Capítulo 1

Aún Después de seis meses, Jane seguía sintiendo placer cuando entraba en el banco y veía la placa en la puerta de su despacho: Jane Landers, Directora.

Claro que se trataba de la sucursal más pequeña de las dos de Kells Back que había en Wellhampton, una ciudad pequeña, aunque próspera. Pero a los veintiséis años, era la directora más joven del banco Kells y con un futuro brillante.

Entró, una delgada y recta figura con cabello rubio corto, enfundada en un elegante traje de chaqueta y falda gris oscuro con solapas blancas. Se había vestido con más formalidad que de costumbre debido a que al medio día iba a tener una reunión con miembros más antiguos del banco, y uno o dos querían pillarla en un renuncio. Ella no había sido su candidato preferido para el puesto y tenían la tendencia a menospreciar a una mujer; además, había cometido otro crimen, ser hermosa en un estilo clásico y ligeramente austero.

Durante las primeras semanas, Jane había tenido que imponer su voluntad con fría firmeza, lo que no había dejado de sorprender a algunos. Ahora tenía menos problemas, pero debía andarse con mucho cuidado. Su arma secreta eran un par de gafas de montura negra y sobria. Su visión era perfecta y los cristales de las gafas no estaban graduados, pero se las ponía cuando quería impresionar.

Mientras cruzaba el suelo de mármol camino de su despacho, miró al grupo de personas que esperaban para verla. El primero de la cola era un joven completamente fuera de lugar en aquel ambiente, Jane no pudo evitar quedárselo mirando. Llevaba pantalones de cuero negros con remaches metálicos a lo largo de los bolsillos, y una camiseta negra ceñida que revelaba todas y cada una de las líneas de su esbelto y musculoso cuerpo. Tenía el cabello oscuro, ondulado y revuelto, y barba incipiente que le ensombrecía, sobre todo, la barbilla y el bigote, confiriendo relieve a unos labios firmes. Tenía aspecto de bandido o de pirata.

Jane sacudió la cabeza mientras se preguntaba por qué se le había ocurrido pensar semejante tontería. De todos modos, había algo en aquel joven que cambió el ambiente. Con un esfuerzo, volvió a la realidad.

Al lado del joven estaba John Bridge, un hombre de mediana edad que no dejaba de mirarse el reloj. Después, para horror de Jane, estaba la señora Callam, una anciana viuda que vivía de una paga que cada día valía menos. La señora Callam era una mujer de otra época que no sabía nada de dinero, pero que tenía una fe ciega en que Jane le solucionaría todos los problemas.

La situación debía haber empeorado porque, al ver a Jane, la señora Callam la tomó del brazo y comenzó a hablarle de sus problemas. Al momento, el señor Bridge se interpuso.

– Por si no lo sabe, hay un orden de turno.

– Oh, Dios mío, lo siento -jadeó la señora Callam-. Lo siento, pero es que…

– No soporto a la gente que se cuela -anunció el señor Bridge en voz alta y desagradable.

– No veo a nadie que se haya colado -observó el pirata en tono ligero.

– Tonterías, Usted ha visto igual que yo a esta señora saltarse el orden de turno.

– No se ha saltado nada -respondió el joven-. Yo soy el primero y le he ofrecido cambiar de sitio con ella, ¿lo ve? -el joven se levantó y se sentó al otro lado de John Bridge, ocupando el asiento que la señora Callam acababa de dejar vacío-. Ahora, ella tiene mi sitio y yo el suyo, y usted sigue siendo el segundo, igual que antes. No hay necesidad de armar un escándalo por una tontería.

Al momento, sonrió a la señora Callam.

– No se preocupe, todo está bien.

– Oh, gracias, gracias -dijo la anciana con todo su corazón.

Después, volvió a colgarse del brazo de Jane y comenzó a hablar.

– Lo siento, no quería entrar en números rojos, y cuando vi el recargo… -la anciana casi lloraba,

– Cuando se entra en número rojos tenemos que cobrar recargo -explicó Jane amablemente-; sin embargo, tratándose de una dienta de tantos años como usted… Harry, ¿podrías venir un momento, por favor?

Un joven de rostro agradable salió de detrás del mostrador.

– La señora Callam ha entrado en números rojos sin darse cuenta -le dijo Jane-. Le retiraremos el recargo. Señora Callam, Harry va a solucionarlo todo ahora mismo.

– Oh, muchas gracias -la anciana se fue con Harry.

Jane se volvió y descubrió al pirata mirándola con una leve sonrisa que le llegaba a los ojos del azul más oscuro que Jane había visto en su vida. Sintió un sobrecogedor impulso de devolverle la sonrisa.

– ¿Voy a tener que esperar mucho más? -preguntó John Bridge en tono exigente.

– -Ya puede entrar, señor Bridge -le dijo Jane, impasible-. Aunque, como ya le he explicado en la carta que le envié, la verdad es que no puedo hacer nada en su caso.

Siguieron quince minutos durante los cuales John Bridge intentó forzarla a aumentarle el crédito que se había incrementado ya hasta pasado el límite, y por culpa de él. Su fracaso le puso aún de peor humor.

– Voy a escribir a la central para quejarme de usted -amenazó el hombre mientras Jane le acompañaba a la puerta.

– Creo que será lo mejor, hágalo -respondió ella fríamente-. Buenos días, señor Bridge.

Jane sonrió al pirata.

– Enseguida le atiendo.

– No se preocupe, no tengo prisa, estoy muy bien donde estoy -le dijo él en tono amistoso.

El pirata indicó a la señora Callam, que había vuelto y se había sentado a su lado; ahora, la anciana tenía una expresión mucho más viva y alegre.

Jane cerró la puerta de su despacho, pero aún oyó a John Bridge decir:

– No crea, no conseguirá nada con la Dama de Hierro.

– Puede que no -contestó el joven- pero la naturaleza no me ha favorecido con la simpatía y el encanto que a usted.

Jane sonrió. Aunque no sabía qué le había llevado al banco, era innegable que había animado aquel lugar.

Antes de hacerle entrar en el despacho, hizo una llamada en respuesta a una nota que su secretaria le había dejado encima del escritorio.

– El señor Grant, por favor… ¿Kenneth? He recibido tu mensaje.

Kenneth Grant era un hombre de negocios de allí con quien salía últimamente. Era recto, respetable, una fuerza viva de la comunidad y perfecto para la directora más joven de Kells, Su voz se tomó cálida al oír la de ella.

– Sólo quería ver si lo de esta noche sigue en pie -dijo él-. He reservado una mesa en tu restaurante preferido.

– Mmmm. Estoy deseando que llegue la hora.

– Me pasaré a recogerte a las siete.

– Estaré lista.

– Ya lo sé. Ésa es una de tus mejores cualidades, querida, nunca me haces esperar.

Jane lanzó una queda carcajada.

– Espero que sea una broma.

– No, claro que no lo es. Siempre eres puntual.

– Sí, pero… lo que he querido decir es…

Jane se dio por vendida. Le tenía cariño a Kenneth, pero a veces era un poco torpe. No se le había pasado por la cabeza que alabar la puntualidad de una mujer no era el camino más directo a su corazón. Sonriendo secamente, Jane colgó el auricular.

Abrió la puerta y sonrió al joven.

– Ya puede entrar.

La señora Callam le puso una mano en el brazo.

– Ha sido usted muy amable.

– Ha sido un placer, querida -le dijo el joven sonriendo y poniéndole una mano a la anciana encima de la suya.

Tenía una sonrisa radiante, cálida y encantadora, que iluminó la estancia.

El joven se puso en pie, un hombre alto y esbelto. En el despacho de Jane, se sentó en una silla frente al escritorio y estiró las piernas hasta encontrarse cómodo. Era una figura incongruente con la severidad de la oficina, más por el brillo de sus ojos que por la ropa que vestía. Fue ese brillo lo que cautivó a Jane y le hizo decir en tono de reprimenda:

– No debería haber dicho semejante cosa.

– ¿Qué? ¿Qué es lo que he dicho? -parecía la inocencia personificada.

– Llamar a la señora Callam «querida». Podría ser su abuela y se merece respeto.

– ¿Le parece que la he ofendido? A mí no me ha parecido que se sintiera ofendida.

– Esa no es la cuestión…

– ¿Cree que se ha sentido ofendida?

Jane estaba punto de responder con severidad, pero su sentido de la justicia intervino. La señora Callam se había mostrado realmente encantada.

– No hay que sacar las cosas de contexto -continuó él-. Por ejemplo, si el otro tipo la hubiera llamado «querida»… eso sí que habría sido un insulto.

A pesar suyo, Jane se dio cuenta de que tenía razón.

– No me ha gustado ese avinagrado amigo suyo -observó él.

– No es amigo mío; es más, creo que es una de las personas más desagradables con que he tratado.

El sonrió y fue como si el despacho brillara de repente. Tenía un rostro fascinante, pensó Jane. De haber tenido unos rasgos más armoniosos, habría sido más guapo, pero menos interesante. La frente despejada y la nariz aguileña eran propias de un profesor de universidad, los ojos sonrientes y la boca recordaban a un payaso, pero la prominente mandíbula indicaba la terquedad de una mula. Era un hombre de contrastes, y Jane, cuya vida gobernaba con la precisión de los números, se alarmó al descubrir algo extraño, como si la compañía de aquel hombre fuese un placer.

– Apuesto a que ese hombre no ha conseguido asustarle.

No, así no conseguiría nada, tenía que volver a controlar la conversación.

– No, los hombres como él no me asustan. Pero tampoco me dejo engatusar por el encanto de alguien.

– ¿Encanto? -el se la quedó mirando como si fuese la primera vez que oía esa palabra-. Bueno, si se refiere a mí, le aseguro que me siento muy halagado, por supuesto, pero…

– Lo que creo es que ya es hora de que me diga a qué ha venido -le interrumpió Jane con la poca dignidad que la quedaba.

– Dos mil libras, por favor.

Ella sonrió.

– ¿No queremos todos eso? Vamos, por favor, hablemos en serio. ¿Para qué ha venido a verme?

– Se lo acabo de decir, quiero un préstamo de dos mil libras. ¿Por qué le sorprende tanto? No creo ser la primera persona que ha venido aquí para pedir un préstamo.

– Sí, pero la mayoría…

– La mayoría no parecen Angeles del Infierno -concluyó él, sonriente.

– Bueno, usted mismo lo ha dicho.

– ¿No le parece peligroso juzgar… por las apariencias?

– No estoy haciendo eso precisamente.

– Eso es precisamente lo que está haciendo. Nada más mencionar un préstamo, usted ha supuesto que se trataba de una broma. ¿Por qué? Por mi apariencia.

Jane se acercó un papel que tenía encima de la mesa.

– ¿Por qué no empezamos por el principio? ¿Me puede dar su nombre, por favor?

– Gil Wakeman.

– ¿Gil es el diminutivo de Gilbert?

El hizo una mueca.

– No me gusta Gilbert, es un nombre muy pretencioso. Un nombre apropiado para uno que lleve una camisa con cuello almidonado.

– Me sorprendería saber que Gil tiene una camisa -comentó ella irónicamente.

– Tenía una… hace tiempo.

– ¿Qué le pasó? -Jane no pudo evitar hacer la pregunta.

– Que la metí en la lavadora con la ropa de color y salió con los colores del arco iris.

– No me extraña.

– Desde entonces, sólo uso negro, es más seguro. Pero podría comprarme otra camisa, si eso la hace feliz.

– No creo que cambiara en nada la situación.

– Oh… También tenía una corbata hace tiempo.

Jane trató de controlarse, pero la falsa inocencia de los ojos de él pudo con ella. Su boca insistió en sonreír y, al cabo de unos segundos, acabó echándose a reír.

Él rió con ella.

– Así está mejor. He ganado.

– ¿Qué es lo que ha ganado?

– Había apostado conmigo mismo a que la hacía reír en menos de cinco minutos. Debería reír más a menudo, le sienta muy bien. Es su yo verdadero.

– Usted no sabe nada de mí -declaró Jane imponiendo orden por fin-. Y si espera que le demos un préstamo, será mejor que empiece a comportarse como un cliente respetable… si es que sabe cómo hacerlo.

– No sé -respondió él inmediatamente-, pero podría enseñarme. ¿Cómo cree que debo comportarme, como ese tipo que ha entrado antes que yo?

– Como un hombre responsable y con sentido común -le aconsejó ella.

– ¿Así le gustan los hombres, responsables y con sentido común?

– Es la clase de hombre que consigue préstamos. Él se la quedó mirando con la cabeza ladeada.

– No es eso lo que le he preguntado. ¿Qué clase de hombre le gusta?

Jane dejó el bolígrafo encima del escritorio.

– Señor Wakeman, aunque a usted le dé igual, soy la directora de un banco. Y la clase de hombre que me gusta ver en este despacho es responsable y no me hace perder el tiempo.

– ¿Y qué clase de hombre le gusta ver sentado a su lado en un restaurante?

– Con corbata -respondió ella con la severidad de que fue capaz.

– Supongo que su novio lleva corbata, ¿no?

– Me niego a hablar de ello con usted.

– Apuesto a que tiene más de una corbata, al contrario.

– Creo que no conozco a nadie como usted -dijo ella con exasperación.

– Y estoy seguro de que es tieso, estirado y serio; y lo que más le gusta de usted son sus cualidades medidas en esterlinas.

Tan poco tiempo después de que Kenneth la hubiera halagado por su puntualidad, aquel hombre le tocó un punto débil. La conversación había ido demasiado lejos. Con firmeza, Jane sacó sus gafas y se las puso.

– Quizá pueda darme algunos detalles más -dijo Jane con voz fría-. Su nombre es Gilbert Wakeman. ¿Qué edad tiene?

El contestó, revelando que tenía treinta y cinco años. Jane lo miró fugazmente.

– Sí, no soy un jovencito alocado como usted pensaba -declaró él interpretando correctamente la expresión de Jane.

– Parece más joven de lo que es.

Pero ahora que lo observó fijándose más, vio que su rostro indicaba la edad que tenía. Lo que la había confundido era su forma de vestir y su actitud informal.

– ¿Dirección? -le preguntó ella.

– Vivo en una caravana.

Jane volvió a dejar el bolígrafo en la mesa y suspiró.

– ¿En serio ha pensado que puedo darle un préstamo a alguien que no tiene dirección fija?

– Sí, lo creía…, antes de ponerse las gafas.

– Señor Wakeman, tengo muchos clientes.

– Aún no le he hablado de mi negocio. Tome, mire.

Gil sacó un álbum de fotos y lo abrió encima del escritorio. Estaba lleno de fotografías ampliadas de fuegos artificiales estallando en brillantes colores: rosas, azules, rojos, verdes, amarillos y blancos.

– Este es mi trabajo -dijo él-. Me contratan de todas partes de país. Una caravana es la forma más eficiente de vivir y trabajar en este negocio.

– ¿Para qué necesita el préstamo?

– Para expandir el negocio. Quiero comprar mejores fuegos artificiales y realizar exhibiciones mayores y más complejas. Tengo muchas ideas respecto a cómo mejorar el espectáculo, pero me falta el dinero necesario. Con dos mil libras, podría comprar un ordenador que me ayudaría enormemente en mi trabajo.

– ¿Cuánto tiempo lleva trabajando en esto, señor Wakeman?

– Seis meses.

– Entonces, ¿aún no tiene un libro de contabilidad?

Gil hizo una mueca.

– Le enseño la gloria del cielo y usted me pregunta por el libro de contabilidad.

– Tengo que justificar mis decisiones en la oficina central; lo siento, pero no sé cómo representar la gloria del cielo en mi informe.

– ¡La oficina central! ¡Un informe! Mire esa lluvia rosa y azul cayendo del cielo. ¿Quiere que le hable de las maravillas de los fuegos artificiales? Tiene que levantar los ojos para verlos. La mayoría de la gente nunca levanta la cabeza de la tierra. El mundo, para ellos, es blanco y negro, hasta que alguien les enseña los colores que han ignorado hasta entonces. Está bien, si quiere números, aquí están los números.

Con un cambio de actitud casi cómico, Gil puso unos papeles delante de ella. Con sorpresa, Jane vio que las cuentas estaban presentadas con ordenada y eficientemente. Era una pena que la contabilidad sólo fuera de seis meses, pero revelaban un aspecto muy diferente del Gil Wakeman con el que había tratado hasta el momento.

– Cuénteme algo más de usted, señor Wakeman. Antes de dedicarse a los fuegos artificiales, ¿en qué ha trabajado?

Jane tuvo la impresión de que la pregunta le había desconcertado cuando le vio encogerse de hombros con expresión incómoda.

– ¿Que qué he hecho? El préstamo que he venido a pedir se basa en mi capacidad para el trabajo que desempeño en este momento.

– Permítame que le recuerde que no tiene muchas probabilidades de que le concedamos el préstamo.

– Está bien. Nací en Londres y he hecho un poco de esto y de lo otro. He trabajado con números, esas cuentas son correctas.

– Sí, se ven que lo son. ¿Tiene usted alguien que pueda avalarle?

– Nadie a quien quiera pedírselo. Quiero hacer esto independientemente.

– Me lo está poniendo muy difícil, señor Wakeman. Tengo que meter los datos en un ordenador; con lo que tengo de usted hasta ahora, el ordenador se echaría a reír.

– Los ordenadores no ríen -dijo él serio-, eso es lo malo que tienen. La gente ríe, canta, llora y exclama en mis espectáculos; y después, se van felices. ¿Qué saben de eso los ordenadores?

– Me parece muy bien y tiene razón, pero necesito algo más sólido que su imaginación.

– Oh, sí, la imaginación… ¡Qué pecado!

– Me está haciendo perder el tiempo, señor Wakeman. Esto es un banco, no somos los Reyes Magos. En fin, si no tiene alguien que le avale, dígame, ¿a qué valor asciende lo que tiene en material?

– Tengo unas doscientas libras en fuegos artificiales en este momento; pero como esta noche voy a utilizar la mayoría, no me quedará mucho.

– ¿Qué hay de su caravana? ¿Cuánto podría valer?

– Nada, la compré de tercera mano. No hace más que estropearse y me paso la mitad del tiempo arreglándola.

Jane, desesperada, tiró el bolígrafo encima de la mesa.

– Me resulta difícil creer que haya tenido el valor de presentarse aquí para pedir un préstamo.

– No está contando mi talento y mi trabajo, ¿es que eso no vale nada?

– Desgraciadamente, no se puede representar con cifras y números.

– Y si no se puede representar con cifras y números es como si no existiese, ¿verdad? Señorita Landers, me da pena.

– Además de ser un irresponsable, es usted un impertinente.

– Me da pena porque no puede levantar la cabeza de los números.

– Es uno de los requisitos de mi trabajo -respondió ella en tono gélido.

– Es usted demasiado joven y hermosa para que consumirse entre estas cuatro paredes con su escritorio y su ordenador.

– Son eficientes.

– Eficiencia. ¡Qué Dios nos ayude! ¿Eso es todo lo que le importa en la vida?

– Mi vida no es asunto suyo, pero le diré una cosa: se basa en valores morales y estabilidad, cosas de las que usted no parece haber oído hablar.

– Todo lo contrario, he oído hablar demasiado de ello…, como si fuese lo único importante en este mundo. ¿Ya qué se reduce todo? A la infinita búsqueda de dinero.

– Permítame recordarle, señor Wakeman, que usted mismo ha venido aquí en busca de dinero.

– Sí, cierto, pero sólo para transformarlo en algo hermoso.

– En fuegos artificiales -dijo ella con desdén-. ¡Por favor, señor Wakeman!

– Una exhibición de fuegos artificiales puede ser una obra de arte.

– ¿Cómo tiene el atrevimiento de compararse con un artista?

– Soy más artista que el que ha pintado esos cuadros que tiene colgados en la pared. ¿Sabía que los han elegido porque dan paz mental? En otras palabras, su valor está en su neutralidad. El arte debería hacer gritar y llorar a la gente. El arte debería iluminar el cielo y, en ese sentido, sí soy un artista.

– Bueno, creo que eso es todo lo que… -Jane empleó un tono de voz que indicaba que daba por terminada la entrevista.

– Puedo hacerla ver el universo como jamás lo ha visto -continuó él interrumpiéndola-. Puedo mostrarle todos los colores del arco iris lloviendo en miles de formas. Apuesto a que no hay color en su vida.

– Soy una empleada de un banco, no me pagan por poner color en mi vida -contestó Jane seriamente.

– ¿Qué me dice de su corazón? -de repente, él la miró con ojos penetrantes.

– No ha venido aquí para hablar de mi corazón.

– ¿A quién le pertenece?

– Ya es suficiente. Por favor, le ruego que se marche.

– Si me marcho, habré fracasado.

– Ha fracasado. El banco Kells no puede concederle un préstamo.

– No estoy hablando del préstamo, sino de usted, de una mujer encerrada en una cueva. Si pudiera sacarla de esa cueva, podría enseñarle maravillas.

Jane tuvo la ocurrencia de mirarlo a los ojos, fue una equivocación. La expresión de él le indicó que ya no estaba hablando de los fuegos artificiales.

– Maravillas -repitió él con una voz que, misteriosamente, se había suavizado-. Magia. ¿Sabe algo de magia?

– Yo… no.

– No, claro. Para usted, sólo hay una vida, el aquí y ahora. ¿Pero qué me dice del otro mundo donde pasan cosas maravillosas? Si jamás entra en contacto con ese mundo, no sabrá nunca lo que es vivir realmente. Su novio, el serio, el que lleva corbata, ¿le ha enseñado lo que es la magia?

– Ya es suficiente -dijo Jane con firmeza-. Lo siento, señor Wakeman, no puedo concederle un préstamo.

– No lo decida todavía -dijo él, sin prestar atención a las palabras de Jane-. Venga a ver mi espectáculo. Es esta noche, como cierre de las fiestas de aquí. Veamos si la gloria de los fuegos artificiales no le hacen cambiar de idea.

– Nada va a hacerme cambiar de idea -dijo ella con algo de desesperación.

– Bueno, entonces… hasta esta noche.

Junto a la puerta, se despidieron con un apretón de manos. Al instante, Jane se sintió como si hubiera recibido una descarga eléctrica.

– Adiós, señor Wakeman.

Cuando se hubo marchado, Jane respiró profundamente. Jane miró a su alrededor y, de repente, aquel despacho que siempre le había parecido maravilloso le resultó vacío, sin encanto… como una cárcel.

Jane cerró los ojos y sacudió la cabeza para aclararse las ideas.

La puerta volvió a abrirse y la señora Callam entró.

– Sólo he venido para darle las gracias -dijo la anciana-, no quería molestarla mientras estaba con ese joven tan guapo y agradable.

– A mí no me parece particularmente guapo -respondió Jane en tono áspero.

La señora Callam la miró con compasión.

– No sé qué les pasa a las jóvenes de hoy día -dijo la anciana-. Ya no tienen ideales ni valores.

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