.

Mientras Jane preparaba el desayuno, Gil examinó sus planos y no dejó de hacer comentarios. Desayunaron con hambre. De vez en cuando, Gil hacía alguna anotación tras un momento de inspiración. Para cuando terminaron de desayunar, había rellenado otra media hoja de papel.

Aquella mañana fue algo terrible. Llegaron tres empleados del ayuntamiento y comenzaron a levantar un andamio según las instrucciones que Gil les iba dando. Al igual que el día anterior, su autoridad natural se impuso mientras insistía en que se le obedeciera hasta en el mínimo detalle, y aquellos que intentaron saltarse alguno sin importancia, tuvieron que volver a hacer el trabajo.

– No se le escapa nada. ¿verdad? -observó uno de los empleados con cierto resentimiento-. Lo siento por usted, señora. ¿Con usted es también así de autoritario?

– ¿Conmigo? -Jane lanzó un suspiro-. Se le ha olvidado que existo.

Jane se arrepintió de sus palabras cuando Gil la mandó al campo a cavar pequeños hoyos desde donde se iban a lanzar los cohetes.

– De quince centímetros de profundidad por lo menos y de nueve de ancho. Y ladeados, hacia el lado opuesto a los espectadores.

Jane hizo lo que pudo, pero cuando Gil fue a inspeccionar lo que había hecho, dijo críticamente:

– Demasiados anchos.

– Son nueve centímetros.

– Son, por lo menos, once o doce.

– Nueve u once, qué más da.

– No, no vale. Demasiado ancho es tan malo como demasiado estrecho. El tubo tiene que entrar ajustado, no puede quedar holgura porque el casquillo podría ir en dirección contraria. Vuelve a llenar los agujeros y haz nuevos a unos centímetros de los que ha cavado.

– ¡Sí, señor!

– Ah, otra cosa, esta hierba está bastante alta, será mejor que la cortes donde vayas a cavar el agujero.

– ¿Algo más?

Gil sonrió y le besó la punta de la nariz.

– Si se me ocurre algo más, te lo diré -contestó Gil en tono provocativo.

Al instante, se dio media vuelta y se olvidó de ella.

Jane pidió prestadas unas cizallas para cortar la hierba a uno de los empleados del ayuntamiento y se puso a trabajar de nuevo, pensando que no había emprendido aquel viaje para eso. Para mayor frustración, Perry insistió en unirse a ella en la tarea, con lo que, de vez en cuando, Jane tenía que pararse para no correr el riesgo de cortarle una oreja.

– Vamos, vete, tontaina -le dijo por fin con enfado.

Perry se marchó, la imagen viva del pesar, pero volvió en cuestión de segundos. Jane cayó hasta asegurarse de que, esta vez, el agujero era perfecto; después, llamó a Gil para recibir su aprobación.

– Anchura perfecta y ángulo perfecto -declaró él.

– ¿Pero? -preguntó ella.

– No la profundidad suficiente.

– No la profundidad suficiente -repitió ella con rebeldía mientras Gil se alejaba-. No la profundidad suficiente. Perry, ¿qué te parece si cavamos un agujero lo suficientemente grande para enterrarle? A ver qué dice entonces. Aunque, probablemente, diría: «no es el ángulo correcto». ¿Para qué me he molestado en venir? ¡Vaya un romance a la luz de la luna! ¡Pua¡ ¡Y Sarah creía que iba a ser un viaje memorable! ¡Sí, menudo! De lo único que me voy a acordar es del dolor de riñones y de un hombre que se transformó en Genghis Khan delante de mis propios ojos. Sí, Gil; como tú quieras, Gil… ¡Vete, perro!

Después de cavar venía el relleno. Dentro de cada agujero iba una bolsa de plástico, y dentro se metía la cubierta de cartón del cohete que contenía el casquillo. El plástico era para evitar que el cartón se humedeciera con la tierra mojada.

Cuando Jane terminó veinte agujeros, volvió a sentirse rebelde.

Sin embargo, al mismo tiempo, no le quedaba más remedio que admirar en Gil su obsesión por la seguridad mientras le enseñaba cómo encenderlos.

– Que no se te ocurra nunca inclinarte sobre el cohete mientras lo estás encendiendo -le dijo una y otra vez-, hazlo con los brazos estirados. Y si no prende al momento, échate para atrás. No te asomes para ver lo que pasa porque es justo entonces cuando se dispara. ¿Está claro?

– Por supuesto que está claro -dijo ella mareada-. Cuando alguien me repite algo diez veces seguidas, me queda claro. Soy tonta, pero no tanto.

Gil sonrió maliciosamente.

– Estoy un poco insoportable hoy, ¿verdad?

– Sí -pero su sentido de la justicia no le permitió dejarlo así-, pero te comprendo.

– La seguridad es importante -declaró Gil-, no quiero que arriesgues tu vida ni tu vista. Y ahora, sigamos con el trabajo.

La besó brevemente, pero Jane tuvo la sensación de que estaba pensando en otras cosas. Mientras se alejaba, Jane se preguntó cómo se le había ocurrido pensar que ese hombre era irresponsable.

Por fin, Gil se declaró satisfecho.

– Y ahora, a cenar. Y creo que deberíamos cenar como es debido, tenemos que estar fuertes para el trabajo que nos espera.

– En ese caso, ¿qué te parece si vamos al restaurante que vimos anoche al pasar? -sugirió Jane con imágenes de una romántica cena para dos.

Pero Gil sacudió la cabeza.

– No quiero dejar todo esto así -Gil indicó a su alrededor-. Nunca se sabe si a alguien no se le ocurrirá la idea de jugar con esto. Lo mejor es que vaya a comprar unos filetes. Podemos comer fuera, así no perderé de vista esto. ¿No te parece una buena idea?

– Maravillosa -contestó Jane sin entusiasmo.

Pero no le quedó más remedio que admitir que Gil tenía razón cuando vio que algunos chiquillos de la localidad habían traspasado la cuerda de seguridad y se estaban subiendo al andamio. Gil se deshizo de ellos con firmeza y acabó el resto de la comida sin quitarle los ojos al campo. No quiso el vino que Jane le ofreció, se conformó con agua mineral.

– Nunca bebo antes de los fuegos -explicó él; pero, al instante siguiente, le dedicó a Jane una sonrisa que la dejó sin habla-. Perdona, he hablado como un pedante, ¿verdad? Lo que pasa es que esto es muy importante para mí.

– Y yo que creía que eras un vivalavirgen -dijo ella burlándose de sí misma.

– Lo soy para muchas cosas, pero no para esto. Esto es terriblemente serio. Tengo que salir adelante. Tengo que…

Jane vio que su mirada estaba perdida y que parecía haberse olvidado de ella.

– Gil…

Él volvió a la tierra.

– Bueno, voy a echar una última mirada a todo -dijo Gil.

Agarró la linterna, porque ya había oscurecido, y se marchó. Jane se lo quedó mirando mientras se alejaba, sorprendida por lo que acababa de ver. Sabía que Gil tenía un temperamento artístico y la habilidad de un artesano, pero había visto otra cosa en sus ojos: una determinación de increíble intensidad.

Llegó el momento del espectáculo. Jane estaba nerviosa, quena hacerlo bien. No era su primer espectáculo juntos, pero si el primero en el que había contribuido. No podía soportar la idea de desilusionarle.

Gil se colocó en la parte de atrás, dejando a Jane a cargo del equipo de música. En la oscuridad, lo único que ella veía era la linterna de Gil. Por fin, Gil encendió y apagó dos veces, la señal para que Jane pusiera en marcha la música.

En el momento en que sonaron los primeros acordes de Handel, Gil se acercó a un interruptor. Jane corrió a colocarse en su sitio, lista para encender el siguiente grupo de cohetes cuando los primeros casi se habían apagado. Calculó el tiempo perfectamente, enviando lluvias de colores al cielo en el momento justo, y fue premiada con un «bien hecho» de Gil mientras pasaba corriendo por su lado.

Más cohetes, más explosiones. En una ocasión, Jane no encontró el sitio y miró confusa a su alrededor, pero Gil le agarró el brazo y le señaló un punto.

– ¡Allí!

Y Jane volvió a estar donde tenía que estar.

Diez minutos más. Cinco. Jane estaba entusiasmada. Quería que aquello durase toda la vida. La cacofonía del final fue ensordecedora y las explosiones interminables.

El último cohete se apagó. La multitud exclamó un largo «Ahhhhh!» de satisfacción, seguido de aplausos. El espectáculo había concluido y la gente comenzó a marcharse.

– ¡Lo hemos conseguido! -gritó Gil-. Nuestro primer espectáculo juntos.

– ¿Ha salido todo bien? -preguntó ella.

– Todo un éxito. Eres maravillosa.

Gil la estrechó en sus brazos y la besó. A Jane le dio vueltas la cabeza cuando se dio cuenta de que «su» momento había llegado. Los labios de Gil eran cálidos y firmes, y la llenaron de placer. A pesar del cansancio su cuerpo respondió ansioso. Lo amaba y lo deseaba con locura.

Gil se apartó de ella y lanzó un suspiro.

– Bueno, creo que tenemos que ponernos a trabajar. El hermoso sueño se desvaneció Jane abrió los ojos.

– ¿A trabajar? ¿Es que hemos hecho otra cosa en todo el día?

– Tenemos que ir a recoger los cohetes que no han estallado, siempre hay alguno que otro.

– ¿Y tenemos que hacerlo ahora? -gritó ella.

– Sí, me temo que sí.

– Pero si es de noche…

– Lo haremos con linternas.

Gil se subió a la caravana y, al momento, salió con dos cubos llenos de agua.

– Si encuentras algo, agárralo con cuidado y mételo en el cubo. Toma, tu linterna.

Pasó media hora antes de que Gil dijese:

– Está bien, creo que ya los hemos recogido todos. Vamos a dejarlo.

Sacó a Perry de la caravana, donde lo había dejado por motivos de seguridad, y se lo llevó a dar un paseo mientras Jane preparaba algo de comer. Mientras cocinaba, Jane preparó un discurso que creía que debía dar lo antes posible. Era necesario dejar algunas cosas claras.

– Gil, creo que es hora de que aclaremos qué estoy haciendo aquí… -no, así no-. No he venido a este viaje para ser tu ayudante. He venido porque te quiero, pero podría haberme quedado en casa.

Esos eran sus verdaderos sentimientos, pero a Jane le pareció que el enfoque era algo agresivo. Además, no sabía si era conveniente confesarle su amor debido a que ya no estaba segura de lo que Gil sentía por ella.

Se preguntó si Gil se arrepentía de haberla invitado, pero se sentía incapaz de echarse atrás. ¿Le parecería excesiva aquella intimidad?

Gil regresó bastante tarde y casi sin respiración.

– Es culpa de éste -dijo señalando a Perry-. Tiene un año de edad y acaba de descubrir que la vida no se reduce a intentar darles caza a los gatos. Ha visto a una bonita perra, pero ella no estaba interesada en él.

Después, miró a Perry que tenía expresión inocente.

– Sinvergüenza. Cuando una chica te dice que no, es que no. ¿Está la comida lista?

– Sí -respondió Jane.

A Jane se le ocurrió que hablar del amor, en cualquiera de sus formas y con independencia de la especie, podía ofrecerle la oportunidad que necesitaba. Así pues, decidió preguntar sobre la actitud amorosa de Perry. Gil rió mientras le contaba la anécdota.

– El muy tonto ha intentado ligar, pero no le ha servido de nada el esfuerzo. La dama en cuestión se llama Fifi la Luna, según su dueña.

– ¿Os habéis puesto a hablar?

– Sí, me he puesto a hablar con ella para evitar que me denunciara por daños, aunque te aseguro que Fifi no necesita que la protejan mucho. Es la mitad que Perry, pero le ha dado un mordisco de muerte. La próxima vez que vayas detrás de una chica tendrás más cuidado, ¿verdad, hijo?

– Si se enamora, no creo que tenga más cuidado -comentó Jane, llenando el vaso de Gil de vino-. ¿Quién se preocupa cuando se trata del amor?

Gil sonrió maliciosamente.

– En este caso, no ha habido nada de amor, sino un bofetón. Y ha sido Perry el que ha recibido el bofetón.

Era inútil. Gil había adoptado su tono burlón y bromista. Jane estaba segura de que utilizaba el humor para mantener una distancia emocional entre ambos.

Jane se obligó a reír, aunque no le apetecía. Fregaron y recogieron entre los dos, y ella hizo las camas mientras Gil preparaba a Perry para pasar la noche. Cuando Gil regresó, Jane había decidido que, si no le hablaba esa noche, no lo haría nunca. Así que esperó a que él se metiera en la cama y la luz estuviera apagada.

– Gil…

– Mmmm.

– ¿No te parece que…? Verás, quería decirte que… Antes de que empezáramos el viaje… Bueno, ya sé que no nos conocíamos muy bien, pero… me parece que… ¿Gil? ¿Gil?

Gil se había quedado dormido.

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