A Jane se le hizo interminable la semana que Gil estuvo ausente.
Sarah fue asentándose en su nuevo hogar y disfrutaba la vida. Andrew llamaba por teléfono cada dos días para preguntar por su esposa.
– Está bien -le decía Jane-. ¿No quieres hablar con ella?
– ¿Para qué? Sé lo que está haciendo, derrochar el dinero. Acaban de enviarme el balance de la cuenta corriente.
– Cuando te arruines, no podrá gastar más.
– Puede que sea una desagradecida y una irresponsable, pero sé cuál es mi deber hacia mi esposa, aunque ella no sepa cuál es su deber respecto a mí. Dile que he metido mil libras más en la cuenta, aunque no dudo de que se las gastará en un abrir y cerrar de ojos
– ¿Por qué no se lo dices tú?
– Porque no quiero hablar con ella -Andrew colgó el teléfono.
– Ya habéis salido de los números rojos, Andrew ha metido otras mil libras -le dijo Jane a Sarah.
– ¡Estupendo! Ahora podré comprarme un abrigo nuevo.
Sarah había llamado por teléfono a todos sus amigos y había recibido toda clase de invitaciones. El correo de Jane era menos interesante.
– ¿Qué pasa, hija? -le preguntó Sarah una mañana mientras desayunaban.
– Nada, es sobre mis vacaciones -contestó Jane-. Me han escrito de la oficina central para decirme que aún me quedan dos semanas de vacaciones del año pasado, pero si no las tomo antes de finales de junio, las perderé.
– Pues tómate unas vacaciones inmediatamente.
– No me queda casi tiempo, Ya he reservado otras dos semanas este año, pero estaba pensando en dejarlas pasar también.
– No empieces a dejar de tomar tus vacaciones -le advirtió su abuela-, sé a lo que eso conduce. Tómate las cuatro semanas juntas y diviértete.
– Soy nueva en este puesto, cuatro semanas es demasiado tiempo para estar fuera de la oficina.
– ¡Cuántas veces he oído lo mismo! -exclamó Sarah-. No quiero verte acabar siendo víctima de esa trampa.
Fue un mal día en el banco Jane consideró el trabajo que tenía y se preguntó si siquiera podría tomarse dos semanas de vacaciones. Volvió a casa a las ocho y el piso estaba vacío; en la mesa de la cocina, encontró una nota de su abuela:
Si tu abuelo llamase, dile que he salido Con un jovencito.
Jane no perdió el tiempo preguntándose quién sería el jovencito. Gil debía haber vuelto. El corazón le dio un vuelco, pero luego se le encogió. Podía haber vuelto, pero no estaba allí con ella, sino divirtiéndose con Sarah.
Ligeramente enfadada, Jane decidió disfrutar los placeres de comer una tortilla en solitario acompañada de agua mineral. Después, escribió un informe para la oficina central, aunque no dejaba de pensar en los dos «locos» que habían salido juntos a divertirse.
Era más de medianoche cuando volvieron.
– ¿Aún levantada, cariño? -preguntó Sarah-. Deberías estar durmiendo.
– Y tú -respondió Jane, indignada-. ¿Qué horas son éstas?
– Las doce y media -dijo Gil inmediatamente-. ¿Qué hora te parece a ti que es, Sal?
– Yo diría que son las doce y media.
Los dos se echaron a reír y se estrecharon la mano. Jane los miró con desesperación. Era imposible hablar con sentido común a dos personas tan ensimismadas la una con la otra.
– Lo he pasado maravillosamente bien -anunció Sarah-. Gil me ha enseñado su encantadora casa…
– Y Sal me ha preparado la mejor cena de mi vida -dijo Gil.
– ¿Y quién es Sal? Si puedo preguntarlo, por supuesto -dijo Jane mirando a Gil fríamente.
– Yo, querida -dijo Sarah-. Hemos decidido que le sienta bien a mi nueva personalidad.
– La chica más animada de la ciudad -declaró Gil con un brazo sobre los hombros de Sarah.
– Debería daros vergüenza -dijo Jane, tratando de adoptar un tono severo.
Pero Sarah parecía más feliz de lo que Jane la había visto nunca. Sus ojos brillaban y sujetaba un ramo de rosas rojas.
– Mira lo que me ha comprado Gil. Voy a ir a ponerlas en agua.
Sarah se alejó, dejando a Gil y a Jane mirándose.
– ¿Me has echado de menos? -preguntó Gil.
– No, en absoluto.
– Pues es una pena, yo te he estado echando de menos todo el tiempo. De noche y de día. Sobre todo, por las noches -Gil suspiró profundamente-. Pero, si no es mutuo…
– Gil, esto no es justo.
– ¿Qué tiene que ver la justicia con esto?
– Me niego a contestar. Estás tendiéndome una trampa.
El no dijo nada, se limitó a sonreír mientras el corazón de Jane saltaba de un sitio a otro.
Sarah volvió con las rosas en un jarrón. Cuando lo colocó, bostezó exageradamente.
– Dios mío, qué cansada estoy. Creo que me voy a la cama ahora mismo. Buenas noches.
Le dieron las buenas noches sin dejar de mirarse; en el momento en que Sarah desapareció, el uno se arrojó a los brazos del otro. El beso de Jane conllevaba toda la añoranza de una semana, y la presión de los labios de Gil la hizo saber que él sentía lo mismo. La magia estaba allí de nuevo, las paredes se desvanecieron y el cielo volvía a llenarse de luz y color. Su mago había regresado y volvía a haber magia en el mundo.
Sin embargo, misteriosamente, mientras el hechizo seguía allí, los poderosos brazos que la estrechaban la hicieron sentirse totalmente a salvo, y eso no lo comprendía. Era como volver al lugar al que pertenecía, a su hogar, aunque no se parecía en nada a lo que había imaginado que sería.
A pesar suyo, Jane apartó los labios de los de él.
– Está bien, admito que te he echado de menos estos días.
– ¿Mucho?
– Sí, mucho.
– Yo a ti también. Y va a ser peor, porque voy a estar fuera unas semanas. Tengo un montón de trabajo. Voy a ir hacia el norte y no me va a dar tiempo para volver entre espectáculo y espectáculo.
Gil la abrazó con fuerza y añadió:
– Jane, ven conmigo.
– Pero… ¿cómo?
– Tienes varias semanas de vacaciones, Sarah me lo ha dicho. Podríamos pasarlas juntos, los dos solos viajando y montando fuegos artificiales.
– No digas eso, por favor, es demasiado maravilloso. No puedo dejar a Sarah sola.
– Ha sido idea suya.
– ¿Qué? Bueno, es cierto que me ha dicho que me vaya de vacaciones, pero estoy segura de que no quería decir que me convirtiera en una gitana durante un mes. ¿Estás seguro de que la has entendido bien?
– No soy yo quien no la ha entendido, sino su familia durante años. Y puede que no me lo haya dicho pensando en ti, sino en ella misma. Puede que quiera divertirse sola.
– ¿Pero qué va a hacer mientras yo estoy fuera?
– Jane, cielo, eso no es asunto tuyo. Puede que tenga setenta años, pero también tiene buena salud. Deja de ser la representante de la familia y deja que se divierta.
– Es que tengo la sensación de que debería hacer que volviera con Andrew.
– Eso es decisión suya -dijo Gil con firmeza-. Quizá nunca vuelva con él, ¿se te ha ocurrido pensar en ello?
– No, no, es imposible. A pesar de todo, quiere a Andrew.
– ¿Sí? ¿Qué me dices del otro tipo?
– ¿Qué otro tipo? -Jane se lo quedó mirando-. ¿Estás insinuando que Sarah ha sido infiel?
– No lo sé. Puede que ocurriese antes de casarse pero sé que ha habido otro.
– Gil, ¿qué es lo que te ha contado Sarah?
– Directamente, no mucho. Me ha hablado de su correcto matrimonio, pero he notado que había algo más. No me ha dicho claramente que había estado enamorada de otro, pero estoy convencido de que así es. Quizá me equivoco, puede que me esté dejando llevar por la imaginación.
Pero Jane ya no estaba segura de nada. Había empezado a darse cuenta de que no conocía a su abuela; quizá Gil, sin los prejuicios de la familia, veía las cosas con más claridad.
– Bueno, será mejor que me vaya ya -dijo él-. Me marcho la semana que viene, haz lo posible por venir conmigo.
– Seria maravilloso. Si pudiera…
Gil la besó en los labios y se marchó.
Jane entró a la habitación de su abuela y la encontró despierta.
– No podía dormir, lo he pasado maravillosamente bien. ¡Tienes mucha suerte, hija! Gil es un hombre encantador, me ha tratado con la misma galantería como a una jovencita. ¿Cuántos hombres son tan atentos con una anciana y no se les ve aburridos?
– Sí, es una persona encantadora -dijo Jane.
– Aunque, por supuesto, no lo ha hecho sólo por mí, soy realista. Lo que quería era hablar de ti; pero, de todos modos, ha sido muy atento. ¡Y tan atractivo!
Jane arqueó las cejas y su abuela se apresuró a añadir:
– Hay cosas que incluso a una vieja como yo no le pasan desapercibidas.
– ¿En serio? Cuenta, cuenta.
– Ya sabes de qué estoy hablando. Si un hombre tiene gancho, siempre lo tendrá. Por supuesto, hay hombres que no lo tienen y jamás lo tendrán. Desgraciadamente, es con esos con los que una mujer suele acabar condenada a pasar el resto de la vida, pero… -Sarah tomó la mano de su nieta-. Oh, hija, no lo desprecies.
– No sé, Sarah -dijo Jane despacio-. Estoy muy confusa desde que lo conozco.
Jane miró a su abuela a los ojos.
– Gil dice que estuviste enamorada de otro.
– Sí, claro que lo ha notado. Me parece que Gil lo nota todo.
– Entonces, ¿es verdad?
– Sí, sí que lo es. Hubo un hombre antes de que me casara con Andrew. Era actor. Yo también quise ser actriz.
– No lo sabía -dijo Jane.
– Fue en los cuarenta -aclaró Sarah-, cuando la carrera de actriz no era suficientemente respetable para una mujer. Mis padres me dejaron entrar en una compañía de teatro amateur, en la creencia de que así se me pasaría pronto el capricho. Y entonces, lo conocí -los ojos de Sarah brillaron con el glorioso recuerdo-. Íbamos a escaparnos juntos y a hacernos actores profesionales. Pero luego…
Sarah suspiró y volvió a la realidad.
– Mis padres me obligaron a romper con él. Los padres podían hacer ese tipo de cosas en aquellos tiempos. Dijeron que no era el hombre «adecuado». El se marchó y jamás volví a tener noticias suyas. Por fin, me casé con Andrew. El trabajaba en un banco y era «adecuado».
– Oh, Sarah… ¿Lo querías mucho?
– Sí, mucho. Pero tuve que dejarlo y casarme con un sosaina.
– No deberías llamar a Andrew sosaina.
– Un sosaina -repitió Sarah firmemente-. Ha sido un buen marido, según sus valores. Ha trabajado mucho, ha sido fiel y, a su manera, es cariñoso. Pero jamás he olvidado al actor. Solía regalarme rosas rojas.
– ¿Como Gil?
– Exactamente. El sí que entiende que una mujer debería tener rosas rojas cuando es joven -Sarah le dio una palmada en la mano a su nieta-. Vete con Gil.
– Si pudiera…
– Claro que puedes. Tienes que creer que puedes. Mañana, cuando llegues al trabajo, diles que quieres tus cuatro semanas de vacaciones. Pásalas con Gil. No desaproveches esta oportunidad, no te pases el resto de la vida preguntándote lo que podría haber sido.
Al día siguiente, tan pronto como llegó al trabajo, Jane llamó a la oficina central para reservar sus vacaciones. Habló con la secretaria de Henry Morgan, un hombre pedante y estirado que se había opuesto a que le concediesen a ella el puesto de directora. La posibilidad de que accediese a darle cuatro semanas consecutivas era remota, y la secretaria lo dejó muy claro cuando, con voz gélida, le dijo que lo llamaría con la respuesta.
Después de una hora aún no la habían llamado, y Jane lo tomó como mala señal. El teléfono sonó.
– ¿Sí? -dijo ella con voz tensa.
– El señor Grant está aquí -le dijo a Jane su secretaria-. ¿Puede verte?
– Si, dile que pase.
Kenneth apareció sonriente.
– No estoy citado, pero seré breve -dijo Kenneth-. Mi madre quiere que pases tus vacaciones con nosotros.
– Es muy amable de su parte, pero…
– Sabe cómo están las cosas entre los dos y espera que ultimemos los detalles cuanto antes.
– Espera un momento, no sé de qué estás hablando -protestó Jane-. ¿Podrías decirme cómo están las cosas entre los dos?
– Estoy hablando de nuestro matrimonio.
– ¿De nuestro qué? Es la primera noticia que tengo de que vamos a casarnos.
– Bueno, ya sé que no me he arrodillado para pedírtelo, pero…
– Ni siquiera lo habías mencionado.
– Creí que se daba por entendido. Estamos hechos el uno para el otro…
– Kenneth, no voy a casarme contigo. Siento mucho que creyeras lo contrario.
La sonrisa de Kenneth siguió ahí.
– No es mi intención presionarte, no tomes ninguna decisión todavía. Pasa unos días en mi casa y cuando te des cuenta de lo bien que encajamos…
– No puedo casarme contigo porque encaje en tu casa.
– Creo que me he expresado mal…
– Da igual, no te molestes. Me voy con… un amigo.
Kenneth apretó los labios.
– ¿Con un hombre?
– Sí, claro que con un hombre -un súbito espíritu de rebeldía se apoderó de ella-. Se dedica a viajar por todo el país montando fuegos artificiales. Me voy con él a pasar un mes.
Kenneth se la quedó mirando.
– ¿Has perdido el juicio?
– Sí, exactamente, lo he perdido. Eso es exactamente lo que he hecho, he perdido el juicio y estoy encantada.
– Pero… esto no es propio de ti.
De repente, Jane comprendió cómo se sentía Sarah.
– Es lo mismo, Kenneth. No voy a casarme contigo.
El la miró con expresión paternalista.
– Adiós, querida. No hagas una tontería como pedir a la oficina central cuatro semanas seguidas de vacaciones, tu reputación jamás se recuperaría.
Kenneth se marchó antes de que ella pudiera expresar su indignación.
Recuperando la compostura, Jane llamó a su secretaria por el teléfono interno.
– ¿Podrías traerme un café, por favor?
– Ahora mismo -respondió su secretaria-. A propósito, han llamado de la oficina central y han dicho que no hay problema, que puedes tomarte cuatro semanas de vacaciones.
Una semana más tarde, Jane estaba en el vestíbulo de su casa rodeada de bolsas de viaje lista para embarcarse en una verdadera aventura. Quizá sólo fuesen cuatro semanas viajando en una caravana, pero a ella le parecía el viaje de su vida.
Gil apareció y bajó las bolsas. Jane, algo nerviosa, miró a su alrededor.
– No te preocupes, no se te ha olvidado nada -le dijo Sarah, interpretando su expresión correctamente-. Vamos, vete y disfruta.
Jane abrazó a su abuela, pero una voz desde la puerta interrumpió el momento.
– Oh, menos mal que he llegado a tiempo.
– ¡Kenneth! -exclamó Jane-. ¿Qué estás haciendo aquí?
– He venido como amigo -dijo él en tono grave-. He venido porque estoy preocupado por ti. Buenos días, señora Landers.
– Es un placer verte, Kenneth -dijo Sarah educadamente, pero con falsedad.
– Por favor, permítame que le diga que siento mucho los recientes y desgraciados acontecimientos en su vida, espero que todo acabe bien.
– ¡Desgraciados acontecimientos! ¿De qué estás hablando? -preguntó Sarah-. Lo estoy pasando de maravilla.
Kenneth sonrió como si comprendiese perfectamente.
– Tiene usted mucho valor. Me alegra saber que Jane cuenta con usted. De todos modos, me sorprende que no la haya disuadido de hacer este viaje, pero…
– No sólo no la he disuadido, sino que la he animado a que lo hiciera -dijo Sarah con vehemencia-. Me gusta mucho Gil.
– Bueno, por supuesto, si usted lo conoce y le parece bien…
– Es un hombre excelente -declaró Sarah.
Gil apareció en ese momento. Se dio cuenta de la escena y en sus ojos apareció un brillo burlón y travieso. Al momento, se apoyó en la puerta con aire de chulo.
– Eh, Jane, ¿qué pasa? ¿Vienes o no, colega?
Jane hizo un verdadero esfuerzo por no echarse a reír.
– Kenneth, éste es Gil. Gil, te presento a Kenneth.
Gil se examinó las manos ostensiblemente; después, se las limpió en los pantalones y luego extendió una para estrechar la de Kenneth, quien respondió con desgana.
– ¿Ese carro que hay ahí abajo es suyo? -preguntó Gil-. Hablo del azul.
– Tengo un Mercedes azul -confirmó Kenneth.
– No está mal el cacharro. No es birlado, ¿verdad?
– Si se refiere a si no es robado, la respuesta es no.
– Le doy mil libras por él.
Kenneth se volvió a Jane.
– Creí que tenías mejor gusto -murmuró Kenneht-. Adiós, buenos días.
La puerta se cerró tras él.
– Gil, querido, no ha estado bien lo que has hecho -le reprochó Sarah con cariño.
– Lo sé, pero no he podido resistirlo. Estaba claro que esperaba encontrarse lo peor, y cuando tú le has dicho que yo era un hombre encantador… no he podido evitarlo.
– Bueno, marchaos ahora mismo de aquí -les ordenó Sarah.
– Jane, ¿estás lista?
– Sí -respondió ella-. Sarah, ¿en serio vas a estar bien?
– Perfectamente cariño. Vamos, marchad ya.
– Está bien, está bien. Ah, un momento, no te olvides de…
– Gil, llévatela de aquí ahora mismo.
Sonriendo, Gil agarró a Jane del brazo.
– Eh, ¿qué es eso? -preguntó Gil al notarle un bulto en el bolsillo.
– Mi teléfono móvil.
– Déjalo en casa.
– Es muy útil si…
– Sí, muy útil para mantenerte en contacto con el banco. Déjalo. No necesitas hablar con nadie que quiera hablar contigo. Toma, Sal, atrápalo.
Con gran indignación, Jane vio a Gil tirar el teléfono para que Sarah lo pillara al vuelo, y ella lo agarró.
– Llévatela, Gil -repitió Sarah.
Gil le echó un beso al vuelo también y sacó a Jane de la casa; después, cerró la puerta.
– ¡Qué atrevimiento!
– Sí, de acuerdo.
– Gil, espera un momento, tengo que ver si he…
– Olvídalo.
Gil tiró de ella hacia el ascensor.
– ¡Eh! -protestó Jane.
– Si no tomo medidas drásticas, aún estaremos aquí esta noche.
Tan pronto como entraron en el ascensor, Gil la estrechó en sus brazos.
– Aquí no nos podemos besar bien, pero haremos lo que podamos -le murmuró él junto a los labios.
– Sí, sí…
Perdida en aquel placer, no notaron que habían llegado abajo y que las puertas se abrieron, ni oyeron un jadeó de reproche. Por fin, algo en el tenso silencio, se hizo notar.
– Hola, Kenneth -dijo Gil en tono amistoso mientras salía del ascensor con Jane.
Kenneth la sujetó por el brazo.
– He venido aquí a hacerte entrar en razón, a decirte que aún no es demasiado tarde si…
– No, es demasiado tarde desde hace mucho tiempo -le dijo ella-. Esto es lo que intentaba explicarte el otro día. Adiós, Kenneth. Olvídame y búscate a una mujer digna de ti.
Aún en una nube de felicidad, dejó que Gil la llevase hasta el vehículo. Al cabo de unos minutos, estaban de camino.
– Es extraño -dijo Jane-. Debería avergonzarme de mí misma, pero no lo estoy. Oh, esto va a ser maravilloso.
– Cariño, tengo que confesarte algo -dijo Gil tímidamente.
– ¿Qué?
– Mira en la parte de atrás.
Jane se volvió y se encontró con los ojos fijos en los de un perro de caza.
– Se llama Perry -dijo Gil.
– No me habías hablado de la ganadería.
– No sabía cómo ibas a reaccionar. No eres alérgica a los perros, ¿verdad?
– ¡Y ahora me lo preguntas! No, no soy alérgica a los perros, la verdad es que me gustan.
– Perry tiene muy buen carácter -le aseguró Gil.
Al examinar la cabeza marrón, cerca de la suya, Jane vio que los ojos de Perry eran inteligentes y cariñosos. Cuando extendió la mano con gesto vacilante; al momento, el perro le puso la cabeza encima.
– No sabía que tenías un perro -dijo ella-. ¿Cómo es que no lo había visto antes?
– Bueno… la verdad es que no es realmente mío, aunque… En fin, supongo que ahora sí es mío.
– ¿Puedes explicarte un poco mejor?
– No, me temo que no. Digamos que es mío.
– ¿Y de dónde ha sacado ese nombre?
– Es el diminutivo de Pendes.
Jane lanzó una carcajada.
– ¿Pericles? ¿Que le llamas a un perro Pendes?
– He conseguido abreviarlo y dejarlo en Perry, pero el perro no está dispuesto a hacerme más concesiones.
Una de las bolsas de Gil que habían dejado en el asiento trasero tenía bocadillos para el almuerzo, y Perry pronto mostró su interés en la bolsa. Jane trató de resolver el problema poniéndose la bolsa encima, pero sólo consiguió que la situación empeorase. Al final, sacó los bocadillos y se los dio a Perry; tras ese gesto, la paz volvió a reinar.