La cena estaba perfectamente organizada y presentada, como siempre era con Kenneth. A las siete en punto, la recogió en su pequeño apartamento y la llevó en su inmaculado coche al restaurante más caro de Wellhampton. Allí, el jefe de camareros les saludó como correspondía a los buenos clientes y a Jane le sirvieron inmediatamente su aperitivo preferido.
En aquella atmósfera familiar y junto a Kenneth podía relajarse. El tenía treinta años, aunque parecía y hablaba como si tuviera más edad. Tanto su cuerpo corno su actitud habían adquirido cierto aplomo, a pesar de ser un hombre joven. Imágenes prohibidas de un cuerpo esbelto comenzaron y atlético pasaron por la cabeza de Jane. Gil Wakeman era cinco años mayor que Kenneth; sin embargo, su encanto le hacía parecer…
Jane recuperó la compostura.
– Me gusta mucho salir contigo, Kenneth -declaró Jane con firmeza-, te lo digo en serio.
– Querida, me encanta oírte decir eso, pero… ¿es necesaria tanta vehemencia? -preguntó Kenneth, mostrando ligera sorpresa.
– ¿Lo he dicho así?
– Lo has dicho como si estuvieras anunciando una medida política a la prensa.
– Simplemente, se me ha ocurrido que quizá no te diga con frecuencia lo mucho que te aprecio.
– Te lo recordaré la próxima vez que necesite un préstamo.
– No hablemos de préstamos esta noche, por favor.
– Sólo era una broma, pero te pido disculpas. Se me estaba olvidando.
– ¿Qué se te estaba olvidando?
– Que no sólo eres la directora de una sucursal bancaria, sino también una mujer muy hermosa.
Las palabras eran adecuadas, pero no su tono. Sus galanterías sonaban automáticas. Jane se preguntó por qué no lo había notado antes.
– ¿Qué tal van los preparativos de la celebración de las bodas de oro de tus abuelos? -le preguntó Kenneth.
– Bien. Aunque la verdad es que quien está haciéndolo casi todo es la mujer de mi hermano James. Como tienen una casa muy grande, la elegimos para la fiesta.
– ¿Vais a estar todos?
– Sí, todos, incluso mi tío Brian, el que vive en Australia. El problema es que se mantenga en secreto. Sarah y Andrew creen que se trata sólo de una cena familiar, pero cuando entren se van a encontrar con casi cien personas en la casa.
– Nunca he comprendido por qué dos personas tan tradicionales y dignas permiten a sus nietos que los llamen por el nombre de pila.
– De todos modos, mi abuelo no ha pasado por que le llamen Andy; a mi hermano Tony se le ocurrió llamarle Andy un día y le pusieron en su sitio.
– Gracias a Dios. Tus abuelos deben estar muy orgullosos de su familia. Cinco hijos, dieciocho nietos y ni un sólo garbanzo negro en la familia.
– Es un comentario algo extraño.
– Lo que es extraño es que, entre tantos, no haya salido alguno que haya dado problemas. Más aún, la banca y la abogacía son las dos profesiones que mantienen este país, y todos vosotros os habéis dedicado a una u otra de las dos.
– Se te olvida Tony, que intentó ser actor.
– Sí, pero recobró el sentido común a tiempo.
– Sí, supongo que sí. Pero me parece que no ha vuelto a ser feliz desde que se metió a trabajar en el banco.
– Bueno, no ha llegado tan lejos como tú, y dudo que lo haga, pero tiene una posición social y económica sólida.
Kenneth bebió un sorbo del excelente vino que había pedido y se recostó en el respaldo de su asiento con expresión pensativa.
– Casados cincuenta años -dijo con incredulidad-. Felizmente casados. Jamás olvidaré el primer día que me llevaste a cenar con ellos. Tu abuelo contó una anécdota muy divertida sobre un conejo, y tu abuela lo escuchaba y lo miraba completamente absorta.
– Sí, lo sé -Jane se echó a reír-. Uno no imaginaria que ha oído esa anécdota más de mil veces. Mi abuelo siempre la cuenta cuando tiene invitados, y la abuela se ríe como si fuese la primera vez que la oyera.
– ¿Lo ves? Devoción de esposa. Apoyo mutuo, tanto para lo bueno como para lo malo. Seguridad y dependencia. Esas cosas son lo que importan.
– ¿Y el amor, no importa?
– Por supuesto. La gente se casa para que el matrimonio les ayude a aguantar juntos en los momentos de crisis. Es fundamental elegir a tu pareja en base a los valores que importan, y éstos son los valores duraderos.
– Sí, pero hay cosas que no duran y que también son importantes.
– ¿Como qué?
– Como…, los fuegos artificiales. Duran sólo segundos, pero te dejan con el recuerdo de su belleza.
– Mmm. En mi opinión, la belleza se encuentra en el arte verdadero, no en un espectáculo momentáneo y efímero. Nunca he subestimado la importancia del arte para el espíritu. Una gran pintura puede inspirarte enormemente.
– Pero mirar a una pintura es algo pasajero, ¿no? Uno no puede pasarse la vida mirándola.
– No, pero se puede comprar una litografía.
– Sí, una litografía de mucho gusto -comentó Jane recordando…
– Si la eligiera yo, querida, no te quepa duda de que sería de mucho gusto.
Por cambiar de tema de conversación, Jane le preguntó qué tal le iba el negocio. Kenneth era el propietario de una constructora muy próspera que se encargaba, sobre todo, de proyectos de rehabilitación.
– Estar en una caseta en la feria de muestras ha sido una buena idea -declaró él cuando llegó el plato principal-. Derek, que es quien está en al caseta, dice que ha ido mucha gente.
– Eso es estupendo -contestó Jane educadamente.
– Lo que me ha parecido una equivocación es que hayan puesto atracciones.
– A la gente le gusta ir a las ferias a pasar el día con la familia.
– Sí, pero eso es precisamente lo que no puede ser. En las ferias de muestras se firman muchos contratos y el dinero cambia de manos, ¿qué tiene que ver una feria de carruseles con eso? ¡Y fuegos artificiales!
Kenneth continuó con comentarios semejantes durante el resto de la cena. Jane lo escuchó a medias. Mientras tomaban el café, Kenneth se miró el reloj y sacó su teléfono móvil.
– Bueno, la feria está a punto de terminar. Permíteme que llame a Derek un momento para ver qué tal ha ido todo hoy.
– ¿Por qué no vamos allí? -sugirió Jane impulsivamente.
– Es muy amable de tu parte, querida. No me vendría nada mal charlar un momento con Derek; además, nos gustaría discutir algunos asuntos financieros contigo.
Ya era de noche cuando salieron del restaurante. El trayecto a la feria en coche sólo les llevó unos minutos. Cuando Kenneth condujo hacia el estacionamiento, Jane se fijó en una caravana que había bajo unos árboles. A un lado de la caravana, se leía: Los Maravillosos Fuegos Artificiales de Wakeman pero no había rastro de su dueño.
Salieron del coche y se dirigieron al recinto de las casetas, pronto llegaron a la de Kenneth. Derek estaba hablando con un cliente, la conversación finalizó a los pocos minutos, después de hacer una cita con el cliente para la semana siguiente. Los dos hombres empezaron a hablar y. ocasionalmente, se dirigieron a Jane en busca de confirmación de algún detalle financiero. Ella respondió mecánicamente, sin prestar demasiada atención. No podía dejar de pensar que los fuegos artificiales iban a empezar al cabo de diez minutos.
Aquella noche, una extraña inquietud se había apoderado de ella, empujándola a darse una vuelta por el recinto ferial. Intentó atraer la atención de Kenneth, pero él estaba haciendo negocios. Por fin, Jane se alejó de allí.
– Damas y caballeros, los fuegos artificiales van a comenzar en los campos adyacentes al recinto… -la voz procedía de unos altavoces.
Jane llegó cuando los primero cohetes estallaron dejando rastros de luces doradas. La multitud miraba hacia el cielo y exclamaba.
Jane vio a Gil subido a una plataforma, lanzando los cohetes. Las luces y las sombras le conferían el aspecto de un mago. Jane lo observó con fascinación. Podía encender el fuego. Era mágico. Y, hasta ese momento, en la vida de Jane no había habido magia.
Gil lanzó tres cohetes, uno después del otro; al llegar a lo más alto, estallaron en nubes de lluvia dorada. La gente jadeó encantada cuando, por separado cada uno volvió a estallar en luces multicolores que cayeron como paraguas.
Más cohetes estallando como flores en el negro firmamento. Colores increíbles. No sólo colores, sino tonos de luces. Luz. Belleza. Había arte, pero también inteligencia.
Jane miró a su alrededor. Como Gil había dicho, todos miraban hacia arriba con ojos brillantes y una sonrisa en los labios. Los rostros de los niños estaban maravillados.
Y entonces acabó. La última luz se extinguió en el cielo y la multitud exclamó un suspiro conjunto. Con desgana, todos bajaron los ojos hacia la tierra, de vuelta a los problemas cotidianos que, brevemente, habían olvidado.
Gil saltó de la plataforma y aterrizó casi delante de ella. Sonreía.
– Has venido. Sabía que vendrías,
– Señor Wakeman, ha sido pura casualidad que…
– Por supuesto. ¡Y gracias al cielo por las casualidades! ¿Qué sería la vida sin estas sorpresas?
– No lo sé -respondió ella devolviéndole la sonrisa-. Quizá hayas descubierto el secreto.
Un chico de unos dieciocho años se acercó.
– Gil, deja que yo recoja, por favor -dijo en tono de urgencia.
– De acuerdo, Tommy. Ya sabes dónde está el cubo, hazlo bien.
– ¿Puedo venir mañana a ayudarte?
– No -respondió Gil con firmeza-. Mañana, ve a la agencia de empleo a buscar un trabajo de verdad.
– A mí me gusta esto -protestó Tommy.
– Vamos, ponte a trabajar -le dijo Gil, sin quitar los ojos de Jane en ningún momento.
Tommy hizo una mueca, pero se marchó.
Como respuesta a la expresión interrogante de Jane, Gil dijo:
– Tommy es un joven de por aquí que no deja de intentar pegarse a mí. No puedo contratarle, pero le dejo que me haga algún trabajo que otro. Ahora, se ha ido a recoger los cohetes que no han estallado, los metemos en agua para evitar problemas. Ven, vamos.
Gil le tomó la mano y comenzó a caminar.
– ¿Adónde vamos?
– A tomar una taza de té, tengo la garganta seca.
Se detuvo delante de una furgoneta que vendía té y lo servía en vasos de plástico. A Jane le supo mejor que el vino que había bebido en el restaurante.
Jane sentía algo muy extraño que, al principio, no reconoció. Era como un placer inmenso y radiante que empezaba en el corazón y luego se extendía por las extremidades. Se sentía viva. No había sentido nunca nada parecido. Por fin, con sorpresa, se dio cuenta de que era pura y simple felicidad.
Y era por estar con él, con aquella extraordinaria criatura que creaba maravillas, magia.
Entonces, se maravilló de sí misma. ¿Qué le había pasado a la Jane Landers de siempre? Gil Wakeman sólo era un hombre que había realizado unos inteligentes trucos con pólvora y ella no era una niña fácil de entusiasmar. Sin embargo, siguió sintiéndose feliz.
– ¡Gil, vaya, aquí estás! -exclamó un hombre de mediana edad entrado en carnes que se acercó a ellos.
Gil hizo las presentaciones. El hombre en cuestión era el señor Morton, organizador de la feria.
– Los fuegos han sido muy buenos -declaró el señor Morton-. Los mejores que te he visto. Quedas contratado para el año que viene.
– Si aún sigo en este negocio -respondió Gil.
– Claro que si, vas a tener mucho trabajo. Bueno, toma tu cheque y firma aquí.
Cuando el señor Morton se marchó, Gil sorprendió a Jane mirándolo con expresión sospechosa.
– Te juro que no había planeado que se presentara aquí delante de ti -le dijo Gil con la mano en el corazón.
– Mmmm. No me sorprendería. Pero no me digas que eso de «si aún sigo en el negocio» no iba dirigido a mí.
Bueno, puedo que eso sí, pero mira -Gil le enseñó el cheque, por trescientas libras-. No está mal, ¿eh?
– De esas trescientas libras, ¿cuánto es beneficio y cuánto va en materiales para el próximo espectáculo?
– Por favor, deja de ser tan práctica -le rogó él.
– ¡Que deje de ser práctica! ¡Y quiere que el banco le preste dinero! -comentó Jane a nadie en particular.
– Bueno, ahora que lo has visto, ¿qué te ha parecido?
– Maravilloso. Y eres un artista, pero…
Gil le rozó los labios para hacerla callar, lo que provocó en Jane un dulce temblor.
– Ahora no, deja los «peros» para luego. ¿Cuánto hace que no estabas en una feria?
– Oh… años.
– En ese caso, vamos.
Sin darle tiempo para protestar, la tomó de la mano y la llevó a «La Serpiente». Al momento, Jane se vio sentada en un carrito mientras alguien colocaba una barra de metal delante de ellos.
– Estás loco -dijo Jane, riendo-. Jamás he hecho este tipo de cosas.
– Razón de más para hacerlo ahora -Gil le tomó las manos-. Olvida que eres la directora de una sucursal bancaria por esta noche. Conviértete en una niña y disfruta como disfrutan los niños.
De repente, a Jane le resultó obvio que así era como debía vivirse la vida. No podía imaginar cómo había podido vivir tanto tiempo sin comprender una verdad tan vital. Apretó las manos de Gil y lanzó un quedo gemido cuando el coche se puso en marcha.
El recorrido era circular, con dos subidas seguidas de dos bajadas vertiginosas; después de la primera, Jane se aferró a las manos de Gil. Después, recuperada de la sorpresa, se sujetó a la barra de seguridad. Pero no dejaba de escurrirse hacia abajo.
– No te preocupes, yo te sujetaré en el sitio -Gil la rodeó con un brazo mientras, con la otra mano, agarraba la barra.
Jane debería haberse sentido segura, pero era lo último que se sentía. Del mago emanaba un poder cargado de electricidad que sentía en ella misma. Debía estar loca para haber accedido a sentarse allí con él. Una mujer con sentido común saldría corriendo de esa situación.
Pero ya no era una mujer con sentido común. Al instante siguiente y bruscamente, cubrieron la serpiente con una lona, dejándoles en la oscuridad.
¡Idiota! Pensó Jane. Ahora estaba encerrada allí con aquel loco que no tenía sentido de la propiedad y, probablemente, aprovecharía la ocasión para besarla. Pero pasaron segundos y segundos, y no ocurrió nada. Jane sintió su cálido aliento en la nuca, pero Gil no se movió. Unos momentos más y descorrieron la lona. Por fin, el coche fue aminorando la marcha y se detuvo.
– Vamos -dijo él-, van a cerrar la feria dentro de una hora y todavía nos queda mucho.
– Pero…
– Date prisa, el tiempo vuela. ¿Es que no te das cuenta?
Jane se dio por vencida y se dejó llevar. Gil compró unas golosinas y se pasearon por el recinto masticando azúcar. Se montaron en el Tren Fantasma y se abrazaron fingiendo terror, gritaron y rieron. Después, compitieron en dar con el aro en una botella, Jane ganó triunfalmente.
– Has hecho trampa -se quejó Gil-. El último aro no ha llegado abajo, pero el del puesto lo ha dado por bueno porque le has sonreído.
– Tienes muy mal perder -dijo ella burlonamente.
– Está bien. Ahora dime qué vas a hacer con un globo de tres metros de alto en forma de martillo.
– Esto -Jane le dio un martillazo en la cabeza.
Gil sonrió maliciosamente y se apoderó del trofeo para dárselo a un niño que pasaba por su lado.
– Ahora me encuentro más seguro. Venga, vamos a comprarnos unos perritos calientes.
– Esta vez invito yo.
– No te queda otro remedio. Lo único que me queda es el cheque, pero no puedo cambiarlo ahora… a menos que lo hagas tú por mí.
– En este momento, imposible.
– ¡Y eres directora de banco! No te estaría mal empleado quedarte sin un cliente más.
Jane se echó a reír hasta que llegaron al puesto de los perritos calientes. Pidieron dos y dos refrescos de cereza, acompañados con patatas fritas y, de postre, dos polos.
– No vas vestida para una feria -observó él, contemplando la elegante indumentaria de Jane.
– No pensaba venir. Me había vestido para ir a cenar con Kenneth.
– ¿Y dónde está?
– Lo he perdido… en alguna parte -respondió ella vagamente.
– Bien hecho. ¿Quieres encontrarlo?
– No. Quiero subirme a la noria.
Jane comenzó a andar, pero él la detuvo,
– Eh, espera. No sé si deberías subirte a la noria así vestida. Vas a tener frío.
– ¿Qué significa esto? ¿No eras tú el hombre que creía en los placeres inesperados de la vida?
– Sí, pero…
– Pero nada. He venido aquí sin que se me pasara por la cabeza subirme a la noria, así que eso es precisamente lo que voy a hacer. Es tu filosofía, ¿no?
– Una versión de mi filosofía, pero…
– No soporto a los hombres que no practican lo que pregonan, y me voy a subir a la noria.
– ¿Con ese vestido? No es de mucho sentido común. -Jane lo miró fijamente.
– He tenido sentido común toda mi vida, esta noche estoy descansando. ¿Entendido?
Al momento, Gil se tocó un tacón con el otro y la saludó al estilo militar.
– Sí, señora. Lo que usted diga, señora.
– ¡ldiota!
Jane pagó las dos entradas y ocuparon sus asientos. Cuando la noria se puso en marcha, Jane comprendió las dudas de Gil respecto a su vestimenta. Arriba, hacía más frío. Llegaron a lo más alto y volvieron a bajar; cerca del suelo, Gil se quitó la chaqueta y se la echó a ella por los hombros.
– Gracias. Tenías razón -dijo Jane.
El sonrió maliciosamente.
– Los magos siempre tienen razón.
Arriba de nuevo, se quedaron parados un tiempo. Jane sintió el brazo de Gil sobre sus hombros. De repente, tenía una mano de él bajo la barbilla, obligándole suavemente a ladear el rostro. El roce de sus labios fue ligero, pero suficientemente poderoso como para hacerla sentirse suspendida en el aire. Volaba, estaba en otro mundo donde estrellas de muchos colores estallaban a la vez cantando música celestial.
Sin saber cómo, se encontró con la cabeza en el hombro de Gil, besándolo. Abrazándolo. Lejos, en otra vida, se vio a sí misma atrapada y asustada. Pero allí, al calor de los brazos de él, en ese hermoso lugar, no cabía el miedo, sólo la felicidad.
Los labios de Gil eran firmes y la acariciaron con gusto, incitándola, pero no exigiendo. Ese era el Gil que había visto en el banco, un espíritu libre, pero también tierno y sólido. Jane se relajó, sabía que él la mantendría a salvo de todo.
Pero incluso en ese momento, sintió algo más en su beso: una poderosa y peligrosa virilidad que la excitó. Gil no sólo era un espíritu libre vagabundo, era un hombre de instinto y misterio.
Gil la abrazó con más fuerza. Jane jadeó tras la sensación que la boca de él despertó en ella al intensificar el beso, hablando así con más elocuencia que con mil palabras. Gil le había contado las maravillas de los fuegos artificiales, pero la verdadera maravilla eran sus brazos. La deslumbraron, la abrieron nuevos horizontes jamás soñados, invitándola…
Risas y aplausos la devolvieron a la realidad. Atónita, miró a su alrededor y se dio cuenta de que habían llegado a abajo y un sonriente grupo de personas los miraba.
– ¿Cómo hemos bajado? -preguntó Jane sin comprender.
– Como todo el mundo, cuando la noria se ha movido en esta dirección -dijo él con una sonrisa.
Gil la ayudó a bajar. A Jane le temblaban las piernas aunque sospechaba que se debía al beso de Gil. Casi no podía creer que había perdido la noción del tiempo y el espacio en sus brazos no se había dado cuenta de lo que ocurría a su alrededor.
De repente, Jane tuvo una sensación de peligro.
– Gracias por dejarme la chaqueta -dijo ella devolviéndosela.
– Dámela luego…
– No, no, tengo que marcharme ya. Ya es muy tarde. Adiós.
– Jane, espera… por favor.
– Tengo que irme, lo siento -respondió ella apresuradamente.
Jane se dio media vuelta y salió de allí a toda prisa. Era demasiado honesta para no admitir que estaba huyendo, escapando de aquella magia para refugiarse en su bien ordenado mundo.
Cuando llegó a la caseta de Kenneth vio que estaba vacía. Al parecer, se había cansado de esperarla y se había marchado a casa. Jane no podía culparlo.
Fue a buscar un taxi. A su alrededor, todos los puestos estaban cerrando y las luces se apagaban.