Capítulo 4

– ¿Que qué?

– Que le he dejado, llevo años diciendo que lo haría y ahora lo he hecho.

– Pero…, no puedes dejarle.

– ¿Por qué no?

– Pues porque… porque, para empezar, tienes más de setenta años. Además, llevas casada con el cincuenta.

– Eso no tienes que decírmelo, lo sé muy bien. Llevo cincuenta años oyendo a ese idiota contar los mismos chistes una y otra vez. No comprendo cómo he podido aguantar tanto tiempo.

– ¿Qué es lo que ha pasado para que así, de repente, hayas decidido dejarle?

– Anoche tuvimos invitados y volvió a contar la anécdota del conejo, y de repente me di cuenta de que, si volvía a oírla una vez más, acabaría en el manicomio. Así que hoy he hecho las maletas y me he marchado de casa, que es lo que debería haber hecho hace años. Aún puedo vivir mi vida como quiera.

Jane se tranquilizó un poco. Al menos, no parecían haber peleado.

– Vamos a cenar algo -dijo ella-. Mientras la comida se hace, te prepararé la habitación y así hablamos.

– No te importa que me haya presentado así en tu casa, ¿verdad? -preguntó Sarah.

– Sabes que, por mi, te puedes quedar toda la vida. Lo que pasa es que casi no puedo creerlo. ¿Sabe Andrew que estás aquí?

– No es asunto suyo dónde estoy -declaró su abuela con rebeldía-. Y no vayas a llamarlo. Me he escapado y no quiero que nadie me estropee la fiesta.

– ¿Que te has escapado? -Jane no salía de su asombro-. No hablas en serio, ¿verdad?

– Sí, hablo muy en serio. He dicho que me he escapado y me he escapado. Vive con el mismo hombre durante cincuenta años y luego me dices si no te parece una sentencia a cadena perpetua.

– Pero tú quieres a Andrew, ¿no?

– Yo no he dicho que no lo quiera -explicó con paciencia-, lo que pasa es que no soporto verlo.

Jane abrió la boca y volvió a cerrarla. Era demasiado. Se sentía como si el mundo entero hubiera dado la vuelta.

Mientras comían algo ligero, Jane trató de averiguar algo más sobre la situación.

– ¿Qué ha dicho Andrew cuando te has marchado?

– Nada porque no estaba en casa. Le he dejado una nota.

– ¿Y le has dicho adónde ibas en la nota?

– No. Y tú no vas a llamarlo.

– Pero Sarah…

– Deja que se caliente el cerebro -había un brillo peleón en los ojos de Sarah.

– No pareces la misma -comentó Jane, intranquila.

– Quieres decir que no parezco la que creías que era -respondió Sarah inmediatamente-, que es muy distinto.

– Sí, supongo que es eso.

Con gran alivio para Jane, Sarah se marchó a la cama temprano tras declarar que había tenido un día agotador…

– Pero muy divertido, querida.

– ¿Divertido? -repitió Jane con el corazón encogido-. ¿Por darle un susto de muerte al pobre Andrew?

– ¡De pobre Andrew nada! No le vendrá mal a ese idiota una sorpresa.

Cuando Sarah estaba durmiendo, Jane recibió la primer llamada. Era el hermano mayor de Jane, George.

– Sarah ha desaparecido -dijo preocupado.

– Está bien, está conmigo -Jane le puso al corriente rápidamente.

– ¿Y no has llamado a Andrew? -le preguntó George, escandalizado.

– Me ha dicho que no lo haga.

– Jane, tienes que darte cuenta de que Sarah no está precisamente en su sano juicio.

Jane había pensado lo mismo, pero oírlo decir la disgustó.

– George, si estás sugiriendo que Sarah está senil sólo porque se ha cansado de oír la historia del conejo, no me queda más remedio que decirte que el que no está en su sano juicio eres tú.

George decidió ignorar el comentario.

– Voy a llamarlo.

– Hazlo, pero dile que no venga aquí. Sarah necesita tiempo para ella.

Jane colgó mientras se preguntaba por qué nunca había notado lo pedante que era su hermano George.

Pronto descubrió que ir corriendo a ver a su esposa era lo último en lo que Andrew estaba pensando. Llamó diez minutos más tarde para preguntar:

– ¿Cómo está?

– Está perfectamente bien.

– Estupendo -y colgó.

Jane esperó. Tras un minuto exacto, el teléfono volvió a sonar.

– No me hablo con ella -declaró Andrew sin preámbulos.

– Estupendo, porque ella tampoco te habla -dijo Jane, exasperada.

– Pues bien, no me hablo con ella y puedes decírselo de mi parte.

– No le puedo decir nada porque está dormida.

– ¡Dormida! ¿Cómo puede dormir cuando nuestro matrimonio acaba de derrumbarse? Siempre he dicho que esa mujer no tenía corazón.

– Cuando se despierte, ¿quieres que le dé el mensaje?

– Sí. Dije que no me hablo con ella.

La línea se cortó.

Dudando de si echarse a reír o a llorar, o de golpearse la cabeza contra la pared, Jane se quedó mirando el teléfono con indignación. Al momento, volvió a sonar. Era su hermana Kate.

– George me ha dicho que…

Después de aquella llamada, el teléfono no dejó de sonar. La noticia de que Sarah se había ido a casa de Jane había corrido por toda la familia, y todos llamaron para expresar su horror y ofrecer consejos. Con diferentes palabras, todos dijeron lo mismo: su mundo ordenado se había derrumbado, dejándolos atónitos y escandalizados.

Eran casi las dos de la mañana cuando Jane, por fin, se acostó. Aunque cansada, permaneció despierta mucho tiempo y deseó poder hablar con Gil. Estaba segura de que un espíritu libre ofrecería un punto de vista diferente sobre la situación.

Se despertó más tarde que de costumbre y encontró a Sarah, muy bien arreglada, dejando una taza de té encima de la mesilla de noche. De la cocina salía un olor delicioso.

– Anoche llamó Andrew.

– No me hablo con él -dijo Sarah al instante.

– No te preocupes, él tampoco se habla contigo -Jane se preguntó si no estaría en un jardín de infancia sin saberlo.

Mientras desayunaban, Sarah dijo:

– Hoy me voy a Londres, necesito ropa nueva.

– Londres es una ciudad que cansa mucho -objetó Jane-. ¿No seria mejor que…?

– No, no sería mejor -interrumpió Sarah con firmeza-. Tengo setenta años, no ciento setenta.


– Pero hay unas tiendas muy buenas en Wellhampton.

– Jane, querida, llevo cincuenta años con una astilla clavada en la carne, no me digas que me la he sacado para meterme otra.

– ¿Una astilla en la carne? -repitió Jane muy ofendida-. ¿Yo?

– Si no tienes cuidado, te vas a hacer muy seria demasiado joven.

Un comentario que se parecía mucho a lo que Gil le había dicho.

– La seriedad es algo propio de nuestra familia -le recordó a Sarah con gesto defensivo-. ¿Y de quién es la culpa?

– De tu abuelo, no intentes echármela a mí.

Jane se quedó sin habla.

Llevó a su abuela a la estación de ferrocarril.

– Volveré a casa a tiempo para preparar una buena y sólida cena -le prometió su abuela.

Y desapareció antes de que Jane tuviera tiempo de explicarle que no tomaba cenas sólidas.

A media mañana, llamó a Andrew a su cómodo bungalow junto al río donde él y Sarah habían vivido durante los últimos diez años. Su abuelo parecía animado y contento.

– Acabo de comprarme un barco -anunció su abuelo-. Una pequeña lancha, siempre he querido tener una.

– No lo sabía.

– Hay muchas cosas que siempre he querido tener y, ahora que estoy libre, voy a tenerlas.

– ¿No te parece que un barco es demasiado ejercicio para ti?

Andrew se echó a reír.

– No me voy a lanzar a un viaje en vela. Lo quiero para recibir visitas de mujeres jóvenes.

Jane respiró profundamente. La situación era peor de lo que había imaginado.

– No sé qué va a decir Sarah de eso -dijo Jane, tratando de hacer una broma.

– No tiene nada que decir, ha sido ella quien ha puesto fin a nuestro matrimonio, no yo. Y lo mejor que ha hecho en su vida. Ahora voy a empezar a disfrutar de verdad. Vino, mujeres, música y nadie que me diga: «no hagas eso, te sienta mal». Dile que me las estoy arreglando estupendamente sin ella. ¿Está bien?

– Sí, está bien. También ella quiere pasárselo bien.

– No me interesa. Y no pronuncies su nombre delante de mí.

– De acuerdo, no lo haré.

– Ya verás que pronto viene corriendo a casa, apuesto a que está sentada al lado del teléfono esperando a que la llame,

– No, se ha ido a Londres a comprarse ropa.

– Te lo he dicho, no me interesa lo que haga. Si es todo lo que tienes que decirme, voy a colgar. Estoy esperando la visita de una amiga.

– ¡Dios mío, dame paciencia! -murmuró Jane, mientras colgaba el auricular.

Tenía miedo de que Gil no estuviera cuando aquella tarde fue a buscarlo. Pero, con alivio, vio su caravana bajo los árboles.

Tan pronto como llamó a la puerta, Gil sacó la mano, la agarró y la metió dentro. Al instante siguiente, Jane se encontró en sus brazos.

– Tenía miedo de que no vinieras -murmuró él junto a sus labios.

– Y yo tenía miedo de que no estuvieras aquí.

Con la respiración entrecortada, Gil la soltó.

– Mira, he pasado parte de la tarde arreglándolo todo -anunció él, señalando la mesa.

Jane lanzó un gemido de placer al ver la elegante mesa que Gil había preparado para dos.

– Oh, Gil, lo siento, pero no puedo.

– Claro que puedes.

– No en serio. Mi abuela me está esperando para cenar, ha preparado una cena especial. Verás, anoche, cuando llegué a casa, ella estaba allí. Ha dejado a mi abuelo y toda la familia anda loca porque habían estado preparando una fiesta sorpresa para celebrar sus bodas de oro. Se ha ido a Londres a comprar ropa nueva y mi abuelo se ha comprado un barco para recibir en él a mujeres jóvenes.

– ¡Eh espera un momento! Tranquilízate. No entiendo nada.

– Ni yo tampoco -dijo ella, enfadada-. Se están comportando como dos niños. Mi abuelo dice que no se habla con ella y ella dice que no se habla con él. Los dos tienen más de setenta años y lo único que dicen es: «jQué asco! Qué horror!»

Gil sonrió maliciosamente.

– Si llevan juntos tantos años, deben estar ya listos para decir: «¡Qué asco! ¡Qué horror!» -observó él-Probablemente se han dicho todo lo demás docenas de veces.

– No docenas de veces, miles de veces. Sarah dice que si vuelve a oír la anécdota preferida de mi abuelo acabará en un manicomio.

– Me parece lógico.

– Es un encanto. Me temo que tengo que darle prioridad en estos momentos.

– ¿Quieres decir que no vamos a estar juntos esta noche? -preguntó él, desilusionado.

Jane estaba a punto de decirle que no cuando, de repente, se le ocurrió una idea brillante. Si Sarah conocía a Gil, inmediatamente le produciría una mala impresión y ello la haría volver en sí.

– No, creo que deberías venir conmigo a cenar a casa. Sarah siempre cocina para un regimiento.

– Me pilla un poco de sorpresa -Gil sonrió burlonamente y a Jane le dio un vuelco el corazón-. No querrás utilizarme para algo, ¿verdad?

– Claro que no. Es sólo que… -Jane vaciló, no sabía cómo decirlo con palabras.

– Es sólo que, al verme, se horrorizará y se dará cuenta de que no está pisando tierra firme, ¿no?

– Bueno, no es exactamente… eso.

– Cielo, podría divertirme mucho dejándote explicar qué es exactamente -dijo él con una ronca carcajada-, pero no es necesario. Además, no me importa que me utilices como una terrible muestra del problema en el que podría estarse metiendo. ¿Estoy vestido suficientemente horrible para tu abuela?

– Es pena que te hayas afeitado -declaró Jane mientras le examinaba con ojos críticos.

– Lo había hecho por ti -se quejó Gil-. No hay forma de complacer a una mujer. ¿Cómo quieres que me comporte, como un borracho sin modales?

– No, claro que no. Sé tú mismo.

– ¿Le asustaré lo suficiente siendo yo mismo? Sí, no me cabe duda. Lo comprendo perfectamente.

– Me rindo -dijo Jane.

– En ese caso, ¿nos vamos ya?

Gil tomó la botella de vino que había encima de la mesa y salieron de la caravana. Jane llamó por teléfono desde una cabina para decirle a su abuela que iban de camino.

– ¿Cómo ha reaccionado? -le preguntó Gil cuando Jane colgó.

– Terriblemente animada. No me atrevo a llegar a casa, no sé qué sorpresa me tendrá preparada ahora.

– Hablas como si no estuvieras de acuerdo con ella -le dijo Gil-. Es mayorcita para saber lo que quiere.

– Eso es lo que ella dice -respondió Jane.

– La cuestión es que no debería necesitar decirlo.

A medio camino de la casa. Gil se bajó del coche para comprar unas flores.

– Para mi anfitriona -le dijo a Jane.

– Zalamero -le acusó ella.

– Por supuesto, es mi primera regla para la supervivencia. Cuando te enfrentes a las fuerzas de la naturaleza, arrástrate. Además, ofrecer flores a tu anfitriona es lo que se debe hacer.

– Lo sé. Pero si haces lo que se debe hacer, vas a estropearme el plan de asustarla.

– En absoluto. Le diré que se las he robado al vecino.

– ¿Es que nunca hablas en serio? -le preguntó ella exasperada.

– No lo sé. Siglos atrás, conocía miles de razones para ser serio, pero ya no me acuerdo.

– Estupendo, estamos progresando.

Mientras subían en el ascensor, Jane examinó el aspecto de Gil. Iba vestido como el día que lo conoció, con pantalones de cuero negro y una camiseta negra sin mangas ceñida al cuerpo.

– ¿Estoy bien? -preguntó Gil, interpretando correctamente la mirada de Jane.

Jane tembló de placer tras la indirecta.

– Estás demasiado bien peinado.

Al instante, Gil se revolvió el cabello con los dedos. Desgraciadamente, el nuevo peinado le hacía aún más atractivo. Pero a Sarah no le gustaría, pensó Jane con alivio.

Con cierto esfuerzo, abrió la puerta del apartamento. Inmediatamente, un maravilloso olor salió de la cocina.

– ¡Salchichas con puré de patatas! ¡Maravilloso! -exclamó Gil.

– No te hagas ilusiones, Sarah prepara siempre cocina francesa por lo menos. Las salchichas con puré de patatas no están a su altura.

– Es una verdadera pena.

– Aquí estamos -anunció Jane en voz alta.

Una desconocida salió de la cocina. Jane estaba a punto de preguntarle quién era y qué estaba haciendo allí cuando tragó saliva y se dio cuenta de que era su abuela.

El cabello cano de Sarah se había transformado en un pelo color miel con un corte exquisito. En vez de sus ropas sencillas y formales, Sarah llevaba un elegante vestido azul marino y blanco, bien conjuntado con unos discretos pendientes de plata.

– ¡Sarah! -exclamó Jane-. Al principio, no te conocía.

– Oh, querida, gracias por el piropo. ¿En serio te gusta?

Dio una vuelta completa para enseñar el vestido desde todos los ángulos. Por extraño que pareciese, Sarah había conseguido perder muchos kilos en un sólo día. También llevaba un maquillaje profesional. Y una nueva elegancia que no la hacía parecer la abuela que Jane había conocido toda su vida. Mientras Jane se preguntaba qué iba a decir, Gil resolvió el problema con un prolongado y ferviente silbido.

Sarah se volvió a él con expresión radiante.

– Tú debes ser Gil. Me alegro de que Jane te haya traído para que me conozcas.

– Yo también me alegro -dijo Gil, mirándola con apreciación.

Para asombro de Jane, Gil hizo una reverencia a Sarah y le entregó el ramo de flores.

– Para usted.

– Oh, qué detalle. No te puedes imaginar el tiempo que hace que un hombre no me regala flores.

Sarah se marchó a ponerlas en agua y Jane murmuró a Gil:

– ¿Qué demonios estás haciendo? Así no vas a escandalizarla.

– Creía que mi aspecto físico seria suficiente.

– Creo que ni siquiera lo ha notado.

– Vamos, sentaos a la mesa -dijo Sarah desde la cocina-. Estoy muerta de hambre y no me cabe duda de que vosotros también lo estáis.

– Le he dicho a Gil que siempre preparas comida de chef -dijo Jane.

– Lo siento, pero hoy no he tenido tiempo para eso -contestó Sarah-. Os tendréis que conformar con salchichas y puré de patatas. Siempre ha sido mi comida preferida, pero a tu abuelo no le gusta y por eso nunca lo comíamos.

– A mí me encanta -declaró Gil.

– Me alegro, porque hay un montón -Sarah volvió a la cocina.

– Haz el favor de representar tu papel como es debido -se quejó Jane a Gil.

– Lo siento, cielo, pero ni siquiera por ti voy a decir que no me gustan las salchichas con puré de patatas -contestó Gil enérgicamente.

Jane fue a la cocina inmediatamente a ayudar a servir.

– Abuela, ¿cómo has perdido tanto peso tan rápidamente? No estás haciendo aeróbic, ¿verdad?

– Oh, deja de hablar como una vieja. Me he comprado una faja.

– Jamás te habías molestado en eso… por Andrew.

– A Andrew no le gustaba que me pusiera guapa, sino que me pusiera ropa sencilla y funcional. Le daría un ataque si me viera esto…

Sarah se levantó el bajo del vestido para enseñar unas ligas de encaje.

– Guau! ¡Vaya chica! -exclamó Gil desde la puerta. Ya estaba, pensó Jane, Gil había conseguido horrorizar a su abuela. Pero en vez de horrorizada, Sarah se ruborizó.

– Gil, querido, ¿te importaría llevar estos platos a la mesa?

Cuando Gil se marchó de la cocina con los platos, Jane hizo otro intento desesperado.

– Te pido disculpas por la forma como Gil va vestido, no sabía que íbamos a venir aquí.

– ¿Qué tiene de malo cómo va vestido? -preguntó Sarah.

– Bueno, no es muy convencional, ¿no te parece?

– Querida, cuando un hombre es tan encantador como él, puede ponerse lo que le venga en gana. Vamos, llévate la cesta del pan y vamos a cenar.

La cena consistía en salchichas fritas y puré de patatas con crema y mantequilla. Estaba delicioso y el vino de Gil lo hacía perfecto.

– ¿Cómo os habéis conocido? -preguntó Sarah, mientras Gil le servía el vino.

– Fui al banco para pedir un préstamo -contestó Gil-. Por supuesto, Jane me lo negó.

– ¿Por qué?

– ¿Que por qué? -dijo Jane-. Fíjate en él.

– Lo siento, pero no tengo tiempo para preocuparme por la ropa -declaró Gil, haciendo un esfuerzo por representar su papel-. La vida es demasiado corta.

– Sí, desde luego que lo es -dijo Sarah con un suspiro.

– Pero, a veces, la ropa es importante -declaró Jane.

– No tanto como tú crees -dijo Sarah-. Aunque supongo que vivir en el banco te vuelve conservadora.

– No vivo en el banco -observó Jane.

Sarah le lanzó una mirada que la dejó desconcertada.

– ¿No, querida? -después de silenciar a su nieta, Sarah se dirigió a Gil-. Me gustaría que me hablaras de ti. ¿Cómo te ganas la vida? Y te aseguro que me he dado cuenta de que no es aburrida.

– Con fuegos artificiales -respondió él-. Voy de un sitio a otro montando espectáculos de fuegos artificiales.

– ¡Qué maravilla!

– Por supuesto, no es una vida muy normal -dijo Gil, consciente de la gélida mirada de Jane-. No tengo una casa como todo el mundo, vivo en una caravana.

– ¿Que vives en una caravana? -preguntó Sarah, agrandando los ojos-. ¡Eso es extraordinario! Vives en un sitio diferente cada día, el horizonte siempre cambiante…, gente nueva…

– Exacto. No soporto estar en el mismo sitio mucho tiempo.

De nuevo, Sarah debería haber sacudido la cabeza y palabras como «inmaduro» deberían haber salido de sus labios. Pero parecía encantada con Gil.

– Pues no me parece una vida sólida -dijo Jane-. Sin raíces, sin familia…

– La mejor forma de vivir -declaró Gil alegremente-. La familia ata. Yo necesito libertad, espacios abiertos.

– Y yo necesito responsabilidad -dijo Jane.

– Jane, querida, no seas así. Estoy segura de que Gil tiene sentido de la responsabilidad.

– No, no lo tengo -contestó él inmediatamente-. La vida debería ser diversión, eso es lo que yo pienso.

– Y yo -anunció Sarah.

Desconcertado, Gil vaciló, pero al cabo de unos segundos volvió a intentarlo.

– La familia está muy bien, pero te confina. Siempre te dice lo que es bueno para ti o qué hacer y cómo hacerlo. No lo aguanto.

– Yo tampoco -dijo Sarah con vehemencia-. Te lo digo en serio, eso no lo aguanta nadie. Bueno, supongo que no estás casado, ¿verdad?

Gil guiñó un ojo.

– No.

– Estoy segura de que no faltan mujeres que te persigan -dijo Sarah.

– Demasiadas -le aseguró Gil-. A mí me gusta así. Sarah se inclinó hacia él y dijo en tono de conspiración:

– Pero Jane es la primera, ¿verdad? Gil se quedó pensativo.

– En estos momentos, sí. Pero, como ya he dicho, ¿quién sabe lo que el mañana traerá?

– Te va a traer una patada en la espinilla y antes de mañana -dijo Jane, indignada.

Sarah y Gil se miraron y se echaron a reír.

– Lo siento, querida -dijo Sarah, dándole una palmadita en la mano a su nieta-. No creerías que ibais a engañarme, ¿verdad?

– Ella sí, yo no -contestó Gil con expresión de niño pequeño sorprendido en una travesura.

– Jane es un encanto, pero demasiado inocente -le confió Sarah Gil.

– Me gustaría que terminaseis ya -protestó Jane.

– Me temo que no lo he hecho muy bien -admitió Gil.

– Te has excedido -le informó Sarah-. Es evidente que no servirías para actor.

– Pero es verdad que vivo en una caravana y que me dedico a los fuegos artificiales.

– ¿Y qué tiene eso de malo?

– Que no tengo seguridad ni nada. Sólo deudas; si no me cree, pregúnteselo a Jane.

Sarah miró a su nieta con gran cariño.

– No le preguntaría a mi niña nada. Ella sabe mucho de números, pero muy poco sobre las personas.

– ¿Eso crees? -preguntó Jane.

– Sí, hija. En vez de utilizar a Gil para asustarme, deberías haberme dicho lo guapo y lo encantador que es.

Gil suspiró.

– Por fin una mujer que me aprecia -dijo mirando traviesamente a Jane.

Jane intentó poner una expresión seria, pero no lo consiguió. Los tres estallaron en carcajadas.

– Sois imposibles -dijo Jane, dándose por vencida.

– Los hombres más atractivos son imposibles -dijo Sarah-. Si hubiera conocido a Gil hace cuarenta años, habría dejado a tu abuelo por él sin pensarlo ni un segundo.

– Y yo me habría asegurado de que lo hiciera -dijo él galantemente.

Gil volvió a llenar los vasos y brindaron.

– Y ahora, el postre -anunció Sarah-. Chocolate con trufas y crema.

Durante el resto de la cena, Jane se relajó y disfrutó viendo a Gil y a Sarah coqueteando. Tomaron café y, cuando les apeteció más, Gil insistió en prepararlo él. Mientras estaba en la cocina, Sarah terminó el vino que tenía en el vaso y murmuró:

– Es un hombre realmente misterioso.

– ¿Misterioso?

– Este vino es un reserva especial. Puede que parezca un rebelde, pero tiene un gusto muy sofisticado. Me gustaría saber cómo lo ha adquirido.

Gil regresó antes de que Jane pudiera preguntar al respecto, y sirvió el café como un experto.

– Bueno, es hora de que me vaya -dijo Gil por fin-. Señora Landers…

– Sarah y, por favor, tutéame.

– Está bien, Sarah, hacía años que no disfrutaba tanto una cena.

– Vuelve cuando quieras -le dijo Sarah, y Jane se dio cuenta de que lo decía de verdad.

– Voy a acompañar a Gil a la caravana -dijo Jane-, no tardaré en volver.

Durante el trayecto, Gil no dejó de hablar de Sarah.

– ¡Qué encanto! ¡Qué suerte tienes de tener una abuela así!

– A ella también le has gustado -dijo Jane con una carcajada.

– Siento no haber representado bien mi papel. No he estado muy convincente, ¿verdad?

– Da igual, ha sido una cena estupenda.

Por fin, llegaron a la caravana. Gil la miró con ojos brillantes.

– Es hora de decir buenas noches.

– Sí -Jane suspiró.

– Y me marcho mañana muy temprano.

– ¡Oh, no!

– Volveré lo antes que pueda; lo más seguro, dentro de una semana.

– O puede que no vuelvas nunca -dijo Jane con un súbito temor.

Gil le puso los dedos debajo de la barbilla y la obligó a alzar el rostro.

– Volveré -respondió con voz queda-. No voy a poder olvidarte.

Gil acercó los labios a los de ella.

– Por muy lejos que vaya, siempre volveré a ti, siempre.

Jane no podía hablar, pero su respuesta la dieron sus labios. Estaba enamorándose de Gil, a pesar de que era una locura. Pero no podía evitarlo. Los besos de él la volvían loca, y la idea de separarse de él era insoportable. Cuando Gil profundizó el beso, ella se aferró a él con todas sus fuerzas.

Por fin, con desgana, Gil se apartó de ella.

– Será mejor que te vayas a casa ahora mismo, esto se está poniendo peligroso.

– Me encanta el peligro -respondió Jane instintivamente.

– Lo sé, cielo -dijo Gil acariciándole el rostro-, pero aún no estás acostumbrada. Ahora, que aún puedo, voy a salir del coche. Pero volveré pronto.

Jane le vio alejarse hasta desaparecer en el interior de la caravana. Después, ella también se marchó triste por la separación.

Entró en su casa sin hacer ruido por si su abuela estaba durmiendo, pero Sarah estaba sentada en la cama con expresión radiante.

– Es un joven maravilloso -dijo tan pronto como Jane entró-. ¡Tan lleno de vida!

– Es muy divertido -concedió Jane con precaución.

– ¡Vamos, no seas tan estirada! Y no finjas que no estás enamorada de él porque lo estás, no podías quitarle los ojos de encima.

– Sólo estaba preocupada por si te agotaba. No es la clase de hombre a la que estás acostumbrada.

– ¡Para desgracia mía! -exclamó Sarah-. Hay algo regio en él.

– ¿Regio?

– Sí, regio. ¡Y qué cuerpo!

– Creo que has bebido demasiado -dijo Jane severamente-. Te sentirás mejor por la mañana.

– Deja de hablar como Andrew. En realidad, eres peor que Andrew, hablas como mis padres. Ellos sí que habrían echado a tu Gil de la casa a patadas.

– No es mi Gil, y eres tú quien debería haberle echado.

– Por nada de este mundo -declaró Sarah-. Hay muy pocos hombres como él.

– Hablas como la señora Callam. Es tina viuda que ha tenido dos maridos. El primero, por lo que he oído, era un bastión de la comunidad; el segundo, se gastó casi todo el dinero que el primero le dejó. Sin embargo, el retrato que lleva consigo a todas partes es el del segundo.

– Lo que demuestra lo que te digo.

– ¿El qué? He perdido el hilo.

– Sí, Gil le hace a una perder el hilo, ¿verdad?

– Me voy a la cama -dijo Jane con firmeza.

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